Aquel bote de leche condensada y en su etiqueta un niño
que sostiene en la mano un bote de leche condensada
donde la etiqueta tiene al mismo niño con el mismo bote
de leche condensada en la mano cuya etiqueta…
pero ella no podía saber que aquella tarde, justo en aquella tarde sin relieves fuera a cambiar su vida. La voz de Mr. Edward Aldington por el teléfono había sonado desvaída como siempre. Lo siento, señorita Brooke, usted puede dejarme la firma urgente y marcharse. Bien, señor, me ocuparé también de ordenar algunos papeles. Haga como usted quiera, en cualquier caso yo no podría volver a tiempo. La señorita Mary Jane Brooke trabaja con su jefe en varios idiomas, ahora se aplicaría a la máquina más eléctrica y más silenciosa, que produce una correspondencia intachable, solo asuntos que no pueden confiarse a las mecanógrafas de número. El papel timbrado de la Dirección General no se degrada con Su referencia Nuestra referencia Cítese en la contestación, una severidad muy elegante, se alegró. Lástima que su ascenso reciente la haya distanciado de compañeras gratas antes bulliciosas y francas en la oficina común y reticentes ahora, incluso recelosas ahora, «Mejor ser cura raso que paje de obispo, mejor soldado de filas que asistente del capitán», retóricas de esa Sheila donde acaso la envidia no anduviera lejos. Ella: Mary Jane Brooke, 28 años, nacida en Hillsborough, Down (Irlanda del Norte), secretaria primera de Mr. Henry Edward Aldington, director general (y quizá próximo presidente) del Banco del Oeste. Viejos ordenanzas, cronistas los más seguros de la Casa dijeron que nunca se había visto en el antedespacho del despacho más recóndito y solemne una funcionaria tan joven. Cierto que el mismo Mr. Aldington es joven. Pero esto solo podría saberse mirándole los documentos de identidad, nunca a través de la oscuridad de sus trajes y costumbres implacables, de la conciencia con que asume el talante de solterón cuando es sencillamente un soltero, te gustaría decírselo un día, Jane. Cada holandesa de papel ductor especial, limpia, tersa, graciosa de márgenes, ocupó una división en la carpeta lujosa de la firma; y la carpeta misma, transportada casi con reverencia, cubrió sobre la mesa pontifical un rectángulo que no necesita guías o señales para que siempre sea idéntico rectángulo. La señorita Brooke se aseguró aun situándose junto al sillón. Un momento sintió el inocente deseo de probar a sentarse en él pero lo rechazó como a tentación indecorosa. Se ocuparía de los recortes. Es verdad que la Paragraph International Agency los suministra mediante abono, pero esto no excluye el cuidado de recoger por si acaso todo cuanto pueda aludir a Mr. Henry Edward Aldington del Western Bank Ltd. La señorita Brooke había llegado al virtuosismo. Cogía cualquier periódico o revista, dejaba vagar su mirada —mejor tranquila, relajada— sobre la superficie de la página impresa, y era seguro que si allí se había escrito Aldington, la peculiar, única, inconfundible organización de las nueve letras vendría a buscarla a ella, y no al revés. En realidad, era un trabajo agradable. Lástima —siempre una nubecilla— que Mr. Henry Edward Aldington (la señorita Brooke se siente satélite de su brillo) no aparezca apenas en los magazines mundanos. Esta vez reunió un par de referencias. Primero aísla el territorio en un óvalo de lápiz rojo grueso (nunca de rotulador o bolígrafo); luego, las tijeras, cuidadosas de evitar los picos y flecos; al fin anota al margen el título de la publicación y la fecha. Con todo, un vistazo a su reloj le dijo que era temprano. La tarde se declaraba lluviosa en los ventanales que dan a Lombard Street y no ofrecía a la señorita Brooke alicientes capaces de competir con el calor amable de su propio