No sé qué me va a parecer Madrid el día que falte el primo Estanislao, ojalá tarde muchos años.
Cuando el Tanis y su mujer vinieron aquella vez, por el Cristo, no les creíamos que toda su vivienda de la calle Embajadores cupiera en nuestro comedor de pueblo. Y no exageraban, hay que ver lo que es la capital. Aun así, me hicieron sitio cuando fui a las oposiciones. Tienen, el primo Tanis y su mujer, un gran corazón. Me cogieron cariño, acaso porque son sin hijos, y el Tanis, cuando salía del Banco, me llevaba de tascas con sus amigos. Le llenaban mucho mis estudios. Solía decir, no sé de dónde lo sacaría:
—¿Éste…? ¡Refuta a Balmes!
Luego seguí yendo por Madrid, ya con mi plaza en propiedad y los cuartos frescos del provinciano. Se llevaban por entonces las solterías largas y calaveras. El Tanis me daba con el codo:
—Bueno, tú lo que querrás, eh…
—Hombre, qué quieres que te diga, ¡a ver…!
Al Tanis no le gustaba —en el comercio del amor— lo que está a la vista. Él sabía de cosas mejores, más restringidas y privadas. Fuimos dos o tres veces. El Tanis daba el santo y seña.
—Aquí no es.
—Se equivocan ustedes, caballeros.
—¡Largo!, o llamo a la comisaría.
El Tanis decía que era mala suerte, que seguramente habían hecho una redada.
En el Banco el primo Estanislao atendía al despacho principal, el del presidente. No estaba en los bajos, como los demás, sino en lo que llamaban planta noble. La mesa del Tanis, con ser solo de ordenanza, lucía más que la de un apoderado porque estaba junto a la misma puerta presidencial y encima de unas alfombras así de espesas. El Tanis cuando tenía dentro al superior no podía apartarse ni para evacuar.
A primera hora de la mañana, como el presidente no llegaba hasta las diez, aprovechaban a Estanislao para cambiar las cotizaciones de Bolsa en los escaparates y dejar las lunas resplandecientes. Era un trabajo de lo más llevadero. Mejor aún: placentero, apasionante.
—Al trabajo hay que echarle pasión —aseveraba el Tanis.
—Diga usted que sí, señor Estanislao, en la vida hay que tomar partido.
Mi primo tomaba partido ideal por el sector eléctrico o por el bancario o por el minero, según cuadrara, y cada mañana, al arreglar las vitrinas, se daba alegrones y disgustos que —como él mismo decía— le prestaban sentido a su existencia. Después, sobre la mesa de ordenanza, entre timbrazo y timbrazo del presidente, Estanislao leía las gacetillas de El Inversor, ese folletín, y se emocionaba con los volubles estados de la Bolsa: apática, decaída, inapetente, entonada, febril, expectante, con el pulso débil, estreñida, valiente, codiciosa… ¿Para qué seguir?
Tanis, el día de su jubilación, no lloró por la gorra ni por la mesa de castaño, que lloró por las carteleras bursátiles. Le dijeron que siguiera yendo un rato por las mañanas, solo a cambiar los tipos, pero era por que no llorase, por engañarlo como a un niño. Lo hizo dos o tres días, y no lo dejaron volver, no fuera a caerse y vaya un lío para el seguro.
El Tanis, no es porque sea mi primo, tiene muchas agallas, y piensa que mientras uno trabaja en algo, vive. Hizo unos cuantos ensayos, como la venta de escarbadientes y servilletas de papel de seda por los bares, pero lo malo de tales oficios fue que no le ofrecían a Estanislao la posibilidad de apasionarse. Entonces abrió un tabuco en la calle Latoneros, para la compra de papel viejo, pan duro y otras menudencias. Yo quise advertirle:
—Pero hombre, Estanislao, ¿tú crees que saldrás adelante?
Él me replicó que yo pensaba con la mentalidad del pueblo, donde no hay campo para nada.
—Aquí pones tienda de guantes descabalaos, y siempre habrá en Madrid algunos mancos que los necesiten. Mira —y me arrastró del brazo hasta una tienda modesta—: fíjate en el anuncio. Solo venden para el caldo gallego. ¡Solo! «Grelos de Santiago, recíbense en el día».
Tanis volvió al ejemplo de los guantes desparejados. Debía de haberle gustado mucho:
—Pero pon esa tienda en Cacabelos, anda, ponla en Cacabelos. ¿Cuántos mancos puede haber en Cacabelos? ¡La ruina!
Estos ejemplos se los sacaba el Tanis de su natural apasionado, y a mí me parecían ociosos, pues bien sabía yo —y por experiencia propia, como vendedor apremiado— que en Madrid hay gente viviendo de lo inverosímil. Solo quise advertirle sobre si sacaría para la renta y los arbitrios.
Y fue aquí, sí señor, se dice bien, donde el primo Estanislao encontró la ocupación que le está dando una vejez feliz, quiera Dios que por muchos años todavía. A un negocio vulgar y ceniciento, el primo Tanis ha sabido darle emoción y azar. Cada día se cierra con una incógnita que el propio Estanislao se encarga de despejar a la mañana siguiente.
Cualquiera puede verlo si se pasa por Latoneros, 18, duplicado: «La Bolsa del Papel». Junto a la puerta pende una pizarra. El Tanis, actuando como una fuerza ciega —¿y no es así la otra Bolsa, la de la plaza de la Lealtad?—, establece día a día las ínfimas variaciones que consultan, con esperanza y avidez, los modestos inversores del barrio.
Aquí traigo en la libreta, solo por gusto, la última cotización que yo le vi el año pasado, cuando las corridas de San Isidro:
Recortaduras kilo 1.° 4,85 Recortaduras kilo 2.° 3,30
Oficina 2,20
Archivos 2,10
Libros 1,30
Magacines 1,30
Revistas piadosas 1,20
Periódicos 1,15
Colorín 0,50
Papelote 0,45
Pan duro 1,35