Paris, le… de… de 19… Las oficinas del Crédit Lyonnais en la plaza Montparnasse tienen además de su reloj redondo como de patio bursátil en una película de Wall Street 1929 un calendario gigante visible desde todos los puntos. Y sin embargo, yo suelo olvidarlo. Siempre titubeo para la fecha. El empleado, atento y lúcido, me ayuda:
Le douze…
Odio la obligación de escribir en letra las cifras.
Février…
Fui cubriendo los espacios del formulario. Nunca puedo evitar el movimiento mental de calcular cuántos escudos hace esta suma de francos fuertes, la desazón de imaginar cuántas horas de un vendimiador de Oporto, o más cerca de mis querencias las idas y venidas de un carbonero de Sabugal, carbón de urces para las fraguas.
Olvida usted la firma, s’il vous plaît.
No llega a ilegible, quizá se deduzca el Andrade. Y una mirada panorámica veloz, al talón de ventanilla. Fue justo al tropezar con la evidencia escrita, el día, el mes, 1968. Recordé. Y sonreí con un aire de superioridad, por qué iba a inquietarme a mí, artista reconocido en París, la locura de un pobre sujeto de mi alejado mundo de Portugal. Lo que hice fue enroscar la Montblanc regalo de Claude y poner mi atención en el trámite final de la Caja. Al salir del Banco, calle de Rennes hasta San Germán, te cruzas con gendarmes que en nada recuerdan a nuestros guardas de la Seguridad; una muchacha frágil y blanca que va colgada de un negro altísimo; niños jamás; los carteles de una película erótica… Guarda es niebla y es lejos. En el vagón de 2.a clase del Metro una pareja de monjas lleva una sonrisa idéntica y ausente frente a otra pareja, esta de hombre y mujer que se besan en la boca, y un señor muestra su derecho a ocupar el asiento de los mutilados. Todo tan sabido y francés.
Au delà de cette limite les billets ne sont plus valables.
Cómo pensar que fuera un letrero metafísico. Lo habré visto en cientos de idas y venidas. Y ahora, no sé por qué, me he parado, un poco más adentro de la mera costumbre de las palabras.
Más allá de este límite, su billete no sirve. Más allá.
Volví a casa. Conque hoy estamos a tantos de tantos de mil novecientos tantos. Esa conciencia se me presentó durante algunos días, cuando pintaba o escuchaba música o acostado con Claude, y me divertía, y yo la alimentaba. Pero en el duermevela de una noche en que me castigó el insomnio vi la fecha pintada en un oscuro azul metálico que nunca lograría yo con mi paleta, y las letras y las cifras que al final se resolvían en la figura de una mosca, con sus alas transparentes cruzadas de nervios. No es la primera vez que los somníferos me gastan bromas. En las nieblas de mi cabeza tuve un presentimiento. ¿Y si la mosca incipiente —la obsesión– pretendía vivir a mi costa?
Aconsejo matar la mosca cuando empieza. Pequeña, todavía limpia, reciente, no negra sino graciosamente azulada, no gorda de explotadora de sangres sino visitante de flores primerizas. ¿Y por qué no ser generosos con ella? si también nosotros quisiéramos volar.
Ma-tad-la.
¡Matadla!
La consentí, y así empezó la lenta corrosión que ya soy capaz de auscultarme, sí, de oír con mis propios oídos. Claude no sabía pero sufría las consecuencias.
Por lo menos deja que estas noches me quede, pienso que lo podría arreglar con una compañera.
Pobre Claude, yo había creído mucho tiempo que las francesas todas son egoístas en el amor, tan limpias ellas, tan precisas en su neceser. La he rechazado.
Anda, déjame que despeje esto.
Me callo.
Por lo menos la ropa.
Me da igual la ropa.
Esas botellas vacías.
Que haga lo que quiera con las botellas.
Los periódicos que tienes sin abrir.
¡NO! ¡Los periódicos NO!
Salgo poco, pinto por rachas vehementes, apenas leo —Claude: los periódicos no— y he perdido películas; recordar es el regreso compulsivo al último verano de Guarda, capital de distrito, provincia de Beira Alta. Es Volver al pobre Fidelino Chiclao. Por entonces la ciudad seguía afectada y eso que ya había pasado algún tiempo. El Fidelino Chiclao estuvo no con un pie sino con los dos pies en el otro mundo, y desde aquello ronda a cada cual la aprensión de que la contingencia pudiera repetirse en uno mismo. No es raro que salga el caso en la barbería, en el mercado mientras llegan los pescaderos de San Martinho, en el Cenáculo Literario y Artístico. Alguna vez se oyó esbozado (era inevitable) en reunión tan propicia a las discusiones tenebrosas como es el velatorio de un difunto, pero siempre hubo una seña de alguien y en seguida se giraba hacia cualquier otra conversación por no llevar una angustia suplementaria a los sensibilizados esposos, padres, hijos, sobrinos y demás familia del saudoso extinto.