trabajo. Demoradamente recorrió el despacho amplio, grave, marginado de la calle y el mundo por cortinas pesadas y cómplices como la alfombra, y al paso iba comprobando el orden, porque de restablecerlo no había la menor ocasión. Todo el frontal del fondo es biblioteca, un testero amplio donde además de libros hay un auténtico Turner y detrás del cuadro —imaginó ella—, ese secreto cofrecito fuerte de las películas. Antes, bajo el imperio del casi anciano Mr. Aldington que llegaba con una flor en el ojal sobre el traje claro y sport y pellizcaba a las secretarias, cuentan que hubo también cajas de cigarros elaborados en exclusiva por Davidoff y un bar copioso; pero el vástago sucesor determinó los cambios, pasada una semana de respeto. Los volúmenes, alineados, podrían soportar la revista de comisario más exigente. Sin embargo, la señorita Mary Jane Brooke, cumplidora, estaba allí para trabajar en su nuevo puesto. Se acercó. A los libros —piensa la señorita Mary Jane Brooke— no les basta el aspirador o la bayeta, a saber: hay que levantarlos, airearlos, acariciarlos puede decirse, aunque sea para restituirlos pronto a su infinita espera; estas revivencias los descartan de la comparación con un museo, peor si es un cementerio —puntualiza la señorita Mary Jane Brooke, romántica—. Y por si no hubiera bastantes indicios de que Mr. Aldington junior es… especial, los rótulos de los lomos perfeccionaban ahora mismo su retrato. Allí en la cúspide de la pirámide (cada empleado tiene el deber estatutario de conocer el organigrama del Western Bank Limited), de una pirámide desentrañada y fría, resultaba chocante, y encantador, aquel retén de la gran literatura de todos los tiempos. Desde los griegos. La secretaria sintió un orgullo personal por el fervor de su jefe. Movió y removió. Homero y Virgilio, los Vedas y los poetas chinos. Don Quijote de la Mancha (era como una reválida) y los novelistas rusos, Shakespeare por supuesto y Dickens, todos volvían a su lugar exacto pero más vivos y coleantes. Y su lugar exacto era el más visible, o sea honroso, o sea preferente. Pues detrás, postergada y hasta escondida encontró una segunda línea en encuadernación de encargo aunque no lujosa: títulos, ahora sí, perfectamente coherentes con la dirección de un Banco; pero que al lado de Balzac, ¡ah, Balzac!, sonaban triviales hasta el aburrimiento. Éstos también, se decidió Miss Brooke por la imparcialidad. Así fue como por accidente se le escapó de las manos laboriosas el Comparative Economic Systems. ¡Vaya! —exclamación, pero entonada—. Y eso que no sabía, aún no podía saber que aquel tomo soso y despanzurrado iba a cambiar su vida de secretaria primera y de mujer (puesto que lo que había dicho Mr. Edward Aldington por el teléfono más privado con su voz descolorida como siempre es que no volvería aquella tarde), pero no adelantemos los sucesos. Bajó, pues, de la escalera portátil de madera noble, levantó al caído y ya lo llevaba a su rincón tras alisarle las hojas maltratadas. Entonces tuvo esa reacción un instante tardía que tanto gustaba en Hollywood para subrayados festivos. ¡Pero cómo! En un impulso abrió el libro y éste obedeció exactamente por el lugar de su forzadura al caer. El hábito de los recortes le había hecho a la secretaria sagaz retener una palabra. ¡No es posible, debo de estar mal de la cabeza! La palabra, en efecto, estaba allí. Absolutamente bastarda en un Comparative Economic Systems. Tanto que Mary Jane Brooke se limpió los ojos y miraba arriba y abajo el lomo del Comparative Economic Systems, y era ciertamente el Comparative Economic Systems. Se internó en la lectura y le bastaron pocas líneas para deducir, entre indignada y divertida, el lapsus mayúsculo del encuadernador de la Casa, «Sonreí