Lena. Lena. Ahora que espero en la UVI de la Concepción que es una antesala donde un hombre no puede hacer otra cosa que esperar
esperar el qué, pero esperar
y vivo (suponiendo) en una tibia plaza y redonda de burladeros de color de asepsia, recogido hacia el lejano claustro materno y las rodillas dobladas buscando el calor del vientre, la memoria vuelta a la carretera de La Coruña por la Moncloa ejercicio n.° 5 o sea movilizar el segmento cervical y corregir su estática defectuosa, o sea girar alternativamente la cabeza hacia la izquierda, después hacia la derecha (mirar atrás por encima del hombro): miro, Lena, y te veo. Con el pensamiento reduzco la fractura astillante del tiempo —fíjate, admira a qué pedantes extremos han conducido aquí mi lenguaje—, y cuando tantas imágenes perdiéndose en una niebla sorda y dulzona que me sale del pijama roto en el pecho hasta empañar los níqueles milagrosos, tu vestido de flores amarillas sí. El secreto de tu vientre, sí. Y sobre la tela brillante y tensa su mano. Bien sabes la mano que digo, Lena. El caso es que a lo mejor tampoco ahora estoy para morir, son muchos los aparatos. Pero esta claridad con que me llenas, si casi me ofende el tenaz menudeo de los recuerdos de los lugares, de los lunares, el olor nunca más repetido ¡en tantos años! De tu abrigo de piel mojado por unas gotas de lluvia, tienen que ser justamente unas pocas gotas, yo no sé si una exageración así nos ilumina en la orilla misma de la muerte, qué experiencia quieres que tenga.
—Pero siéntese, Elena, le pongo una silla junto a la estufa.
—No me trate de usted, por favor, me conoce desde que era una niña.
Ahora, ahora tengo que aprovechar. Cada vez que me dais ese sabor azulado a la boca se me enfrena el corazón y respiro, coma, respiro, punto y coma; ella se resignaba muy fina: sabe Dios lo que tardarán, las telefonistas dicen dos horas pero hay que ponerse en lo peor.
—Sí, qué tiempos, todo se nos ha vuelto tan difícil…
Conocí un placer nuevo porque todo se nos había vuelto tan difícil y ya ninguna urgencia de espiar sus piernas de largura negra, la falda en pliegues de color marengo, el jersey de lana otra vez negro y el cuellecito blanco; o sea, de alivio. El cuellecito la aniñaba algo impropiamente y debía de ser por sus puntas tímidas y redondas. Pero te fijabas en la cara, y no. Había en sus ojos un mirar de brasas con muchos mundos y en los alrededores de los ojos las huellas no exageradas de un dolor venido a menos, la nariz tan noble, la boca, el cuello alto y derecho sobre un cuerpo nervioso. O nada. O no había nada de esto y solo el nombre. Preguntad a cualquiera de la comarca. A aquel chico crecido, algo triste, algo soñador —no muy ancho de pecho— preguntadle: Elena Balboa.
Se sentó, supongo que por no desairar a mi madre, porque a mí no me cuadraba una mujer así estándose quieta en espera del timbre del teléfono, así de viva y flexible. Y ciertamente se levantó pronto como si se ahogara en el escritorio y andaba de acá para allá mirando las cosas del almacén, pero aún más las etiquetas de las cosas. Yo tuve que apartar la escalerilla de tijera. Ella me dijo perdona. Había cajas de cartón brillante que un día importaron artículos de Solingen y ahora rellenábamos con navajas de Albacete o las más toscas de Taramundi, los géneros de La Palmera también venían presentados, y los cartuchos de la Unión Española de Explosivos, que además se anunciaban en los almanaques. Un año tocaba una mujer morena de ojos grandes y oscuros con la mejilla probablemente cálida sobre el frío cañón de la escopeta, otro año una mujer morena de ojos grandes y oscuros a punto de prender con una cerilla el cohete de una verbena lejana. Son de Romero de Torres, fíjense en la llama de la cerilla, y la gente se entusiasmaba. Pero ella no, como si tuviera vistas todas las pinturas del mundo. Lo que prefería eran los paquetes ásperos y nada concesivos de Mondragón, toda una sección de arriba abajo con cerraduras, picaportes de resbalón, pernios, candados, cada artículo con sus correspondientes tirafondos. Así nos hicimos un poco amigos. De vez en cuando ella me preguntaba y yo alzo los ojos del libro cuyas hojas voy pasando a un ritmo aparente, pero sin leer una línea. Ella me dice perdona. Las etiquetas son rojas o verdes según las cerraduras funcionen a derecha o a izquierda, lo descifró en seguida, y también recuerdo el gusto que me dio verla reír (entonadamente) porque entró un carpintero de Oencia pidiendo bisagras de culo de mona, es lo propio del ramo de la cerrajería, que los artículos son el 432 o el 75-A, pero todo el mundo los llama por el apodo. El que Elena Balboa conservase la cualidad de reír (aunque fuese un poco) me descargaba de un peso, aquel que todos nos habíamos ido fabricando —pienso yo que todos— al ver pasar por las calles de la ciudad su luto esquivo, ya decreciente, pero todavía acusador, y eso que yo —ahora no me gusta pensar que todos— la mano me hubiera dejado cortar antes que ponerla en aquella ofensa. Del teléfono, que por fin había sonado con desentono, volvió seria y apresurada, por entonces nadie ponía conferencias para asuntos felices. Tuve que acudir yo mismo al aparato de manivela cansina para preguntar el importe de los minutos y anotar en la libreta de hule y recoger el dinero de las manos finas y pálidas, toda una humillación, porque conviene decir que entre los enseres del negocio escondía yo, con mi aprendizaje de poeta, cierta aversión para las materialidades de la vida.
—Anda, déjame que los lea.
—Sí, hombre, no seas corujo —decía mi madre, que siempre le ponía una silla.
Mi madre marchaba a sus cosas y yo no sabía negarme, aunque mis papeles en manos de Elena Balboa me daban unos momentos muy angustiosos. Si podía soportarlo es porque siempre los miraba ella con formalidad. Trataba de suponer por dónde iría en cada momento su lectura, y una vez se detuvo un instante, sé dónde se detuvo, y me miró sorprendida. Pronto volvió a la hoja de letra grande y presuntuosa, pero yo seguí algún tiempo cavilando sobre aquella pausa. Cuando eché por otros pensamientos íbamos juntos bajo los árboles, porque no estaba bien, Elena, usted sola a estas horas que los días se han acortado mucho, mi hijo puede acompañarla. Y era verdad que ya en San Fiz la boca del lobo. Verdad que a lo lejos había encendido Corullón sus luces municipales y tacañas, y yo falseando los pasos sobre los erizos desventrados junto a la cuneta, enredando las botas en las hojas caídas de los castaños, malicioso de estirar el viaje sin que se advirtiera.
