Informe sobre la ciudad de N***

A César Llamazares Gómez

Cada vez que he metido en el cofre del coche las cubetas que contienen los muestrarios, el carterón con los talonarios de informes y pedidos y la maleta de mi propia ropa; y he ojeado la cuenta del hotel Ambos Mundos a reserva de una posterior y menos descarada revisión; hecho mis adioses hasta los almanaques del año próximo, lástima las ventanas del hotel Ambos Mundos, fingidas, a las que nadie puede asomarse con un pañuelo; arrancado el motor y tocado el claxon en la curva, primera de las siete revueltas hasta que pueda desembocar en la general, señalada enérgicamente con un stop: dejo la ciudad de N*** (como en una de aquellas novelas que entendíamos todos) y pienso, siempre, que me voy a dar de cara con la ambulancia… Aquél fue un setiembre muy raro (hace treinta, cuarenta, no sé cuántos calendarios hace que me lo están contando), las tiendas apenas tenían gente, y los que venían era a que se lo apuntásemos; los carros de la vendimia hacían sus trasiegos calle arriba y abajo con la desgana propia de los bueyes y una poca más, quizá los amos pensaran que para qué, si otros venían a apoderarse de los racimos; la gente miraba de lado, la gente murmullaba como si todo el día fuese una misa; los músicos del cuarteto de Praga habían quedado pillados, cómo iban a marchar si los billetes del tren mentían y nadie llegaba a su verdadero destino; pero ya no les quedaba repertorio; y en el Trianón, tenían que repetir la película, pasar el Movietone Fox habla por sí mismo hasta que el operador en su cabina, los acomodadores con sus linternas a punto de agotarse, los de pase de favor, todos amenazaron con volverse locos a la enésima visión del beso de tornillo de Ronald Colman en Un aventurero audaz y los almacenes El Siglo ardiendo cada tarde por los cuatro costados; pero al final nadie se atrevía a ponerse loco ni nada, porque esa ambulancia ya usted sabe, que nos manda la Diputación a cada poco y más aún en los meses de nieblas bajas, tampoco es seguro que pudiera llegar entonces con sus loqueros fuertes y elementales, ya bien conocidos de la gente, incluso amigos… En la ciudad de N*** como bien se advierte, la manera de hablar es un poco distinta, tiene un tono que se levanta algunas pulgadas sobre lo corriente. Lo mismo si en vez de un hombre quien lo habla es un niño… Para nosotros no era malo, sigue el niño, la vida se nos había puesto de color de patio de escuela en día del santo del maestro, y si estábamos aprendiendo algo, era una asignatura nueva que llamaban de los rumores; la mayor parte de aquel horario de relajo lo empleábamos en papelillos doblados de banco a banco y en noticias de recreo en recreo: que a Angostura la habían dejado atrás:

«¡Y pasan de cien!»;

pero al socaire del estado de excepción se abría el curso de otras cosas, internas y asombrosas; a la querida del inspector veterinario se la vio asomarse al balcón por primera vez en los siglos que llevaba encerrada, ningún chico de mi edad la conocía con otros ojos que no fueran los de pecar con el pensamiento; las bombillas de las calles se quedaban encendidas durante el día y nadie se escandalizaba por el derroche; en el atrio mismo de la basílica de Santa María nos dejaban jugar al fútbol, otro juego bonito era coger las palomas mensajeras que llegaban a cada poco y dárselas a la primera persona mayor que apareciera; y al abad mitrado por mucho cuidado que pusieran en guardar el secreto le habían hecho un traje de paisano marrón oscuro por si la persecución religiosa como en México, servidor no sabía imaginarse por entonces que un casi obispo pudiera llevar pantalones, ni siquiera debajo de la sotana… El niño que me habla es hijo del cliente. El niño ya era niño y su padre cliente de la Firma cuando yo ni me había estrenado en el oficio, pero he aprendido a que no me noten ningún asombro, una plaza tan buena para los almanaques… Además de raro era un setiembre veloz porque todo ocurría visto y no visto; ya nadie se contentaba con que hubieran sobrepasado Angostura en lugar de acercarse a las puertas mismas de Ojo de Agua, y mucho menos con que fuesen cien:

