Los Cedilla

I

La señora de Cedilla —«nacida doña Fernanda Bauprés», según el gacetillero local— es una dama de buen ver. De la señora de Cedilla puede decirse menos mal: «nacida doña Fernanda», porque tratamiento y nombre parecen en ella inseparables desde el bautismo. Don Teodoro Cedilla es el marido de doña Fernanda. Uno casi no se atreve a añadir que don Teodoro es jefe de administración ni que el matrimonio habita casa con mirador, en capital de tercer orden, porque, aun siendo la pura verdad, parece rebuscamiento literario.

En los ratos de hogar, mientras doña Fernanda hace labores o fantasea con un libro entre las manos, mira don Teodoro sus colecciones de sellos y de mariposas, y penetra en el mundo maravilloso del detalle, privilegio de los miopes.

Podría esperarse que tan sedentarios personajes fueran inmunes a la tentación del coche. ¡Qué va! Aparte de que el coche es, si bien se mira, sedentario por su propia naturaleza, quedar a orillas de la corriente general es cosa de héroes o de genios. Doña Fernanda y don Teodoro, como todos los Cedillas de todos los Terueles, quisieron salir las tardes al campo —aunque en su ciudad casi todo era campo— e ir en coche a la misa de moda de los dominicos.

Fueron al agente de la marca elegida. (Había, en aquel tiempo, poco donde elegir). Don Teodoro firmó los papeles; antes, meticuloso, examinó las estipulaciones en letra menuda, rectificando a veces la posición del pliego frente a sus lentes bifocales. La Casa entregaba los coches en el color que a ella misma le convenía, pero, con un avispado sentido de las relaciones públicas, brindaba al solicitante la oportunidad de señalar su gusto. Don Teodoro esbozó tímidamente su voto por un azul intenso. Doña Fernanda se dejó cautivar por el gris-luna, tono poco concreto, que se favorecía de su propia denominación romántica y vagarosa. El agente no vaciló: en el recuadro destinado al color que escogiera la señora colocó una cruz enérgica y definitiva. No fue rencoroso don Teodoro. Colgose subsidiariamente del brazo de su mujer, y hasta le tuvo una mirada de agradecimiento porque iba ella en zapatos bajos. Aun así predominaba la estatura de doña Fernanda, poderosa y rellena.

Se encaminaron hacia el Café del Centro. Don Teodoro iniciaba, distraído, el cruce de la calzada. Doña Fernanda paró en seco la marcha, y su caballero retrocedió como un vagón atraído bruscamente por la locomotora. En el borde de la acera esperaron a que el guardia cambiase de postura. Lo hizo al fin, con un gesto perezoso y confuso, pero bastante a detener el único coche que se acercaba bajo el anochecer provinciano. Don Teodoro sintió el imperio de otro tirón, ahora hacia delante. Cruzaron por el paso de peatones, morosamente, como quien ejercita un derecho inconmovible. Unos muchachos salían del Café del Centro, tumultuosos, alocados. Tras ellos quedó la puerta rotatoria, ya libre, girando en el vacío. Doña Fernanda se insertó entre dos hojas de cristal, y el artefacto fue frenando su marcha, ganando en señorío y solemnidad.

II

Los señores de Cedilla suspendieron sus respectivas aficiones. Don Teodoro se prohibió el gozo de ordenar los últimos sellos, recibidos de un lejano corresponsal. Doña Fernanda no cogía otro libro que El examen del conductor. Juntos acudían a las clases de la escuela, dirigidas por un caballero fino y competente que ya en Caracas había desenvuelto este negocio.

Ramiro Candaneira, además de enseñar a «manejar», que se dice en Venezuela, había sido comadrón, vendedor a domicilio y conductor de guagua en tres o cuatro republiquitas de por allá. De regreso a su tierra no se conformó con las limitaciones aldeanas, y harto como estaba de la urbe, optó por el término medio de la capital de su provincia. Vio en seguida la oportunidad: los que compraban coche se venían buscando un conocido que supiera las martingalas del embrague, y en una era del ejido se daban de alta como conductores con solo una tarde de maniobras. Pero ya no bastaba. La autoridad competente extremó la severidad. Ramiro Candaneira compró entonces dos coches de cuarta o quinta mano, arrendó un bajo con ventanas a la calle y dispuso a san Cristóbal, enmarcado en flores de plástico, junto a las amenas señales de la circulación: rojas como la sangre las de prohibición o peligro, azules para información o mandato, amarillas las de precaución, verde-esperanza las alentadoras hacia el paso libre.

