La crápula

¡A la cocina! ¡Vamos a la cocina!

La cocina del Casino Recreativo y Cultural es en la villa el refugio último para los fieles, los tenaces, los puros trasnochadores de vocación: hombres que no aprenderán a dormir cuando los demás, como no sea en la noche sin amanecida.

El médico había levantado el campo del ajedrez frente a su enemigo de siempre. Los naipes quedaban en desorden sobre el verde manchado de ceniza; resplandecían oros, últimos triunfos en la partida. Apoyado contra la pared, un taco de billar se dejaba caer lentamente, como de sueño, resbalando milímetro a milímetro; su gemelo, más afortunado, dormiría sobre el paño de la mesa de reglamento hasta la hora matinal de la limpieza.

Don Diego, sin demasiada sorpresa, comprobó con su mano friolera y huesuda que el hierro del radiador transmitía no más que un pobrísimo residuo de su anterior fortaleza.

—Sí, a la cocina, vamos a la cocina.

Los trasnochadores fueron arrastrando las sillas tapizadas en pos de un bienestar suficiente. Lo hacían con desgana: éste se estiraba sin consideración; aquél bostezaba con poco disimulo. Pero luego, ante el velador que marcaba el centro de la estancia, avivaron sus gestos y sus voces:

—A mí dejadme el sillón de obispo.

—Buen obispo estás tú, a vueltas con la Manuela.

—¡Y que no está jocunda la Manuela, ahora que va bien mantenida!

—Dejad ahí a don Diego, que no le prueban las corrientes.

—Don Diego está para rezar y acostarse pronto.

—¡Con tu tía! ¡Eso! ¡Con tu tía!

Cayetano del Solar no se halló tía alguna por la que dar la cara y levantó los hombros con indiferencia. Aun así, terció Susín, componedor:

—Bueno, bueno… que estamos aquí para divertirnos.

—Eso, para divertirnos.

—Mientras uno pueda trasnochar.

Susín, el del juzgado, confrontó las palmas de sus manos en un interminable frotamiento; luego se repartió en golpecitos y empujones a su vecino de enfrente, al de la derecha y al de la izquierda. Es su manera de encontrarse a gusto y hay que perdonárselo. Se le perdona. Cuenta muchas historias con voz delicada y triste, es saludador y nervioso, servicial si llega el caso de que lo necesiten. No es del pueblo; dicen que no le queda familia en ninguna parte, que nunca tuvo familia. Hace una veintena de años que vino destinado —destinado, sí, hablemos propiamente— desde Dios sabe dónde… Veinte años bajo la tutela de una misma patrona. Y no le falta un buen pasar en la mesa redonda, ropa limpia y arreglada como corresponde a su cargo en la Justicia, hasta un poco de cariño. Pero su cuarto es estrecho y sin ventanas a la luna, Susín —o don Susín, como le dicen cuando está en funciones— es corto de vista, y de figura alta y desgarbada, pero no tanto que se justifique su timidez obsesiva con las mujeres y su consecuente celibato. En este punto se estima el hombre por bajo de lo que merece. Todo lo contrario que Palenque.

Leonardo Palenque es otro compañero de vigilias: cuarenta y cinco, cuarenta y ocho, quizá cincuenta años, bien llevados con ayuda de la navaja que le apura implacable las mejillas, y esos hombros anchos y olímpicos que los maliciosos llaman gimnasia de sastre. La conversación de Palenque es desenvuelta y con giros criollos, resabio de una estancia de diez años en la capital de la Argentina. De allí vino en estado de viudez ya consolada y con unas rentas que sin ser las del llamado Creso resultan suficientes —en la relativa economía provinciana— para que don Leonardo haga vida de señor. No le falta tampoco la adhesión de una pendanga, la Manuela: primero fue para todos los sábados; ahora, para sábados alternos. Leonardo Palenque mantiene un curioso vínculo con su pasado indiano: más de cuatro veces cada noche consulta su reloj de oro, colgante por cadena de igual nobleza, y, rápido, calcula la justa equivalencia porteña: «Ahorita son las nueve en la calle Belgrano».

Tano es la oveja negra de una familia de hidalgos con más pergaminos que posibles. Toca el piano y el acordeón, pero con voluntad desigual: toca bien, pero solo cuando le da la gana. La familia de hidalgos respiró aliviada cuando Tano se avino a casar con una señorita rica y simplona. Tano quiere a su mujer con resignación. A punto de acabarse la guerra le dieron un tiro a Tano en la cabeza: era alférez, y aunque en la vida civil se le conociese como hombre indiferente y frío, he aquí que la campaña lo reveló de otra manera: digamos que tirando a valiente. Del hospital de Vitoria lo mandaron a casa a convalecer. Estuvo en cama muchos días. Al fin, una tarde, sobre las cinco, le cuadró despertarse y se levantó. Desde entonces marcha con el sueño cambiado; un cuarto de siglo no bastó para volverlo a la normal sucesión de los días y las noches. Me parece que ya se ha dicho antes: Tano quiere a su mujer con resignación.

