La vara

No siempre estoy de acuerdo con mi hermano Pepe, pero nunca, nunca, he dejado de admirarlo. Es el mayor, al fin y al cabo, y ya desde niño se le veía la inteligencia. Si alguna vez le tuve envidia por su fortaleza física, o por la guitarra, o por lo pronto que le salían los problemas —Dios me haya perdonado—, cuénteseme como envidia noblemente sentida y amorosa, que no mancha.

Recuerdo una vez que mi padre nos llevó a Lugo, al San Froilán. Pepe y yo íbamos de estrena: Pepe, propiamente hablando; yo, casi, casi, pues vestía por primera vez un traje recién arreglado, que a mi hermano le quedaba raquítico. Fueron cuatro horas hermosas sobre la baca del viejo ómnibus de Lisardo, jugándonos la vida —ahora me doy cuenta— en cada viraje por Piedrafita y Cruzul.

Resultó que Lugo era una ciudad grande y maravillosa. Yo, de niño, amaba por la Geografía de Paluzíe las ciudades maravillosas y lejanas, como Burgos y Constantinopla. De tal clase me pareció a mí Lugo, vuelvo a decir, con sus ríos de gente marcada por el gozo de la fiesta. Lástima que nuestro padre, ceremonioso, se entretuviera tanto en la visita a los parientes. Había que saludar a los de la calle San Pedro, y antes a los de San Roque, cerca del cuartel de las Mercedes, donde nos deteníamos embobados, mi hermano y yo, mirando para el centinela.

Los parientes eran muy atentos; nos recibieron con cariño. Advertía yo que sus primeros esparajismos los dedicaban a mi hermano, que estaba mozo y guapo, de verdad, con los ojos bailándole de puro listo. Luego, de rechazo, no dejaban de llegarme a mí el cumplido y la caricia.

En el ferial conocimos a los primos de otra rama, de vínculo muy lejano. Venían desde sus altos montes para vender yuntas y otros aperos, y varas, muchas varas. Miles de varas, que parecían idénticas, habían llegado a la feria de Lugo, sin que mi tierna inteligencia alcanzara a comprender su necesidad en tan gran número. Luego supe que servirían de aguijadas, pero había muchas más varas que cabezas de ganado en la provincia, de modo que el sobrante se vendía de una en una, y cada feriante compraba la suya, y con ella andaba todo el día: unos, llevándola como distracción o apoyo; otros, para bromear y retozar a las mozas en el trasero.

Un tío nuestro, rudo y desastrado, comía una especie de tocino, cortándolo con navaja que empuñaba su mano sucia. Debió de verme cara de asco; dijo que no me apurara, pues solo era carne de perro sarnoso. Exageraba adrede, por hacerme rabiar, pues luego comprendí que era carne simplemente de perro. A mí casi me daban miedo aquellos hombres, pero mi hermano hizo buenas migas con ellos. El tío Genaro le regaló a mi hermano la mejor vara.

Nos despedimos. Mi padre dijo de comer el pulpo en lo que llaman La Mosquera. El día transcurría feliz para nosotros, con músicas y gaiteros, hasta que Pepe olvidó la vara, no podía recordar dónde. Mi hermano le había cogido ley a aquella lanza de fresno, o de avellano. Yo no acertaba a comprenderlo, pero me entristecía ser testigo de su pena. Los tiovivos, la mujer de las dos cabezas, el pájaro que adivina el porvenir… todo era aborrecido por mi hermano, que quería su vara y ni siquiera se conformaba con otra parecida.

Cuando el sol se ponía por el parque, y empezaba a decaer el bullicio, y nuestro padre había escuchado ya la Negra Sombra, llegó el momento de decir adiós a la ciudad.

A madre no la olvidamos: en la calle de la Reina vendían los mejores dulces. Fue en la confitería de don Alejo Madarro donde aconteció lo increíble: mi hermano, que no salía de su tristura, pegó un brinco como si le hubieran metido una perdigonada en el rulé y corrió a gritos detrás de un rapaz: «¡Mi vara!». «¡Que es mi vara!». Y era justamente la suya, entre las miles de varas que aquel día se vendieran. El mozalbete, bastante mayor que mi hermano, tiró el forestal trofeo sobre la acera y salió pitando…

Quienes vieron el lance pronosticaron un porvenir brillante para Pepín, y un señor con barba, diputado a cortes por Becerreá, dijo que eso de la vara podía ser un símbolo, y que acaso mi hermano llegara a ser un alcalde tan limpio y principal como don Ángel López Pérez.

La verdad: mi hermano no hizo carrera política, aunque a punto estuvo de ser concejal después de la guerra. Pero no tiene un pelo de tonto. Yo, que fui incapaz para el comercio y me quedé en escritor de historias, digo que mi hermano no tiene un pelo de tonto. Ahora anda viajando las pilas de linterna por la parte de Orense; y vive como Dios.