Cuando empecé a tener noticia de ellos era yo muy chico, niño de quien después odiaría la precocidad con dureza que los años han ido aliviando, aunque nunca, ni siquiera ahora, pude quererle del todo. A él lo recuerdo del día de la República. Yo debería estar jugando suelto y ajeno, probablemente jugaba, pero de algún modo me complicaban en el suceso la gravedad sombría de mi padre y la preocupación de mi madre, por si obligaban al arreglo morado de la bandera en las colgaduras para las procesiones. Pasó entonces por la carretera junto a nuestra casa —dios inalcanzable, todo vestido de cuadros, con ojos de metal y negra la barba— y yo tuve delante el primer laberinto de mi vida porque a pesar de ser de los otros (lo había murmurado mi padre) se llevaba la mano a la visera y daba las buenas tardes. «Buenas tardes don Jaime», correspondió mi madre, mi padre un poco a regañadientes. En seguida vinieron muchos y daban vivas y mueras mejor que saludarnos cortésmente, lo que me hizo clasificar alto y aparte a los ingenieros. Los cuatro o cinco años siguientes iban a ser importantes en mi vida porque mimado y todo yo era un chico normal y la ocasión estaba llena de hallazgos asombrosos sobre el mundo y sobre mí mismo, pero don Jaime Balboa no desaparece del todo de mis asuntos, lo veo veraneante elegante y pulcro que se acercaba a comprar cuchillas de afeitar para recortarse y no las quería corrientes: acanaladas. Elena sería ya su mujer, pero yo no tuve entonces la menor constancia de su presencia. Lo iba a pensar más tarde con extrañeza. De la casa, sí; «la casa de los Balboa», que muchos llamaban «la casa del sauce» por su árbol copioso de barbas péndulas. Estaba en la falda de la montaña (estaba, digo, porque cómo contar ahora las ruinas), amenazada siempre, en mis aprensiones, de que el castillo se le viniera encima. Del castillo hay bonitas memorias, doña María de Toledo no quería casar con el duque de Braganza ni con esposo perecedero y una noche huye empalmando sábanas bordadas y se aventura la legua y media hasta Villafranca a buscar convento (aunque yo hubiera preferido la fuga a través de pasadizo subterráneo, como dicen que corre entre la fortaleza de Corullón y los Peña Ramiro). La casa de los Balboa guardaba, también en boca de mi padre, historias que si arrancaban en este mismo siglo o a lo sumo en el anterior, a mí me sabían igual de misteriosas y empolvadas. No salían almirantes ni adelantados, eran historias civiles como si dijéramos, de liberales y sediciosos. Don Saturio Balboa y su padre don Pepito Balboa y su abuelo don Federico Balboa y Echevarría (que descubrió las minas y puso escuela de artes y oficios) tan pronto andaban huidos por los altos de Hornija como de diputados. Volvíamos despacio de nuestro paseo higiénico-moral, mi padre cansado de mis preguntas, yo con el recuerdo de la casa cerrada y antagonista frente al castillo, sin saber a qué muros quedarme.
—Un verano, de ayer, de cuántos años,
Vinieron abundantes los augurios…
Elena no leía ahora para sus adentros. Leía en alto, con una voz clara y algo monótona, quiero decir que no recitaba los versos. De pronto se detuvo, seguro que acababa de ocurrírsele algo: que se los dejara. Y yo, ni imaginar que las cosas pudiesen no ser como ella quisiera.
—Llévelos.
Lo que me pidiese.
Casi nunca me daba de pronto su veredicto, ella marchaba con mis papeles y yo acompañándola, con lo que el tiempo se me hacía largo y llegué a no saber si era por aquellos pedazos de mí mismo o por el olor que no se parecía en nada al olor de todas las demás mujeres. En la mirada inteligente de mi madre supe mi propio cambio (inteligente y recelosa). El prolongar un solo minuto el tiempo de las comidas me parecía un dispendio como para sentirse culpable un hombre, y el comercio lo aborrecí hasta el malestar físico, algo menos cuando se trataba de un trabajo corporal y pesado, el de sustituir voluntario a los regocijados dependientes en la tarea de bajar y bajar al sótano los paquetes de puntas de París, cada paquete tres kilos, cada tonelada 333 paquetes, lo que ponía una tregua en mi nerviosismo taciturno y al final, sudoroso, cierta satisfacción masoquista.
El libro lo terminé en junio. Ella me lo dijo, yo no hubiera sabido por mí mismo que había terminado un libro. Antes se llevó las hojas, todas, no como otras veces que era este trozo o aquella parte, y ahora me las devolvía ordenadas de tal manera que el conjunto me parecía ajeno y mejor, aunque mi escritura no había sido tocada realmente ni en una línea. Sin mirarla le di las gracias, y que celebrarlo: «¿En el Casino? ¿En el bar Sevilla?». «Para qué —dijo ella—. Según volvemos a casa». Pues en el Viarolo. Había sido feria o por lo menos mercado y el mesón estaba lleno de paisanos avinados en la comprensible pereza de adentrarse monte arriba hacia sus lugares.
Un momento se detuvieron las lenguas, que estarían dándole a las peripecias del trato, pero pronto volvieron a su machaqueo sin mayor interés por la presencia insólita de una señora. Creo que ello ocurría así porque Elena Balboa era una mujer delgada. Me alegré de que esta condición la alejase de la codicia de los demás hombres (eran otros tiempos), y fue nuevo y turbador tenerla tan para mí —sentados sobre una caja de cervezas, con el vaso de vino y el escabeche en un papel de estraza—, comunicante de vida a través de la poca ropa. No sé si también para ella sería distinto, pero sí me hablaba en un tono que reconocí compañero. Dijo allí su desdén por el quiero y no puedo de los bares de la plaza, tanto que de entonces en algún tiempo dejé de pasar el puente salvo temprano para ir a los frailes, a gusto con el café de recuelo de mi propio barrio que llaman el Otro Lado, sin ninguna nostalgia por el cine de los domingos. Ni por los bailes del Mercantil. Ni por el trato ahora insoportable con las chicas de mi condición y edad.
