Unas botas del 43

El cielo amenazaba lluvia. Gelín entró en la cocina de la casa, el botijo golpeándole contra la piernecilla desnuda. Su madre, menuda y triste, que había estado al tanto de las nubes, dio un suspiro de alivio y aligeró al niño de su carga.

La madre de Gelín era mujer de Sebastián el temporero, más conocido por el Andana. Había llegado a parir cinco hijos, y de ellos vivían tres. A los que ya no contaban en este mundo les habían tocado tiempos difíciles: pan de maíz, racionado, que se deshacía antes de llegar a los dientes, y veranos malos para la barriga, sin medicinas como las que vinieron después. Como el matrimonio Andana vivía en la cuesta del cementerio, no les hacía novedad, por aquel entonces, el paso frecuente de las pequeñas cajas blancas, con cintas que llevaban los niños, seriecitos en su papel.

Tenían, pues, tres hijos. Los dos mayores, chico y chica, se apañaban ya a su modo, sirviendo a un amo o apuntándose aquí y allá como temporeros. No otro ejemplo habían visto en su padre: Sebastián el Andana se las arreglaba, mal que bien, para que su gente comiera todos los días del año, pero él no se sujetaba a empleo fijo, aunque de siempre fingía que lo andaba buscando. Entre otros menesteres, Sebastián era portaféretros de la Tercera Orden, hacía acarreos y mudanzas, repartía los programas del cine, lavaba las cubas de los lagares, desatrancaba retretes y perseguía a las truchas en los dos ríos de la comarca: esto último, sin demasiada repugnancia a las artes prohibidas.

Gelín era el pequeño de la casa: un niño de carácter concentrado y tierno, de esos que lucen más dentro de la escuela, o en la catequesis, que en el patio a la hora del recreo. Sus ojos, grandes y húmedos, quizás abocados a la miopía. Estaba entre los primeros de la clase. Aunque no era pedantuelo, ni empalagoso, los otros chicos lo zaherían o, al menos, lo rechazaban de sus juegos y aventuras, porque Gelín torpeaba para saltar, y no sabía meterse en el río si no era con un cinturón de corchos de las cubas, y a la hora del balón solo servía «para las que pasen».

La mujer del Andana sentía debilidad por su pequeño, llegado cuando ella andaba por los cuarenta y tantos. El padre, en cambio, recibió aquel fruto seruendo de no muy buenas maneras, y tal seguía. Lo que realmente sintiera en sus adentros era difícil de averiguar, pues Bastián el Andana, como es ley en los varones de su condición, sacaba no más que lo violento y áspero, guardando para sí cualquier ternura, si la tenía. Y alguna debía de tener, pues como el vino de Sebastián solía ser locuaz, y frecuentes las ocasiones, habíase sabido que en el fondo estaba orgulloso de ver al chico amigo de los libros, retraído y sensible, virtudes que a él se le imaginaban propias de gente alta y señorita.

Gelín había ido, como siempre, a coger agua fresca para la comida, en la fuente de Saldaña. Aunque en todo era dócil, nada hacía tan gustoso como aquella comisión diaria. Iba ligero por la carretera con su botijo de barro colorado, ganando tiempo para sentarse luego a sus anchas junto a la fuente. Al llegar a ella, limpiaba la vasija llenándola hasta la mitad y moviéndola arriba y abajo. Después, si no había otra gente, la colocaba debajo del caño, de forma que el agua entrara por la boca y saliera por el pitorro, renovándose sin cesar. Los ojos se le quedaban fijos en el pequeño suceso, como le ocurría viendo pasar el río o frente al fuego de la lumbre baja. Mientras el agua entraba y salía, Gelín pensaba en mil cosas, componía historias, soñaba que salvaba a una niña rubia de morir ahogada o que se le aparecía la Virgen.

La madre, cuando lo vio de vuelta, apresuró el arreglo de la comida. Los dos mayores andaban mantenidos con un amo, pero Sebastián vendría: estaba sin trabajo. Esto le sucedía a veces, según la suerte y la estación del año, pero últimamente quedaba sin jornal más a menudo.

