Siempre que paso las hojas de una revista francesa y pasan pañuelos de Christian Dior, cremas de belleza, los must de Cartier (eso que «hay obligación» de tener de Cartier), me acuerdo del comienzo de mi aventura en el puerto de Tánger: Je pense, monsieur, qu’il faut faire la présentation nous mêmes. Fue ella la que lo propuso, más o menos así, «Yo creo que deberíamos presentarnos nosotros mismos», la desconocida que parecía salida de un número de Marie Claire.
Su gesto no me pareció demasiado extraño. Aunque no sé por qué iba a tener yo que entender su idioma. Era en lo peor del verano, en un bar revuelto del puerto, junto a unas tazas de café de recuelo pero que algo venía a aliviar el olor agrio de tantos cuerpos. Los dos nos habíamos colocado en la misma punta del mostrador, como si algo nos separase de la otra gente.
—Rodolfo —me adelanté cortésmente, un poco tímidamente, con la desgana de un nombre que me parecía de fotonovela—. Rodolfo Suárez.
Mi apellido, en cambio, lo llevaba bastante bien. En cuanto a las francesas, ya se sabe que usan el de sus maridos. El suyo no tenía que decirme nada, a lo mejor es bastante corriente en Francia:
—… Démencour —y sonrió lo justo, sin hacer ademán de alargarme la mano.
Me dijo que venía de Lille, tenía que bajar casi todo Marruecos hasta Tarenduf, el lugar que por entonces andaba en todas las bocas con sus yacimientos de cobalto o no sé si de uranio, esos minerales estratégicos que codician los rusos, los chinos, los norteamericanos. Desde entonces ya no pude pensar el Démencour más que como el apellido de un ingeniero. Seguro que ingeniero de minas, «el ingeniero Démencour».
—En realidad —me informó ella acerca de Tarenduf— tampoco puede decirse que sea tanto. Digamos que prospecciones, trabajos preliminares… —y cambiando cautelosamente de tema—: Entonces, los dos hemos pasado juntos ese horrible estrecho…
Por los ventanales abiertos veíamos atracado el barco, con su bandera roja y la estrella de Marruecos, el ferry que acababa de traernos desde el otro lado.
—Sí —le dije—, es raro que no nos hayamos visto en el embarque, ni en las cubiertas o en el restaurante.
—He venido acostada por el mareo, en un diván del salón de té. Creo que éramos demasiada gente.
Pensé decirle que de haberla encontrado me hubiera fijado a la fuerza. Es cierto que su falda pantalón y su blusa eran de lo más sencillo, parecían compradas en una tienda de vaqueros como los míos, pero a la segunda ojeada se veía que era mentira, seguro que en una boutique, y sobre todo estaban los complementos: la piel con lona del bolso de la individua o la marca dorada que abrochaba la boca del bolso, el detalle aquel de una manzanita de oro (luego supe que de Tiffany’s en Manhattan), que era vista y no vista por entre el escote sobre la piel bronceada… De la bodega del ferry estaban sacando los coches con una calma que la tenía nerviosa. Cuando le tocó el turno a su Peugeot, sólido, calzado con neumáticos anchos, aplastó el cigarro y salió disparada al muelle con un aire de mujer que amase los riesgos, qué sé yo, como de safari. La vi haciendo una ronda alrededor del coche que limpiaban unos hombres de mono azul; firmando unos papeles (la conformidad, supuse) sobre el propio capó del motor; haciéndome señas para que saliera. Y yo salí con mi mochila que me limitaba a ir por el mundo con lo indispensable, pero que no me avergonzaba como el burgués acarreo de una maleta. Lo habíamos hablado en cuatro palabras: puesto que llevábamos el mismo viaje…
—No llevo una ruta fija —acaso se me vio vacilar— pero quisiera llegar hasta Marrakech.
Yo estaba allí con la ilusión de las ciudades imperiales y las ciudades santas y todo eso, pendiente de autobuses lentos y calurosos. Me pareció una fiesta cuando ella me dijo que le fastidiaba perder el tiempo a lo tonto pero que no le importaría gastarlo en algunos sitios que valiesen la pena.
