El delegado puso orden en las cajas que llenaban el asiento de atrás. No era un viajante: era un delegado. La diferencia tenía su importancia en las tarjetas de visita, en las fichas de los hoteles. Y allá en su pueblo, si los viejos padres y las hermanas puntillosas se consolaban de no verle médico, era por aquel otro título tan presentable. A la gente, en España, lo de delegado le causa mucho respeto.
Ya estaban en su sitio las muestras gratuitas y la literatura. El delegado hizo una ronda alrededor del coche y fue empujando con el pie sobre cada rueda, asegurándose de que tenían aire. Subió a su asiento y arrancó despacio, con pereza. Dejaba un lugar amigo. De la ruta a su cargo podría él hacer un mapa sentimental, con tachuelas de color para los sitios amables; con señales negras, o por lo menos grises, para aquellos otros en que la fonda era húmeda, aburrido el trabajo, las mujeres no propicias. Sobre todo las mujeres: si a cualquier viajero le acontece aborrecer a tal o cual ciudad, solo porque la conoció en día de dolor de muelas o de zapatos estrechos, al delegado le sucedía en relación con sus negocios amorosos. Y lo que son las cosas: los gráficos de la oficina central iban reflejando aquellas preferencias y repugnancias, aunque nunca la Dirección acertara a explicarse por qué en Palencia se imponían las nuevas vitaminas efervescentes con sabor a naranja, y en Valladolid, no.
La ciudad que iba quedando atrás ostentaba un nombre agudo y redondo, seco como los atabales de sus viejas edades, pero al delegado le sonaba a Lola, nada histórica ella, aunque también notable en arquitectura. Miraba el viajero cada poco al espejo retrovisor, y en el pequeño cristal se le iban desdibujando torres y jardines, hasta que solo quedó la estela rezagada del camino.
Era aquella una tierra de sol. Tanto había zurrado el calor a los campos encendidos, que en el cielo se esbozaban manchas de mal augurio. Para el delegado, lleno de vida, todo cantaba en la mañana feliz. Lola era la canción. Con los ojos en la tierra que se iba entregando ante el avance del coche, oyéndose sus propios recuerdos en la soledad que no turbaba el redondo ruido del motor, recreaba el viajero las sensaciones aún calientes, cada palabra y cada gesto, los roces suaves y las exaltaciones.
Rodaba despacio. Le avisaron casi encima, con la bocina. El hombre que iba al volante del Pegaso sacó la mano y saludó después de adelantar. Era un camión alegre, como una voz amiga en el folclore de la carretera. Hay camiones taciturnos, que marchan con pesadumbre. Otros, como el de aquella mañana, son dicharacheros por todas sus caras: «Beba vino y vivirá mejor». «Pida paso y se le dará». Desde el pequeño coche del delegado no podía verse la delantera del camión; pero era fácil imaginar a su hombre, uno de esos tipos enterizos, pegada al cuerpo, como segunda piel, la camiseta blanca y sin mangas que es su uniforme de todo tiempo. No faltarían en la cabina los emblemas consabidos: la Divinidad en algún modo, la esposa y los hijos con su «Ven pronto, te esperamos» y algún almanaque con protagonista rubia y opulenta.
Con los kilómetros corrían los pensamientos: Lola sobre todo, como una fruta pegajosa y dulce. El día había ido oscureciendo. Unos escasos goterones empezaron a caer sobre el parabrisas del delegado. Al hacerse menos espaciados, éste hizo funcionar el dispositivo que los limpiara, pero el cristal se emborronó todavía más. Solo cuando el agua cayó copiosamente resultó eficaz el aparato, y un escenario de belleza nueva apareció entre las varillas que se abrían y cerraban incansablemente, como un abanico, ante los ojos del conductor.
El agua no venía sola, sino mandada por nubes que parecían cargadas de ira. Al primer relámpago recordó el viajero su infancia temerosa. En el pueblo no faltaba cada verano su tarde trágica de tormenta, con el suspirar hondo del padre por las tierras apedreadas y la prudencia devota de la madre, que encendía la vela del monumento, entre súplicas:
Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita…
Luego, ya mayor, el delegado guardaba la huella de aquellos terrores y en la tronada oía la voz del Dios terrible. Asustado, pactaba con Él, como solía en tiempo de exámenes y en las trapisondas de la mocedad: «Señor, no volveré con Elvirita, no buscaré la ocasión…». Y Dios guardaba la caja de sus rayos, como si se lo creyera.
