El tío Candela

La carretera general pasaba por delante de la finca de Saturno Torío. Hasta que todo cambió, y la finca de Saturno Torío se quedó a la izquierda según se va para Madrid, como a un kilómetro de la autopista.

Siempre se dijo por aquí que Saturno Torío es un zorreras. De mozo fue bien parecido. El cabello lo conserva gris, como el pelo del cuerpo que enseña por la camisa entreabierta. Como sus ojos son pequeños —pero vivos—, maliciosa su boca, lentos sus movimientos; como fuma en pipa y se sienta a la puerta a contemplar las nubes sin ambiciones aparentes, siempre se dijo lo mismo, que Saturno Torío es zorro viejo.

En la juventud de Saturno Torío hubo algunas mujeres, incluso una mora que conoció en el servicio militar en Ceuta. A ésta la aborreció porque no se dejaba un pelo sobre el cuerpo, ni en los sitios más propios. Volvió y se casó con una del país, la dueña de la casa de la carretera. Él no tenía más que el tipo y desgana para el trabajo. Ella aportó la propiedad y una hija que le habían hecho de soltera. Con el tiempo, la gente terminó reputando a la chica como hija del matrimonio.

La señora de Torío tenía más agallas que su hombre. De ella salió lo de poner el bar, pues para eso estaban en la carretera general, muchos lo quisieran. Dieron en pararse allí los camiones pescaderos, solo un momento porque iban a la fecha y perdían mucho si la merluza no entraba a tiempo en Madrid, pero algunos duros sí dejaban. Cuando Torío enviudó, se quedó con la hija putativa, la Remedios, que en el físico se parecía a su madre pero no tenía nada de emprendedora. A la Remedios la embaucó un camionero de El Barco de Valdeorras y no para hacerla su mujer. Saturno Torío lo tomó con filosofía. Las habladurías del seductor, más que el hecho en sí, lo sublevaban de vez en cuando:

—Que yo me beneficio a la mi chica… ¡Si será bestia ese valdeorrés!

La chica volvió a casa al cabo de unos meses, sola y desengañada. Fue entonces lo de la autopista. Cuando crecieron los rumores de que iban a empezar las obras, Saturno Torío no hizo mucho caso porque ya otras veces habían venido con esa historia. Pero ahora fue de verdad. Empezaron a llegar máquinas enormes, la casa quedó como un vagón en vía muerta, apartada del ir y venir de los coches, y el vino del establecimiento se agriaba por falta de bebedores. Menos mal que estaban, para ir tirando, los cerdos y las hortalizas.

Saturno Torío no se apuraba demasiado. Se sentaba bajo la parra polvorienta, prendía la pipa y chupaba con parsimonia, como quien está a la espera y no sabe muy bien lo que está esperando.

Una noche, casi de madrugada, el hombre tuvo que levantarse

El claxon seguía sonando. Entre toque y toque, gritos y risas. Se apearon dos parejas. Las mujeres eran jóvenes. Aunque estaba helando, ellas tenían desabrochados los abrigos de piel y bromeaban haciendo pasos de danza sobre la tierra fría, hambrientas del aire puro de la noche. Los faros del coche habían quedado encendidos, iluminando la escena. Al fin entraron los cuatro clientes inesperados, retozándose, riendo siempre.

—¿Dónde se da la luz, amigo?

Torío, que llevaba un farol en la mano, lo puso sobre la mesa más recogida.

—El transformador —dijo—. Una avería en el transformador de Fenosa.

—¡Mejor!

—¡Cuando lo sepan los de la basca!

—¡Quieto, Pepe, no me seas vicioso!

Una fuente de cecina y jamón, pan de hogaza, vino tinto peleón. ¡Todo estaba riquísimo! Saturno Torío, recostado en el mostrador, miraba y fumaba con calma.

Los clientes fueron desatándose todavía más. Igual se propasaban las mujeres que los hombres. Del patrón no hacían ningún caso. Luego, una de las mujeres, la más escandalosa, miraba para Saturno y éste le sostenía la mirada. Se dio cuenta el hombre que la acompañaba, pero nada cambió: siguieron sobándose, como si los encendiera aún más aquella presencia del patrón del bar.

Volvieron otras noches. Y hubo más coches de la capital, y más parejas de hombres y mujeres, y alguna pareja de hombre con hombre. El empresario le dijo a su chica: —Tú a oír, ver y callar.

A Saturno Torío le llaman ahora el tío Candela, y él consiente, porque los paganos —«¡allá ellos con sus bromas!»— le pusieron al refugio «la cabaña del candil». La cecina la cobra a precio de oro, y el vino, más caro que el whisky en la ciudad. A la ciudad baja con frecuencia, al Banco. Remedios no comprende cómo su padre no amplía el negocio:

—¡Millonario te harías! Total, unas luces de tubo, camas como Dios manda y no esos jergones de paja… ¡Millonario!

El tío Candela se sonríe lo mínimo y calla. Él sabe lo que les gusta a los pijos de la capital, hartos de hacer sus cosas con todas las comodidades.