y le tendí las manos, él se arrodilló, cortesía que tan solo el amor, gran maestro le había enseñado, y las besó con ansia. Después de un intercambio de preguntas y respuestas confusas le pregunté si querría entrar en la cama conmigo durante el corto tiempo que pudiera retrasarle. Era lo mismo que preguntar a un hambriento si querría saborear el manjar que más le agradara…». Pues sí que tiene gracia, resumió Mary Jane. Y, esperemos que sea un caso único. No era un caso único, pues el aparentemente Die National-öko-nomie del Gevenwart und Zukunft relataba en su entripado aventuras del mismo color solo que la protagonista en vez de Fanny Hill se llamaba Grushenka y sus pasos —sus malos pasos— transcurrían entre padrecitos y samovares, muchos samovares hirvientes y padrecitos que no lo estaban menos. La señorita Brooke sabía, cómo no, que existen libros así, la pequeña biblioteca de Sheila. Sheila (recordaba de cuando compartieron el apartamento) era poco escrupulosa y algún sábado de callejeo se habían detenido las dos en tiendecillas no lejos de Piccadilly hojeando el material. Además, Mary Jane Brooke no es que se chupara el dedo en materia amorosa. Tenía sus propias experiencias, y con esto y el ambiente permisivo y hasta acuciante de los espectáculos, los anuncios, el folclore sexual, era lógico que aquellos relatos elementales y aún ingenuos la dejasen fría. «La princesa estaba sentada delante de un espejo, en su tocador. Boris el peluquero estaba muy ocupado peinándole los largos y morenos cabellos. Una joven sierva sollozaba —sin duda acababa de recibir una azotaina— de rodillas en el suelo, mientras pintaba de rojo las uñas de su licenciosa señora. En un rincón, cerca de la ventana estaba sentada Fräulein, leyendo alguna poesía francesa. La princesa escuchaba con poco interés o entendimiento. El poeta francés había introducido en su fábula toda clase de personajes mitológicos que nada significaban para la caprichosa oyente. Pero cuando describió cómo penetró en la gruta de Venus el asta enorme de Marte, eso sí que mereció toda su atención». Como quien oye llover, era la respuesta de Mary Jane a aquellas sugestiones. Un rato seguiría picando aquí y allá en las páginas camufladas —la condesa Gamiani traía por fuera un título de Servan-Schreiber J. J., igual que Mi vida sexual secreta, El caballero y la doncella, hasta las nada ejemplares Memorias de una pulga ocupaban los pliegos internos de volúmenes aparentemente económicos o políticos—; pero al fin, consciente de su deber decidió abandonar. Porque, en definitiva, el oficio de la señorita Mary Jane Brooke es la fidelidad. aceptar que Mr. Henry Edward Aldington tiene siempre razones para lo que hace o deja de hacer (qué raro, ahora no se lo imaginaba de oscuro). Y sin duda hubiera sido allí el punto final, de no entremeterse otra vez el azar. (Ella no sabía, no podía saber que estaba girando su destino). Fue al restablecer definitivamente la disciplina cuando apareció aquel volumen rezagado. En rústica. Sin ninguna falsa tapa —aún— que lo velase. Por esto caía simpático. Y con algo de llamativo, desde la misma portada. unos pulposos gruesos labios de mujer que contenían en su mohín casi indecente otros labios de mujer, y éstos contenían otros, y así y así, hasta que la vista se declaraba incapaz pero seguía suponiendo labios y labios hasta el infinito. Las erotecas infinitas era, precisamente, el rótulo (quizá condenado a ceder el paso a un mendaz Theories of Economic Growth) sobre la vorágine de las bocas. Tiempos llegarían en que la secretaria primera de Mr. Aldington volviendo con el recuerdo sobre estas vivencias tratara de analizar por qué había retenido precisamente este libro y se demoraba en su lectura y hasta buscaba mejor