—El misterio de Oriente, el Islam —ahora me animaba por fin– lo tenemos a un paso, la gente no entiende que estar aquí es como verse uno en Persia hace dos mil años.
No había pasado de Xauen la otra vez que estuve en Marruecos; fue en Xauen, precisamente, donde la francesa y yo hicimos la comida del mediodía. La primera situación como si dijéramos íntima, porque hay mucha diferencia entre estar tomando algo en el mostrador de un bar y sentarse juntas dos personas para comer en la misma mesa. Por la puerta entornada del restaurante indígena habíamos husmeado el frescor, y unos pinchos morunos —les brochettes, decía ella— se estaban asando a la puerta con un olorcillo que se sentía en toda la calle. La madera del banco era un asiento algo duro hasta que nos trajeron unos cojines bordados, y no pareció que los dos o tres comensales cercanos se extrañaran por esa atención a nosotros. Eran nativos, con el alto fez rojo sobre las cabezas. Mi compañera debía de tener experiencia, dijo que el pollo asado sería lo de menos riesgo, aunque yo me tiré a la salsa más colorada creyendo que era tomate y era pura guindilla. Los dos nos reímos con finura, yo creo que fue una prueba, que ahora sabíamos que era posible la convivencia. Después de unas frutas algo ásperas pero sabrosas vinieron con el té en un cacharro precioso de cobre y ella se quedó mirando para los hilillos de vapor que salían por unos conductos. Dijo que no lo hubieran servido mejor en París, en el Café de la Paix. Seguro que le gustaba el lujo. Debe de ganar bastante un ingeniero en una explotación de ésas y a su mujer le gustaría llevar un tren de vida que yo no podría seguir es lo que me andaba por la cabeza. A lo mejor me lo adivinó. Dijo que traía la idea de buscarse un conductor a sueldo, que si ella y yo podíamos alternarnos en el volante habría resuelto su problema de la manera ideal.
—Puede suceder —me dijo— que al llegar al hotel usted prefiera pasárselo a su aire, supongo que no le faltarán distracciones.
Sucedió que nos paramos en aduares y mercados de las estribaciones del Rif, tomamos té con menta en un cafetín de Ouezzane y té con menta por todas partes; era el tiempo de los días muy largos y pudimos desviarnos hasta dar un vistazo a la medina de Taza.
Sucedió que a la noche llegamos un poco cansados pero no rendidos a un hotel viejo y lujoso, en Fez. En la recepción no nos preguntaron apenas. Estaban echando la casa por la ventana, la ciudad en fiestas estallaba en fuegos artificiales y el olor de la pólvora se metía por las celosías de la habitación que nos dieron, hasta nuestra única cama, muy ancha y muy baja.
Bueno. En fin. Sucedió lo que tenía que suceder.
Ya muy tarde, cuando no me quedaba en el alma ni en el cuerpo otra gana que la de dormir y ver acabarse los cohetes, entonces fue cuando empezó a metérseme aquí el disparate del ingeniero, la obsesión de imaginármelo a él.
