Mientras viene el trenillo

—A lo que estamos, mujer, mira esa chica que no para.

—¡Ven, Encinita! No hagas enfadarse al abuelo.

El hombre sacó el pecho. Miró de reojo a las extranjeras, qué buenas están, y las extranjeras se sonreían. Habrán oído lo de abuelo, y le dio rabia, sin caer en que las extranjeras se sonríen tontorronas cuando no entienden lo que se dice. Subió el volumen del transistor.

—Qué descaro —habló bajo pero con encono—. Los chicos con sus padres. ¿O acaso te crió alguien a los tuyos?

—Éramos de otros tiempos —respondió la mujer con humildad. Tantos años casados y no se le quitaba aquel respeto de la mañana siguiente de la boda, cuando le preparó el desayuno y él tenía que marcharse a trabajar en la obra.

—Si sé esto, de qué —el hombre se sacudió la ceniza de encima del pantalón nuevo—. Valiente fiesta.

—Pero la extraordinaria…

—Podían quedárselas, las extraordinarias, y que aumentaran de cara el jornal —era gruista, estaba contento con la grúa nueva, pero su oficio de marido era la cólera—. ¡Y a ver si paras el ventilador!

La mujer dejó de darse aire y él reconoció para sus adentros que era mejor cuando la mujer se daba aire, pero gruñó aún y soltó contra el cemento un escupido breve y de hombre. Las extranjeras, qué piernas, su madre, se pusieron serias como si en vez de un poco de saliva con tabaco hubieran soltado una rata. España es también para los españoles, o qué. Pero resultaba un poco violento que las extranjeras hubieran dejado de sonreírse con sus muchos dientes iguales. Fue a cambiar de emisora y tanteaba aquí y allá, sorteando las de los moros. Cuando notó otra hebra en la punta de la lengua la condujo al labio y esta vez la recogió disimuladamente con el pañuelo muy limpio y sin desdoblar. Por no mirar a las extranjeras se distrajo con los azulejos del zócalo de la estación. Uno era un león, otro como una flor de la que sobresalían tres hojas. Y un león, y una flor. Si la menos flaca se ha movido un poco se le estará viendo el mismísimo y un león, y una flor, y el sueño que le estaba entrando, maldito verano que siempre andamos con sueño los que tenemos que trabajar, ¡que mires por esa chica, no sé cómo te lo van a decir!

—Ven, Encinita, las niñas tienen que obedecer.

El hombre se levantó, abrió los brazos y se puso a estirarse. Luego fue con desgana a avizorar la vía. Volvió al banco de azulejos, insultó a la Compañía, y el sueño empezaba a vencerle. Dio con el codo en el cuerpo ancho de su mujer, que le dejó más sitio, y ya no podía saberse de él como no fuera por algunos ronquidos sueltos. Entonces las extranjeras volvieron a sonreír con simpatía, pero el hombre no podía verlas. La mujer sí las veía y sonreía también, todas como si fuesen cómplices de algo.

Le ocurría siempre que estaba junto a su hombre dormido. Saberlo fuerte pero dormido, con lo cual podía una hacerse figuraciones, volver a cosas pasadas que era adelgazarse la cintura y ningún hueco en la boca, todo en secreto, casi como una mujer mala pero sin llegar a ser una mujer mala. La radio toca canciones andaluzas. Qué cosa tan dulce y de llorar daban las canciones andaluzas allá en el norte, de noche más. Por los arcos del porche del pequeño andén asalta el sol inclemente de julio, Los Boliches, Torreblanca, Carvajal, la pizarra negra con sus letras blancas, Tra-in ti-me ta-ble, Carvajal, Benalmádena, Arroyo de la Miel, Torremolinos, El Pinar, Sanatorio Marítimo.

Aquélla letanía le trajo encadenada otra letanía. Cambiaban las palabras pero no cambiaba la música: Albares, Brañuelas, Torre, Bembibre, Ponferrada, Toral de los Vados. Las canciones de la radio de entonces no eran andaluzas del todo pero decían mucho corasón. Su hombre también decía corasón cuando andaba en lo del pantano, y madre que tenía entonces una cara alegre, le decía a ella que se dejaba enamorar por la novedad. El correo que venía de Madrid pasaba por Toral al mediodía. El exprés pasaba de madrugada, no eran horas para una muchacha, solo alguna noche de verano lo pudo ver y era un tren misterioso y dormido cargado de muertos. Lo mejor era el correo que todas las tardes venía de Coruña y Vigo. ¡También tenían suerte en Toral!, que les tocara el de Galicia a la hora de darse una vuelta las chicas. Bajaban a la estación y andaban arriba y abajo por el andén, desde la cantina hasta la otra punta. Si estaba Rosa, qué habrá sido de Rosa, iban hasta casi el urinario de caballeros y Rosa fijaros fijaros, y las amigas no seas loca, Rosa. Miró para el compañero con aprensión. Dijo muy bajo:

—Encinita, niña, no vayas a despertar al abuelo.