Para los Cedilla habíase abierto un mundo de emociones nuevas: puntuales, incansables, atentos a las explicaciones vehementes de Candaneira, que subrayaba con ademanes sublimes los fundamentos de la carburación. Un artefacto ingenioso —especie de cajón en medio del aula— servía para ensayar sin riesgo el cambio de velocidades, los pedales de freno y embrague, el giro de la dirección. Se alternaban en el manejo: don Teodoro, lento pero seguro; doña Fernanda, más veloz de reflejos, con frecuentes equivocaciones que el maestro le corregía en proximidad afectuosa, mientras el marido, limpiándose los lentes, esperaba su nuevo turno con impaciencia infantil.

Candaneira pensaba que doña Fernanda animaría a otras aspirantes. Esta perspectiva llenaba de complacencia al propietario-director. Galante y obsequioso, pero sin salirse de madre, el joven profesor Ramiro —aún en los treinta y tantos, pese a su densa vida ultramarina; soltero y sin compromiso— modificaba levemente la posición de las manos femeniles en el volante y aleccionaba sobre la correcta dirección de los ojos hacia el campo visual. A don Teodoro le halagaba secretamente el advertir que Fernanda no era la misma. Una luz más alegre brillaba en los ojos negros de la mujer, ahora alargados en un trazo también negro, artificial.

Los futuros conductores estaban a dos pasos del día ansiado y temido. Sobre el examen versaban las conversaciones de la pareja, con una insistencia que alcanzaba la categoría de obsesión. Y cosa curiosa: doña Fernanda, que venía llevando la batuta desde el momento de recibir las bendiciones, aceptaba ahora la jefatura del esposo.

—No consigo hacerme a esa idea. Son cosas de hombres, Teodoro. Vosotros sois reflexivos.

—Nunca se sabe lo que nos espera, Fernanda —replicaba con tiento don Teodoro—. Un día llegará mi jubilación. Figúrate que hacemos viajes largos; nos turnaremos y será descansado para los dos. ¡Y estás tan guapa con las manos en el volante!

—Para ti es fácil porque entiendes todo eso del código —insistió la esposa, alcanzada en el cogollo de su vanidad.

—¡Pero si ya sabes de memoria hasta el detalle más pequeño!

—No, no. Hay cosas que pueden conmigo. Eso de la distancia mínima entre dos vehículos… ¡Es insoportable!

—Pero escucha, Fernandita…

—Por favor, Teodoro, ya sabes que no me gustan los nombres con azúcar.

—Pues escucha, Fernanda. (Cedilla puso la voz grave). Es lo más fácil del mundo: «La distancia mínima no será inferior en metros al número que resulte de elevar al cuadrado la cifra de su velocidad expresada en miriámetros por hora».

—¡Pero eso es horrible! ¡Yo no sé elevar al cuadrado ninguna cifra! ¡Y me armo un lío con los… los… miriámetros!

—Veamos, veamos… —condescendió don Teodoro, mientras cogía un papel de amplias dimensiones para la explicación matemática.

Muy lleno por aquel giro inesperado en las relaciones matrimoniales, el jefe de administración se sentía jefe en su casa. Nunca es tarde. Continuaba:

—Supongamos que un coche circula a cincuenta kilómetros por hora. Pues entonces, salvo que haya niebla densa, lluvia copiosa, o que el vehículo que marcha delante levante gran cantidad de polvo…

Doña Fernanda no advirtió que su imaginación se escapaba hacia pensamientos menos arduos. A través de la niebla densa, lluvia copiosa, etcétera, etcétera, se le aparecían viajes radiantes y soleados. Ella iría al volante del coche. Sí, tenía razón Teodoro: es atrayente la estampa de una mujer cuando conduce. Fernanda pensó que podría rejuvenecer a tiempo su aire de señora de jefe de administración de primera clase. El traje sport. Los guantes frescos y calados. Como la notaria joven, que fue la primera en levantar miradas de curiosidad y envidia con su coche por las calles de la vieja ciudad…

Se volvió hacia su marido con una humildad desconocida en ella, zalamera casi:

—Enséñame a elevar al cuadrado.

—Elevar al cuadrado, querida Fernanda, es multiplicar un número por sí mismo…

Doña Fernanda, guapetona, cruzó las piernas bien hechas y omitió la precaución habitual de estirarse la falda.

III

Llegó el día. Como todos los jueves, la churrera de la plaza había doblado sagazmente su previsión. Los jueves, a media mañana, era el examen para conductores en la plaza de la catedral. Las actividades oficiales se iban desplazando hacia el polígono del ensanche, pero el amplio templo renacentista, con sus anejos curiales, retenía aún la vecindad de la Audiencia y de la Jefatura de Industria.