Por la mañana el sol de julio todavía podía resistirse y entraba hasta los pies de nuestra cama, orientada de cara al naciente. O sea, mi cama de sultán, toda enterita para mi pereza. La señora Démencour, es lo primero que vieron mis ojos al despertar, estaba junto al balcón que daba a la terraza, estirándose y doblándose como al compás de una música que solo ella escuchara, completamente embebida en la gimnasia del cuerpo y hasta del alma. De su alma yo no sabía mucho, y en cuanto al cuerpo… La verdad es que ahora me parecía distinto, no digo si mejor o peor, como si esos muslos y esa cintura y ese cuello tuviesen poco que ver con lo que anoche había disfrutado yo. La vi con las manos extrañamente cruzadas, las palmas hacia arriba, levantando los brazos muy tensos por encima de la cabeza y de cara al exterior de la habitación, con lo que estaba visible su espalda pero nada de por delante. Luego se dio la vuelta, sin saber que yo había despertado. Solo tenía puesta la braga, aparecieron de refilón sus pechos que eran poco voluminosos, y así como estaba ella, de pie, con las piernas entreabiertas y bien plantadas, se inclinó hacia delante de manera que le cayeron los brazos hasta tocar el suelo, y le cayó la cabeza, el pelo colgándole y toda ella como si fuera una sábana puesta en la cuerda a secar. No sé cuánto tiempo aguantó con la sangre bajándole a las meninges. Yo era más joven que ella; creo que no una cosa exagerada, pero sí; y no hubiera sido capaz de esas acrobacias. Cuando se enderezó y me vio examinándola echó una mirada al reloj —también se había dejado puesto el reloj— y yo sentí la vergüenza del zángano de una colmena. Salté de la cama desnudo como estaba, pero rodeándome la cintura con una toalla que había a mano; me salió clavado, el gesto del macho que está acostado con una señora en una película…
Tocaron suavemente en la puerta para el desayuno.
Si yo pudiese me alojaría en los hoteles de lujo nada más que por la hora del desayuno. Trajeron naranjas, limones pequeños, dátiles. Trajeron quesos, huevos revueltos en un recipiente de plata con un infiernillo para que no se enfriasen. Los ruidos los habían agotado los de Fez durante la verbena y ahora solo piaban los pájaros, como si se hubiera parado el mundo. Trajeron café hirviendo y pan recién hecho. Nos lo traían unos servidores respetuosos, poco más que adolescentes, que entraban y nos miraban y miraban al suelo, hasta que se retiraban marcha atrás para no enseñarnos la espalda. Yo no sabía por qué miraban al suelo si éramos unos huéspedes ya vestidos y muy tranquilos, desayunando alrededor de un velador de mármol en la terraza.
Entonces la señora Démencour señaló para adentro del cuarto, para la cama de matrimonio, y es verdad que se la veía demasiado revuelta.
Me habló del pudor extraño de los moros jóvenes. La hachuma, lo llamó. Como si estuviera acostumbrada a tratar con ellos.
—Sería bueno —le dije— poder quedarse aquí para siempre.
Estaba claro, debía estar claro que quería yo elogiarla como mujer. Me dolió su nueva mirada al pequeño Rolex de acero, la manera elegante pero sin vuelta de hoja con que rechazó un avance mío en la mañana tan rica, disculpándose porque ya se había vestido y arreglado del todo. Esta vez llevaba una pieza entera de arriba abajo, uno de esos monos aunque entonces no era corriente verlos, con el blanco puro y deslumbrante del algodón que le daba a toda ella un aire muy descansado y fresco. Decidió que fuese yo el que condujera durante la primera parte de la jornada:
—Si cela ne vous dérange pas.
Se puso a mi lado en el asiento delantero, o yo al lado suyo; era la dueña del coche, el espacio que ella ocupaba siempre era poco para sus bolsos y las guías de viaje y las gafas, más los cigarrillos a todo pasto, como si el mundo entero quisiera tenerlo a su alcance.
Yo mismo —lo pensaba mientras conducía saliendo de la ciudad— venía de estar al alcance de sus ojos y de sus manos nada vergonzosas… Habíamos hablado poco, poco si se lo mira en proporción a lo de acostarnos juntos y que había llegado tan de repente. Éste es un asunto que a mí me ha preocupado siempre, el cómo y el cuándo para el primer movimiento táctico. Con ella fue tan simple como entrar en la habitación y desnudarse y apartar una colcha. Me dolió si acaso su risa (es verdad que una risa muy franca) cuando yo no le duré ni un minuto con la emoción del primer momento. Ah! non, ah! non, par exemple!, me hablaba en español o en francés según le salía. Luego me administré y funcionó todo como las rosas.
Estuvo a punto de ser perfecto. Pero a mí cuando las cosas me salen a pedir de boca siempre me pasa que les veo una nube. Les voy a ser franco en lo de aquella nube: por entonces yo no me había acostado nunca con una mujer casada. Y lo que aguaba mi encuentro con la señora de Démencour era concretamente, personalmente el señor Dé-men-cour.