A Claude, hurgando (antes de mi prohibición) en los periódicos portugueses que recibo, le chocaban las fotografías que ilustran las esquelas. Pero por qué. Hay gente que no ha tenido jamás un juicio criminal ni un accidente de circulación ni recibido A Ordem do Infante Dom Henrique, está bien la esperanza de salir una vez al menos en el periódico.
De esta misma opinión es, naturalmente, el señor director y editor perpetuo de O Vigia. Nada más llegar de vacaciones con mis petates de hijo pródigo, también un poco predilecto —¡Bien venido nuestro genio, «émulo de Almada Negreiros»!— me obsequió con una disertación erudita:
El temor de que la muerte aparente sea reputada de muerte real es tan antiguo como la humanidad, y no se apoya en quimeras sino en el conocimiento de casos evidentes. Lo terrible es que en nuestros propios tiempos, tan presuntuosos de la técnica, ese riesgo sigue. Un intento de interesar a la gente por el problema procede del profesor Huber, auténtico apóstol contra los enterramientos precipitados. Él ha coleccionado un montón de episodios que le ponen a uno los pelos de punta. Y no se piense que estas preocupaciones procedan de personas vulgares e ignorantes, al revés, principalmente personajes de espíritu selecto, aristócratas, artistas, literatos. En Maracaibo, por cierto, fue víctima el doctor Parmiño rector de la Universidad. La condesa de Kent le dejó un capital de muchos contos a su médico para que éste la decapitara cuando fuera tenida por muerta. El doctor Huber, ¡un verdadero apóstol!, quería sobre todo fundar sociedades en Lisboa, Barcelona y Londres para asegurar a sus miembros contra el sepelio prematuro, contratando a médicos especialistas en la comprobación científica de la muerte. Total, unos escudos al mes, ¡bastante más útiles que la cuota del club!, y a vivir.
Hombre, eso de vivir…
Bueno, a morirse uno y ser un muerto de verdad.
Yo puedo esbozar unos trazos sobre el Fidelino Chiclao. En el recuerdo de la escuela (él era de los mayores, yo todavía caloiro) aparece ya con una delgadez deshuesada, un cuerpo sostenido en hilvanes, flotante, colgante de una percha invisible y a su vez abúlica. Los años no le han modificado ese perfil, y tampoco puede decirse que se lo resalten. Está, sencillamente, tal cual; como tantos otros (y otras) que yo miro anclados, sucesores de sí mismos, habría que saber cómo me ven ellos a mí. El Fidelino Chiclao tiene aún ahora el pelo abundante, rebelde, apresuradamente blanco —dicen— desde el trance; la mirada huidiza y nadie lo achaca a mala condición, la nariz no caigo, la boca sumisa y cobarde; va limpio de ropa pero incurre en perezas —discretas, como de dos o tres días— para afeitarse, también se nota su palidez de cara, ojeras. El editor de O Vigia le atribuye el vicio de Onán. Onán derramaba siempre en tierra etcétera, pero la cita bíblica queda arrasada por el vocabulario de los oyentes que surten verbos reflexivos casi siempre absurdos, equivalentes al de masturbarse. El sujeto lo oye decir en su propia cara y no se enfada y hasta sonríe. No es que Guarda sea de los sitios peores para las criaturas de abajo, nadie recuerda que a un triste perro le hayan metido una guindilla por el ojo del culo como hacen a veces los de Penedo da Beira, pero en cambio es ciudad de muchos ingenios y los ingenios locales se ejercitan poniendo los motes. Con el Fidelino Chiclao la han tenido tomada siempre. Esto no quita para que en el fondo sea estimado, prueba de ello es que se le preparaba bastante entierro.
Venga, Chiclao, suelta lo que se siente tumbado en la caja y oyendo tantos rosarios.
Igual te habían dado ya unas buenas hembras como a los moros del África.
Qué va. Éste es de comer, comer…
El Fidelino Chiclao sonríe y calla. Fuimos amigos, una de esas relaciones desiguales y muy afectivas entre un chico mayor y un chico pequeño, entre un artesano y un señorito. Y un poco más tarde, entre un operador del cine de la plaza y un precoz devorador de películas y de cuanto les anduviera cerca. El cine, la magia del cine. Hubo épocas en que dudé de la pintura y envidiaba las posibilidades del cineasta para expresarse. Por ejemplo, nuestro parque municipal en invierno y, ¡zas!, plano de arbolillo desnudo al que le brotan las hojas y ya estamos en primavera. De la vida más vulgar y rasante tengo hecho guioncillos secretos, las hermanas del Fidelino eran costureras y hacían mis calzoncillos de mozalbete, las he visto planchar. Sala de una casa modesta. Interior–exterior. Día. Hermana menor: (Tierna). La luz la ahorran para iluminar la muralla, por eso la plancha no tira. La hermana menor se agacha. La postura ha dejado ver el comienzo de los pechos y entre ellos un insinuado reguerillo oscuro, sedoso, el hermano mira con disimulo.