—¿Cómo son ellas? Anda, cuéntame. Acaso alguna…
Fueron fantasmas que había que apartar con violencia, con suavidad, con jaculatorias inventadas por Federico Ozanam, a veces con la aceptación del pecado sombrío para liberarse de una asquerosa vez, a cualquier hora del día o de la noche venían a la imaginación de uno con sus flancos calientes como en los bancos de la academia. Usted, señorita, Regencia de don Fernando y el breve reinado de Felipe el Hermoso. Reino del color oscuro el encerado, la sotana de don Manolo, la Edad Moderna, las bragas de Luisita, qué conmoción aquella tarde con que las bragas también pudieran ser negras. C.a.l.a.d.a.s. Y mi dolorosa timidez.
—No, qué va, ninguna chica en particular.
El mundo se había replegado a un territorio que dominaban mis botas, ya no esperaba que Elena viniera a la ciudad, yo mismo marchaba carretera adelante hasta avistar el yugo y las flechas de Corullón, pasaba las primeras casas con un buenas tardes que los paisanos empezaban a contestarme (creo) más maliciosos que cumplidos, y cada vez menos envarado trasponía la verja abrumada por el sauce llorón y ya estaba en el jardín cuando buen tiempo, si no en el soportal que mira a las almenas. La egregia doncella, con la sola ayuda de Dios y de una dueña leal, emprendió al descolgarse por tan ásperos torreones su aventura a lo divino, que luego reportaría a la ejecutoria familiar glorias comparables a las bien ganadas en la diplomacia o en la guerra. Porque la hija de don Pedro de Toledo y Ossorio y de doña Elvira de Mendoza, quintos Marqueses de Villafranca, constituye un felicísimo ejemplo de mujer: virtuosa sin gazmoñería; humilde dentro de la secular grandeza de su estirpe; constante en sus propósitos; valerosa hasta la temeridad en sus resoluciones cuando tienen como fin una causa justa. Era tanta la humildad de esta religiosa, fundadora del convento de la Anunciada, que únicamente aceptó la pintura de su efigie por filial obediencia al señor marqués, pero a condición de que se la representase como a santa Clara con una custodia en la mano, para que cuando el cuadro fuese contemplado por las gentes, acudiesen las miradas y la devoción hacia el Santísimo Sacramento y no hacia su modestísima persona.
—Fíjate —me devolvió Elena el cuaderno donde ahora me daba por ensayar una crónica histórica, lo tuvo días en su casa—, cuántos superlativos. Y ese tono algo siervo: señor marqués. Escribe libre y sincero, como en los versos.
Resplandores de sangres boreales. Y una lluvia de estrellas desplazadas. Elena sabía bien qué verano, cuáles presagios y destellos evocaba aquel poema. Ah si hubieran perseverado en sus ausencias, ella y don Jaime (siempre he dicho don Jaime, nunca he dicho doña Elena). Los imagino en playas incruentas, ella tan joven y más esbelta si cabe, él con sus planchados pantalones blancos… Pero se anticiparon: y eran tiempos en que aparentes casualidades echaban a los hombres por este camino, por el otro camino, o contra una pared que no lleva a ninguna parte. Debió de ser bien triste el momento del ingeniero Balboa dejando esposa reciente, y ya antes le habían arrancado los libros, los papeles, los discursos y las fotografías, dicen que incluso la tela de una bandera. No fue el único, pero sí el más penetrante en nuestras imaginaciones. Seguro que otros rapaces como yo habrán tenido sueños de aquel roble perseguido por las balas (cuentan con mucho detalle que en el puente intentó la fuga), dos pasos vacilantes, más balas segadoras porque no hay nada tan fácil ni tan difícil como ultimar una vida —aquí mismo, en ésta enfermería apurada—, ¡ya!, y después el cuerpo inútil perdiéndose, perdiéndose, entre las aguas borrosas de la tormenta.
Luego, con Elena tan cerca, tan viva ella y nerviosa, ni aunque quisiera acordarme. Dócilmente me iba dejando cubrir por una costumbre tenue. Por mi edad de entonces debiera ser aquél un asunto primaveral y fogoso, y sin embargo lo reconozco como reflejo del otoño, no será en vano que me acusan de haber nacido viejo. Los indicios podrían estar ya en la propensión a las primas a punto de casarse, el gusto por las forasteras que llegaban en los veranos con el designio de marchar una mañana triste; y más decadente aún: la urgente y lacerada afición por las que venían a ser monjas en el convento paredaño de casa, solo por evocarlas luego en la penumbra de la iglesia cuando en el coro oculto sonaba una salmodia resignada. Todo esto esclarece lo de Elena, tan viuda y aparte. Por ella dejé la misa de los domingos. (El trance en que redacto consiente poco la esperanza de que se me lea, pero pido que llegado el caso consideren cuanto significaba entonces el precepto). Descarado en lo principal, no iba a detenerme en lo menudo. Acomodé mi arreglo personal a la insolidaridad de mi circunstancia —como siempre cuestión de pelo o barba o ancho de los pantalones— y el censo de la población se dividió en los que tonto y simulador, los que vanidoso, quienes loco pacífico, con algunos raros indiferentes.
—Pájaro madrugador… —decía el cojo de los frailes al abrirme la puerta, como proponiendo un refrán que no llegaba a completar nunca.
—Subo un momento, hermano Martínez.
—Anda, pasa. Si sabes los rincones mejor que el padre.
El padre era un paúl ratonil si puede decirse con cariño, de ojos que averiguaban las cosas antes de preguntarlas. Regía la biblioteca y me había ayudado. Cuando nos conocimos me dijo que sí, que estaba bien que leyera a Zorrilla y a Espronceda, mejor a Bécquer, pero me iba poniendo sobre caminos que yo no había ni barruntado. «Ahora, esto». «Toma, ya me dirás lo que te parece».
—Te estás engolfando demasiado —tuvo que reprenderme un día. Yo llegué aún más temprano que de costumbre, a sabiendas de que él llevaría allí desde el amanecer—. Lo importante está en asimilar, y es que no sé qué haces con tantos libros.