—Debe de ser muy desconocida, muy cerrada aquella región del sur —tanteé en cuanto tuve ocasión, refiriéndome vagamente al destino de la viajera—, diferente de las ciudades por donde andamos ahora.
—Sí —aceptó ella—, sobre todo después de que se deja atrás Marrakech. Bueno, Agadir está más allá de Marrakech, pero la costa es siempre otra cosa.
—Eso es cierto —le dije—, yo pensaba en el propio lugar de las minas. O sea, en el interior, ¿no son las estribaciones del Atlas?
—Del Antiatlas, más bien habría que decir.
—Y supongo —aunque acaso hice más rodeos— que debe de ser peligrosa la zona.
—Bueno, son cosas de la profesión. Pero nuestra Compañía tiene experiencia, contamos con nuestro propio médico y enfermeros, sabe usted, casi un pequeño hospital.
—Quería decir otros peligros —dije, por entonces yo no pensaba en las enfermedades—, quizá la necesidad de llevar algún arma…
—Un arma nunca está de sobra —dijo con una sonrisa poco clara—, pero yo al menos no la llevo nunca.
Ella no, pero el ingeniero… Seguro que era un tipo habituado a la acción. La noche me la había pasado dándole vueltas al asunto, hasta que ya quería amanecer. Juraría que llegué a sentir el olor de la pipa de Démencour.
Y ahora, de repente:
—Oh, mon Dieu!, ¿se da usted cuenta de la desgana del guardia? —protestó mientras encendía el tercer o cuarto Winston del día—. Pero cómo puede hacerse así la circulación, ¡en una ciudad de doscientos mil habitantes!
Porque un ingeniero en África podrá fumar cigarrillos pero vuelve a casa (un chalé, un bungaló entre las palmeras) al final de la tarde y se tiende junto al ventilador y calmosamente se premia por el esfuerzo del día con una pipa ancha y bien retacada… Estaría a punto de llegar un boy con el whisky y los pedazos de hielo flotando cuando me apeé de las nubes y traté de interpretar el ademán del guardia que por fin nos abría paso. El tipo es verdad que lo hacía con mucha pereza.
—No los conoce usted bien… —se lamentó ella entre la compasión y el fastidio.
También con el tono de: «Si me dejaran, a éstos los arreglaba yo». Creo que le hubiera gustado bajarse del coche y dar unas órdenes. A las tres de la tarde del día anterior —aún no hacía veinticuatro horas y a mí me parecía haber vivido muchísimo—, el sol pegaba duro en los matorrales de las cunetas y era un fardo añadido sobre los hombros de algunos caminantes raros y mal orillados, o de burros sordos al aviso del claxon. Ce sacrépays, la oí decir (no sé si es exactamente un juramento). «Sí —dije yo—, estamos en la peor hora del día pero esto tiene que arreglarse pronto». Y en ésas, una procesión inacabable de cabras que se pone a cruzar. La vi alargar la mano hasta el paquete de cigarrillos, luego lo hizo correr a lo largo del salpicadero invitándome como de rebote. Estaba impaciente, se lo noté, pero no porque lo delatasen sus manos enguantadas, perfectamente seguras sobre el volante. Nos hubiéramos muerto de viejos en la carretera, esto es verdad, esperando el paso natural del rebaño. Ella le dio al cigarrillo una chupada intensa antes de dejarlo en el cenicero rebosante y arrancó golpeando sin duelo a los animales. El pastor nos había mirado con humildad y por un momento se puso a hostigar a sus bestias. Luego, al ver que ciertamente nos alejábamos, levantó su cayada como un arma y en su lengua nos gritó palabras que por el tono ensuciaban a nuestra familia. Me reí por echar a broma el coraje de la conductora, pero ella estaba convencida; me dijo que es así y solo así como se tiene que actuar.