Pero esta vez, mientras Dios tronaba sobre Tierra de Campos, por la ventanilla del coche entraba el olor espeso de los campos de tierra, el olor de Lola reciente, que el delegado gozaba a pulmón henchido, sin pactos ni arrepentimientos.
Las raras curvas estaban advertidas por allí con más reiteración que en los puertos peligrosos. En las carreteras sin riesgo aparente, las estadísticas hablan de la mortal confianza de los conductores. El delegado recordaba aquellos letreros imitados de Francia: «Aquí 2 muertos», «Aquí 3 heridos graves». Los psicólogos discutieron mucho sobre su conveniencia.
Metió una marcha más corta y se apretó a su derecha. Remató el viraje y otra vez estuvo en la recta interminable, donde no era fácil imaginar ninguna amenaza. Sonrió porque la señal de curva peligrosa le había recordado aún más a Lola. (¡Y ese doble montículo avisador de los badenes, que parece dibujado con intención…!).
Dejó de tronar. Seguía cayendo el agua, con menos fuerza, pero también más triste en su monotonía. Fue entonces cuando el conductor advirtió un estorbo en la línea de la carretera. Levantó el pie del acelerador; fue acercándose al obstáculo todavía confuso. Las imágenes se iban dibujando poco a poco, a medida que se acortaba la distancia. Comprendió de pronto. No iba a ser la primera vez en su experiencia viajera. El accidente había irrumpido allí, brutal e inesperado como siempre. Arrimó su coche a la derecha y, aunque se bajó deprisa, no dejó de asegurarlo con el freno de mano. Era el cruce de la ruta general con una secundaria, donde gentes de la aldea —que ahora se deshacían en gritos inútiles— esperaban el autobús que pasaría hacia la capital. El camión de antes, el de las invitaciones, estaba en la cuneta, caído sobre uno de sus lados, con su carga de fruta derramándose. Un hombre joven, endomingado, yacía sobre el firme de la carretera, a dos pasos de su bicicleta rota. Debía de llevar así un minuto, quizá dos, una eternidad. Los paisanos, mujeres la mayoría, repetían su sarta de lamentos. Nadie se acercaba al caído. El delegado lo hizo. Más por sentido común que por su incompleta carrera en la Facultad, comprendió en el acto que aquel mozo de camisa blanca y corbata alegre no volvería a montar en bicicleta, ni a retozar a las mozas, ni a espumar el vino fresco de las cuevas. Algo parecía moverse aún en el pecho indemne del herido, pero nadie sabría recomponer —cualquiera podía verlo— su cráneo partido, deshecho por la brutal ofensa del hierro contra la cabeza descubierta.
Dejó el hombre de alentar cuando ya otros coches se paraban para prestar auxilio. Los campesinos seguían sus lamentos, pues el mozo era de la aldea vecina, pariente acaso. El delegado se apartó del muerto y fue hacia la otra orilla, donde el chófer del camión desahogaba en llanto su emoción violenta. Era un hombre robusto, de brazos tensos al descubierto. Algo chocaba en su rostro, donde la piel curtida y la boca de gesto duro convivían con unos ojos de mirar infantil. Unos campesinos lo sujetaban; no podría saberse si por caridad o si en evitación de que escapara a las responsabilidades. Cuando otros automovilistas fueron llegando, el hombre empezó a tranquilizarse y a proclamar sus razones. Pronto se comprobó que el mozo había desembocado en la carretera general con despreocupación suicida, pero los paisanos —las mujeres sobre todo— no dejaban de incluir reproches y amenazas en su planto.
Algo tenía que hacerse. El delegado pensó que ya nadie podría levantar del santo suelo a aquel desdichado —salvo el forense, pues cadáver había sin duda alguna— y propuso que se avisara a la Guardia Civil más próxima. Él mismo lo haría al llegar a Villalazán, que no quedaba lejos en la ruta que llevaba. Se dispuso a coger su coche, pero el muerto lo atraía con fuerza misteriosa. No quería ver aquella estampa terrible, pero la mirada se le iba hacia la cabeza deshecha y los ojos se le paraban en aquellos otros ojos inmóviles.