«¡Doscientos!»;

solo en la Directiva del casino de los señores estaban como si tal cosa, pasaran de cien o llegaran a un millar —la voz es recia, de adulto, pero de alguna manera que no importa explicar sabemos todos que es un niño—, bien poca cosa dicen los números; probábamos a imaginarlos con sus fiambreras, en bicicletas saliendo en hilera de una fábrica más grande que la basílica; o acaso quedara demasiado pacífico —ellos el As de copas de la disolución y el As de bastos de la barbarie; nosotros el Orón de la riqueza y la Espada del orden ¡ciudadano, no lo olvides al decidir tu voto!— y mejor, entonces, tiznados de carbón hasta los ojos con las artes mineras de meter barrenos a los puentes, al culto y clero y a la gota de leche; pero pronto, bajo la influencia del cronista oficial, empezó a circular lo de los caballos; era la figuración más propia, cómo no habíamos caído, y ya nadie supo imaginar de otro modo a quienes se iban aproximando con su amenaza… A propósito del cronista oficial, en uno de mis viajes, creo que fue el año de los almanaques con marinas románticas, yo mismo he tenido el honor… El honor es para este cronista oficial, siéntese usted y conversamos: durante los días ominosos mantuvimos la serenidad que corresponde a una ciudad que no se ha hecho de la noche a la mañana; podría este cronista oficial remontarse a tiempos de antes de Cristo cuando los meandros del río principal arrastraban truchas, aunque pequeñas, de oro, no pepitas o arenas de oro como rebajan quienes nos envidian; o evocar la fundación de la cité sobre el camino de las grandes migraciones o el hecho más próximo y no muy publicado de que aquí mismo hayamos sido capital de provincia; pero aún ateniéndonos al presente, entiéndase el presente de aquel momento, constituíamos una población completa que de todo tenía salvo tranvías y puerto marítimo: Arbitrios, Biblioteca, Cabildo basilical, Colegio de Sordomudos, Dispensario, Ferrocarril, Instituto de Segunda Enseñanza, Sociedad de Socorros Mutuos; y aunque quejoso siempre por el abuso nefasto del fiado, el comercio local: alpargaterías, cererías, comestibles, droguerías, estancos, gasolinera, mueblerías, paños, pastelerías, quincallerías, zapaterías y una representación de la pequeña y mediana industria: aguardientes (fábricas de), botas pellejeras, caldererías, carpinterías mecánicas, conservas (vegetales y de frutas), gaseosas higiénicas, turrones, zuecos; todo, absolutamente todo por el riguroso orden alfabético del Bailly–Bailliere donde alcanzábamos la importancia de nueve columnas… Pero el niño, muy formalito, ofreciendo cortésmente de su tabaco: a mí, en el fondo, esas grandezas no dejaban de enorgullecerme, pero me parecían dudosas ante el empuje de trescientos animales nerviosos y con los hocicos resoplantes; más importancia le encontraba al detalle, propagado desde la Directiva del casino de los señores, de que aunque los caballos fuesen un escuadrón no tenían coroneles ni mapas, y aun teniendo mapas qué más daba si no los sabían entender; pero a pesar de estas seguridades, ya ni por Angostura ni por Ojo de Agua: en el mismísimo Campasmayo habían puesto sus herraduras; la cabeza ha de tener la tercera parte de su alzada; la quijada, formada con huesos bien separados y con poca carne; la cruz, alta y descarnada; el codillo, recto; la rodilla plana, ancha, tableada y enjuta; la caña, redonda y lisa; el menudillo, proporcionado al resto del brazo; la cuartilla, proporcionada también al cuerpo, y el casco, redondo, adecuado al volumen del animal, liso, reluciente y sin ninguna hendidura: así teorizaba en aquellos días el inspector veterinario sin que a nadie se le ocurriera cortarle los adjetivos, era la descripción del caballo ideal, hermoso, quien ve uno ve cuatrocientos.

«—¿Cuatrocientos?».

quinientos caballos igual de ideales y hermosos; en Campasmayo, que era como tenerlos en casa: «¿Y ahora?». «Ahora nada —desdeñó la Directiva del casino de los señores—; con no tratarnos con ellos…».