—Comprendo los sentimientos de usted —me aclaró con calma (estoy volviendo con el cuento a cuando el agente de tráfico)—; pero es por el bien de ellos mismos y de su futuro que debe inculcarse la disciplina laboral, la aceptación de los tiempos que cambian. ¿Sabe usted el incremento de la exportación de fosfatos naturales? ¿Los dos millones —o doscientos, diría ella, yo qué sé– de toneladas de hierro? Y por supuesto la electricidad, el doble de kilovatios hora en solo una década… No dudará usted —en fin, me dijo— que la empresa vale la pena.
Claro. Las mujeres oyen a sus maridos, las mujeres pillan aquí y allá las palabras y los gestos de sus maridos y se adornan con sus problemas, es lo que yo iba pensando a medida que en el retrovisor se alejaban los minaretes de la ciudad, a punto de adentrarnos en las carreteras ardientes.
—¡Mire! —recuerdo que paré casi el coche porque en la derivación hacia el este había unos indicadores de carretera increíbles—: a Túnez. A Trípoli. A Bengazi —yo leía o rezaba en voz alta la fascinación de los lugares.
—¡A Alejandría!
La vi que me miraba con algo que parecía cariño pero se corrigió en seguida, me miró y me dijo que somos unos soñadores los españoles. Ella había vivido en el Ruhr, en el Sarre, en la verdadera África negra del Congo belga. Y sobre todo en Lille. Imaginé una ciudad carbonosa. Ella dijo que industrial y un poco gris y no muy grande; seguro que tomaba el tren o su propio coche para París a esas cosas que van las francesas de las provincias a París: «Oh, chéri —al marido—, mon amie Giselle, Giselle Dumont, tu te souviens». O la reunión de las antiguas alumnas del colegio. Pero no van a equivocarse todas las novelas y las películas que recaen en un hotel discreto junto a la Gare de Montparnasse, en el apartamento en Neuilly de un ejecutivo ambicioso o mejor si es de un anticuario. Por qué no, la señora Démencour, o por qué, entonces, contigo si… Yo no estaba casado, era absurdo que me sintiera solidario con los maridos, pero el que ustedes saben se destacaba con su apellido de politécnico entre la masa anónima de los maridos, cómo no se le va a tener por lo menos respeto a un hombre que trabaja y baja en las vagonetas mientras que nosotros…
Llegó a ser como si él viniera con nosotros en el Peugeot… Una vez que ella subrayó una frase con su mano posándose en la tela delgada de mi pantalón, algo como una respiración extraña y poderosa me sobresaltó en la nuca. Las mujeres se lo apuntan todo a su favor y éste empezó a aventurarse por mi escalofrío, segura, posesiva, también irónica puede resultar una mano…
Olvidé la presencia misteriosa que me había asustado, cogido como estaba ahora en la fascinación de los dedos muy largos y afilados. Después de la batalla de la noche no me había privado de mirarla a la boca carnosa o a los pitones que se le marcaban en la pechera del mono ajustado, y sin embargo me daba no sé qué el mirar a la luz del día para aquellos dedos más indecentes y evocadores que cualquier otra cosa.
Pero en seguida volvimos a estar con decoro. Tampoco en los días siguientes nos tocamos como no fuese en la cama. En la cama sí: nos enzarzábamos nada más llegar al hotel; parece mentira la resistencia que uno tiene a esa edad. Creo que ella empezaba a disfrutar con solo comprobar que yo estaba en forma; esa certeza de mi disponibilidad la llenaba de seguridad y de admiración mientras que a mí me parecía la cosa más normal del mundo. Después venía lo que venía. Mequínez es un recuerdo visual en una habitación ahogada por los espejos, mientras Kenifra me sonará siempre a un libro inagotable de variaciones, una noche tibia y perfumada de jazmines donde recorrimos de la A a la Z. Con una mujer así yo me olvidaba de todo y de Dios, cómo no iba a olvidarme del ingeniero. Pero ella se dormía en seguida, como si con el gusto le hubieran dado el opio más fulminante. Y a mí me dejaba cavilando en lo mío, o sea en el otro, hasta que el sol empezaba a asomar por la Meca o por donde fuera.