acomodo, ¡caramba, pero si estoy en su sillón!; de analizarse a sí misma ¡la irreverencia de los pies desnudos sobre la alfombra alcahueta! con el rigor metódico de un memorando de trámite, A) El papel de la cubierta era terso, suave, poco menos que turbador al tacto. B) El primer capítulo parecía ocurrir en América del Sur, su ilusión lejana de siempre. Y, muy acusadamente, C) Las erotecas infinitas no tenía cortadas las hojas y su plegado determinaba una cadencia hecha de páginas que se podían leer, otras que se leían solo en parte, otras que quedaban definitivamente ignoradas, así desde el principio al fin, intrigando, pinchando, prometiendo, todo como visto con intermitencias de luz y sombra por el ojo de una cerradura. Ciertos aunque secretos son los mecanismos del alma (y del cuerpo, que la lectora empezaba a sentirse). Porque de saltear las páginas, una vaga y no ingrata blandura iba ganando a la pundonorosa (en lo laboral) señorita Brooke. Resignada a las frecuentes lagunas —al lado, un abrecartas de plata, terrible tentación vencida—, avanzaba con avidez, y lo incógnito era en su naturaleza profesionalmente deformada una representación gráfica —mecanográfica— de espacio vano que en el Western Bank Ltd. es regla sagrada inutilizar con guiones precautorios sobre cualquier documento que sea. Una cosa así —--—--—--—--—--—-«se distraiga, por favor, ya sabe después su papá». «Si es que me duele algo la cabeza». «Pero qué me dice, un muchachote como usted tan fuerte, eso es ni más ni menos que la vagancia, Humberto». Se trataban con respeto (incluso después de lo sucedido en la clase del otro miércoles), guardando una distancia verbal que resultaba más ostensible en el buscado y oscuro acercamiento de los cuerpos jóvenes —ella como cinco años menos joven, pero también, al fin—, por debajo de la mesa cargada de libros, cuartillas, diccionarios, era una mesa rica y sofocada, en la siesta profunda de Río Grande. «No se distraiga, Humberto, hágame el merito favor». Humberto declina, conjuga, aplica al latín y al inglés su adolescencia pálida y ojerosa; pero probablemente en el rabillo de su ojo derecho, sin necesidad de abandonar del todo la página la señorita Noemí le entrega el comienzo misterioso de los senos. «Humberto, qué le vengo diciendo, tiene que estar usted en lo que está». La señorita Noemí hace muy bien el papel de seriecita y hasta enojada, es la única niña de Río Grande que a su edad ha recorrido tanto Europa, por eso tiene que darse a respetar de profesora para la ayuda de los chicos suspensos. Pero pasa que ella ha leído muchos libros, además de los de texto se sabe algunas novelas en que institutrices o hermanas mayores o enfermeras o qué sé yo alertaban a los pibes; ella siente un placer inmenso, un deseo invencible mucho mejor que con hombres hechotes y agresivos, y además rápidos y descuidados en el amor, sí, bastante más este resbalamiento penumbroso sobre el tiempo del reloj de pared, la sala huele a limpio y fresco y tabaco del señor Entrerríos, qué suave encanto Humbertito, si en seguida tiembla. Cuando viene en la guagua, «Noemí qué guapa se la ve a usted». «Te lo comería palomita», ella ni caso, ella a lo suyo, va diseñando en secreto el pormenor pedagógico de la tarde. «Le tengo un cuadro sinóptico que tiene usted que ver de cerca y con cuidado, fíjese bien en lo que estamos, de este modo usted lo recordará cuando el examen, esta primera llave es el periodo arcaico». La mesa está hecha que hay que quedarse alejados por los palos y travesaños o de lo contrario en un gran aprieto, conque lo segundo, «acérquese bien, no hay más remedio que coger en la cabeza esta llavecita, nunca se sabe por dónde van a salir los catedráticos». Humberto Entrerríos tiene así como dieciséis años