La resistencia

—Así que entonces, usted fue de los que estuvieron con el destacamento. No sé de ningún otro que haya vuelto por aquí. Han pasado muchos años, no revolvamos en aquello. Tómese una copa.

—Se agradece —dice el forastero.

—Ahora se da uno cuenta de lo jóvenes que éramos. Tenía su emoción aquel riesgo de las noches preparatorias, cuando escapábamos de nuestras casas porque todo había que tenerlo calculado para no fallar. Y dice usted que no era ni oficial ni sargento.

—Escribiente —dice el forastero—. No he tirado un tiro en mi vida.

—Eso sale ganando. ¡A su salud!

—Salud.

—Recuerdo que tenían anunciado que iban a entrar a las cuatro en punto, con la soberbia de quien puede entrar cuando le dé la gana. Había carteles, habían publicado el bando. Llamamiento a la población sobre que la batería iba a entrar a las cuatro en punto y las normas de policía. Recuerdo que llegaron a las 5:15. Se dijo que iban a venir con sus cañones, ustedes los artilleros. Pero nosotros, si eran de artillería, como si fuesen de intendencia. Y tampoco fue tan espectacular. El alcalde que se adelanta sombrero en mano, se le veía digno pero con recelo, como si presintiera que iban a caerle problemas. Ellas, las chicas, estaban las muy tontas en primera fila, como en el baile esperando a que las sacasen. ¿Y dice usted…?

—Ya le he dicho —dice el forastero—, en las últimas casas del barrio del río.

—Había los desplazados, por entonces; de aquellas casas del río hoy no queda ni el rastro. Nosotros habíamos convenido no movernos de la terraza del café. Jugábamos al dominó, ya entre dos luces. Seguimos en nuestra posición conjurada pero la verdad es que estábamos con antenas como los saltamontes, teníamos muchos oídos, ojos en la nuca, no necesitábamos decirnos unos a otros que un capitán y dos tenientes. Los subtenientes eran tan jóvenes como nosotros. Nos fastidió que habiendo tres sitios en la plaza descubrieran tan pronto que el mejor café lo daban en el nuestro, la cafetera echaba chorros de vapor sobre una hilera de tazas. Nos ignoraban, revoloteaban, ya estaban con las chicas que se echaban atrás y adelante y se reían por todo. Los uniformes los traían a punto como si no llegaran de una marcha tan larga. Días después empezaron a salir algunas veces de paisano. Al bajito de bigote fino…

—El teniente segundo.

—Al bajito de bigote fino lo veíamos con una chaqueta sport con muchas trabillas. El capitán un traje completo gris a cuadros, y el cuello duro de la camisa. Seis oficiales en total, puesto que no había que contar a nuestros efectos a los suboficiales, clases y tropa.

—Ella —dice el forastero— no iba con los oficiales.

—Fueron unas semanas apretadas, burlar la vigilancia y deslizarse por calles, callejas, puertas falsas, agujeros que solo los del pueblo sabíamos. Dormíamos poco, uno se despertaba un poco más hombre cada mañana, con la sensación de haber crecido algún centímetro durante la noche. Así llegamos al día de viernes santo, no me va a decir usted que no recuerda la fecha.

—¿Negro? —dice el forastero, ofreciendo de su cajetilla.

—No tengo el vicio. Fue un día largo, acaso no hacía ningún calor y a nosotros nos pesaban los trajes de fiesta y las corbatas, hasta la brillantina. Ni por un momento perdimos de vista el Museo, que lo habían requisado para cuartel, y la disposición de las armas y las entradas y salidas en el caserón con su bandera en el balcón de en medio. A la pared de enfrente le habíamos puesto una noche nuestra primera pintada, que ellos, o sea ustedes, se apresuraron a borrar al toque de diana. Pero ahora lo que hacía falta era enterarse de sus movimientos, aunque la acción estaba prevista en otro objetivo.

—Tantos años…

—Nadie parecía sospechar nada, ni siquiera se habían dado

cuenta de que no acompañábamos a las chicas, de lo misteriosos y apartadizos que andábamos. Pero esto del viernes santo cómo podían no verlo, el que no entrásemos de bar en bar para la costumbre de las almendras y la limonada. Luego a última hora, a la oscurecida, se necesitaban ánimos y fueron unas copas tris tras de aguardiente, de vermú, de la terrible mezcla de las dos cosas. Marchamos sediciosos, rampantes por el atajo hasta el atrio del convento. Ahí lo tiene usted, se ve desde cualquier punto del pueblo. La noche estaba templada, pero por una estrella que se viera había un montón de nubes oscuras. Seguro que allá adentro estaban en el tira y afloja de si salir o no salir la procesión, el temor por lo que pudiera pasarles a los mantos bordados. Los mantos los bordaban las chicas. Dice usted que se llamaba Lisa.