No me contentaba con uno, ni con dos. Un montoncillo, todo lo que pudiera sujetar bajo mi brazo tenso. El padre llevaba una lista donde escribía abreviadamente sus préstamos y mis devoluciones, no sé cuánto daría ahora por aquel índice. Yo acarreaba el tesoro a través de las calles que me veían huidizo, luego los tres o cuatro kilómetros de carretera hasta la aldea bien sabida. Allí se completaba mi oficio de intermediario, de enlace entre las limitadas estanterías de la congregación y el incomprensible apetito de mi amiga. Había empezado ella señalándome los títulos y luego no, daba lo mismo Sienkiewicz que el padre Feijoo, las Sonatas de Valle-Inclán emparejadas con las Conferencias de San Vicente. Libros, libros, libros, como si Elena no tuviera otra cosa que hacer en las veinticuatro horas de cada día. Y sin embargo, hacía otras cosas. El jardín, que fuera abandonado hasta casi la suciedad en los primeros tiempos de la viudez brutal, recobraba su olvidada alegría bajo cuidados que suponían esperanza, y la casa solar de los Balboa, sin perder del todo su reserva interior, algo quería asomar bajo el gobierno de la dueña solitaria y joven. Joven. Porque Elena, aunque mi madre me lo reprochara con discreción: «Pero hijo, por Dios», eludía con su aire frágil aquellos diez o doce años de diferencia, que si estuvieran a favor del hombre resultarían tan propios, y así, al revés, se tomaban en el contorno fariseo a escándalo. Elena y yo, por lo demás, no éramos novios, no éramos nada todavía.
Todavía.
Pero ya viene aquella tarde, para qué vamos a andar con rodeos. Primero me pidió que la acompañara a la farmacia (hay que pasar el puente aciago), y ya desde la farmacia tenía que ser Correos. Luego la confitería. Luego la montura de unas gafas. Y al fin con ganas de sentarnos, el bar más concurrido: esta vez sí, transparente como un escaparate. Nos vio el teniente de la Guardia Civil, el conductor del coche de línea. Nuestro poeta mayor, nuestro Beethoven, nuestro pintor incomprendido. Los empleados del Banco Urquijo, los empleados del Banco Herrero, los empleados de la Banca Viuda de Nicolás González. El repartidor del Diario de León. Los abogados de secano y los abogados en ejercicio. Este otro, cómo se llama, practicante y cirugía menor. Tomaron nota las de Tagarro, las de Cureses, las de Magaz, los socios de Caza y Pesca. Lo retuvo el demandadero de las monjas para llevarlo al torno con la cesta, el Cholo, don Avelino, mis propias cuñadas, don Arturo del Olmo, nos vieron Rodríguez y Canedo Limitada…
«Cálmese, está excitándose y tendré que ponerle más calmante».
La tarde de la insólita decisión de Elena, en que de repente fue un reto al mundo entero para que nos mirase juntos, iba a rematarse con más graves novedades, querida enfermera mía. Andábamos por la carretera a la altura del prado de Valmoral, usted no sabe, pero imagínese un verdor allá en el fondo con el pedregal y el río como linde, todo visto desde la cornisa que no tiene paredón ni siquiera ese consuelo que llaman quitamiedos. Elena llevaba días con mala cara. Debió de marearse un poco y tuve que sujetarla por la cintura, debió de marearse más y se apretaba pedigüeña como yo no la hubiese imaginado nunca. Seguimos sin ningún aflojamiento hasta la curva de San Fiz que casi se muerde la cola, y antes de rematarla nos vimos camino del polvorín. «Anda, tengo curiosidad por conocerlo». A vueltas con mi Derecho que estudiaba por obligación, a vueltas por devoción con mis literaturas, el negocio familiar me degradaba como tengo dicho, aunque le reconozco nobleza y varonía al hierro (en tejidos hubiera sido peor), y de toda la ferretería casi llegaba a gustarme aquel añadido que era el depósito de la dinamita. Anduvimos mirando las defensas, tocamos las cajas inocentes en su aspecto exterior pero sobrecargadas de poder terrible, la caseta aparte y blindada de los detonadores. Nos sentamos juntos sobre un listón entre dos apoyos inseguros. Con miedo de movernos. Fue excitante como mirar el mundo desde la penumbra de una sala de cine lo que Elena contaba: como avanzar en un túnel hacia la claridad de la boca encendida. «Yo hacía de Laurencia (de un salto en pie, recitando) y ovejas sois bien lo dice de Fuenteovejuna el nombre. Dadme unas armas a mí, pues sois piedras pues sois bronces, pues sois jaspes pues sois tigres… (Se ríe. Luego muy seria). Llevábamos nuestro teatro de pueblo en pueblo, era hermoso que aplaudiese la gente que no tenía ni siquiera jornal». Pero también cosas lejanas, países que yo barruntara en el olor inconfundible de los textos de cada octubre contra reembolso, y eran atlas, el Francés de don Tarsicio Seco y Marcos catedrático por oposición y algo de la Legión de Honor, subíamos al tren en Hendaya, saludábamos poliment «garçon apportez-nous une bouteille de vin de Bordeaux rouge», solo que Elena decía ahora por ejemplo Louvre y nada había en ella de fricativa ni prepaladial, etcétera; Louvre, sencillamente la naturalidad de una fuentecilla que mana. No sé el tiempo que duró la fiesta. Y menos aún el porqué nos vino de pronto —nos lo dijimos— la gana de hacer las cosas más prohibidas. Fumar, que es muy sacrílego en un polvorín. Fue un cigarro a medias, ahora en el más oscuro de los silencios. Y salimos a la luz como se vuelve de las guerras, como el cirujano vencedor de la muerte y su enfermera admirándole, el piloto y la azafata después de rozar el ala de la desgracia, los amantes saludables después del funeral de un viejo. O sea, buscándonos.
Veo el tronco de un gran nogal abatido como nosotros mismos
Veo los helechos que ella alisaba con sus manos más largas que nunca
Veo la piel extensa del abrigo entre su cuerpo y la tierra siempre húmeda del sitio umbroso
Veo una rana mirona sobre una piedra privilegiada.
Lo veo todo y en cambio no puedo atestiguar de los pormenores técnicos, no sé si debe decirse técnicos. Mil veces tenía imaginado el suave lecho de ropa blanca, la indolencia de las caricias. Y ahora tan diferente, no digo mejor ni peor sino tan diferente y rápido, también pudo ser que empezaba una lluvia muy lacia sobre nuestros cuerpos, allí nació aquel olor de las gotas sobre el mouton o la piel que fuera, me rodea, qué dirá ese pobre hombre de la cama de al lado, si todavía siente.
Todo Corullón nos vio llegar juntos y es lo que ya venía ocurriendo, pero esta vez era más clara la proximidad que Elena buscaba a mi costado, me pareció que nadie se quedaría sin saber lo que había pasado entre nosotros.
—Anda, entra.