Me gustaría subir a las cabinas, como entonces —le dije al operador una tarde de mi último agosto.
Él no dijo nada, se comprobó la llave en el bolsillo de la chaqueta y echó a andar delante de mí. Pasábamos por la confitería de Os Irmaos Unidos y yo me sentí iluminado por el recuerdo:
¡Espera!
Luego, en la cabina probamos, probó el operador, yo a su lado mirando por una aspillera escasa, la película del estreno siguiente. Es distinto de lo que ve un espectador desde su localidad, quiero decir más excitante. Una lucha es más agria. Un beso es más peguntoso. Pero además volvimos a comer dulces. La triste, vergonzante perdición del Fidelino Chiclao por los dulces. Las cuatro confiterías de la ciudad de Guarda recibían su fervor equitativo, y daba lástima el misterio vano con que hoy se acercaba a los Hermanos Unidos y mañana al señor Juan de la Cruz; luego a Vizouso; luego a doña Rita Casiana; siempre buscando la hora más gris y vacía, a veces echando mano de un auxiliar inocente. Yo mismo lo fui alguna vez. Recuerdo que sin desdeñar pasteles y pitisúes el Fidelino Chiclao reverenciaba sobre cualquier cosa del mundo los productos harinosos como el almendrado, y más aún el polvorón.
Ahora, tantos años después, comíamos en silencio y casi a oscuras, atragantándonos hasta que él fue a la cantina desierta en el salón de descanso y retiró una botella de vino verde con intención de pagarlo en la sesión de noche. El banquete nos sabía a gloria. Y aquellas cajas polvorientas con los argumentos que las distribuidoras adelantaban a los empresarios locales, recomendamos La loba, Bette Davis interpreta el papel de una mujer orgullosa en quien la pasión del oro empuja a destrozar la felicidad de su hija y a causar la muerte de su marido.
Con el burbujeo travieso del vinho verde estuve a punto de preguntarle al Fidelino su verdadero apellido, yo no lo supe nunca.
La clave del apodo familiar, sí. «Chiclao» alude a quien cuenta con un solo cojón; lo que al padre, o acaso fuera al abuelo, no sólo le permitió tener prole, sino querida fija en Manteigas, una feligresía cercana. Dicen que el Fidelino Chiclao, a él mismo se lo dicen, heredó aquella tara (desde luego se libró del servicio de quintas). Terminamos la bebida antes que los pasteles y con la sequedad yo tuve que rendirme. Él siguió. Yo le vi en los ojos tan claramente escrita la felicidad que sentí lástima. Pero con cuidado de que no lo supiera. Lo repetimos varias veces y cómo no iba a cogerme afecto. No por la fingida complicidad en la gula (esto también), sino porque lo trato de otro modo que los demás, nunca le he preguntado si se manueliza o si es verdad que se lo monta con su hermana la pequeña, si se ha declarado a una artista italiana por carta, lo trato como a cualquier persona.
Y su casi entierro, ni mentarlo. Fue él, el propio Fidelino Chiclao, quien se acercó a hablarme cuando yo iba a entrar en mi coche para el regreso. ¡A hablarme espontáneamente!
El verano que viene no estaré —dijo.
Me dio la mano. Acaso fuera la primera vez en toda la vida que el Fidelino Chiclao y yo cambiábamos ese gesto corriente de relación, también ocurre que los rapaces de entonces tomábamos estas cosas como contrarias a la hombría. Era una mano comunicante. Una superficie sustancialmente desnuda que dejaba adentrarse hasta tuétanos más allá de lo común. La mano del Fidelino Chiclao, además de un fugaz asombro por el gesto en sí mismo, me dio una sensación extraña, próxima a la dentera. Nos soltamos. Y él, como quien ha ido a despedir a alguien de su agrado y le regala para el viaje lo más que pueda regalar:
Dígote que el verano que viene no estaré. He sabido que aquello —lo remachó, desviando un poco la mirada— era solo un aviso. Ahora sé el día exacto, y esa vez no me despertaré.
El Fidelino Chiclao soltó el día, el mes, el año.
Claude me esperaba, y qué hermoso París y qué apetecible Claude, Guarda es oscura y de hombres solos. Vinieron unos meses felices. Pinté mucho y pinté bien. Las individuales de París y la conquista de Suiza, la nominación para L’Ordre des Arts et des Lettres. Así hasta la ocasión banal del Banco en Montparnasse, ya saben, con la imprudencia de dejarla crecer. Era el momento de destruirla, sin energía sobrante, eso sí, de un golpe pragmático y ajeno al rencor. Pero algo que no aspiro a explicar me envolvió en una telilla de pereza, la dejé vivir. Vivir y hasta engordar un poco:
¿Y si realmente, Él…?