Don Teodoro Cedilla sabía el ambiente. Algún jueves había estado de mirón, en secreto. Hasta hizo conocidos entre aquella gente extraña. Eran hombres poco complicados, aspirantes al permiso de conducir para ganarse la vida. Jóvenes, casi todos. También algunos en la madurez, apartados y remisos, como alumnos de vocación tardía. Hablaban, y don Teodoro ponía la oreja: «Ahora examina el ingeniero nuevo». «Pues no tiene cara de mala persona». «Pero hace arrancar para arriba en la cuesta del Cabildo, que peor no se encuentra en toda la ciudad». «Pues más vale eso con buen freno de mano que vuelta a la catedral marcha atrás». «Y que luego tienes el carné y nunca vas marcha atrás por ninguna plaza». «Ellos ponen lo que manda Madrid». «El caso es que no se te cale el motor». «Lo mejor es a medio embrague…».

Aquella mañana aún no eran las once y ya bajo los arcos se removían impacientes los examinandos, cambiándose pitillos, palmadas y bromas. Algunos se preguntaban por don Teodoro —«el señorín de las gafas»—. Sabían que estaba en lista. No tardaría en llegar.

Sonaron las once menos cuarto en la torre oeste de la catedral. El coche–escuela, recién lavado, conducido por el mismísimo director, aparcaba con sigilo en un ángulo de la plaza. Don Teodoro descendió el primero y abrió la portezuela; asomaron las rodillas de doña Fernanda; después, doña Fernanda entera. Don Teodoro pensó en sus conocidos, casi ya camioneros. Tragó saliva. Miró el reloj. Sintió la mano de Fernanda buscando amparo en su brazo. Era una sensación insólita y dulce. Como si un pájaro le estuviera pidiendo al hombre unos granos de comida, poca cosa. Por un momento, solo un instante, Teodoro Cedilla tuvo el mal deseo de que su mujer no dominase nunca un coche. Que él, solo él, Teodoro Cedilla Cedilla, llevase en adelante el peso, la suerte, la dirección de las dos vidas. Como uno cualquiera de aquellos hombres, los que iban para carné de primera.

IV

A la noche, el matrimonio prolongó la velada. Temprano había empezado para ellos el día, una jornada de emociones y cuidados. Y, sin embargo, el propio cansancio los mantenía en tensión.

Don Teodoro estuvo dudando entre las cajitas de lepidópteros y los sellos. Decidió concentrarse en el Correo Filatélico, consagrado a siete países nuevos de África, pero no lo conseguía del todo. («El ingeniero estuvo amable —se desviaba su pensamiento—. Me rogó, eso es, me lo rogó, que repitamos mi examen dentro de un mes»). Abriría un cuaderno especial, de tapas negras, para albergar a las naciones recién nacidas. («Pude contener un poco el embrague, y el motor no se hubiera calado»). No; el cuaderno, de tapas rojas. («¡Y Amancio, el ordenanza de mi oficina, mirando con sorna desde la acera para llevarlo y traerlo luego por los pasillos!»). Dahomey, Togo, Alto Volta, Zambia…

Doña Fernanda iba y venía: sin perder un fondo de fría compostura, pero excitada, ligeramente excitada. Cuando estuvo en ropa de dormir, desparramó —para ordenarlo— el contenido de su bolso de mano, más amplio y deportivo que de costumbre. Las anchas gafas de sol para conducir sin deslumbramientos. Chismes de tocador en proporción discreta. Una carterita de piel con el retrato del marido —diez años antes, a punto de cumplirse el medio siglo de don Teodoro— y dos espacios vacíos: «Vacantes (¡Dios sobre todo!) para lo que pueda venir…». El pecho, todavía firme, palpitó ante un llavero de plata que tenía por remate a san Cristóbal. Era un delicado obsequio del profesor Candaneira. «Recuerdo modestísimo —había él dicho aquella mañana, al término del examen— para la primera señora que sale titulada de nuestra academia». Doña Fernanda se miró de cuerpo entero en el espejo, sin saber por qué.

Cansadamente dieron las doce en el reloj de la Caja de Ahorros. Allí acababa un día memorable para los Cedilla. Marido y mujer entraron en las sábanas limpias, castas, familiares. Doña Fernanda siguió oyendo las campanadas como una música nueva, prometedora. A don Teodoro le quedaba —o a él se lo parecía— un sitio más precario que nunca en el mueble matrimonial. Pero no osó moverse. Se durmió en seguida, pensando en los sellos de Mauritania. Y en las mariposas.