Lo que se dice entrar a la casa no lo había hecho nunca. Una vez que Elena estuvo algo enferma y yo me dirigí con naturalidad a visitarla, el viejo y único criado fijo, sordo del todo, me tomó los libros con una tosquedad casi hostil. Por fuera, sí. Si hacía bueno nos sentábamos bajo el porche o en el cenador y Apolinar traía unos vasos. Y no solo en la parte delantera de la finca. Paseando y hablando andábamos la huerta hasta la construcción de atrás, uno de esos sitios que valen de granero y bodega y almacén de inutilidades. De allí mismo arranca la pendiente primero suave y luego abrupta que conduce al castillo, por esto un día se me ocurrió decirle a Elena que debíamos entrar juntos a la bodega y husmear hacia algún sótano misterioso, cómo no iba a andar más o menos por allí el pasadizo de los Toledo. Tonterías, todo eso son fantasías tontas, me lo dijo de una manera nerviosa y hasta irritada. Y era casi despedirme, perdona, hoy tengo que escribir unas cartas, de modo que me marché.
Y ahora por fin:
—Anda, entra.
—Bueno, pero no quisiera molestarte.
Lo estaba deseando. Acababa de tener a Elena como mujer, pero me hostigaba la preocupación de que no la franquearía de veras hasta conocer sus habitaciones. Hubo un vestíbulo amplio y enlucido de maderas anchas y bien plantadas al que acuden las puertas, cerradas, de varias estancias. La escalera reinaba en medio, casi antipática por lo solemne: arranca unánime, luego se divide por la derecha y por la izquierda —ella tomó sin dudar los peldaños de la derecha y yo me prometí ir aprendiendo sus pequeñeces— para desembarcar en otro vestíbulo más alto, bajo la luz de una claraboya. El pasamano de la barandilla, aunque sea mala costumbre, era gustoso al tacto como pulimentado por el tiempo.
—Espera un momento, quieres.
También arriba predominaban las puertas cerradas. Por la que estaba a medias se deducía un salón principal y eso que no muy rico ni muy lleno. Me sentía el corazón, acaso más que al descorrer desmañadamente la ropa de mujer, y al par que los ojos esforcé el oído cual si los interiores fueran a devolver secuestradas conversaciones muy pulidas y europeas, discursos, reglamentos, todo tan confuso de esotérico, y rotario, y masónico y espiritista, no sé si también krausista. Pero silencio. Y una atmósfera hecha de cera de lustrar más de papeles amarillos, más de tabaco olvidado, la suma agarrándose a las paredes y a los retratos, quisiera saber el tiempo que llevan inútiles las ventanas.
«Anda, mejor en la galería» —volvía Elena de lo que me pareció una descubierta—. Es verdad, la galería de cristales estaba alegre, también menos apasionante. A la llamada que hizo vino una criada joven y zafia, sin soltar las cosas de la limpieza. «Vete, Lucía, hoy ya no tienes que volver». Mientras Apolinar era un personaje intocable, las criadas cambiaban en la casa a cada momento. A ésta le noté en la cara una malicia que me pareció asquerosa, más que la rana quieta y extasiada del caborco. «Mire que le queda aún mucho pasillo». «Déjalo te he dicho, aprovecha para hacer los recados y ya seguirás mañana». Yo interpreté aquella impaciencia de Elena como de buen augurio para mi deseo, porque mi deseo de mozo en plena sazón era ahora una fuerza renovada, poderosa, más acrecida que mitigada por la experiencia de hacía tan poco tiempo. Quise abrazarla y «No, no, —me dijo—; espera». Se puso a preparar el café. Yo me iba civilizando, asumiendo que se trataba, ciertamente, de un prólogo pertinente y enriquecedor. Así que despacio, compañero, recuerda: en algún capítulo de alguna novela él la besaba en la boca con detenido oficio, y luego, entre los dos labios varoniles prende el labio inferior de la enamorada. En el resobado manual Printed in Argentina también el cuello pertenecía a ese rico acervo de zonas erógenas, no nos cansaremos de repetirlo, que ningún esposo debe descuidar. Y sobre todo Vargas Vila… Sobrevino un silbido avisador en la cafetera y Elena preparó las tazas, todo un servicio de loza fina con filete de oro, cuesta mucho arruinar del todo a una casa que alguna vez ha sido rica, lo que se dice muy rica. De la requisa militar —el coche, la radio (esto lo primero), las escopetas, los libros— se habían salvado discos, no todos, los de música clásica. «¿Te gusta?». «Sí», le dije. En la introducción de trompas y fagotes llamaba el destino, la fuerza fatal que se opone a la realización de la felicidad deseada, que vela celosamente para ahuyentar el bienestar y el reposo e impide que el cielo amanezca sin nubes. Lealmente: yo no lo hubiera sentido así de claro a no tener ante mis ojos la clave de las palabras escritas, o si éstas hubieran sido impresas solo en alemán; pero también estaban en francés, sobre el cartón suave de la funda que una de mis manos sostenía mientras la otra, mansa por la música, se empleaba con una suerte de liberalidad sobre la mano amiga, nada más que sobre la mano. En voz alta traduje «… el sentimiento de depresión y ¿no es mejor apartarse de la realidad para abandonarse al sueño?». Los dedos nunca del todo sometidos debieron de responderme algo, siguieron hablándome a lo largo, no, a lo profundo de los siguientes movimientos de la obra, pero no había pauta escrita por donde yo pudiera valerme ahora y así aprendí que es bien difícil sinfonía el pulso de una mujer.
—¿Otra taza?
—Sí, gracias.
—Sí —delicadamente—, gracias; pero yo quería otra cosa. Vargas Vila llevaba a sus afortunados por jardines crepusculares, allí Hugo Vial artista y exquisito persuadía a sus amadas, Oh amada, Oh desdeñosa, mientras con mano hábil las desaligeraba del corsé y como olas de un mar de nieve los dos globos de alabastro brotaban insumisos. Pero tú no sabrías, infeliz, ¡cómo intentarlo entre el cerco de los espejos, cuadros, muebles!, sobre todo los muebles, todos ellos de esquinazos contrarios a mis intenciones, pensarlo sí, con tu peso bien podría yo, Elena. Me pongo en pie sin prisa, con la seguridad que da el derecho, ¿o acaso no eres ya mi amante?, y parado frente a ti te miro un instante y tú me entiendes. La mano, Elena. Tiro hacia mí y yergues el tronco, la cabeza un poco atrás, dejas el sillón y ya, los dos en pie frente a frente cercanos, condición brevísima para estar de pie y pegados, de pie y cosidos, de pie y grapados, yo no sospecho una postura más amorosa y frenética, desesperada. Pero renuncio. No te abrazo, advierte, lo que invento es llevarte en volandas aunque cómo acertar las señas de tu alcoba en esta casa innumerable, tus pies balanceándose pequeños y graciosos, por los corredores recién encerados vas perdiendo un reguero de zapatos, algo me guiará, un olor. La cama es ancha, tiene dosel, te echo con cuidado y contemplo. Tú apagas la luz. ¡Pero si has viajado mucho, Elena!, París, Viena, de manera que dejas una media luz, empiezo por arriba, desprendo, aparto, descubro, rajo sin querer, abajo del todo, me sitúo en el centro del mundo, afronto como un hombre el delicado trámite de disponerse uno mismo.
