Tenía los ojos de un gris descolorido y un poco bizcos. Tenía, o sea, tiene, un flequillo que le come la mitad de la frente. Y yo tenía que haber adivinado lo que me iba a suceder con él, claro que eso es fácil decirlo ahora. Le pasé la mano por el pelo y le pregunté si éramos amigos, igual que pude hacer otra cosa.
—No.
Que hombre, que si no me quería un poco.
—No.
Pero que si nada nada.
—Nada nada.
—Y no te acuerdas la otra tarde en la terraza, que te dije si querías mirar por el telescopio.
—No es un telescopio. Y además no me acuerdo.
—Pues allá tú. ¿Oyes esos chicos que juegan abajo en el patio? Ellos sí son mis amigos —le mentí. Y también, aunque acaso se me notaba la torpeza—: mira lo que tengo, adivina qué es y te lo regalo.
Entonces fue cuando intervino ella:
—Charly, hijo, cómo puedes tratar así a nuestro vecino —se corrigió—: al señor… (aquí mi apellido). Vamos, haz las paces con él. Dale la mano ahora mismo, Charly.
Yo extendí mi mano. El niño echó atrás las suyas.
—¡Charly!
—Déjele usted, señora. La culpa la tenemos los mayores, somos nosotros los que nos ponemos pesados.
En el fondo, a mí el Charly me importaba un pito. La mamá y yo nos habíamos intercambiado algún favor de esos de puerta a puerta. Ahora coincidíamos en el rellano y fue ella la que se detuvo a darme las gracias por no sé qué pequeñez.
—De nada, disponga —reiteré muy fino. Me gustó mirarla tan de cerca, no sé por qué le encontraba yo un aire como de mujer que sufre vagamente—. Y adiós, Charly —concluí—. Con permiso.
Él dio un salto y se me puso delante. Lo hubiera podido apartar con un solo dedo, pero el aceptar un mínimo de broma me pareció de buena vecindad. Me eché a un lado para alcanzar la escalera. También ahora se adelantó como un rayo y allí estaba oponiéndose, desafiándome sin mover los párpados.
—Vamos, Charly, vamos… —suspiró ella. Era una voz consternada, pero con mimo.
Claro. Todo esto no puede contársele a nadie como una dificultad seria. Acaso fueron una decena de segundos y a mí me parecieron muy largos. Miré mi reloj de una manera condescendiente pero ostensible; era un gesto fácil de comprender, mejor si lo remachaba con una caricia donde hubiese ternura y un poco de autoridad. Pero el niño se sacudió mi mano como si fuese un tábano, retrocedió lo necesario para el impulso y vino con su cabeza casi albina contra mis partes. Ya en los peldaños, me volví para saludar. Quisiera llevarme la mano a ese sitio y en cambio allí estaba yo como destocando un sombrero inexistente; ella es una dama distinguida, incluso en la intimidad que ya me habían dejado averiguar las ventanas del patio interior, y el niño mirándome con la rabia del cazador que ha perdido su presa. Reaccionó cuando yo iba por el primer descansillo bajando:
—No soy nada tuyo.
Vaya por Dios, me dije.
—No te quiero nada.
Qué le vamos a hacer.
—Ni siquiera te conozco, lárgate por ahí.
Anda y que te ondulen.
Pasé por delante de los periódicos y renuncié a echar el vistazo a los titulares de la mañana, me impacienté en el autobús. Hasta que al llegar a la oficina comprobé que aquella sensación de andar con retraso era falsa. Todo fue normal y exacto, empezando por los saludos sabidos de la entrada y terminando por los sabidos y cansados de la despedida: hasta mañana, ciao, sin olvidar el almuerzo descuidado en la trattoría. Al final de la jornada era menos de media tarde. Estábamos en primavera avanzada y los días no se acababan nunca. A toda Roma se la veía feliz de dejar el trabajo con pleno sol y marchar a las piscinas recién abiertas o incluso a las playas de Ostia, o de tiendas, o a sentarse en las terrazas de los cafés. Yo también estaba contento pero era por volver a casa. Como un marido reciente que tiene a la mujer esperándole, y es que yo me sentía casado con esta vivienda de ahora aunque esté en un palazzo ruinoso, llegar y cerrar la puerta y tenerla para mí solo con cada cosa en su sitio, mis buenos sillones de relax que todavía guardaban el olor a estreno de la tienda de muebles.
