El día que Manolito Cañibano apareció en el casino con una Parker de contrabando asomándole junto al puro, sus amigos, nada piadosos, le preguntaron:
—¿Y para qué quieres tú la estilográfica, Manolito, si no se te da por escribir?
YManolito, que jamás se amoscaba por alusiones a su ignorancia, contestó:
—¡Anda éste!, pues pa pinchar las aceitunas.
Y entonces fue y convidó a dos medias botellas de vino —¡que cuánto más fino hacen que una entera!—, y clavó el plumín de oro en una aceituna gordal.
Manolito Cañibano pesaba cien kilos largos, y los adornaba con una facha pintoresca: sombrero de ala generosa, corbata viva, pañuelo fino surtiendo, como una palmera, del bolsillo superior de la americana.
A Cañibano lo conocían en toda la provincia porque no perdía feria ni fiesta. De paso que iba a los toros y a ver a las muchachas casaderas, miraba por su negocio, que era la fabricación de refrescos de naranja y limón.
Si Cañibano estaba en la ciudad, no le ponían falta a la hora del vermú. Los amigos de Cañibano eran señoritos, y a veces se permitían burlas. Cañibano no se enfadaba. Era alegre y burbujeante como sus gaseosas. Reía con risa estruendosa, un verdadero escándalo. Y repetía el convite:
—A ver, maestro. Otras dos medias de lo fino.
—Ya mismo, don Manuel.
Como Cañibano manejaba dinero, y sus amigos no tanto, tenían estos que aguantarle una superioridad: la que le daban los viajes. Una vez al año trasponía Manolito las fronteras, alistado en excursión colectiva. De cultura y arte volvía hecho un lío. Se lamentaba, por ejemplo, de que al pasar por Bayona no les hubieran enseñado la tumba de Romeo y Julieta, y en Roma lo que más le impresionara había sido «la cópula de San Pedro y las catatumbas». (Manolito, además de catatumbas, dice asnalfabeto y rescalentón, que si no están en el Diccionario, lo merecen). Pero, si perdonamos lo cultural, Manolito hacía siempre un recuento envidiable: ¡qué películas! ¿Y en La Tomate de París, cuando las señoritas —lástima que fueran tan delgadas— se iban quitando la ropa poquitín a poco…? A veces, además de noticias traía material: revistas picaronas y, sobre todo, algún pequeño y confidencial chismático para contemplar «vistas panorámicas». Los compinches, pollos con espolones, pero ingenuos, aplicábanse a satisfacer el complejo llamado de ojo de la cerradura, mientras Manolito, generoso y feliz, reía con toda su alma, y con todo su cuerpo, que no era poco.
Una vez al mes, como quien cumple un trámite, Cañibano, que no tenía mujer a quien rendir cuentas, iba a Madrid a lo que ya se sabe. Paraba en una pensión de la Gran Vía, iba a la revista, se compraba una corbata y terminaba ocupándose con una chica. Le gustaban las bienhabladas, y concedía gran importancia al lugar para sus encuentros íntimos. Manolito no reparaba en el dinero:
—¡Lo más mejor!
—Quedará usted satisfecho, señorito. Y que aproveche.
Lo más mejor tenía espejos hasta en el techo, cuadros con escenas mitológicas y, sobre todo, cuarto de baño resplandeciente.
Todo llega en esta vida, y al fabricante de espumosos le llegó el que sus amigos le divirtieran menos. Tampoco los viajes a Madrid le eran tan necesarios. Si iba con una chica, se le quedaban los pies fríos; más precisamente, de la rodilla abajo. Dio en pensar que podría casarse. Manolito tenía dinero, Manolito era bueno y simple, tierno de corazón dentro de su facha grandona, de modo que encontró sin trabajo su media naranja. Honorina se llamaba. Ya no una niña, como convenía al caso, pero —¡bien lo había mirado el galán!— decente a salvo de cualquier sospecha. Los amigos de Manolito se rieron mucho al enterarse del noviazgo, pero el novio se reía aún más, y todos bebían a la salud de la pareja.
