Los Bancos, al revés que los gitanos, quieren ver a sus hijos con buenos principios. A cajero, apoderado o director de sucursal de tercera bien podría llegar Adolfito Cirujeda, pues sus comienzos encajaban perfectamente en el molde de la Entidad. Que era puntual, el chico, se vio desde el día mismo que lo ingresaron. Dócil y manso de corazón resultaba obvio, pues, en otro caso, mal habría pasado la quincena de probatura. Luego resultó que también era limpio; no como el botones anterior, que lo echó don Florián, el director, porque siempre tenía el dedo dentro de las narices.
Adolfito entró en el Banco a los catorce años, con pantalón corto, pelos en las piernas y voz gallipava. Lo primero que hizo la Entidad fue darle pantalón largo, generoso de vuelo en los bajos. Sábese de poetas sociales que han cantado, por ejemplo, al pinche de la construcción («Pinche, el botijo; pinche, la piqueta; pinche, pinche…»), pero, que uno recuerde, está nonata la alabanza del bancario meritorio, siempre metido en uniforme crecedero, con la lengua seca de pegar timbres y los ojos enrojecidos de madrugar.
Cuando se le pobló la barba a Adolfito y le enreció la voz, don Florián lo llamó al despacho para ofrecerle la gran oportunidad de su vida, que era la de aspirante a auxiliar suplente. Lo liberaron de la gorra con iniciales doradas y pudo vestirse como un hombre. Tuvo desde entonces mesa propia, aunque fuera la más canija de la oficina, junto a la puerta de los servicios. A Adolfito, como era tan limpio, le daba grima que los otros salieran abotonándose el pantalón, justamente delante de sus narices.
Cirujeda, un día empezó a mostrar la cualidad que lo haría célebre. El primero en enterarse fue el jefe de cuentas corrientes, y por casualidad. Se presentó a retirar fondos don Silvano, cliente de primer orden, y con mucha prisa. Como tardaban algo más de lo usual en encontrar la ficha, Cirujeda, poniéndose colorado hasta las orejas, apuntó a su superior: «Don Silvano Valiente de la Poza, cuenta 623, pesetas 988 329 con cincuenta, acreedor». El jefe de cuentas corrientes miró perplejo al subordinado, y no se detuvo a llamarle imbécil porque lo primero (es ley sagrada de la Banca) había que atender al cliente.
Pero he aquí que ciertamente Cirujeda se sabía de memoria el saldo de don Silvano Valiente de la Poza, y no solo de don Silvano, sino de todos los clientes que empezaban con la ese. El director, por segunda vez, llamó a Adolfito a su despacho y lo ascendió a auxiliar suplente, redimiéndole del aspirantado.
Cuando Cirujeda supo cantar de carretilla las cuentas desde la A hasta la Z, lo hicieron auxiliar titular y le arrimaron la mesa a una ventana. Cirujeda, el señor Cirujeda, era capaz de recordar sin tropiezos las cifras de cada cual, con distinción sagaz y velocísima entre números negros y números rojos, que es, al decir de los entendidos, la madre del cordero bancario. Su fama era más que local. Desde Madrid se habían interesado por el empleado Cirujeda, y el Banco hablaba incluso de presentarlo a una competición de memoriones en Düsseldorf.
Ya se sabe que en las bodas y bautizos, y aún más en las despedidas de soltero, si hay alguien que sabe hacer versos o cantar jotas, no tiene otro remedio que lucirse, de tan pesados como se ponen los comensales. A Cirujeda, si caía en una de esas asambleas, le obligaban a repetir, por ejemplo, la emisión de radio del domingo anterior. Y empezaba: «Ésta es la emisora Radio Meridional E. A. J. 14 de la Cadena de Ondas Musicales Españolas, transmitiendo en onda media de 210 metros equivalentes a 1500 kilociclos por segundo». Luego, sin pausa, los programas del día, el santoral, la meteorología, la cartelera de espectáculos, la guía comercial… Así hasta que se cansaba el auditorio.
A Adolfo, dentro de su trabajo, no le producía la menor molestia aquella facultad. Sí le fastidiaba un poco que, ya fuera de la oficina, al encontrarse con cualquier cliente por la calle, más que la cara le veía el estado de su cuenta corriente (o libreta de ahorros), rigurosamente puesta al día, incluso con los intereses acumulados. Se encontraba con un cura, o con una viuda, y ni veía al cura ni a la viuda, sino, por ejemplo, 24 500 justas y 11 129 con sesenta y cinco. Esto, la verdad, llegaba a fatigarle cuando salía a pasear por las plazas y los parques de la ciudad.