La bolsa que acababan de llenarme en el supermercado la posé junto a la puerta que pone «Brancoli» mientras metía la llave en la cerradura. Es una cerradura caprichosa, estaba en ello cuando adiviné que me miraban. Me volví y era él que me estaba mirando. Asomaba su cabeza por la puerta entreabierta y sin nombre frente a la mía, pero el cuerpo lo mantenía dentro, hasta que dije ¡hola! y la puerta se cerró de golpe. Unos días vacíos en cuanto a Charly y su madre habían ido pasando desde entonces. Nada que contar hasta una mañana de domingo con el conato de incendio en la cocina del segundo, cuando todos los del inmueble nos vimos asomados a la barandilla de la escalera. La otra vecina, somos tres en la misma planta, había sacado en previsión dos calderos con agua y Charly se las compuso para volcar el más grande de manera que me alcanzase de sorpresa. Era un agua utilizada y sucia, y yo acababa de vestirme para salir al mercado de los coleccionistas de sellos.
—¡Charly!
La mamá se llevó las dos manos como a taparse los ojos. Aún tuve humor para ver que eran unas manos muy finas y deseables. Lo que yo tenía que hacer era entrar corriendo a secarme, pero siento horror por los mutis desairados y me quedé sonriendo, y que no era nada. Con prudencia, evitaba dirigirme a Charly. Él sí se dirigió a mí:
—El pantalón —dijo. Apuntando con el dedo hacia mi mejor pantalón, el de canutillo color beis claro.
Yo hice como que no había oído.
—Te has meado en el pantalón.
Ahora la mamá no dijo Charly ni nada, solo una convulsión delicada y unos bonitos pechos del Piamonte bajo la bata entreabriéndose, lástima el frío del agua pegándose a mis muslos, resbalando y deteniéndose un poco en las rodillas.
—Eres viejo y te meas en el pantalón.
Renuncié al intercambio de sellos. Pasé el resto del domingo poniendo orden en el apartamento, enfocando los aumentos del catalejo sobre los alrededores o sentándome sin hacer nada. Hasta la hora de acostarme. Todavía por entonces dormía de un tirón como corresponde a un hombre tranquilo y razonablemente cansado. Todavía no habíamos llegado a que el chico me tuviese cada día a la espera, a que yo modificara mis costumbres cuando él las tuvo aprendidas al dedillo, aquel trastorno de deambular tontamente media hora, una hora, retrasando el momento de volver a casa.
A veces era un mohín, la lengua, una pirueta burlona. Pero lo más probable es que la inspiración bajara sobre su cabeza demasiado grande y le asomara a los ojos y se vertiera en palabras como para llenar un diccionario de injurias. Me oí llamar pijo, testa de pijo. Me oí llamar tísico, una palabra que no se le ocurre a ningún chico de ahora. Me oí llamar cuatro ojos. Cuatro-ojos-y-no-ve.
La madre de Charly lo sabía, probablemente lo lamentaba. Pero me dolía un poco que no acabara de afirmar su reprobación, de decir que estaba de mi lado. Ahora las tardes eran cada vez más calurosas y yo podía atisbar por el patio sus déshabillés, y en alguna ocasión favorable sus posturas sobre la colcha de dibujo confuso, fumando. Con Charly lo ensayé todo. Lo primero había sido la indiferencia, los niños terminan cansándose de fastidiar si no se les hace caso. Después le reí las gracias. Después traté de comprarlo; supe que una vez le había gustado undolcerama, que es un cartón con golosinas que venden en vía Condotti y allá me fui a vía Condotti por eldolcerama. El pollo cogía el regalo que fuera y se metía bruscamente en su casa, y también se metía en casa con un portazo si yo cambiaba de táctica y lo perseguía con la amenaza de un par de tortas.
