El señor Garavía leyó su propia escritura sobre la agenda de mesa: «Fábrica, 4 tarde». El despacho estaba en el centro de la ciudad; apenas se entreveía la luz alegre de marzo, contenida por las persianas graduables.
Don Fernando Garavía Costa era hijo de don Fernando Garavía Eustaque y nieto de don Fernando Garavía Altave. Era, también, padre de Fernandito Garavía de Torre, ya próximo ingeniero industrial, que alargaría a su debido tiempo la tradición onomástica de la familia.
Al señor Garavía Costa se le conocía como buen patrono. Sin embargo, a la hora de acudir en persona a los talleres tenía que vencer una pereza extraña. Todo cuanto poseía de lúcido para desentrañar problemas entre las paredes acolchadas de su despacho, le faltaba a la hora de vivirlos sobre el terreno. Por nada del mundo quisiera él estar junto a la máquina en que se engancha la mano de un obrero; pero desde su mesa, a través de sus teléfonos, con los trazos rojos de su lápiz omnipotente, hacía llegar el remedio y la esperanza, tierno como una monja y eficiente hasta el milagro. Por dos veces ardieron las naves —las de la fábrica, y no les cuadra mal llamarse como las que bregan en el mar—, y su capitán no consintió en pisar allí, salvo una visita rápida y esquiva, mientras hubiera que hollar cenizas. Solo unos días, y ya los muros nuevos estaban creciendo. Los levantaba el hombre desde su sillón de cuero —no trono, sino roca o torre de mando—, clavado en el sitio exacto para que las manos pudieran dominar el breve, pero poderoso, territorio de teléfonos y timbres.
Solo por un deber, el señor Garavía iba a ver con sus propios ojos el gigante contorno de las máquinas y el rostro de los hombres que las servían.
El coche era un modelo de excepción; no demasiado ancho, pero sí más largo de lo corriente. Su dueño repudiaba cualquier exceso que no tuviera aplicación práctica. Más que ostentación o lujo, instrumento para el trabajo.
Conducía el chófer con suavidad; había sido elegido a conciencia. Delante de sus ojos atentos se iba desplegando la primavera recién llegada.
Cuando echaba una mirada rápida al retrovisor, veía al jefe en la sombra, como si estuvieran lejos uno de otro.
Sentado en el asiento de atrás, descansando las piernas extendidas —que a veces se resentían de una circulación defectuosa—, el hombre de negocios no advirtió la gran arteria diagonal de la ciudad, de palmeras encendidas, ni sintió la tarde soleada de las afueras, embebido como iba en el examen de sus papeles. Solo levantó la vista cuando el coche enfiló su morro hacia el portón que un hombre uniformado abría con apresuramiento.
Entró el automóvil en la factoría y avanzó lentamente, con ese aire solemne, de ceremonia, que suelen tener los coches grandes y potentes cuando marchan a velocidad reducida.
Los altos jefes aguardaban en la puerta principal. El joven adjunto, de mirada viva y movimientos rápidos, se apoderó de la abultada cartera de piel: una piel olorosa que lucía en oro, sobre su labrada superficie, la F, la G y la C de Fernando Garavía Costa.
Cuando don Fernando Garavía Altave, abuelo de don Fernando Garavía Costa, fundó en una calle estrecha de la ciudad su taller artesano, la sección administrativa se reducía a una mesa tosca y un conato de orden en la pared: tres clavos donde se pinchaban en elemental clasificación los recibos pagados, las facturas a cobrar y los pedidos pendientes para servir. Don Fernando Garavía Eustaque hizo más grande la industria y la apoyó en un escritorio, ya con máquina de escribir, archivadores de la A a la Z y prensa para el libro copiador de documentos; todo ello en un cuarto mediocre, porque aún estimaba —el segundo de los Garavía industriales— que lo mejor de una fábrica ha de ser para los hornos, las prensas y las herramientas. Garavía Costa —hijo de su tiempo— pensaba de otra manera, si se juzga por las oficinas en que ahora entraba: pavimentos de mármoles pulidos y decorativos arbustos, casi tan altos como la pared, junto a pinturas murales de vaga significación. Todo lo contemplaba desde su retrato el abuelo Garavía, el fundador, aunque a él no le mirase nadie, por el rigor de la costumbre.