Don Diego es un sesentón delgadísimo y friolero. Sobre el chaleco de paño de Béjar lleva un grueso jersey de punto. Su café es el primero que se sirve en el Casino Recreativo y Cultural, casi siempre cuando la radio empieza a dar el parte de las dos y media. Don Diego es el último que se marcha. Pasa las tardes y las noches de su jubilación junto al radiador. Cada poco observa con pena, sobre el hierro, la declinación inexorable de las calorías. Llega a taparse el pecho con La Vanguardia, a modo de emplasto. Y cuando suena la hora reglamentaria del cierre oficial, la que figura sobre una cartulina lindamente enmarcada y con el Visto Bueno de la Autoridad, hace su propuesta invariable: «A la cocina, vamos a la cocina». En la cocina está la caldera de la calefacción, que aún al final de la jornada conserva un rescoldo útil. Don Diego se acerca al artefacto, manipula una trampilla y desde aquel arrimo habla doctamente con sus amigos, con los fieles, los puros, los verdaderos trasnochadores de la pequeña ciudad.

Bo, el conserje, trasnocha también, pero no por gusto. Fue a la guerra con Tano; era un tiempo en que los plebeyos morían muy cerca de los señores. Y casi volvieron juntos: Bo, con medio brazo de menos; pero se arregla para su oficio; empuja la puerta con el pie; mientras, la mano superviviente soporta en equilibrio los cafés y las copas sobre la bandeja. Alguien con buena memoria recuerda que Bo se llamaba Berto o Alberto, pero de esto hace muchos años. Don Diego maldecía entonces de Berto o Alberto porque al entrar éste con el servicio dejaba abierta la puerta más aguda y navajera del invierno. Por esto un mal día le puso «El Bóreas», uno de esos alcuños que en los pueblos agrícolas se celebran con entusiasmo, corren con rapidez y permanecen hasta más allá de la sepultura, heredados por los hijos y los nietos. Berto era buen chico y consiguió una rebaja en su condena: pronto se le dijo sencillamente Bo, por generosidad de los clientes del Casino y con relativa conformidad del apodado. Decíamos que Bo, el conserje, vela menos por gusto que por necesidad. Le vienen bien los últimos duros de los últimos ciudadanos de la noche, aunque vayan cayendo en el cajón con más lentitud cuanto más tarde. Bo es casado de vocación tardía. Ahora le gustaría recuperar. Pero lo están llamando:

—A la cocina, vamos a la cocina.

—¿Qué va a ser? —preguntó el conserje–camarero, con la desgana de quien cumple un trámite excusado.

—Lo de siempre.

—Entonces… anís para don Susín y coñac para los demás.

—¡Qué anís ni qué…! Coñac para todos. A ver si te haces un hombre, escribano. Coñac para todos.

—Hoy pega el viento que nos va a echar al carajo.

—¡Y que no se iban a alegrar cuatro beatas!

—Y beatos, que de todo hay en la viña del Señor.

—O del diablo.

—¿Pero es que hacemos mal a alguien?

—Estas paredes ya no pueden con su alma.

—¡Como nosotros!

—Pero nosotros aún sabemos apuntalarnos con unas copas.

—¡Y con la buena vida!

—Eso es cierto. Mientras uno pueda trasnochar.

—Es que hoy está de perros.

—Hace una noche como aquélla de la quema en el caserón de don Bernardo. ¿Te acuerdas, Tano? Era una noche como ésta, solo que el viento venía seco. Íbamos por la segunda copa cuando, de pronto, empezaron a sonar las campanas de las Descalzas…

—Ésas son siempre las primeras.

—¡Y querían prohibirles las campanas cuando la República!

—No habíamos oído ninguna voz de fuego. Nos echamos a la calle y llegamos antes que nadie. Parecía poca cosa: un chorro de humo que se ladeaba al salir al aire. De repente, lo que se dice de repente, aquello se abrió como si fuera la bocaza del mismo infierno. Por la calle de Don Martín y por la cuesta de las Norias corría ya la gente pidiendo agua. Todas las iglesias se fueron uniendo al toque de rebato: hasta la campana grande de la Antigua.