Pedido n.° tal. Cliente. Domicilio. Intercalas despacio el papel calcante, que no se te note lo impaciente. Cubres las generales de la ley. El primer renglón. 2 docenas referencia 48, tricromía, estampa navideña con escarcha. ¡Respiras! Desde ahí es pan comido para un buen viajante de almanaques, no hables, ahora es el momento de escuchar… Aquella tarde, me había mandado mi madre a un recado, cuando todo lo que compone la plaza principal o de la Constitución empezó a tomar un aire de expectación temerosa, el paseo central sin nadie, los bancos olvidados; algunos transeúntes pasaban deprisa, se detenían un instante, volvían a andar, todo con los mínimos balbuceos de hojas desgobernadas por un viento que empieza; los serenos de puertas habían desaparecido. Yo me los figuré muy adentro, hacia los cuartos consistoriales y trasteros; las columnas de los soportales, pero de esto no me di cuenta hasta años más tarde, cuando me mandaron a la Sorbonne, estaban ligeramente torcidas según las pintan los expresionistas para ponerse dramáticos; y en el aire un no sé qué de incierto, como una historia de esos narradores que al acabar su cuento, qué manía, nos salen con que el personaje estaba soñando: solo la cortina de chapa ondulada cayendo como un párpado sobre el escaparate antes tentador, ahora vacío de los almíbares, pareció cosa real, y esto gracias al ruido; se apresuraba un rezagado,

«Están muy cerca, desde allí se oyen los cascos», señalando para las viñas altas;

«El castillo del conde no lo pasarán»,

el castillo del conde decía el maestro de escuela don Jesús María es nuestro baluarte, en el baluarte estaban ya los defensores, llevaban días a la espera; nosotros los chicos habíamos intentado arrimarnos como jugando; pero el castillo da a las calles más estrechas y prohibidas donde están las casas de lenocinio, de lejos nos contentamos con ver pasar a los serenos, a los tenientes de alcalde, a los veteranos de las guerras dinásticas, a los canónigos, prebendados y racioneros, y hasta a los furtivos de puntería más fina; también socios de número del casino de los señores marcharon para allá pero sin prisa, como conviene a su señorío, bien recuerdo sus escopetas con incrustaciones del tiro de pichón y botellas de anís del mono… La Directiva, no —perdónese que nos inmiscuyamos—; lo sabe bien este cronista oficial: la Directiva, habiendo rehusado por votación nominal el empleo de la violencia, se constituyó en sesión permanente y extraordinaria, en los estrados que le corresponden; sobre el paño verde de la mesa, perdonada su anterior condición de paño verde de mesa de juego, se establecieron los emblemas, la campanilla de plata, el libro de actas, que aún hoy se exhibe en la fiesta del mártir, y, sobre todo, el Reglamento (Aprobado por R. O. del 2 de enero de 1846)… Se comprende que el cronista oficial recuerde las fechas. Los niños, en cambio, lo que recuerdan son los sentimientos… Para el ingreso en el instituto teníamos que saber una división con divisor de cuatro cifras puestas a mal hacer, por ejemplo con sietes y nueves, un dictado, la solicitud de puño y letra cuya vida guarde Dios muchos años, nunca las cosas de la política; por eso andábamos ignorantes, fíjese que aun sabiendo que mandaba el alcalde, sí, y el juez y las fuerzas del orden, pensábamos que la más alta instancia de la urbe consistía en el casino de los señores, y concretamente en la Directiva; no había sido vista jamás, la Directiva; la Directiva la cambiaban cada nochevieja pero era como el villancico de nacer el Niño, y es mentira, que no nace, ésas son las ceremonias que todos los años hacen, la Directiva única y eterna prohibía a los chicos acercarse a veinte metros o menos del domicilio social, a las parejas de novios les imponía las ordenanzas más severas, por cada baraja que se desprecintara cobraba un tanto y además la baraja, quien buscara el monopolio codiciado del ambigú tenía que pedirlo en sobre cerrado, lacrado, entregado en propia mano, ¡de rodillas!, e incluso en caso de que alguien pretendiera la condición de socio y un solo miembro —brazo, pierna, lo que fuera— de la Directiva le echara bola negra el pretendiente caía en el oprobio y ya podía marcharse de la ciudad, vender los muebles en almoneda… El poder es el poder, el orden es el orden, defendió el cronista oficial: y más cuando se consolida en la sangre del mártir, señaló para la estatua, la han colocado de manera que sea vista desde cualquier lugar de la ciudad: nosotros estuvimos personalmente en el baluarte, hicimos asamblea en el patio de armas:

«Señores —habló el conde, que no vivaqueaba vestido de conde, una pequeña decepción—, vense aquí muchos pechos esforzados, pero el valor no está reñido con la táctica, ahora lo que necesita la plaza es un estratega»;

gente de oficio propiamente militar no había, porque el gobierno provincial, presa de una gran descomposición, y no lo decimos en sentido moral, había concentrado en los alrededores de su palacio a todas las guarniciones dispersas; lo cual venía a significar nuestra condenación, la nuestra más que la de nadie porque somos los más alejados de la capital y de todas las capitales del mundo, mírelo usted mismo por su cuentakilómetros; aquellos polvos trajeron estos lodos, ¿conoce nuestra historia contemporánea?; escuche: abúlicos —nos reprochan—, indiferentes, pero en realidad orgullosos, asistimos algún tiempo después al tendencioso reajuste de la red vial sin caer en embajadas al gobernador ni pliegos de firmas; vimos marcharse la cabecera de comandancia; otro día sería el fiel contraste; luego el colegio de sordomudos, con la disculpa de la presión atmosférica y las nieblas insanas; alguna protesta hubo, como el envío masivo a la capital de esquelas mortuorias del tamaño que usamos aquí, que es meterle al destinatario un ataúd en su casa; como la defenestración, más bien cómica y despectiva, de diez o doce funcionarios espurios; pero la actitud definitivamente hiriente para los de arriba fue nuestra renuncia a las subvenciones, el propio pueblo se traería directamente la mejor música sinfónica de Europa, del productor al consumidor, nosotros mismos sabríamos sufragarnos la fiesta del mártir: en la última convivencia con los de arriba, nuestro propio discurso de cronista oficial estuvo tan lleno de indirectas y los poetas resultaron tan sospechosos en sus metáforas oscuras que al gobernador se le puso la mosca detrás de la oreja civil y apresuró su marcha sin esperar al banquete, con todo su séquito; lo que siguen mandando es la ambulancia, por razones humanitarias; pero ellos no han vuelto, claro que tampoco encontrarían hotel, desde que el Ambos Mundos cegó los muros y sobre ellos pintó ventanas de trampantojo y en el interior simuló cuartos de baño, armarios que no se abrirán nunca, así solo vienen los que como usted mismo merecen la clave de andar las estancias secretas y ventiladas; pero volvamos a la crónica, de entre aquel retén de guardias reumáticos y a punto de pasar al retiro se eligió al señor Domiciano que era el cabo de los serenos municipales, todo bajo la presidencia del conde:

«Acepto el honor —dijo el señor Domiciano el cabo—, y sepan que mi mano no temblará, etcétera»;

el señor Domiciano el cabo era pundonoroso, allá el elemento cívico y eclesiástico si se relajaba en entretenimientos, él a la centinela: porque es verdad que a veces se alternaba la espera bélica con las sesiones de tresillo, el espíritu de defensa con las libaciones confortadoras; pero todo se enardecía cuando a la torre de los vigías llegaba otra de aquellas aves anilladas, puesto que aún no habíamos caído en el desengaño: «Sois la perla de la comarca», «El florón de nuestra provincia», «La cuna de la hidalguía y del arte»: que resistiéramos;