y sin embargo es tímido, mentira parece por estos tiempos que corren, alto, recio de campeón, al pobre se le da mejor la pértiga, piensa la señorita Noemí. La señorita Noemí siente pegadito a su lado un capital amontonado, la de hombres que ella podría tener en la comarca desde Río Grande a Trinidad y va y le gustan más los verdecitos así, voy a mirar en los diccionarios si a esa edad se es un adolescente, «espere, Humberto, una pequeña etimología», y allí dice «entre el final de la niñez y el comienzo de la pubertad, hasta el completo desarrollo del cuerpo». Hasta el completo desarrollo del cuerpo. La frente misteriosa y pura o a saber después de lo de la clase del otro miércoles, qué sofoco, la barba naciendo, cuello, brazos, piernas, piernas, en las piernas, entre las piernas, pero si a esta edad son ya unos bárbaros, las palabras se encadenan unas con otras, «el comienzo de la pubertad», pubertas pubertatis, época de la vida en que empieza a manifestarse la aptitud para la reproducción. «Usted atienda a la tabla esquemática, grábesela en la memoria de manera que luego la vea con los ojos cerrados». «Es que estos días últimos me duelen un poco los ojos, la cabeza». «Pues no será de estudiar, a saber en qué otras cosas estará usted pensando». «Pues en nada». «En algo será, si no, no me explico». No, sería inútil; él se moriría de vergüenza si ahora habláramos del miércoles, estos chicos pueden llegar a cualquier cosa si una no les habla y no los mira siquiera, de otro modo se ablandan de vergüenza como melcochita. Solo la lentitud y la constancia sirven a la pedagogía, sabe la señorita Noemí. Deja al chico sobre la sinopsis. Ella cierra los ojos y se da a pensar maravillas, «qué repelús le daría al pobre si ahora me acercase a su oreja como me enseñaron en Montpellier». Las orejas son una cosa terrible. Y ese trozo en la nuca bajo el pelo, y el pelo mismo que hay que ver cómo se lo lavan y cuidan los muchachos ahora. Sería mejor en el sofá. No, sería mucho correr lo del sofá. Aquí mismo, pegaditos el uno al otro por el asunto este de la configuración de la mesa, irle aplicando todavía más la presión calentita de mi lado y un par de botones más, estoy segura de que con el borde del ojo me está tocando. Tocar, rozar, apretar, abrir, romper, mover, sentir. La señorita Noemí tiene inventada una lección para algún miércoles futuro, acaso no llegue nunca pero habría que ver, verbos de significación y uso absolutamente normal y corriente que sin embargo proporcionan una inducción erótica, pueden llenarse páginas enteras, dar, gemir, consentir, tensar —--—--—--—--—--— deslizar, ceñir, titilar, jadear, ceder, sorber, sacar, hendir, fluir, palpitar, obligar, enseñar, probar, consentir, ¡repetido, no vale!, rasgar, encender, los verbos, Humberto, entrañan esencialmente acción, Humberto, ¡híjola!, qué paradito es usted. «¿Lo está usted entendiendo? el periodo clásico es aurea latinitas, primero época de Cicerón, segundo época de Augusto». Y a la señorita Noemí le acude una duda clásica clásica, me moriría de gusto buscándole la pubertad y no sé si mejor desde arriba por la camisa abierta y esa medallita que aún no encuentra vello donde enredarse, si mejor desde abajo qué bonita locura sobre el paño delgado veraniego y aquí el tobillo y un poco más la rodilla y un poco más el muslo hay que ver lo que tiembla, y todavía te estrechas en el dilema angustioso, los botones o la fermeture éclair, así que ya no hay quien te frene la cabeza, resbalar, explorar, arder… «Ahora usted y yo no vamos a perder el tiempo, Humberto, mire, nos queda menos de media hora». «Pero a mí me duele un poco…». «La cabeza, sí, ésas son maniítas suyas». «No le cuente a mi papá que ando así algo malo, sabe». «Yo no cuento