—De todos modos no podré dormir.
Así justificaba ella su reincidencia en el café, en el tabaco. Lo dijo y borraba mis pensamientos desbocados, su voz me sonó blanca e invernal como solo puede ocurrir en la música, o sea: en las exégesis de la música. En el tercer tiempo —scherzo, pizzicato, ostinato—, figuras incomprensibles parecidas a imágenes que sugiere al espíritu un vino demasiado fuerte, prescribía Tchaikovsky a la señora von Meck como puede leerse en la envoltura del disco; los genios le confiaban estos detalles a una amada a lo mejor platónica, a un Gran Elector o arzobispo amigo.
—Yo sí podría dormir —insinué— pero no quisiera, esta noche no quisiera dormirme.
Me miró asustada, quizás un poco orgullosa. Creo que retrocedió un poco hasta buscar el respaldo del sillón, excesivo para su figura liviana.
—Ahora, Elena.
—No.
—Me gustas, te quiero, te lo suplico —eso, cosas así debí de decirle.
—No, no, espera.
De todos modos, lo intenté. Resultó un forcejeo, cómo explicar… Contra la estética. Y lo peor, ruidoso. Ella se llevaba un dedo a los labios nada abrideros, chist, por favor. Se libró y fue a ahogar mis apremios en el volumen súbitamente aumentado del concierto. Debía de acercarse el final, las grandes sinfonías previenen siempre su apoteosis, y me pareció que toda la casa incógnita estaba hecha de cuevas y pasajes donde sonaba y resonaba la fuerza aquella que decía el compositor. Luego el silencio, desazonante.
—Estoy deshecha, perdona.
—Entonces, ¿cuándo?
—No sé, perdona, ahora mismo no quisiera pensar en nada. Mañana.
Mañana resultó un día perezoso, no acababa de llegar nunca, pero cumplimos nuestra cita por segunda vez en plena ciudad y estuvo claro que habíamos roto barreras, salvado ríos, recuperado calles y plazas. En el centro de mi propio lugar, yo me sentía como un poco viajero. A media tarde (y no va a ser ocasión menor en este memorial desatado). Elena me enseñó a reconocer para siempre esa hora tan afinada y rosa de las cinco, salones de chá en Lisboa; el Claridge de Londres sobre todo, Londres… Pero en los cafés de la plaza las mesas se habrían vaciado de las partidas y todavía no es tiempo de que vengan los novios y los jubilados a sus meriendas aquilatadas, así el aprendiz de camarero andará barriendo los despojos del movimiento anterior por entre sillas dobladas de fatiga. Es verdad, coincidió Elena. Y que por eso, el té, en el hotel. Estábamos a dos pasos del Condesa. ¡El hotel Condesa! Yo no había traspasado nunca la puerta, encristalada y vagamente imperial del mejor hospedaje de nuestra ciudad, un orgullo, casi una desproporción decían, hasta Lugo habría que llegar para poder encontrarle un semejante. Mi padre sí había estado en el hotel a comer, con su jefe político y gente importante, les sirvieron langostas traídas de las Rías Bajas, él se lo estuvo contando a mi madre demasiadas veces. Del hotel había huido una dama intrigante que dejaba atrás la campanada y maletas con periódicos viejos. La prueba del desorden en casa de los Argüellos, la premonición de su ruina inevitable estaba en que hoy por esto mañana por lo otro encargaban al hotel la comida completa, cuatro platos o más desde las cocinas mercenarias hasta el desarbolado palacio familiar, itinerantes piedras de escándalo bajo las servilletas almidonadas. Y en el hotel, contaban los mayores, en voz baja, cuando todavía se autorizaban los carnavales… Derechamente pasamos al salón noble. Un lugar recatado; y al mismo tiempo, si se tienen los oídos predispuestos, sonoro de cuerdas invisibles. Y barrocas. Nos sentamos a un gran velador redondo, y las butacas, si he de ser sincero, no pasaban de ser de mimbre, pero ennoblecidas de tiras de esmalte coloreado, cada butaca con su cojín. Lo que tomamos fue el té, naturalmente. Con pastas: «El secular prestigio de nuestros productos locales». Miraba yo a Elena, a las manos de Elena, salté a mis propias uñas temeroso de cualquier minúscula negligencia, nada, mis manos largas y delgadas que alguna vez oí alabar por boca querida, y esa tranquilidad me estaba permitiendo descubrir en el alrededor penumbroso estampas de Venecia, maceteros, pájaros disecados, mantones de Manila sobre pianos al fondo, tampoco quisiera pecar de exageración en esto de los pianos. Debió de haber otra gente, pero ninguna cara conocida. De pronto supe lo que son los celos. «Pero qué sorpresa, ¿te apetece tomar algo con nosotros?». El forastero era más alto que yo; yo me había levantado atendiendo a la presentación que Elena oficiaba con una sonrisa hospitalaria. También lo vi elegante, la camisa blanca con cuello duro bajo una chaqueta sport de la pana más rústica. Pero envidiarle, sobre todo los puños. Sobresalían limpiamente de las mangas de la chaqueta, prendidos por gemelos excesivos aunque de buen gusto, y de ello se beneficiaban sus manos competidoras hasta en el menor movimiento que emprendieran: el cigarrillo rubio, la copa. Dijo que estaba de paso. Elena y él se hablaban de igual a igual, de cosas consabidas por ellos, que a mí no me dejaban aire para respirar. Deduje que se conocían de mucho antes. Una vez aludieron al ingeniero Balboa, Jaime, dijeron, y se produjo una pausa. Después de envidiar al intruso los puños planchados, la estatura, la boquilla de plata y hasta la edad —los veinte años que me llevaría—, me dio rabia su copa, él se había negado al té con una broma entonada, y es que yo hubiera preferido también una compuesta idéntica con su latiguillo de fuego estimulante, sus pedazos de hielo, su guinda erótica. Al final fuimos los tres hasta la puerta y el compañero reciente se ofreció a seguir con nosotros, podíamos pasear, recorrer la calle de los escudos. Elena fue tajante. Cortésmente le dio la mano. Los dos hombres nos dimos la mano. Entonces, allí mismo, con el gesto más ostensible y claro de describir, Elena me prefirió, se cogió de mi brazo. Y salimos a plena calle. A plena luz.