El visitante pasó deprisa y —naturalmente— sin detener los ojos en el abuelo, que vigilaba desde su marco dorado. Seguido a dos pasos por sus colaboradores, entró en las naves de fabricación con un talante mitad tímido y mitad decidido, un poco como algunas autoridades civiles o eclesiásticas cuando pasan revista, sombrero en mano, a la tropa que les rinde honores.
Iba la comitiva por la zona áspera y penosa de la fundición —órgano matriz de toda buena industria—, viendo hornos y calderas, tolvas que arrojaban un polvillo excitante.
Luego fueron las plantas de máquinas. Preguntaba sobre salarios y recompensas, accidentes y medidas de seguridad, y lo hacía solo por consideración a sus auxiliares, pues desde su mesa —aislada como torre de marfil— sabía él con rigor hasta el último detalle.
Con íntimo orgullo se detuvo ante unas máquinas que en otro tiempo fueran mutiladoras de manos descuidadas. Ya no era posible la cruel voracidad. Los hombres que las servían eran valientes y generosos, más corazón que cabeza; pero alguien había pensado por ellos en la quietud alfombrada de un despacho. Desde entonces, para que las cuchillas cortaran la chapa insensible y no la tierna materia que es el hombre, tenía éste que colocar sus manos sobre dos botones exteriores. Era un trabajo gratuito, casi irritante por innecesario, pero solo cumplido este trámite paternalista consentía la máquina en descargar su fuerza estremecedora.
Apresuró el paso don Fernando. Sabía que sus hombres eran los mejor pagados de la región industrial, en dinero, en trato, en oportunidades. Y, sin embargo, no se encontraba a gusto cuando sentía tan cerca sus miradas; y aunque comprendía que era un escrúpulo absurdo, quizás un trastorno nervioso, sospechaba que aquellos ojos y aquellas manos le estaban preguntando algo a lo que él no hubiera sabido responder.
La fabricación de cocinas —y qué no, entre lo que puede construir el hombre— va de lo penoso a lo llevadero, de la materia mostrenca a la pulimentación refinada. Empieza en el calor sucio de las fundiciones, pasa por el trepidar ruidoso de las máquinas y viene a su fin en las tareas, ya casi apacibles, del acabado.
Así pensaba el señor Garavía cuando él mismo iba ascendiendo, en comodidad creciente, por las diversas fases de su organización modelo.
Había llegado ya a las dependencias donde las cocinas recibían el baño lustral del esmaltado. Y allí mismo, pues los pabellones eran inmensos, alcanzaban remate los aparatos con la adición de cromados embellecedores. Se verificaba su funcionamiento. Y se embalaban.
Hace cincuenta años, las cocinas Garavía eran negras como el carbón que las haría funcionar, y llegaban a los ferreteros en pequeña velocidad, protegidas por paja y arpilleras toscas. Pero todo había cambiado. Ahora serían alimentadas por un gas limpio y veloz, y sus caras brillaban como espejos. Cada unidad se cubría con su funda de plástico transparente, ofrenda destinada al gozo de quién sabe qué compradora admirada.
Trabajo de mujeres, éste de las tareas finales donde la fuerza no encuentra aplicación y sí el primor; sin contar —don Fernando lo sabía al dedillo— el menor coste de la mano de obra.
Don Fernando pasaba mirando de soslayo a las muchachas alineadas frente a su tarea. El atuendo reglamentario, bata azul de corte gracioso, no llegaba a borrar, por fortuna, las diferencias propias del encanto femenino: altas o bajas, morenas o rubias, expresivas o inertes.
Se detuvo el visitante para escuchar un dato que le apuntaba el colaborador más próximo. Quedó entonces frente a una trabajadora que le pareció de ojos luminosos; muy joven, desde luego; se llamaba Carmen, pues nombre y apellido campeaban siempre sobre el bolsillo izquierdo de los uniformes. Quiso volver el señor Garavía a pensamientos más propios de su condición, pero al poco, como un eco atrevido, se repitió la idea de que los ojos de Carmen eran luminosos.
Si al poderoso empresario —por no se sabe qué trastorno psicológico— le causaba inquietud el mirar de los obreros, hombres disciplinados y en paz, aún más le apuraba esa insolencia solidaria de las mujeres frente al hombre que debe pasar entre ellas. Ésta era la causa de que en tales secciones acortase adrede sus visitas. Esta vez, sin embargo, algo le obligaba a volver los ojos hacia el objeto de su observación anterior. Sin dejar de escuchar a quienes le seguían, aventuró un mirar furtivo, pero una fuerza irresistible le inclinaba a hacer más patente su deseo. La chica sonrió sin duda con los ojos, en una hábil mezcla de asentimiento y disimulo. Advirtió don Fernando la boca fresca y miró —todo deprisa— cómo el nombre de Carmen, bordado en hilo rojo, subía y bajaba, subía y bajaba en una dulce fatiga que el hombre, con secreta complacencia, quiso imaginar desconectada de toda causa laboral.