Una manzana de la carga del camión había rodado hasta la víctima y allí quedó apoyada, contenida por el brazo extendido.
Alguien se acercó con una manta piadosa. El delegado subió a su coche y empuñó el volante con manos poco seguras. Cuando se fue sintiendo más dueño aceleró a fondo y clavó los ojos en la recta embreada. Solo entonces se sintió empapado; no sabía si de sudor o de la lluvia menuda sobre la camisa; seguramente de ambas cosas. Quiso concentrarse en otros pensamientos. Pero no era tan fácil. El mozo caído, por más que sus labios estuvieran inmóviles, parecía invitar a que se le preguntara: quién era. Cuál había sido su nombre. Qué amor o fiesta estaban esperando a que él llegase en traje de domingo.
Es un muerto tan reciente que no tiene pasado. Futuro, sí: el porvenir cierto y oscuro de los muertos. Sea del alma lo que fuere, el delegado sabe todo cuanto va a suceder en la materia corporal. Le viene a la memoria con lucidez, casi con las mismas palabras: el enfriamiento cadavérico, las hipóstasis, el espasmo de fisonomía que puede fijar el último terror o la alegría postrera, la mancha verde donde la putrefacción empieza… Aunque la materia no se estudiaba hasta el último curso, le había interesado desde su ingreso en la Facultad. Era como el lector impaciente de novelas, que salta páginas, ansioso por el desenlace.
En su infancia había andado de monaguillo. Más que en las altas residencias prometidas a las almas le hacían pensar los entierros en las postrimerías físicas de la carne, y a ello contribuía el pueblo con su folclore de prácticas y refranes alrededor de la muerte. Allí y entonces había conocido los rudimentos de la morbosa escatología rural. Después aprendió en los libros que no es exactamente que a los muertos les crezcan las uñas, como no es cierto que salgan de sus adentros las escuadras sucesivas de explotadores voraces.
Todo lo iba evocando con una claridad que le causaba escalofríos. Y de repente, ella. ¿Qué es lo que acaba de traérsela al recuerdo? Hace solo una fracción de segundo, y no lo sabría decir. ¿La forma de una nube? ¿El vuelo de un pájaro? ¿La postura de un árbol…?
Pero ¿qué es esto que oscurece a Lola? Lola tiene una mancha. El cuerpo de Lola tiene una mancha verde que le oscurece el vientre. Por debajo de la cintura delgada. ¡Ah!, no en los pechos, no en los pechos de Lola tan largamente pensados, siempre blancos como un mármol veteado de azul purísimo.
¡Pero Lola no tiene pechos! Se los ha comido la sombra, Lola no tiene pechos, no tiene pechos, Lola…
Con miedo de sus desatinos, el delegado se pasó la mano por la frente, que le ardía como si tuviera fiebre. Quiso salvarse y pidió al motor la máxima potencia. La tempestad se había reproducido, aún con más aparato. Eran dos tormentas distintas y contrarias, avanzando fatalmente la una en dirección a la otra. Pronto iban a enfrentarse sin remedio y toda aquella tierra de pan llevar temblaría acobardada.
El delegado pactó con Dios como en otros tiempos. Prometió y juró de urgencia. Suplicaba:
Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita…
En medio de un relámpago feroz y de su trueno consecutivo, el delegado abjuró —¡irrevocablemente!— del mundo, el demonio y la carne.
A la entrada del cuartel de Villalazán, debajo del «Todo por la patria», el guardia de puertas leía el periódico. Estaba sentado con despreocupación sobre una silla de paja arrimada a la pared, bajo el porche, justo para esquivar la lluvia que seguía cayendo.
El coche del delegado se paró delante, de una frenada brusca. Levantó el civil tranquilamente la mirada, como preguntando sin excesiva curiosidad. El recién llegado descendió presuroso. Sin cuidarse de cerrar la portezuela, ahorrándose el saludo, explicó el suceso atropelladamente. Habló de un tirón, mientras el guardia, que se había levantado despacio, escuchaba sin un gesto que le animara el rostro.
Cuando acabó su informe, el delegado sintió un alivio profundo. Había cumplido con su conciencia cívica. Ahora, allá la autoridad. Sin embargo, y como hubiera venido sintiéndose un poco héroe al traer el aviso, le pareció que la acogida del centinela no estaba en relación con la importancia del asunto. El de puertas debió notarlo. Habló a modo de pregunta:
—Entonces, dice usted…
—Sí; el hombre, muerto, sin duda. El del camión no sé si alguna herida.