Absurdo. Una vulgar catalepsia; y quién iba a inspirarle tal predicción. Una ocurrencia presuntuosa.
Pero un poco más. Otro poco más. Y como un asedio en tarde de bochorno, inevitables, tenaces, los rasgos personales de Él. A veces un manotazo y se marcha. Se acabó. Pero ya vuelve, zumba. Come con nosotros pero sin dejarse caer en el cebo de la sopa, estorba nuestras noches íntimas, se incluye en el plano más delicado de la mujer que acabo de desnudar.
¿Te gusto así?
Cuyo cuerpo iba a besar.
¿Y así?
No tengo cámara ni aparato alguno, lo filman mis ojos. Lo dirige mi voz: la boca anhelante, Claude. ¿No sabes lo que es una boca anhelante? Por fin lo sabe. Ahora pon la mano en el cuello, vete bajando despacio, acaríciate. Pero Él y su delgadez deshuesada, el pelo blanco con un remolino, la mirada de susto como un menestral en una fotografía de feria.
Oh, querido, no es… no eres como antes, acaso unas vitaminas…
Soy un hombre, un portugués, si quieres un garañón búscate un negro.
Claude gimotea un poco. La maltrato un poco. Pero al fin le doy gusto; y después de que se ha tirado de la cama sin ninguna pereza a hacer en el baño todas esas cosas que hacen las francesas tras el amor y ha vuelto para el cigarrillo más sabroso, encima de la sábana, me habla maternal, como a un enfermo, como a un niño. Me aconseja y pasa sus manos por mi pelo y yo tengo la cabeza sobre su desnudez y ella me da a mamar de su pecho más próximo a mi boca.
Está bien, Claude. Lo que tú quieras, Claude. No un médico, 3 médicos. Está la posibilidad de las drogas, sueros, el psicoanálisis. Me quedo con el doctor menos espectacular, el que me escucha larga, plácidamente, y al final se reduce a citar a Wilde: que para librarme de las tentaciones me dejara caer en ellas.
No luche frontalmente, amigo mío, todos estamos llenos de manías que no hacen daño, lo que sin remedio enferma a un hombre es contrariarlas.
Al bajar las escaleras de la consulta me había desaparecido la ansiedad, la opresión en el pecho. París, ciertamente, era una fiesta. Hasta el Metro está lleno de anuncios alegres, me pareció confortador que Nicolas sirva sus finas botellas a domicilio. Hacía tiempo que no compraba flores. Claude estaba esperándome y no me deja pasar del vestíbulo sin apoderarse del ramillete y lo mira incrédula, baja un poco la cara y con la cara acaricia las rosas. Le ha gustado el frescor olvidado y húmedo. Me busca.
No, espera. Ahora tengo que hacer algo.
El Vigia da Beira es el único hilo, delgado, que me enlaza con mi tierra propia. Solo el semanario independiente, llegándome cada medio mes aunque en la cabecera siga poniendo semanario. En un rincón de mi taller están los ejemplares sucesivos, intactos, quietos, mudos. También sé que en uno de ellos, sé exactamente en cuál, habita el vencimiento de la última tentación. No se resista en vano, amigo mío, todo lo que usted quiera y usted pueda, hágalo. Meto dos dedos de mi mano derecha entre el periódico y su faja. Despacio, tranquilo, con la seguridad de quien ha encontrado un camino que ya nadie podrá cegarle. En este tiempo ruin he pensado que no soportaría desplegar el formato invariable y modesto y llegar a la página de las esquelas, por si realmente estaba allí el nombre que yo sé, con los apellidos verdaderos, sus afligidas hermanas, y la fotografía y la fecha. Y ahora:
Bien, gatita, le malheur c’est fini.
Claude no sabe toda esta historia, viene y se frota contenta de arriba abajo, del contacto surge una electricidad fugaz, no sé si es su cuerpo o el tejido de nailon de la blusa.
Solo un momento, quieres —todavía la aparto.
Porque tiene algo de morboso, y agradable: ahora que está la liberación en la mano, demorarla. Saber que basta un tironcillo al precinto engomado y —de pronto la he presentido, la empiezo a oír zumbar, la veo— ella caerá fulminada para nunca jamás volver. Para nunca jamás volver. Para-nun-ca-ja-más-vol-ver… ¡NO!
Pero chéri.
Bolas, NÁO! Ya es demasiado adulta. Se ha criado a mi lado. ¿Y es que no se puede coger cariño a una mosca?
(Travelling lento hasta plano grande de mosca ocupando toda la pantalla).