Luego siguieron días, supongo que semanas, olvidé el trabajo y los libros de texto y las literaturas, y las comidas y la gente, siempre buscándola a ella. Pero nunca en su casa. Desde que hubo aquello entre nosotros parecía como si quisiéramos respetar el sagrado de la familia, y esto sin necesidad de decírnoslo con palabras. Yo aprendía a esperar. Esperar, enfermera, se lo dice un hombre gastado, pero memorioso, es el abecé de cualquier amante distinguido. Ninguna mujer debiera abrir sus brazos a varón que no sepa aguardar el momento, yo llevaba tardes y más tardes prometiéndome gozosas reválidas, pero me contentaba con sentir que de alguna manera estábamos rozando las puertas de la ocasión, ¡tenía que llegar!, la ocasión, por entonces, era sencillamente el sitio. Desechado el hotel (Santo Dios alcanzar una llave, una habitación, el balcón con sus cortinas echadas) lo que quedaba era el campo, solar generoso de todos. Caí en una ocupación enfermiza y secreta. Mis descubiertas sobre el terreno entre la ciudad y la aldea me animaban al proyecto para el más curioso de los mapas, si no lo prohibiese el pudor. Tanteé prados mullidos al lado de prados traidores por su humedad invisible; ruinas monásticas de paz turbada por las culebras; alamedas de verdad espesas, pero bosques falaces con súbitos calveros donde siempre podría sospecharse a un pastor voyeur. Y hasta algún lugar osadamente próximo descubrí para las veinticuatro horas de la jornada menos aquellos dos momentos, uno por la mañana, otro por la tarde en que lo flanquea con sus chispas el pequeño tren de Toral. Luego los dos juntos, con Elena inocente de mis maquinaciones, desviábamos nuestros pasos porque desde ahí, a solo un trecho, ¡palabra!, se contemplaba un paisaje definitivo. Y el caso es que, ¿cómo decirlo?, mi empresa se tejía mucho más con presupuestos que con culminaciones triunfantes, recuerdo más ratos de alimentar la hoguera que instantes de abrasarme entre las llamas. Esto me parecía un desperdicio, porque dábamos que hablar por encima de lo que yo, yo al menos, cosechaba. En cuanto a Elena lo que retengo de aquellos trances es un fugaz (pero no exagerado) contentamiento, han pasado los años, señorita, y yo no estoy seguro de conocer a las mujeres. Usted misma, ¿cómo se llama usted? Elena era desde luego un bonito nombre. Ahora caigo en que menos evasiva se me mostraba cuando íbamos al centro como ella parecía buscar, o entrando y saliendo en el hotel, a la ceremonia de las cinco, que ya me parecía natural y hasta la infusión empezaba a gustarme. Repetíamos nuestros paseos por la calle de las tiendas o bajo los soportales si estaba lloviendo, a mostrarnos urbi et orbi —bromeábamos—, desafiantes. Parecemos dos novios, Elena. No somos novios, pero vamos a tener un hijo. Mejor resaltarlo:
—No somos novios, pero vamos a tener un hijo.
Debí de estar impropio, riéndome. Luego no, pero primero estuve imbécil riéndome. ¿Un hijo? Sí, sin ninguna duda. Nos quedamos callados el resto del tiempo. La acompañé como siempre, pero sin proponerle ningún desvío, y como siempre volví a pie por la carretera, esta vez más despacio, un poco ebrio y solo había bebido un vaso. Llegué a acostarme, estoy seguro, en un estado de ánimo muy indiferente y borroso. Por la mañana, no. No desperté demasiado temprano, pero sí lleno de claridad, y aproveché una camioneta que marchaba de la tienda con alambre de espino. Elena no se sorprendió, sospeché incluso que me esperaba, pero mostró un increíble asombro cuando sin apenas cumplidos le espeté que iba así de mañana para pedirla. «¿A quién?». «No sé, pero a pedirte». Lo discutimos hasta la hora de comer y un momento pensé que me convidaría a su mesa, no las invitaciones menores de un café o un refresco en el porche. Fue un desencanto, aunque no demasiado con tantas emociones por medio. La predominante era un orgullo de hombre, algo mezclado de estupor por aquella idea mía de que un fruto así debería sobrevenir después de más abundantes abrazos, y también más, digamos, cómodos y completos. También acontecía que yo era un caballero. «Está bien que seas un caballero pero yo no tengo prejuicios, créeme, tú sabes que mi hijo es tuyo, todo el mundo va a enterarse, hasta habrá lenguas que lo hayan predicho». «No es solo caballerosidad, Elena, es que además…». «Escucha, escucha, yo no seré tu esposa pero sí tu mujer, ¿no crees que es más hermoso?, tú tan poeta…». Claro, yo me examinaba por libre en Oviedo, ella fue al Instituto Escuela, el mundo, todos en la región sabíamos que hasta en Rusia, me convencía siempre.
—Como quieras, Elena.
Sentí unas ganas enormes de recobrar allí mismo su cuerpo visto y no visto, qué me importaban ahora los muros y los apellidos, si todo aquello era de ella, o sea mío, o sea de lo que iba a nacer de Elena y de mí. Quizá pensara, entonces, que una mujer en estado es prohibición. La besé de una manera muy dulce y considerada. Te besé, pero no podía sospecharlo, de una manera muy última.
Las campanas de la Anunciada las tengo en la punta de la lengua. Si supiera solfeo las escribiría. Cuatro notas son, otras cuatro replican. El marqués mandó fundirlas con cañones victoriosos pero adelgazados por la vejez, así tienen la voz aniñada de los generales añorantes. Contaba mi crónica primeriza que ellas solas se echaron a voltear cuando venía cerca la reliquia insigne del fraile Lorenzo de Brindis, porque la fugitiva de Corullón y luego fundadora quería tener una reliquia insigne, o sea, porción principal del cuerpo de un santo, pero con todas las de la ley y no como su señora tía la de Alba y Colonna, que marchó cautelosa a Peñalba para agenciarse las de san Genadio, san Urbano y san Fortis y luego hubo pleito y obligada devolución de la calavera de san Genadio y también una de las tibias. «¿Tú crees?». Tenía descrito yo los globos de fuego que anunciaron en el horizonte el comienzo de la racha de los milagros. «¿Tú crees, verdaderamente?». Había relatado con realismo contagioso la picazón de los parásitos que aguijaron a la Noble Comunidad mientras ésta no nombrara abogado específico, san Daniel y compañeros mártires de Ceuta, su fiesta el 13 de octubre. «¡Ah, qué maravilloso!». Hasta que con furia rompí el cuaderno, desde la primera hoja a la que cerraba el bosquejo con algún efectismo solemne. Porque:
—No es eso —volvía a reñirme ella, pero ahora sin ironías—. Escribe solo lo tuyo, desconfía de las demasiadas mayúsculas.