nada, Humberto, usted tampoco debe contar… Usted es un hombre. Por cierto, yo pensaba que podíamos seguir con la lectura… ya entiende, lo que llamábamos literatura viva». «Ah, qué bueno». «Y le gusta la aviación, claro». «Paracaidista». «Pues acérqueme mi bolso. Gracias. Me han prestado el libro, mire qué mona la carátula, Las azafatas insaciables. Usted lee y yo escucho para ver su entonación, puede abrirlo por cualquier parte, lo que nos importa es el lenguaje». Acolchada. Íntima. Y, sin embargo, horriblemente impersonal. Una habitación idéntica a cualquier habitación de tránsito en cualquier hotel de aeropuerto del mundo. La televisión en color; los programas de música a elegir en los mandos de la mesita de noche, o desde el sillón, o desde el cuarto de baño; el pequeño frigorífico silencioso. «Qué gracia, siempre te sientas en el borde de la cama, Audrey». «¿Tú crees?». «Sí, si estás con el uniforme completo… todavía». «Eres muy observador. Para observar así hay que ser desapasionado. No, no, deja, no tienes que violentarte». «Es un placer». «Qué amable». Él y ella sabían que nada iban a hacer sin un previo juego de reticencias y frialdades donde vagamente encontraban los estímulos. «¡Oye!, lo que se dice un placer. Con el uniforme completo te veo ¿cómo diría yo…? espíritu de cuerpo. Resulta muy turbador sentir entre los brazos a la Compañía. Aparte de que tenéis tan buena literatura… acuérdate en Hamburgo, cuántas novelas, películas con air-hostesses desnudándose en cuartos de hotel». «Una racha estúpida, tendría una que querellarse». «El arte es así». «¡El arte!». «Realista». «Creerás que porque tú y yo…». «Candorosa Audrey…». Audrey Masefield, azafata del grupo primero A del cuadro intercontinental, próxima su historia a las 3000 horas de vuelo, es una muchacha espigada según exigen los reglamentos, y su atractivo físico supera incluso las marcas ya bien altas de esta codiciada profesión femenina. Su belleza está plantada, como puede suponerse, sobre unas piernas perfectas. Ahora las tiene cruzadas indolentemente, las medias bien tirantes parecen sugerir una lenta trayectoria hacia las delicadas fragancias de su feminidad. «Acércame los cigarrillos, por favor». «¿Otro más?». «Son tantas horas de reglamento… gracias». «Es curioso, el bolso de una mujer. Te adivinaré. Veamos… Tres encendedores, desde luego. Y ninguno enciende. Made in USA, made in Hong Kong, pequeño contrabando de Tánger…». «Tiene poca gracia, John, esa presunción tuya de especialista». «¡Vaya!, no me vas a decir…». «¿Que estoy celosa? Por favor. Pero resulta un poco estúpido. Bueno, por lo menos innecesario. Mira en la mesilla de noche, tiene que haber cerillas». «Y ninguno enciende. Sí, esto es más seguro, Welcome to Montreal, el Royal Airport Hotel nos desea felicidad, Audrey. ¿Empezamos, Audrey? ¿Nos ponemos a ser felices?». «Cínico». «Me lo dijiste en Ámsterdam. tu cinismo es lo más excitante, me dijiste. Te puedo describir en qué… situación estábamos». «Calla. Entonces, puede que sí. Pero en frío es un horror». «No, no. Lo que te gustaba era precisamente la frialdad impúdica. Que entrásemos tan serenos, y yo con el tono de quien habla de un vuelo ordinario o de la meteorología empezara. escucha, te diré exactamente lo que te voy a hacer. Y tú, el qué. Y yo, verás…». «Calla». «¿Te acuerdas Copenhague? La película. La pareja de al lado. Te interesaban ellos más que la pantalla, Audrey. La pantalla también. Acuérdate. La hermana mayor. La hermana pequeña. El intruso». «Soez». «Tiritabas un poco en la historia aquélla de la cárcel de mujeres. La joven reclusa, tímida, muy blanca, débil y sin embargo…». «Me pones… nerviosa». «Sí». «Deja al menos que me ponga cómoda.» «No. Aún no. Muy quieta. Enfrente. Atiende. Me gusta hablar