—Y dice usted que en el 328.
—Sí, me parece; en el cruce de la general con la que viene de la Ribera.
—Pues si es así, el asunto pertenece a Valderracimos. No es cosa nuestra.
El guardia civil cogió el periódico que había dejado al levantarse de la silla, pero no llegó a leer. Su interlocutor lo miró como mira un hombre que no comprende nada. Dijo con tono amargo:
—¡Pero allí hay un muerto, un hombre muerto!
—Y a estas horas ya estará la pareja de Valderracimos, que le coge más cerca. O los de Tráfico.
Debía de ser cierto. El civil conocía sus deberes. Los cumplía. Aún quiso asegurarse y decidió pasar la noticia por teléfono. Entraron los dos hombres al cuarto de guardia, una pieza entre burocrática y cuartelera. El de uniforme dio vueltas a la manivela del aparato. Habló lo indispensable, con una voz plana y aburrida. Después se volvió hacia el delegado. Sacó la petaca y ofreció tabaco. El delegado rehusó cortésmente, pero pidió por favor un trago de agua. No acertó bien con el chorro fino del botijo, y parte del agua fresca vino a caer sobre la pechera de la camisa mal abrochada, todavía húmeda.
El delegado sintió que sus recelos se disipaban. También el guardia se mostraba más abierto. Hablaron:
—Mire usted, ciudadano. A usted le pasa lo de siempre. La gente cree que el mundo se va a parar por un suceso, por un muerto. Pero nosotros somos como los curas y los médicos, hombres del oficio. Ayudamos a los demás, pero tenemos que seguir viviendo. Ya me entiende.
El delegado lo entendía. Acaso por eso mismo no estará nunca su retrato en la orla. Algo de esto le contó al guardia. Se hablaban ya como amigos, y el viajero decidió esperar a que se aclarase la mañana, cosa de poco, a juzgar por el arcoíris que parecía hincar su arranque en el castillo de Naveros.
Charlaron y fumaron juntos. El delegado se acercó a su coche y trajo como regalo unas cajitas de pastillas para la tos, con la etiqueta de «muestra gratuita, prohibida su venta».
Cuando ya iban a despedirse a la puerta del cuartel, otro número que llegaba con la cartera al hombro, trayendo el correo desde la oficina postal, se acercó al compañero de puertas y le habló en voz baja, sin perder de vista al delegado. El de puertas miró también a su reciente amigo, moviendo la cabeza en gesto dubitativo. Al fin se explicó: la señorita maestra había perdido el coche de línea. Era una profesora excelente, todos la querían y le estaban agradecidos por el cuido de los chicos. ¿Querría el amigo llevarla hasta la próxima ciudad?
El delegado se vio de nuevo en su camino. Un sol tímido quería clarear por la lejanía. Ya casi nada le quedaba al viajero de su calentura, de las ansias de su cuerpo revuelto por el disgusto. Sin embargo, abrió las ventanillas del coche. Aunque ya muy avanzada la mañana, el aire corría fresco como en el amanecer. Lo sentía el viajero en las sienes, en las manos, en el pecho que descubría la camisa entreabierta. Y el soplo fugaz y renovado iba barriendo la pesadez de su cabeza, acompasando el ritmo de su sangre, hasta que el cuerpo y el ánimo del hombre estuvieron henchidos de poder, tensos como la cuerda del arco a punto.
El chirrido del limpiaparabrisas pasando en seco sobre el cristal advirtió de que no llovía. Ninguna nube en el ancho cielo; ningún peligro de tormenta. Dios hacía las paces con la tierra y con los hombres, y de su sierva Santa Bárbara nadie volvería a acordarse hasta que tronara otra vez.
En una torre con cigüeñas, al paso del coche, sonaron las campanadas del mediodía. Al delegado le pareció que la creación comenzaba entonces. Y decidió estrenar pensamientos nuevos. Empezaría por lo más cercano. Lo más cercano se llamaba Irene —lo dijo el guardia en su presentación algo ruda— y era un cuerpo aperitivo y joven, una firmísima proclamación de vida empujando hacia el horizonte.