«¡Resistiremos!», garantizó el señor Domiciano el cabo; a este cronista se le ha reprochado de puntilloso en el episodio que diríamos de las voces: el señor Domiciano el cabo en uno de los servicios conminó a cierta sombra sospechosa que resultó lechera de un fundo contiguo: «¡Alto a la fuerza y al pueblo en armas!»; éramos el cronista oficial de la ciudad de N***, somos el cronista oficial de la ciudad de N***, donde si tenemos un mártir es justamente por la defensa de lo irrenunciable, por eso dijimos protesto; pues que expusiéramos nuestra protesta: manifestamos que la voz reglamentaria y preventiva debía ser «¡Alto a la fuerza y a los caballeros en armas!». «¿Se aprueba?». «Se aprueba»; solo sentimos que el señor Domiciano el cabo lloró un poco por si había sido darle a él una lección, ya se sabe que los viejos se parecen mucho a los niños… Aquél (niño) que estaba en la plaza de la Constitución, hoy plaza del Mártir, cuando ya habían bajado la trapa de la confitería observa que los últimos en cruzar fueron dos perros… Sí, recuerdo que en una esquina se pararon, íntimos, a olerse; como no había chicos que apedrearan, a los canes se les negaron los reflejos; por la calle de los Maestros Cantores marcharon impotentes y cabizbajos: era el vacío absoluto; pero no estuve solo, verdaderamente solo, hasta que no acabaron de bajarse todas las persianas, de correrse todos los visillos y cortinas; entonces pensé que me había pasado (de valiente); en realidad es que me había embobado: lo que yo tenía que hacer en la plaza era lo del aceite de ricino para mi hermano, pero en aquella ocasión un empacho me pareció la mayor inoportunidad, claro que habían cerrado los hornos por falta de harina y a los pequeños nos atracaban con los recortes de las hostias sin consagrar que tomados en cantidad son muy indigestos;

Informe n.° tal. Plaza. Provincia. Tengo cuidado en casa, en esos pocos días que le quedan al comisionista para hacer un hijo, para que el hijo ya más que hecho no le llame a su padre por el apellido. Tengo cuidado con los clientes. Todavía más con los compañeros. De niño lloraba en las películas, ¡y qué!, pero no me gusta oír mira que eres un viajante romántico; sobre todo cuando saben que yo toco el violín un poco a escondidas, que me gusta, a veces, llenar un informe que no es para la Firma, solo para mí mismo… Dice el niño que ya en la plaza sonaban los caballos; todos los portales quedaban detrás de mí, dice, cerrados a madera y bronce; me puse a andar las puertas de una en una, tocando con los llamadores, manos doradas, argollas, cabezas leonas, pomos con cardenillo, siempre formas inútiles porque nadie les daba respuesta; de pronto el mundo empezó a blandearse a mis espaldas: era una puerta cristalera de bisagras engrasadas, amigas; fui volviéndome poco a poco, tanteando con la mano incrédula; detrás de los vidrios había alambres transversales con pinzas de la ropa que sujetaban periódicos desmerecidos por sus fechas anteriores a tantas cosas, y una revista que venía todas las semanas y en una página, yo sabía en qué página, la foto de una mujer desnuda… Eran el Debate, Mundo Obrero, L’Osservatore Romano, interrumpe el cronista oficial; y la publicación con la mujer desnuda pero nunca procaz se llamaba precisamente Crónica, una fotografía artística por Manasé… Así sería, el caso es que entré en lo negro y percibí a mi tío el impresor, tan a gustito, no sé cómo podía leer con tan poca luz:

«Los caballos», avisé;