—A mí me costó una pulmonía. Primero no había agua y después se reventó la manga. ¡Qué pueblo éste! ¡Qué pueblo!

—El pueblo no es malo, que bien nos arrimamos todos al cordón. La culpa es del Ayuntamiento.

—De aquella hasta vinieron los bomberos de la capital.

—Pero llegaron tarde.

—Como siempre.

—Es que estamos lejos; los más lejos de la provincia.

—Pero estamos cerca para los de Hacienda.

—A mí, la capital; te da el apéndice y no hay caso.

—¡Como si allí no se muriese cada hijo de madre!

—Pero aquí lo entierran a uno en vida.

—Toca un poco, Tano, que esto se pone triste.

—«La cumparsita». Y yo convido, che, que la vida es un tango…

—Cortito.

—Y que hay que bailarlo.

—Sí, mientras uno pueda bailar.

—Y beber.

—Y lo otro.

Tano tocaba a veces con una atención casi reverente. Aquella noche, inclinada la cabeza sobre el acordeón, se diría que sus ojos arrancaban, tanto como sus dedos, la vibración que colmaba la estancia. Siguieron más tangos. Y más convites por cuenta del viudo Leonardo Palenque. Don Diego, que soñaba siempre con tierras exóticas, pidió a Tano:

Alma del África lejana,

llenas mi pecho de candela…

Pero se hizo el distraído a la hora de corresponder.

Cayó un silencio raro y sin motivo. La noche es larga. A veces desfallece y deja estos huecos de humo y de misterio que los hombres llenan con más humo. Los cigarros —otra vez— fueron liados, encendidos, chupados con parsimonia. Era, sí, un silencio extraño y sin causa conocida. Para estar juntos se aliaban los hombres en la noche; pero, si ésta se quebraba unos instantes, cada cual sentía entonces, más agrio que nunca, el sabor de la soledad. Sobre el patio contiguo el agua aporreaba con fuerza los cristales de la claraboya.

—¡Qué febrero rabioso!

—Con este aguacero no habría que apagar ninguna quema.

—Pero habrá que ver cómo viene el río.

—Hace ahora los años de la crecida que llevó las huertas.

—Y que llevó las bestias; y hasta algún paisano de Chozas Bajas.

—Por el duelo nos quedamos sin Carnavales.

—¡Y qué Cuaresma más larga!

Tocó la sirena de la destilería. Era la única fábrica de la ciudad, llamando al turno de madrugada.

—Bo, haz los cafés.

—No le hay presión, don Leonardo.

—¡Pues se le da! ¡O a ver qué macana, viejo!

—¡Pero si son las cinco por la Moderna…!

—Ya estará don Simón pasando lista a las obreras.

—Todos dicen que es un santo madrugador, un ejemplo para el pueblo.

—Y que nosotros somos la crápula, eso, la mala hierba.

—A don Simón le gusta pasar lista a las obreras.

—Y a la que se descuida…

—Haz los cafés, Bo, aunque sean de puchero.

—Y cuenta tú, Susín, de cuando fuisteis a levantar el cadáver de la Bisoja.

—A bajarlo, dirás, que estaba colgado con los pies a dos metros de la paja.

—¡Pues vaya juerga! Solo falta que don Diego nos «reprise» el choque de trenes en Ariza.

—¡Cuando iba de servicio en el «Shangái»!

—Yo pago la última ronda.

—No quiera Dios que sea la última.

—¡Hay que vivir la vida!

—Mientras uno pueda trasnochar.

Hay veces en que el alba quiebra tan súbito que coge de sorpresa a los trasnochadores. Expulsados de su elemento, huyen rápidos hacia no se sabe dónde. Van pegados a las esquinas, el andar furtivo, con la boca seca y el corazón como a un destierro. Nadie podría acusarlos; pero ellos se sienten vagamente culpables. Son como la noche que los alcahuetea; y la noche es como ellos: oscura y repetida frustración.

El viento amainaba; había parado de llover; pronto sería —lo era ya casi— un nuevo día, precursor aún tímido de la primavera.

Por la calle del Abad, a punto de encontrarse con «la crápula», avanzaban las señoritas de Castoluengo, cenceñas y altas, camino de la primera misa.

—Es una vergüenza —dijo la mayor de las señoritas de Castoluengo.

—Es una vergüenza —repitió la menor de las señoritas de Castoluengo.

Sobre la insignia del Casino Recreativo y Cultural caía ya la luz del alba. Una bombilla de sesenta, cada vez más pobre, iba muriendo frente a la claridad naciente.