Como Cañibano quería que a nuevo estado casa nueva, mandó hacer una para estrenarla precisamente el día —o la noche— de su boda. El encargo fue al primer arquitecto de la capital:
—Aquí sí que puede lucirse usted, don Argimiro.
Don Argimiro, harto de hacer bonificables, refrescó con gusto sus conocimientos sobre la edificación de villas y mansiones. Le dio el cliente carta blanca, salvo algún capricho inocente, como el del fumadero árabe y los peces en el portal.
Honorina y Manolito, distraídos con su noviazgo comedido y sereno, acordaron no entrometerse en las obras. Faltaba él de vez en cuando al pacto, por alentar el trabajo del contratista y asegurarse de la buena marcha, pero también, en sus interiores, por gustar anticipadamente el hogar.
Al principio la obra marchaba muy deprisa. El hierro iba marcando la estructura, tan fácilmente, se diría, como en un meccano de jugar los niños. Era fabricar una casa. Más tarde entraron los de los oficios, que en la construcción suelen llamarse artistas, y las impaciencias de Manolito se vieron frenadas. El suelo del comedor, con taraceas de castaño y olivo, tuvieron que levantarlo por un quítame allá ese nudo. Tampoco valió a la primera el mármol del portal: lo habían traído verde, pero no era, exactamente, un verde serpentina. Cañibano quería todo bien hecho: «¡Lo más mejor!».
Ya tocaba su vez al cuarto de baño principal, el de los señores, contiguo a la matrimonial alcoba. Los obreros, con sus sopletes, empalmaban tuberías que después quedarían ocultas. Levantaban otros el alicatado de las paredes hasta el mismo techo, con derroche de mármoles y azulejos. El pinche se aplicaba a despegar el papel de embalaje que aún restaba adherido a la taza del inodoro, ya colocado el aparato, ya estrenado el aparato, según tradicional fuero del oficio, por cualquier operario en necesidad de tirar el pantalón.
Manolito Cañibano había ido a echar un vistazo. Le agradó el tono malva de la loza sanitaria. El lavabo era espléndido, de dos senos, para ser utilizado al mismo tiempo, ¡y cuántas veces ocurre!, por marido y mujer. ¡Qué esplendidez en el tamaño de la bañera, halago a la corpulencia del propietario! ¡Qué finos detalles, el cenicero junto al váter, y la repisa para tener a mano el periódico! La cadena, tan desagradablemente alusiva, había sido reemplazada por un sifón automático y velocísimo.
Fue entonces cuando estalló el conflicto —la tragedia, podría decirse—, imponente, imprevisible: todo colmaba de felicidad al visitante cuando éste, ya a punto de marcharse, tropezó con una pieza que había escapado a su inquisición. Cañibano perdió el color. Por un momento se quedó sin habla, como si no diera crédito a sus ojos. Allí estaba —¡en su futuro hogar!— un artefacto que le era bien conocido de verlo en el meublé de la calle Barbieri, usado por las mujeres en la intimidad y siempre en posición sedente. Cañibano preguntó quién había mandado poner «aquello», pero los hombres, que se tomaban un descanso por cualquier cosa, siguieron chupando sus pitillos y se alzaron de hombros con indiferencia.
Cañibano bajó a la calle en cuatro saltos por la escalera sin barandilla, salió en coche bruscamente y corrió a buscar al arquitecto. La tarde entera, y Cañibano no se apeó de la burra. Arrancaron el bidé a la mañana siguiente.
El lance se propagó por la ciudad y dio lugar a bromas y regocijos. A la hora del vermú, Manolito fue recibido por sus amigos con grandes demostraciones de júbilo:
—¡Pero qué ocurrencias tienes, Manolito! —y se rieron como siempre, con todas sus ganas.
Pero esta vez Cañibano no les hizo coro. Habló serio, imponente y tieso en toda su estatura:
—Uno habrá sido un pendón, pero mi novia es una mujer decente. ¡Ea!