contigo como en visita —--—--—--—--—--— es esto lo que te gusta oírme, dilo, pues lo grito, lo grito, ahora te necesito, y qué, o crees que no soy una mujer, pero te odio, te odio, te odio». Y ya no hubo más juegos sino la honda ceremonia de la posesión de una mujer por un hombre, de un hombre por una mujer. Luego callaron. Luego hablaban tranquilos, un punto perezosos. El piloto se sentó en la cama y puso sobre sus rodillas fuertes y velludas la gruesa cartera de mano. Entonces se acordó: «¡Pero si te he traído un regalo!». «Menos mal que me lo dices». «¿Sabes de dónde?». «De Roma». «No, de la escala de París». «Un perfume». «No». «Marron glacé». «No». «Un disco». «Templado, templado». «¡Un libro!» «Sí. Tómalo». Audrey tomó el envoltorio hecho con papel discreto, neutro, anticipó a su compañero un beso de gracias y se puso a abrirlo. En seguida, lo hojeó. «Oye —dijo él—, no creo que debas leerlo ahora, no nos vayamos a enredar otra vez». «Si es una porno francesa —dijo ella— te apuesto a que hay un castillo apartado». «Entre alamedas sombrías», dijo él. «Con su condesa, a la que corrompe el marido». «Con el conde depravado, la huérfana…». «¡La huérfana que se llama Solange!». «El conde y la condesa, la huérfana Solange y el joven y vigoroso guardabosques que al fin entra en la combinación». Se rieron los dos. Era, aun antes de enseñar su contenido, un precioso objeto como suele salir de ciertas prensas francesas, y en el colofón: Tirée à 500 exemplaires, tous numérotés. De la minoritaria serie —«Très, très spécial, me dijo el vendedor»— Audrey tenía en la mano el exemplaire n.° 95. Con los grabados originales. Una preciosidad. «Los dos hemos perdido la apuesta, John, escucha. Aquí mismo, hacia la mitad». No, no, se confirmaba a sí misma Yen-tchou, qué interés puede haber en la fiesta del gobernador, oh, los notables de siempre, el influjo avieso del licor de arroz, los cumplidos sonando a falsos en su exceso y siempre la sensación de cortejo asediando, un círculo de ojos, de manos, de bocas de deseo. Pero, sobre todo, esta noche más que ninguna otra, la atracción de la propia casa, adornada, iluminada en la esperanza de que fuera ya la noche del gran regreso. Poco más que adolescente, enamorada y fiel, Yen-tchou sentía la felicidad de saberse unida a la estrella de un hombre prestigioso, abocado a los altos destinos del Estado, Tchang el Probo, lo musitó para su gozo íntimo, Tchang el Probo. Lástima, suspiró, que el deber duro aunque brillante de una embajada lejana se lo hubiera arrebatado cuando los dos, jóvenes e incansables, acababan de descubrir el verdadero amor. Ahora, al fin, el calendario dejaba prometer la feliz revancha, quién sabe si en aquel mismo inicio de la luna plena. Como cada vez que la cercaba una emoción o un confuso anhelo, se aproximó inconsciente al rincón de los instrumentos de música. Desde insondables tiempos de preponderancia la familia de su esposo guardaba una colección envidiable donde junto a las simples flautas de bambú de tres agujeros esperaban el arpa y el laúd, el pequeño armonio, las muchas clases de gongs de piedra y juegos de campanas. Escogió Yen-tchou la bandola, y el lance de ponerla sobre su regazo tuvo un aire maternal pronto sustituido por el más tenso de la mujer que a la altura de su propio vientre acaricia el rostro ávido del amante. Fue una rapsodia triste y perezosa, al comenzar. El poema, recitado sobre la melodía llamada de los álamos blancos, tenía algo de añorante, pero también de aleccionador sobre el paso irrepetible del tiempo: «Disfruta del día que pasa. / Retén su zumo antes que la noche lo seque». Luego, el tema se hacía más vivo y desgarrador, casi frenético en los acercamientos a su culminación. Los dedos largos y finos movían el