El forajido

Siempre tuvo una vista de ganar apuestas pero ahora le dolían los ojos, de la oscuridad. Lo primero vio una bota alta de reglamento tazada por donde juega el pie, y en seguida la otra bota gemela, el par de botas pegoteadas de un barro seco y caedizo.

—Quite usted, Mendaña —oyó mandar.

Y corriendo:

—Sí, mi teniente —obedecer.

Las botas se cambiaron por leguis bien tratados, rectos desde la rodilla para abajo menos en aquellos pliegues de puro domesticado el cuero y tan flexible. A él se le ensanchó un poco el pecho de pana, alegre de poder alegrarse por algo. Fue igual que hacía un día, a lo mejor eran ya dos días, que le dio gusto ver aquel lagarto crecido, solo porque el lagarto vivía.

—¡Eh, tú! ¡Sal de esa cueva del infierno! ¡Entrégate!

Se contentó más. No había duda de que provenían de los guardias aquellos pasos cautelosos cercándole, el desplome de las piedras inseguras por la ladera del monte. Porque también podía acudir el lobo, o peor aún los vecinos de Villarrubín tres días con sus noches persiguiéndolo a hoces, guadañas, palos. Y aún éstos, alimañas, hombres, se movían. De las cosas que se mueven puede uno librarse si corre más. Lo insoportable era la fantasma quieta y desnudita de la rapaza pegada a las paredes de la cueva como una humedad, con aquella marca de flores moradas en la garganta.

—¡Entrégate, García! ¡Soy el teniente y no me andes con bromas!

«Hay que amolarse: García. No Pepe el Largo. Qué respeto ahora como si le hablaran a uno en papel de oficio».

Pero quieto. No quitaba los ojos de la boca de la guarida, de los leguis que resplandecían resaltados por el sol de afuera, brillante como nunca se había visto.

«Y el teniente en persona».

Las suelas giraron un poco sobre la tierra. A lo mejor sobre una lagartija. Y la voz de mando sonaba de otra manera como si algo hubiera cambiado en la cabeza de quien mandaba:

—No pierdan de vista el cueto. A lo mejor se nos ha largado.

Él sintió otra vez un frío que le tanteaba las espaldas, el molinete de los palos cayendo, piedras de los honderos y el filo curvo del hocín de Marcos el molinero de Arriba, de Eduarda la más carnicera del pueblo. Pero él correría más. Lo peor era esto otro, ¡los días con sus noches y la fantasma de la rapaza que no que no, las piernitas juntas como si se las enclavaran!

Se apartaron las columnas negras y en la boca de la cueva volvió a recortarse el mundo sin estorbos. Y qué solución iba a ser, si un gato helado le arañaba en las entrañas. Supo que no soportaría oírlos marchar. Entre las dos manos apretó el aliento:

—¡Ya voy! —y la voz se dio contra las paredes ruinosas antes de salir al monte.

Se oyó al instante amartillar las armas.

—¡Venga, García! ¡Con las manos arriba!

Para tanto no había altura. Estaba alebrado contra la tierra y se empezó a arrastrar. A la mitad dijo:

—Si me entrego qué me van a hacer.

Pero no se detuvo, ni siquiera cuando, ¡a los tipos así había que cortársela!, llegó al agujero y se rindió junto al cuero lustrado, con un brazo defendiéndose de la luz. Se lo apartaron con mucha fuerza sobrante y en la lengua le clavaron un sabor a betún amarillo. Luego le socorrieron hasta tenerlo en pie, casi solícitos.

—¡A ver cómo te portas!

Él mismo echó a andar para delante, asombrado de estar entre hombres que se movían, tosían, echaban cigarros.

«Aunque sean guardias».

Hubiera silbado una musiquilla pero pensó que se lo podían tomar a descaro. Y eso, no.