Al gallego lo presentían bastante antes de que asomase por la revuelta. Entraba en agujas un toro largo y furioso y la gente se apartaba a empujones contra el edificio de la estación, hasta que el tren se paraba del todo. Toral era por unos minutos una ciudad importante como León o Monforte de Lemos. Luego las chicas iban a casa a ayudar para la cena y algunas noches tenían sueños que no se pueden contar a las madres. A las madres no les contábamos nada, Sanatorio Marítimo, Los Álamos, Campamento, Campo de Golf, San Julián, Départs pour Malaga. El sol avanzaba lento como una marea, el reloj Girod estaba parado, si el trenillo no venía pronto el sol iba a llegar hasta el banco donde se refugiaban los viajeros, despertaría a su hombre, ella no podría tener pensamientos.

Entonces salió una música briosa de la pequeña caja del transistor, y pronto fue un olor ciertísimo de carbonilla mezclada con cajas de ciruelas apiladas en el muelle, el olor le venía de aquel julio de hace treinta y tantos años en Toral de los Vados cerca del muelle de gran velocidad. Un día no pasaron los correos ni el otro día ni el otro. La estación era un cementerio, y todo el pueblo era un cementerio, la gente espiaba apartando un poco los visillos, tú quédate en casa, es mejor que las chicas no anden por la calle. En el muelle de gran velocidad dejaban coger ciruelas a quien las quisiera, pero casi nadie se atrevía o acaso las habían aborrecido. Luego, de repente, empezaron a pasar más trenes que nunca. El correo entraba a poca marcha, además de los vagones abarrotados traía por fuera racimos de hombres que lo adornaban como una cadeneta en las verbenas del Cristo. Nunca se habían visto tantos mozos juntos ni tan voluntariosos y encendidos para las chicas. Las primeras veces fue demasiado; igual que la gente salía con quesos y garrafones de vino, todo de regalo, ellas se dejaban besar y nadie las reñía por eso. Con los días la gente se fue haciendo más mirada para sus víveres y a los militares había que atarlos corto porque ya empezaban a abusar con aquello de ven mi amor que a lo mejor mañana me matan. Luego todo se hizo normal, hasta en una guerra las cosas terminan por ser normales. Las chicas paseaban muy dignas por el andén arriba y abajo bien cogidas del ganchete para sentirse más seguras unas con otras, no vayan a creerse esos que aquí todo el monte es orégano. Los de las ventanillas y de los estribos y plataformas las asediaban con sus dichos, era curioso que los dichos se repitieran un día y otro como si todos los aprendieran por el mismo libro. Alguna vez consentían ellas en pararse y hablar, esto era cuando ellos tenían un poco de educación. Pero aunque hubieran estado de lo más orgullosas, cuando la máquina arrancaba y había cogido un poco de fuerza se desataban unas de otras y cada cual se hacía prometedora en la distancia creciente con adioses y gestos, y Rosa, cuánto daría por verla, echaba besos a los del vagón de cola y ellos se desesperaban y hacían como que iban a tirarse en marcha, y las cosas ya no eran como antes que ellos decían siempre vivaespaña y ahora si cuadra la madre que os parió. Una tarde de calor, pero ya había pasado un verano más, acaso dos veranos, el tren estaba parado por algo de la caldera. Les gritaban a ella y a sus amigas desde un tercera: «¡Eh, pequeñas! ¡Las del biberón!». Rosa dio la consigna: «Ni caso, eh, ni siquiera mirarlos». El andén estaba demasiado lleno, se sabía lo de la avería de la máquina y los viajeros bajaban a estirar las piernas sin demasiada preocupación, muchos a comprar vino para luego atar la botella por fuera de la ventanilla y que puerto arriba se fuera refrescando todo el tiempo. Tanta gente que ella se sintió apretada, separada de las amigas, llevada y traída, con algún hombre a su lado que en seguida era otro hombre como en los bailes donde se cedía la pareja. Entonces se le acercó uno que a ella le pareció distinto:

—Por favor, ¿dónde podría coger agua?