Tampoco hay que reprochármelo demasiado, el levantamiento de mi discurso. Antes de lo de Elena, la vida era plana, sin otra melodía que la que me inventaba yo mismo al compás de la Royal portátil, una usada, que me compró mi madre. Mi madre estaba siempre despierta, trabajo me cuesta recordarla con sus ojos ya últimos y cerrados. Si tocaban a fuego, ella era la primera:
—¡Hijos, mirad la casa de la abuela!
Nos íbamos levantando sobrecargados de pereza y noche, mirábamos y no, no era la casa de la abuela sino un molino o una carpintería imprudente, la bomba del Ayuntamiento se declaraba inservible y ya corría por las calles la voz comunitaria y patética, ¡Agua!, ¡Agua!, todos a una con los calderos a formar el cordón en que se aplazarían las diferencias, pequeñas enemistades de ciudad pequeña. Después de las campanas de la Anunciada, la Colegiata. Luego san Nicolás.
—¿Dónde es el fuego, vecinos?
Aquella vez:
—En Corullón es la quema, dicen que arde el pueblo por los cuatro costados.
Siempre se exageraba. Gente que arriesga su vida salvando una triste mesilla de noche sentía al fin un inconfesable desencanto por no poder contar a la mañana siguiente mayores estragos. Pero esta vez no. Suceso grande sería para que allá en la aldea no se bastasen. Me mezclé con el personal que marchaba atajando a través del río. Hacían cábalas apresuradas y que para mí no tenían sentido, yo sabía bien dónde era la desgracia. Solo lo de los Balboa podía valer el extremoso recurso de tal rebato y yo corría hacia allí como quien va a salvar su propia vida. Era, realmente, mi propia vida. Más que esta otra tan agarrada y terca en alimentarse del gota a gota; me gustaría saber por qué cuando se acerca el final del frasco, el gota a gota se pone loco.
Ahora también mi drama va a precipitarse. Todavía me parece increíble haber saltado el reguerón de orilla a orilla sin santiguarme, mi adolescencia fue algo cobarde porque saltaba menos que los otros chicos. Pero es que ya no era mi interior certeza sino la comparsería de los hombres jadeantes y las mujeres plañideras:
«¡La casa del sauce!, ¡La casa del sauce!».
Yo quería entender en aquellos gritos el sobrecogimiento de todo un pueblo, casa de las rebeldías de un siglo, de los periódicos numerosos, de lejanos viajeros y de compromisarios y pactos secretos. La estética, aun apretado mi corazón en la ansiedad inmediata, descorría su telón de grandeza trágica, se ve que no tengo remedio. El coro griego enmudeció cuando llegábamos a la revuelta. Las teas, porque cómo iban a ser prosaicas, espurias linternas eléctricas de mano, quedaron apagadas ante la iluminación que daba la hoguera misma. Debían de ser las últimas llamas, más por la solidez de la construcción que efecto de los auxiliadores, muchos, seguro que desordenados y fanáticos en la vehemencia. Si me detuve un instante para no morir sin aliento, la noche, el fuego, la imaginación sin cadenas confundían como jamás a la vecina fortaleza torva con la arquitectura civil de la casa que ardía, las hermanaban hacia el común futuro de las ruinas. Pero me recobré corriendo. Me hicieron calle y yo pasé por en medio, reconocido y acatado cual nunca me viera entre los míos. Así se me franqueaban, al fin, sobre los rescoldos del infortunio, las últimas puertas, los muros más interiores de lo imposible. Sorteando restos humeantes o apartándolos con fiereza supe llegar sin titubeos a la cámara que yo había presupuesto hasta en los colores del empapelado. Entré como un viento hasta el centro de la estancia revuelta. Allí quieto, clavado, me puse a envejecer. Al fondo, cerca de la ancha cama, ¡y la cama tenía dosel!, enseñaba la pared un roto aún polvoriento por lo reciente, como boca de túnel o alacena infinita. Un hombre desenterrado y flaco lo cubría en parte. Mala cara barbada me tenía don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca del Bierzo, duque de Fernandina, príncipe de Montalván, de los consejos de estado y guerra, no se crea que estime yo en mucho esta memoria desigual que acarrea datos inútiles y me aleja a veces de mi propio nombre, embajador del rey don Felipe que Dios guarde, capitán general de la escuadra y galeras del reino de Nápoles. Fascinado avancé a comprobar, a tocar para que mis ojos creyeran. Pero él venía ya con la mano alzada, pensé de pronto que a castigarme. No. Que a dármela a besar. No. La dejó un momento en el aire, oloroso a resinas quemadas. Luego tuve aquel gesto para un tapiz: su diestra descolorida por entre los matojos velludos la puso sobre el vientre de la mujer, allí la descansó, y era una declaración de propiedad tan solemne que daban ganas de arrodillarse. Apolinar, como un chambelán sordo, hosco y fiel, se limpió una lágrima sabedora. Tú estabas apenas, replegada bajo la tela del vestido, por más que éste no fuera ya de luto ni de alivio, de flores tensas y amarillas sí. No me miraste, quizá te has muerto o morirás sin saber que corrí a tu lado, como yo no sabré nunca si me quisiste o si solo me necesitabas para justificar el fruto delator de vuestro secreto, vencedor sobre la ley de fugas. Él sí me miró, Elena. Me mira ahora, de mentor escondido crece a protagonista en el centro único de esta historia, a todos nos aparta.
—Vamos, señores —ordenó el ingeniero Balboa como si los guardias estuviesen allí para obedecer.
Creo que fue mi primer afecto adulto, francamente republicano cuando al pasar me dijo con los ojos gracias, que escribiera sin amos como en aquellos versos, que el Destino llegaba puntual ahora que él había leído todos los libros de los frailes, Lena, un poco de agua por favor.