No podía romperle la cara. Esto es lo único que estaba claro, que yo no puedo romperle la cara a Charly mientras todos crean que Charly es un niño de cinco años.
Para las nieblas que se iban apoderando de mi cabeza pensé que no me bastaría con mis fuerzas. Era la angustia de si tendría que dejar esta casa donde por fin estoy a mi gusto, las noches de insomnio ante la perspectiva negra de otra mudanza. Lo de decidirme por el médico fue el día que encontré a Charly con otros niños. Me puse pálido. No volvió a suceder porque Charly es muy independiente, pero Santo Dios si se le ocurría azuzarlos; recuerdo mis tiempos de rapaz en Spoleto, saliendo en pandillas nada más que a correr con vejaciones estúpidas a nuestras víctimas…
«Usted no juega nunca», verdad, me soltó de pronto el especialista. Yo lo estaba escuchando con asombro porque llevábamos un rato en la consulta y él no se interesaba lo más mínimo por las cosas que le refería del niño, como si lo del niño no fuese una causa clarísima. «Unos miles de liras a los caballos —le contesté— y también por el fin de año a la lotería». «La lotería y el totocalcio y eso, también —condescendió como un profesor de buen carácter—, pero el juego hay que entenderlo sobre todo en lo que se hace con alguien», y esto de con alguien lo recalcó mucho. Se detuvo en el sexo. De esto hablamos un rato. Quizá no tenía que haberme declarado tanto. La verdad es que le hablé como al confesor en el confesonario. Al final me recetó unas pastillas para tranquilizarme y otras contrarias para excitarme. De Charly no me aclaró ni una palabra.
El Charly estaba esperándome, naturalmente. Ahora ya solía esperarme en la acera. Entré en el portal, y él con su camisetilla de tirantes detrás de mí; yo no necesitaba mirar para saber que me seguía. Me pareció un alivio que la portera falte cada vez más de su garita. Pero estaban unos hombres de mono blanco, repintando sobre las últimas humedades.
—Tonto —me dijo.
—Tonto tú —decidí devolver la pelota.
Mientras, mis pies avanzaban sobre las baldosas que hubiera reconocido a ciegas. Y es verdad que a veces las andaba a ciegas, para probar, esas bromas que me inventaba yo entonces. Cerraba los ojos si iba en un taxi y así viajaba calculando para abrirlos en el punto que previamente hubiera escogido: Corso de Italia, Porta Pía, abrir en el Policlínico, faltaba un pelo para el Policlínico, era plaza Fabrizio. Para mí solo lo inventaba.
Y ahora:
—Te falta un diente —me acusó Charly levantando la voz.
—A ti te faltan dos dientes —le repliqué.
—A ti te faltan dos dientes y todas las muelas —lanzo él como un rayo.
—A ti los sesos de la cabeza te faltan —y dibujé en el aire la forma de su cabeza.
—A ti te faltan en la cabeza desde que naciste —y él imitó el berreo de un recién nacido.
Los dos pintores nos miraron desde sus escalerillas de mano. A uno le vi cómo alzaba los hombros como si dijera a mí qué, y el chico y yo empezamos a remontar la escalera de mármol gastado; ahora el chico iba delante, subía unos peldaños más arriba que yo y allí esperaba a que se acortase la distancia.
—Enano —me dijo desde su altura.
No vacilé ni un instante:
—Macaco tú, que no mides ni una cuarta.
—Pero yo crezco todos los años y tú te estás encogiendo —me dijo.
Bueno, otra de aquellas bobadas, porque el doctor Molinari me ordenó que no le ocultase ninguna fantasía, era apostar a que por ejemplo la tercera mujer que se me cruce en la acera la voy a tener a mi merced para toda la noche; igual podía ser una vieja que ni estando loco, como caerme una chica estupenda.
—Y tienes sucios los puños de la camisa —volvió Charly a la carga.
—Eso sí que no —le dije, pero no pude evitar el mirarme con aprensión—, todas las mañanas me la pongo limpia.
—Mentira —dijo él—, llevas días con la misma camisa de rayas azules.
—Se pueden tener muchas camisas de rayas azules —le dije.