Gelín se sentó en una banqueta y metió los ojos en el libro inseparable. Los levantó en seguida para contar:

Había ido por agua fresca. La carretera estaba animada, porque el día era de feria en la ciudad. (En los días de feria marchan unos a pie y otros a caballo o en carro; algunos llevan del ramal a su caballería, como si quisieran mimarla hasta la hora de ponerle precio en la plaza). Gelín iba con su botijo bien cogido. No, no se había arrimado al borde peligroso que da sobre el pedregal; obedecía a su madre, andaba siempre por el sitio seguro, pegadito a la ladera de las viñas. Como Gelín miraba siempre dónde ponía el pie, vio un bulto en la orilla de la carretera, en medio del polvo y de las cagarrutas. Resultó un par de botas sin estrenar, seguramente recién compradas, que se le habrían caído a cualquier feriante. Eran botas de becerro, claras de color. (Probablemente rígidas e inhóspitas, incluso para los pies menos delicados, porque aún no habrían sido impregnadas de sebo). Estaban atadas una con otra por sus propios cordones, que no eran cordones, sino largos trozos de correa adelgazada. Gelín, que se aprendía todo de memoria, recordaba el número 43, rodeado de tachuelas de cabeza estriada. Gelín pensó con pena en el perdedor de tan flamante calzado. Gelín se compadecía de todos y de todo. La primera en pasar fue una mujer de aspecto muy pobre, cargada excesivamente con una cesta de higos. El niño le enseñó las botas, pero la mujer no sabía de quién pudieran ser y continuó su camino con indiferencia. Pasó un cura que parecía de aldea por el manteo salpicado de cazcarrias, pero Gelín no le preguntó, puesto que las botas no eran negras. Algo después, apareció por la carretera un hombre a caballo. (El niño lo describió a su manera: la madre entendió que podría ser un mercader pudiente). Gelín —seguía contando— puso el botijo en tierra y con las dos manos libres levantó las botas hacia el del caballo, quien dijo no saber nada del asunto. El paisano iba a seguir su camino cuando el niño se le dirigió de nuevo para pedirle que se quedara con la prenda hallada, pues él podría encontrar más fácilmente al dueño. El hombre titubeó un momento; al fin aceptó el encargo con una sonrisa que a Gelín le pareció burlona. Gelín, entonces…

Sebastián el Andana interrumpió el relato. Venía de la calle, y con su humanidad corpulenta entró en la casa un olor de pana y tabaco húmedo. La mujer tuvo un susto; no sabía por qué, pero hacía veinte años, los de matrimonio, que se sobresaltaba al llegar su hombre.

El hombre fue al rincón del botijo y bebió un largo trago de agua, a la galleta. Se sentaron a la mesa. Sebastián no abría la boca sino para comer. Estaba sin trabajo. No tenía que decirlo. La mujer entendía sin palabras. Gelín también sabía interpretar los silencios de su padre. De manera que ahora, como tantas veces, su madre andaría más callada por la casa, y el padre gritaría más alto, y él mismo, con sus alpargatillas de vira, tendría que andar ligero a los recados molestos: «Cuarto kilo de fideos terciados y que dice mi madre que lo apunte».

El yantar suavizó al Andana; sus ademanes se hicieron menos bruscos. Dio fin al condumio, sacó un cigarro y su cuerpo se relajó sobre la silla de paja: se le puso aspecto de vencido, casi humano.

El hombre y la mujer empezaron a hablar: primero, palabras sueltas, cortas, espaciadas; poco a poco los párrafos se iban haciendo más largos. El chico, en un rincón, esperaba la hora de la escuela con su libro amigo, escuchando a medias.

La madre se puso a contar, acaso por retener al hombre en la cocina tibia, mientras fuera descargaba al fin la lluvia. Era la voz apagada de siempre, pero a Gelín le pareció llena de ternura y aprobación. Gelín intervino algunas veces para aclarar: «Entonces yo le dije» y «Luego yo le pregunté», pero fue la madre quien se encargó de completar la historia de las botas. Cuando la hubo terminado, sus ojos complacidos miraban a su hombre, y después al niño, y luego al hombre otra vez.

Sebastián el temporero, más conocido por Bastián el Andana, estuvo en silencio un tiempo, el cuerpo caído sobre la silla, como indiferente o cansado. Luego, de repente, dio un terrible golpe con su puño poderoso sobre la mesa, haciendo temblar el barro humilde de los cacharros.

La mujer suspiró. Gelín levantó del libro sus ojos grandes y algo húmedos. El padre empujó la silla hacia atrás; salió de la cocina; se echó a la calle empapada de lluvia y hundió con rabia su calzado roto en el barro, sus viejas y derrengadas botas del 43.