plectro sobre el temblor gimiente de las cuerdas, y aunque entregados a la más pura y espiritual de las artes, no podrían ser vistos, ni por el más impasible entre los espectadores, sin alentar similitudes con erizantes argucias del amor. La mujer se dio a recordar las últimas experiencias de su vida, que antes era lenta y sin gusto y luego se había hecho vertiginosa y sápida. Pero esto último no había acontecido de repente. Los primeros tiempos de matrimonio fueron de formalidad entonada y fría, donde dos seres corteses más perfectamente desconocidos uno del otro soportaban las consecuencias de la tradición que amaña las alianzas. Ella no había sentido disgusto, tanto no, pero apenas conseguiría evocar ni uno solo de los abrazos de aquel noviciado sin gracia. En cambio, recordaba minuto por minuto la ocasión festiva en que la vida de Tchang y de ella misma había cambiado como al soplo de piadosas divinidades. Tchang el Probo, que dedicaba la existencia a los libros y sobre ellos fundaba sus aficiones, fue inspirado para aportar cierto día, a la hora de la velada conyugal, aquel álbum sobre cuya precedencia no quiso ella extremar las preguntas. Juntos comenzaron a examinarlo, primero con expresiones de desdén y hasta reprobadoras, luego con risas cortas y nerviosas, después con demorados silencios, hasta atreverse a la crítica y glosa de cada una de las posibilidades. Terminaron amándose en la oscuridad sin palabras, como lo hacían de consuno. Y sin embargo, aunque todo fuera lo mismo, todo había empezado a ser distinto. La vigilia siguiente, el letrado adelantó el momento de abandonar los severos estudios de la religión y la filosofía, y Yen-tchou lo estaba esperando, como alertada por los presentimientos, en un descuido de sedas escurridizas que hiciera fácil la imitación de cuanto habían aprendido por los ojos. Ahora, recordarlo era gozo y angustia. Las celosías que dejaban pasar el fresco de afuera toleraban igualmente el aire del jardín, emisario del membrillero y el almendro en oleadas de aroma. Fue entonces cuando, incapaz de contenerse por más tiempo, cayó en la tentación que había desechado. En el secreter de un mueble que ostentaba la pátina de viejas incrustaciones, dormían los volúmenes con que Tchang el Probo, poco a poco, había formado la colección iniciada en aquel primer tomo de tan señalados efectos. En cuclillas sobre el muelle tapiz, luego acostada en voluptuoso abandono, la gentil Yen-tchou hallaba como casi inéditos Los palacios perfumados del placer, Las memorias del monje libertino; La historia inexpurgada de la colcha amarilla. Fue este volumen atrayente y colorista el que mereció la fortuna de perdurar entre sus manos temblorosas. Lo recorrió primero con fingida calma, pero no iba a tardar en hacerlo con intensidad creciente. Y aun después de haberlo saboreado en toda su extensión, lo retuvo para entregarse a la imitación de aquella escena de la libélula. Es aquélla en que los dedos de la mujer sobre su propio cuer—--—--—--—--—--—-una explosión de estrellas de colores.
Luego se quedó mustia y pesarosa, como si acabara de traicionar al ausente con todos los hombres del mundo, mil veces peor que si hubiera acudido a la invitación de su excelencia el gobernador en lugar de quedarse guardada en casa, furia y víctima solitaria del acometimiento de los recuerdos. Capítulo IX. Aquella noche, Tchang el Probo regresaba del viaje a la remota provincia…
—¡Dios mío, la paella!
—Vaya, para un domingo que podemos quedar en la cama.
—Bueno, Pepe, igual tomamos por Atocha unas tapas. Anda, sigue leyendo. Sigue.
«Del viaje a la remota provincia». Está bien, mujer, en la Orensana. «En su bolsa de cuero repujado traía, como el mejor de los tesoros, un libro nuevo, absolutamente diferen…».