—A Antoine le gustaba mucho cenar así (sentados a una mesita, con poca luz, hablando con abandono y confianza) en el bosque de Bolonia, ¿verdad que es encantador? ¡París y el bosque mezclados…! A menudo llegaba y me decía de improviso: «Venga, nos vamos al bosque…». ¡Era un marido maravilloso!
—No debía de ser difícil, con una mujer como usted.
—¿Por qué?
—Porque usted lo tiene todo: belleza, ingenio…
—No vaya usted tan deprisa. No me conoce. A veces le di al pobre Antoine disgustos terribles.
—¿De veras? Francamente, no me la imagino haciendo eso.
—¡Sí! ¡Pobre Antoine! Tenía unos celos enfermizos. Yo, segura de mi fidelidad, jugaba algunas veces con fuego…
Este diálogo, la verdad, no es exactamente el que tuvimos. Lo he leído más tarde en un libro Reno, de Maurois, y al leerlo me pareció que nosotros mismos habíamos estado hablando como en los libros o en el teatro. Estábamos en Casablanca. Era un hotel internacional como puede haber en cualquier capital del mundo, con gentes a quienes no se les notaba la patria. La mesa discreta y alumbrada con velas en un rinconcito del comedor lujoso no suponía exactamente una novedad, con el plan de vida que nos gastábamos. Pero sí era distinto el tono de mi amante o protectora o lo que fuera, que se nivelaba con el mío.
Me dio alegría que ella hubiera estado en Burgos.
Ya sé que su visión no pudo ser nunca como la mía cuando empiezo a descubrir las agujas de la catedral y luego el letrero de la fábrica de harinas de nuestra familia y las copas sobresaliendo en la arboleda del Espolón. Pero bastaba para unirnos, estando en aquélla lejanía y con los músicos tocando sus instrumentos de cuerda tan melancólicos… Le interesaba mi trabajo de fin de carrera, mis posibilidades de colocación y mis hermanas. El saber cómo eran y si trabajaban o se quedaban en casa. Yo llevaba casualmente un par de fotos entre los papeles.
—Son guapas —me dijo—, me parece que la alta y morena es la más joven, ¿verdad?
—Sí, la más pequeña de todos los hermanos, yo creo que son monillas las dos, unas chicas corrientes.
—No, no, la más esbelta, ¿cuál es su nombre?, es una mujer muy chic, con esa silueta haría una buena modelo.
—A Veva lo que le gusta es el teatro. El de aficionados, por supuesto.
—Veva. ¿Genoveva? Me gusta que se llame como yo.
—Sí.
—Su mirada es inteligente. Y suena bien el diminutivo cariñoso. Veva.
Me las devolvió, las fotos, y echó mano a su bolso. Me vino una cosa idiota pensando que ella iba a corresponder de una manera parecida, o sea, con sus fotografías familiares. Era un hormigueo de estar deseándolo y temiéndolo al mismo tiempo, y algo tenía que ver con lo que sentí alguna vez cuando ella me estaba viendo acostado sin nada encima o bajo la ducha, la rabia de no haberme puesto bastante moreno y a saber qué comparaciones haría; los ingenieros aunque sean maduros me parecían a mí una gente deportiva de bajar a las galerías y jugar a la pelota en los frontones del norte. Pero del bolso sacó el eterno paquete de cigarrillos. Solo que en los últimos días apenas fumaba rubio y se había pasado al Gitane, desde que pudo encontrar unos cartones en alguna parte.
—Madame Démencour —vino un empleado—, votre communication, y que si quería que le trajeran un teléfono a la mesa o en la cabina de al lado.
Prefirió la discreción de la cabina, seguramente acolchada. No es que hubiera ruido en el salón, salvo la música muy de fondo de la orquestina. Pero encontré natural que su conversación quisiera hacerla íntima y acaso larga, debía de ser bastante tiempo de ausencia.
Un dato así no debiera olvidarse, de verdad que no recuerdo si fueron seis los pernoctes o si fueron siete. Sí sé que aquella noche última la pasamos como hermanos.