—Mentira podrida, las camisas se compran distintas para variar —me dijo—. Tacaño. Que vives tú solo en la casa para no gastar el dinero.
—Mejor con un gato que vivir contigo —le dije.
—Se moría de hambre el gato en tu casa —me dijo. Y también me dijo—: cerdo.
—Tú cerdo desde que te levantas por la mañana —le dije.
—Tú puerco desde que naciste —me dijo.
—Tienes las orejas más negras que el carbón —le dije.
—Telas de araña es lo que tienes tú en las orejas de mono —me dijo.
—Y esas narices tuyas de no lavarte —le dije.
—Tú tienes el culo asqueroso de no limpiarte —me dijo.
Y le dije:
—Quisieras tener tú la cara tan limpia como tengo yo eso.
—Pero no soy calvo y tú te estás quedando sin pelo —me dijo.
—Y tú bizco que no se sabe para dónde miras —le dije.
Esto pareció afectarle. Se quedó con la mirada perdida, tembloroso, y yo empecé a arrepentirme. Fue solo un momento, porque él ya estaba otra vez en su puesto:
—Pero ya no me hacen llevar las gafas y a ti sí.
—Las llevo solo cuando me da la gana, mira —y las quité y las metí con desdén en el bolsillo de arriba de la chaqueta.
Seguimos enzarzados y ya íbamos por el nivel del tercer piso. Pues fue a esa altura, sí, cuando ocurrió lo increíble. Él se paró, afirmado con insolencia sobre unas piernillas que a mí ya empezaban a parecerme enormes y hasta con pelos. Entonces arriesgó una vuelta completa de tuerca:
—Tramposa —me dijo. De–le–tre–an–do.
Todo el edificio se llenó de un silencio de humo y yo sentí un repentino sudor en el cuello. Una cosa así debe pasarle a uno cuando el florete del contrincante le alcanza la carne.
—Y deslenguada —se apresuró para arrebatarme mi turno.
Aún ahora me avergüenza recordar (pero no había ningún testigo) el tartamudeo rencoroso —«Tú eres… tú eres…»— con que yo intentaba recobrarme. Él cuando subía un tramo lo hacía como un ratón ligero. Yo, resintiéndome, cada vez más, por la falta de fuelle. Pero pude juntar todas mis fuerzas:
—¡Tú eres la más golfa del barrio! —le arrojé a la cara, sabiendo que también yo cruzaba ahí el punto sin retorno.
Porque hay que reconocer que fue una idea diabólica, la que tuvo el tío al cambiar de género los insultos. Decir mamona, o decir apestosa, potenciaba terriblemente el asunto. Continuamos con este invento en nuestro propio rellano, él con las espaldas pegadas a su puerta mirándome de frente, yo mirándole de lado y manipulando con mi llave en la cerradura, pero sin demasiada prisa por acertar. Así durante un rato interminable, los dos solos, parecía que no hubiese ningún otro habitante en toda la casa ni en el mundo. Y no nos repetíamos ni por un descuido.
—Adiós, chiachierona —quedó él por encima, o sea, el último en inventar maldades.
Nos separamos. Yo estaba cansado y un poco ardiente, y Charly, probablemente, también. En realidad, no sé cómo decirlo, había algo de satisfactorio en que por primera vez hubiéramos tenido una relación de igual a igual. Así empecé a convencerme de que Charly es un rival verdadero con el que se puede jugar, luchar. Y al fin, por qué iba a ser más indecoroso engañar a Charly que hacérselo a cualquier marido.
—¿Sabes? —me dice ahora la mamá mirando para la calle a través de los visillos—, ha sido una idea mandarlo al colegio.
—Sí —digo yo.
—Es un niño difícil pero encantador, créeme, lo que ocurre es que se estaba criando solo, quiero decir sin ningún hombre en casa.
O sea que ahora me toca a mí averiguar los horarios, vigilarle los pasos a Carlo. Desde una tarde en que faltaban dos horas para que volviese el autobús escolar y llamé a la puerta de al lado, y «Pase usted señor Brancoli (todavía por mi apellido), es usted muy galante trayéndome flores».