él no dijo nada, siguió leyendo; me arrimé a la pana hosca de su chaqueta con la esperanza propia de una ocasión tan memorable y nada, él nunca decía palabra, ni siquiera cuando yo hice la primera comunión y me regaló un teatrillo de cartulina, la batalla de Castillejos… El cronista aprovecha para hablar de la batalla de Castillejos pero al fin entra en lo que nos conviene… Su tío el impresor, verdaderamente, era un hombre notable; tenía en sus estanterías libros que no se conciben en una población de nuestro número de almas, y aunque taciturno, no era tacaño: todo el que lo deseara leía los libros sin comprarlos, esto si no los sacaban para leerlos al sol, en los bancos de la plaza: esta mano historiadora nos la apostaríamos, y también estos ojos que hoy no distinguen la letra impresa pero sí el contorno de los recuerdos, a que en el año de los acontecimientos nadie sino nosotros en toda la provincia, incluso en toda la 11.a región militar, había leído los Cantos de Maldoror; ni en las grandes villas cereales, ni en las de prosperidad textil y metalúrgica, ni siquiera en la cabecera administrativa; por esto y porque no han visto nunca un clavicémbalo nos miran como extraños y vienen los ingenieros jefes y se sienten incómodos… Gracias por lo de mi tío el impresor, dice el niño con urbanidad: en aquel momento no leía los Cantos de Maldoror sino Mis prisiones, de Silvio Pellico, leía en todas partes, incluso andando por la calle; y, esperando al tren que traía la prensa, antes de que nos suprimieran el ramal, sentado el hombre en cualquier ladera donde se viera la estación: ni siquiera se movió cuando toda la plaza se llenó de las chispas de las herraduras; yo me había recogido en un sitio más oscuro aún, el del estante de los devocionarios: «Prometo confesarme, no volver a mirarla nunca, la foto de la mujer desnuda»; todavía tuve más miedo y me metí en el propio taller junto a pilas de papel tendencioso, barato, como de octavillas rosa, amarillo, azul claro: votad los valores espirituales, como de anunciar un mitin o una novena, o de los carteles insistentes de aquel periodo de soflamas, Ellos las copas y los bastos, Nosotros el espadón y el oro; pero cualquiera pensaba en eso, con lo que ya estaba pasando afuera: primero fueron con sus mil años de sed contra las lunas de los bares, luego saltaron los cierres del Monte de Piedad —pero antes la Tabacalera—, arrebataron vírgenes y requisaron sombreros de cintas y corbatas chillonas, hasta que un traidor oculto colaboró con ellos y les dijo sobre un mapa (que sí entendían los mapas) la dirección para que trotaran hasta el casino de los señores… No: primero se ocuparon del catastro y repartieron la rústica y urbana con todos sus líquidos imponibles, allí se dieron a dictar decretos, y luego sí, entonces fue la marcha sobre el casino de los señores, que ellos mismos descubrieron por el olor a naipes y a sarao y a café tostado, sin necesidad de confidencias aleves… Tampoco: apenas hubieron pisado sobre la ciudad milenaria, por entre fachadas recargadas de escudos, sintieron la paradójica timidez de un ejército bárbaro ocupando París o Roma, y alguno de ellos fue visto desde detrás de unos visillos admirando la basílica sufragánea y hoy autónoma, esas visitas cansan mucho, por eso habían querido reposarse en el casino de los señores… Tengo escuchado aquí tantas versiones como narradores, pienso en qué cine de cuál ciudad de mi ruta de viajante he visto yo la violación o lo que fuera de una japonesa contada por ella misma, por el gozador, por el marido atado, y no sé si también por un cortador de leña. Uno, en estos casos, se inclina por la voz más inocente: cuando dieron en la puerta cristalera de la papelería e imprenta ya venían a revolución pasada; yo quería mirarlos bien, aprender de una vez a qué carta quedarme, Ellos el As de copas de la disolución y el As de bastos etcétera, pero no encontraba rasgos comunes que los agrupasen: los había de boca no muy grande, ni chica en demasía, la frente de disposición proporcionada, y se llevaban el semanario ilustrado con la mujer en cueros que ahora volvía a serme deseable; los vi de cuello largo y elevado, las espaldas anchas, llanas y libres, el antebrazo ancho y grueso, y ésos se encaprichaban de las postales de colores, las más sentimentales; y el último de todos, aquél de los ojos salientes, claros y vivos: husmeó un poco en los libros y le vi guardarse algunos pero no eran de los encuadernados, luego me apartó y empezó a sacar las cajas de la tipografía como si entendiera el oficio, las grandes de los tipos comunes, las medianas de las letras de adorno, las pequeñas con las titulares mayúsculas; según iban saliendo, él vaciaba el contenido de los cajetines en el suelo y en el montón se empastelaban los signos del alfabeto, las redondas y cursivas, las negritas gritadoras, las versales y las minúsculas:

«Todas las palabras del mundo», dijo;

entonces fue, estoy seguro, cuando de verdad marcharon contra el casino de los señores; en el silencio que dejaron oí la voz desacostumbrada de mi tío el impresor, que no había dejado el libro ni la postura:

«En todo el mes no habrá Hoja Parroquial»,

un peso que se le quitaba. Mi tío el impresor les dejaba a mis primos, sus oficiales, el cuidado de que la publicación saliera cada sábado; pero le gustó la perspectiva de que vinieran unas semanas con poco trabajo, para leer muchas novelas rusas; cuando todo estuvo consumado y los caballos habían partido a sus otras revoluciones, empezó en la plaza principal como la crecida de un río (por los laterales, derecha e izquierda las del espectador van saliendo los serenos de puertas, tenderos, el director del Monte de Piedad; voces vecinales), yo me acordé del teatro de cuando dieron Las Troyanas de Eurípides y el coro de las cautivas no cabía en el escenario, qué bureo; también los del baluarte volvían rabiosos, tirando al aire escopetazos y denuestos porque los caballos no habían entrado de frente sino con astucia por el olvidado callejón que llaman de los Inquisidores; fue el momento de las frases exculpatorias, todos querían hacer la suya por si los anales venideros: «Esquivados, sí —declaraba el señor Domiciano el cabo—, pero no vencidos»;

«Los tiempos nos harán justicia», el cronista oficial y también perpetuo;

y hasta el abad mitrado, en traje de paisano marrón oscuro por si había que volver a las catacumbas, canonizaba las disculpas con lo de que los hijos de las tinieblas suelen ser más listos que los hijos de la luz; entonces se supo que la ciudad podía llevar la cabeza levantada, no sabría decirse quién acercó la noticia, a lo mejor nadie y fue la conciencia colectiva como más de una vez acontece en la Historia: de repente todos echamos a correr para el casino de los señores, los chicos nos detuvimos a los veinte metros reglamentarios, y entonces se vio abrirse muy despacio el balcón central: empezaba a asomarse la Directiva, tranquila, ecuánime, alguien que ya la había visto otra vez susurró a mi lado que se la notaba, esto sí, como más vieja y encorvada, en una tarde le habían echado cien años encima; la Directiva adelantó uno de sus miembros y se oyó la lectura del acta que debía de estar reciente de la tinta… Gracias, le digo yo al niño con el premio de unos paquetes de fósforos de propaganda, ahora puedo terminar yo mismo el informe: he preparado la ruta para coincidir con la fiesta que hacen junto a la estatua consabida. Va llegando gente. No mucha, porque ha llovido siglos desde aquel setiembre, ya hay vástagos en los que asoma la reticencia y la duda, y que nos olvidemos. La banda de música, autoridades, poetas. No hace falta decir que la banda municipal, las autoridades locales, los poetas empadronados, esta ciudad es muy suya. Ahora solo falta que el secretario dé lectura conmemorativa al acta aquella como dicen que ocurre cada año en este mismo sitio, a esta misma hora: «El conserje mayor…». Yo he preguntado por gusto, se llamaba Pepe. Tenía cumplidas las bodas de oro con la Entidad y ganaba quince duros al mes más el derecho a tres cafés con leche por día: «El conserje mayor, en uniforme y prenda de cabeza y con los galones propios de su cargo, mientras esta Junta Directiva se hallaba constituida en sesión permanente y extraordinaria por aceptación unánime, detuvo a los forasteros que se disponían a entrar en el domicilio social. Tras la pregunta de rúbrica acerca de si poseían la condición de socios, o si acaso pudieran pertenecer a entidades afines con quienes nuestro Centro tenga establecida reciprocidad, el conserje mayor hizo la respetuosa pero formal advertencia de que solo podrían pasar a las instalaciones previa presentación por dos socios de número». El acta sigue con palabras muy propias y la fecha ut supra, yo mismo al cabo de tantos almanaques tengo miedo de estar contagiándome en el habla, que una de las veces me pille aquí la ambulancia de la Diputación con sus loqueros fuertes y colorados, no traen ningún nombre preparado, ellos cogen al primero que encuentran. Al conserje mayor lo dejaron seco. Pero nadie en la ciudad de N*** piensa que el holocausto de Pepe fuera en balde. Señores por una hora de vidas y haciendas, los caballos huyeron ante la sangre que manchaba la escalera principal de los señores verdaderos, donde la Directiva había ordenado encender todas las lámparas, extender las mejores alfombras. Ahora solo falta el himno que es un pasaje de la Heroica de Beethoven, sueltan palomas y una se posa en la gorra de plato del mártir.