Pero qué tontería lo de como hermanos: como un verdadero matrimonio, cuando la mujer está mala o no les viene la gana o han tenido un disgusto.
Ella se acostó en la cama principal. Sobre el zumbido del aire acondicionado se escuchaban los movimientos de su desvelo, con lo bien que solía encontrar la postura y quedarse frita. La oí alcanzarse un vaso de agua, probablemente alguna pastilla. Yo no quería parecer indiscreto. Cuando en la cena volvió del teléfono, volvió más pronto de lo que yo pensaba. Se sentó nuevamente en frente de mí, y con un gesto de su mano (donde lucía una sola, pero delicada esmeralda) detuvo cualquier posible interrupción mía, como quien trae en la cabeza una idea que necesita fijar. Sacó su pequeña agenda de piel y se puso las gafas; eran sobrias y bifocales, creo que esas gafas no se las había puesto en todo el viaje. Cuando terminó de anotar, sí le pregunté si pasaba algo.
—Son gajes del oficio… —dijo ella con una voz grave y madura que en seguida dejó paso a una consigna, por no decir una orden—: ahora tenemos que descansar. Saldremos antes de que amanezca.
La señora Démencour había dejado de perfumarse. Las últimas noches era un olor a fresco y a limpio, o sea, olor a nada. Yo observaba los cambios, según nos íbamos acercando al final del viaje. En la cama, incluso, tenía el cuidado de no fatigarse del todo y «eso no, s’il vous plait», que no le tocase demasiado los pechos. De manera que esta vez me tocó acostarme en el sofá-cama. En realidad, ahora que lo pensaba tranquilamente, ella nunca había querido hablarme de su marido: nunca de sus hijos, de nadie de su familia. En las otras noches, para poder justificarme y dormirme lo había supuesto —a él— entendiéndose con una secretaria de la Compañía. Lo imaginaba sobre el vientre (o bajo el vientre) danzante de una prostituta árabe. Y por qué no un depravado sexual, complaciéndose con un efebo… Pero en el descanso de ahora estrecho y mío, mío como en mi cuarto de hijo de familia o en la mili o en el colegio mayor, lo que yo sentía era una definitiva simpatía hacia el hombre que me había venido siguiendo durante el viaje… La satisfacción de poder ofrecerle, al menos, esta noche de lealtad y decencia. Supe de fijo que podríamos ser amigos. Que bastaría encontrarnos cara a cara para reconocernos y a pesar de todo chocarnos las manos, esos pactos enteros que solo pueden hacerse entre hombres. Con un vaso en la mano. Junto a un tablero de ajedrez, en las tardes muy largas de Tarenduf…
El nombre de Tarenduf saltó, reconocible incluso para mí, en las noticias en árabe de Radio Rabat. Por la carretera de Casablanca a Marrakech corríamos como locos (yo ya no conducía el coche, ya nunca más conduciría aquel Peugeot), y a ella parecían sobrarle manos para el volante y el cigarrillo, para el volante y la sintonía cambiante de la radio, hasta que también la onda larga de France-Inter dijo Tarenduf y ahora en francés entendí lo de la explosión y los muertos. Solo dos líneas o como deba decirse en la radio, porque tampoco es que fueran demasiados muertos. Tengo yo observado que si son pocos, allá las familias, si son cincuenta hay pésame del Gobierno y si son doscientos muertos el Santo Padre se retira a orar.
—Es estúpido —la oí como si se hablase a sí misma—; los accidentes son siempre estúpidos.
Pareció que nos lo hubiésemos dicho todo. Su pie seguía en el acelerador con valentía, con serenidad. La mañana marroquí estaba, por primera vez, más plateada que encendida de rojo. En la entrada de Marrakech intercambiamos las direcciones, nos despedimos con un beso cortés, la mochila volvía a mis hombros como en el puerto de Tánger. Geneviève Démencour, Ingénieur-Directeur, leí en su tarjeta personal bajo el anagrama en relieve de la Compañía y el coche acababa de borrarse entre las palmeras.