No había manera de acercarse a la cantina.

—Ahí fuera, en la plazuela misma.

—Lléveme, ¿quiere?

Tenían que empujar al personal. Se cogieron de la mano para no perderse. Luego resultó que no hacía falta tanta prisa. Él con su cantimplora llena. Estaban al pie del estribo sin hablar, se miraban muchas veces pero de cada vez se miraban poco tiempo. Ella estaba asombrada de aquel soldado distinto, tan serio, no les decía cosas a las chicas y a ella la trataba de usted pero bien se veía que no era guasa. Con disimulo le miraba al pecho de la guerrera y a las bocamangas, no llevaba nada de mando, qué raro que no llevase una estrella, galones encarnados por lo menos, nada.

—¿Cómo te llamas? —dijo ahora tuteándola, pero dijera lo que dijera no ofendía.

—María Encina.

—¿María Encina qué?

—María Encina Castedo.

—¿Te llegará una carta solo con eso?

—No sé… mejor poniendo…

Sonó la campana tres veces.

—¿Qué?

—Calle de la Cuesta.

—¿Y el número?

—No tiene número.

Ahora un pitido y el resoplar creciente de la máquina.

—¿Puedo besarte?

—¿Por qué?

Fue en la frente, despacio, pero luego la cara azulada del hombre bajó como un rayo a buscar mi boca y la encontró pronto pero poco abridera, ahora me pesa que estuve sosa, tendría una que vivir dos veces, él tuvo que correr y se colgó de cualquier parte, alguien debió de tirar desde dentro, lo engulló el tren que se perdió más deprisa que ningún otro día y yo me hubiera puesto a morir de tristeza si no se me hubiera ocurrido el consuelo de que era domingo y él me había visto con medias y aquella blusa que más me favorecía. Las canciones andaluzas son muy tristes. No, ahora no podría oír ni por nada el ay ay ay ay, no te mires en el río, clic, apagado el transistor, el cartero no le trajo ninguna carta, pasó el tiempo y ninguna carta, porque tengo —niña— celos de él.

También aquí, en todas partes se nota cuando el tren está para llegar. Las extranjeras se arrimaban a los arcos que eran un horno, a ellas no les molesta el sol, y los viajeros arrastraban con pereza sus cestas. Pensó que debía despertar al marido, a la mujer le daba lástima por el estilo de las mañanas en que mirándolo se decía cinco minutos más, aunque ahora la lástima era por ella misma, quería terminar su historia como un niño que se esconde en un portal para comer su dulce. La historia verdaderamente no tenía final. Estaba segura de que al soldado lo habían matado antes de que le dieran papel de escribir, ella estaba mona con su blusa y sus medias, tenía una cintura muy fina y obediente, él hubiera escrito sin falta en aquel papel de escribir que vendían con cuatro carillas y los colores de la bandera y viva esto y viva lo otro, pero tenía que haber muerto porque ella en seguida presintió que debía recordarlo como en una foto ovalada y de color marrón descolorido de las que se cuelgan en las paredes de las casas, aunque algunas noches…

—¡Pero qué país! Ese reloj parado y uno aquí perdiendo la tarde. ¿No ves cómo se ha puesto la chiquilla?

Se levantaron y apañaron las cosas. Ella le tenía ley a su hombre, lo había seguido cuando él dijo de venir al sur. Cuando él fue allá a trabajar en el pantano se enteró de algunos amores de ella, pero por nada del mundo ella iba a contarle aquel secreto del soldado que la cogió por la cintura, no sabía por qué pero él no iba a perdonarle una cosa tan seria, los otros amores sí, el que hubiera estado amonestada con otro novio, sí. Entonces vino el trenillo de la costa y como si fuera la primera vez la mujer se quedó asombrada de verlo tan de juguete, luego le entró de repente una risa escandalosa, y el marido qué coño te pasa, y ella con la risa temblona que la aflojaba y le movía la abundancia de las carnes arriba y abajo, y cómo iba a decir que le había dado aquello tan tonto porque el trenillo no es ni comparanza con el correo de Galicia, y qué nombre para una estación Arroyo de la Miel, corasón, daría algo por saber qué ha sido de Rosa.