—Sí —dice el forastero—. El apellido no lo recuerdo, a lo mejor nunca me lo dijo.

—Hubo una Lisa que vino a casa de unos tíos, ahora que caigo, puede que fuese ella. La que era delgada, pero alta, es Alejandra. ¿Bailamos, Sandra? Pues el próximo no lo comprometas con nadie, Sandra, todo esto cuando vivíamos en paz y el baile del Círculo era nuestro y no teníamos que bajar la voz como si las paredes oyeran.

—Ahora me toca invitar a mí —dice el forastero.

—Bueno. El bajito de bigote fino…

—Teniente segundo.

—Él era diferente, las cosas como son, se acercó una tarde y lo que hizo fue ofrecer de su paquete de Camel. Nos faltaba el cuarto para el dominó y cómo íbamos a hacerle un feo. Luego alabó que aquí se cogen las fichas con educación, por el orden que toca. Pero este detalle no iba a quitar nada para nuestros planes. ¿En dónde habíamos quedado?

—En el atrio del convento.

—Por el cementerio del convento se sale al campo, y basta seguir subiendo para estar uno metido en el monte. Por allí nos quedamos agazapados, mirando para el cielo que se puso a mejorar de repente. Entonces tocó dos toques la corneta de la Tercera Orden y eso significaba que sí se iba a salir. Era el momento de actuar. No se oyó ninguna voz de mando, solo un brazo que se levanta y señala la dirección que todos sabíamos. Entramos y pisábamos fuerte como una patrulla sobre las losas de la nave central de la iglesia. Allí estaban ellos, o sea ustedes, los invasores. Los señores de la Junta nos riñeron por el retraso, y que ya estaba la corneta a punto de dar los tres toques. Ellos con sus guantes, con sus armas enfundadas y codiciables que a nosotros se nos iban los ojos, se fueron poniendo alrededor de la Dolorosa. No sabían exactamente qué hacer. Nosotros lo sabíamos de toda la vida. Teníamos estudiado el golpe. Subimos por el altar mayor hasta la sacristía y nos pasamos en un santiamén las túnicas por la cabeza. Ahora había que incorporarse deprisa, los más jóvenes al San Juanín, los otros a la Verónica y lo mismo los del Ángel del Huerto, estos que llevarían las andas y aquéllos para los faroles, menos de dos minutos y todos estábamos cada uno en su puesto. Pero todas las riquezas de la procesión no son más que anuncios y promesas de lo que viene a lo último, o sea, la Dolorosa. La imagen principal, que es mucho honor el portearla. Bueno, pues entonces bajaron encapuchados desde las gradas del altar mayor Oravallo que era nuestro jefe, Tonino el del recaudador, Milonga que ya había venido de la Argentina, los dos hermanos de la tintorería y algunos otros, se los reconocía por los andares. De sorpresa apartaron a los oficiales, «¡Con permiso!», metieron el hombro y la Dolorosa echó adelante con una cara más llorosa que nunca. Todos echamos adelante. Pero hubo que parar a los dos pasos. El hermano ministro que es como lo llaman en la Tercera Orden, el hermano contador, los hermanos vocales de la Junta gritaban ¡vergüenza!, ¡atreverse en esta segunda Porciúncula! Que el Ejército es sagrado, y los militares estaban reaccionando y forcejeaban por cada varal de las andas, todo igualito a como lo teníamos en nuestros cálculos. A una señal de Oravallo sacamos lo mismo que las habíamos metido las túnicas por la cabeza; pero no solo los de la Dolorosa, todos los implicados desde el primero hasta el último. Al quitar los antifaces nos quitamos el disimulo, aparecieron nuestras intenciones que muchos estaban viendo con asombro y en seguida con pánico. Hicimos estallar la bomba. O sea, la huelga. Conque sin procesión hasta el año que viene, allí dejamos plantada a la Madonna y a los santos con todos sus implementos.

—Yo me había quedado en Mayoría, me acuerdo que en las maniobras hay que hacer muchos estadillos —dijo el forastero.

—Mejor para usted si no ha tirado nunca un tiro. Mientras duró el boicot que les hicimos a las del pueblo hubo una de Calabria a la que ni siquiera le supe el nombre. Una vez nos cuadró juntos en el cine y ya fue siempre. Y dice usted que era más o menos…

—Lisa, una chica morenita y menuda…

—Esta del cine que le digo era una mozona que estaba en Piedimonte y venía todos los domingos. Pero no llegamos a hablarnos nunca. Yo le ponía la mano en la teta izquierda, puede que un invierno entero se la haya estado poniendo. Pero esa Lisa no sé yo quién pudiera ser. Lo mismo anda por ahí cargada de familia.