Un gesto brusco del propio señor Garavía hizo reanudar la marcha. Empezaba a sentirse cansado: era un confuso dolor de cabeza, ningún motivo de alarma, pero ansiaba ver el fin de su tarea del día.
Le hablaban de las últimas disposiciones en favor de las trabajadoras:
—El reglamento exige que cada mujer disponga de una silla. Si prolongan el estar de pie, puede dañarse su fecundidad.
—Y «la Casa» va siempre por delante, de modo que se mejoraron los asientos: aún más anatómicos y funcionales.
El señor Garavía se pasó el pañuelo por la frente; un pañuelo blanco y fino, sin desdoblar.
—«La Casa» —le seguían informando— es tolerante con la moda, siempre, naturalmente, que no se perturbe la productividad.
En efecto, había ido acortándose la bata reglamentaria. Las obreras atendían a estar cómodas, más aún en aquellas horas finales de la jornada.
Se sentía molesto don Fernando, y no por el desenfado de las chicas, sino porque algo le empujaba aquella tarde hacia pensamientos que no casaban con su habitual talante. Al menos en su mundo del trabajo, nadie podría reprochar a don Fernando Garavía Costa interferencias culpables. Si alguna vez tuvo ocasionales deslices, fue a buscarlos al margen de lo cotidiano. Lejos, incluso, de su ciudad. Mejor aún, fuera de su patria. «Una frontera en que cambia hasta el ancho de las vías —se decía él— supone una seguridad especial para ciertos lances». Solo una vez estuvo a punto de perder los estribos. Cayó enferma su secretaria, leal y virtuosa a toda prueba, y el departamento de personal le envió una joven taquígrafa como sustituta. La chica llevó al despacho un perfume nuevo, un andar balanceante entre los archivadores metálicos y unas rodillas por las que a veces perdía el señor Garavía el hilo de su discurso. La señora de Garavía llegó una mañana y encontró excesiva a la muchacha. No hubo que tomar medidas: la secretaria titular recuperó su puesto, más ascética y descarnada en la convalecencia. El despacho ya no tuvo perfume, y el director volvió a urdir sus dictados con lógica implacable.
Al señor Garavía le iba en aumento el dolor de cabeza. Decidió terminar de una vez y salir al aire libre por el camino más corto. Le siguieron, siempre a dos pasos, sus ministros en la fábrica de cocinas.
Ahora pasaban por detrás de la fila de obreras. El señor Garavía recordaba el sitio exacto de Carmen. La muchacha estaba de pie, con la cintura doblada ligeramente y la atención puesta en la tarea. Aquella postura acortaba aún más su vestido azul, de modo que sus piernas aparecían finas y, sin embargo, poderosas. Un polvillo rosado que estaba en todas partes, y que sin duda era ingrediente del esmalte, se había ido posando a lo largo de la jornada sobre aquella carne desnuda, velándola, dorándola, vistiéndola de una suciedad que no era sucia, sino limpia y clara. Yjoven.
El señor Garavía pensó en una caricia lenta sobre aquella doble largura que se perdía en el misterio. Solo un instante. Luego llevó su mano a las sienes zumbadoras y, ya sin cuidarse de sus acólitos, fue resueltamente hacia el exterior.
Se vio con asombro en medio de la tarde. Iba a preguntarse de dónde le venía aquel alivio súbito, quién o qué le había quitado de sobre los hombros el peso enorme de la fábrica; pero el señor Garavía nunca se permitía cuestiones superfluas. Miró los árboles cercanos. Se detuvo ante el vuelo de los pájaros y contempló un momento las nubes sonrosadas, que le parecieron caras de ángeles o de niños.
El jardinero de la fábrica, con la gorra bailándole entre los dedos, levantó la voz en tono de saludo:
—¡Hermosa primavera, señor director!
De pronto, el señor director exhaló un suspiro de alivio, como siempre que encontraba la clave de un problema turbador. Ya no tenía que inquietarse. No pasaba nada. No le dolía nada. Era la primavera. Un mal pequeño y pasajero. La primavera.
Y se metió en el coche que le estaba esperando, más negro, más largo que nunca.