Podría pensarse que la memoria de Cirujeda llegaría a quebrar, pero lo cierto es que iba en aumento. Ya no le bastaba el horario laboral para ejercitar su privilegio, ni siquiera la lectura de saldos a través de las fisonomías transeúntes. Ahora pasaba las noches en una dolorosa duermevela, sin otra ensoñación que las páginas del Mayor y de Efectos en Cartera. Miles de cantidades que había barajado durante el día, se le representaban sin descanso durante la noche. Cuando entraba en el Banco, por la mañana, sus ojeras profundas delataban el involuntario trajín. En la oficina llegaron a inquietarse por la salud de Adolfito, pero las cosas siguieron igual; el empleado, en definitiva, cumplía cabalmente sus obligaciones.
Una tarde, cuando se encaminaba al Banco para hacer horas extraordinarias, Cirujeda se encontró con el entierro de don Silvano Valiente de la Poza, cliente importante, pero de mal carácter, que seguramente había abandonado a contragusto sus rentas y beneficios. Cirujeda, que aquella mañana había trabajado como un bárbaro, quedose con los ojos fijos en el féretro, montado sobre lujosa carroza fúnebre; y no por irreverencia, sino porque mal podría evitarlo, se representó el último saldo de don Silvano —último de verdad— junto a las letras doradas de la dedicatoria familiar.
Entonces sucedió lo que seguramente no había ocurrido jamás en aquella ciudad, ni acaso en otras ciudades colindantes: don Silvano el irascible, que debió de ver a Adolfito desde su encierro y leerle el pensamiento —como es privilegio de los difuntos—, sacó el brazo del estuche de caoba en que viajaba y le dedicó a Adolfito ese ademán que admite algunas variantes técnicas y se llama, según en qué provincia: la higa, hacer la peseta, dar un corte de manga, ¡por aquí se va a Madrid!, o, más breve y agudo, ¡por aquí…! En cualquier caso, un gesto grosero, impropio de un caballero con importante saldo acreedor.
Adolfito se encogió de hombros, y, pálido como si fuera él dentro de la caja, entró a su trabajo, por primera vez con cinco minutos de demora.
Primero se lo contó al jefe de cartera. Luego hizo el relato —quejándose amargamente de aquel ultraje— a los compañeros que quisieron oírle. El jefe y los empleados se reunieron en un rincón de la oficina, sin dejar de mirar para Adolfito. Una comisión se destacó hasta el despacho del director. El director no tardó ni dos minutos en llamar a Cirujeda. Le hizo repetir su historia. Luego, con un tono que quería ser paternal, pero que no ocultaba un fondo iracundo, pidió al subalterno:
—Pero, veamos, amigo Cirujeda, recapacite usted: ¡cómo va a ser posible que don Silvano Valiente de la Poza, una cuenta tan limpia, honra y prez de la Casa…!
Cirujeda se sentía animado por una fuerza invisible; seguramente, la fuerza que le daba su verdad. Se ratificó.
Don Florián aún quiso salvarlo. Dejó el sillón; vino hacia su empleado con pasos mesurados, lentos; le colocó una mano sobre el hombro. Dijo:
—Seguramente se equivoca usted, amigo mío, y el gesto ese, ¿cómo se dice?, ¡por aquí…!, fue de algún cuentacorrentista menor…
Intento noble, pero inútil. El brazo y la mano y el dedo corazón —tieso y oferente— eran de la cuenta 623: don Silvano Valiente de la Poza. ¡Y Cirujeda no se desdeciría jamás!
Entonces, y a una señal discreta del director, los dos empleados de más confianza sacaron a Adolfito por la puerta falsa, con el mismo tacto que se destinaba a los casos escandalosos o levantiscos.
Aquella misma tarde, Adolfito fue ingresado —con todas las comodidades, eso sí— en el propio manicomio de la Entidad. Don Florián, la cabeza más cuerda del Banco, pues por algo era el director, se quedó con un hormigueo en la conciencia: ¡mira que si Cirujeda decía la verdad…!