«¡Ahora!». «Ahora mismamente —pensó el chófer del autobús— va a asomar el torazo negro del coñac». Y los cuernos del anuncio empezaron a asomar.
«¡Ahora! —se dijo el hombre un poco más adelante—; ahora va a quedarse agotada la segunda, y punto muerto, y primera, y algún viajero, quién sabe cuál, va a decir Beltrán que nos quedamos».
—¡Beltrán, que nos quedamos! —dijo desde atrás un guardia de la pareja que había subido al empezar el puerto.
Beltrán se sonrió frente al retrovisor, orgulloso de su sabiduría. Porque llevaba veinte años haciendo la lanzadera, cada día cinco horas desde la villa a la capital y cinco y media desde la capital a la villa, sus sentidos se anticipaban a las peripecias del viaje. Él mismo se asustaba, a veces, de su don profético: «Allí va a brincar una liebre». Y brincaba. Y si no una liebre, una donecilla.
Beltrán era fuerte y rudo. Por nada de este mundo cambiaría su oficio. Llevaba el volante con la seguridad de un héroe antiguo que se abriera paso entre mil asechanzas. Todos confiaban en él; con Beltrán, primera especial, no pasaría nada malo. A su lado, en el asiento delantero, tenían plaza los notables de la villa, como el párroco, cuando iba a la Curia y el brigada de la Guardia Civil; pero muchas veces era un niño, o un anciano, o una rapaza sin malicia, confiados a la tutela de Beltrán. A Beltrán —y de paso a su compañero, el cobrador— lo convidaban en todas partes, pero él no abusaba jamás.
Venían de regreso aquella tarde, como todas las tardes.
Por la mañana —como todas las mañanas— el coche de línea había salido del pueblo a las seis y cuarto en punto. Partía de la plaza. Desde media hora antes, por las calles mudas y solitarias iban llegando los viajeros del alba, como fantasmas, como conspiradores. Ponían sus cestas y paquetes, también alguna maleta, alrededor del ómnibus adormilado en la media luz del amanecer. Luego se desentumecían paseando, tosían, encendían cigarros. Los viajeros miraban a la ventana de Beltrán, que vivía en la misma plaza. Solo cinco minutos antes de la salida, cuando ya el cobrador había colocado los equipajes en la baca, Beltrán aparecía como un primer actor, trepaba a su puesto de mando y encendía el motor para que se calentase. Luego arrancaba con solemnidad, enfilaba una calle estrecha haciendo retemblar los cristales de las galerías, y atrás quedaba la plaza con sus soportales desiertos, dominio de los perros que se buscaban para hacer sus cosas. Cuando el autobús llegaba a carretera abierta, Beltrán hacía recuento mental de los pasajeros. Casi ninguno le fallaba. Aquél, a los exámenes; tal otro, a arreglar lo de la multa; la pobre mujer, a que la radiaran; la señoritinga, a ver zapatos en la capital… A veces, pocas, el enigma de alguna cara desconocida; el conductor se inventaba entonces, para sus adentros, toda una historia novelesca y sentimental.
Coronó el coche la cresta del puerto. La tarde estaba más oscura en la nueva vertiente. Anochecía. Al iniciarse la bajada disminuyó el jadeo del motor. Se acercaba la hora de premiarlo con una tregua, de que Beltrán y el cobrador y los viajeros se premiasen también con el bocadillo y el trago de vino fresco.
Durante años, al aproximarse este momento de cada día, Beltrán solía alegrarse con un gozo sencillo y puro. Sin embargo, ni aquella tarde ni en todas las tardes de aquel mes había sentido otra cosa que no fuera desazón, hormigueo que hubiera querido vencer. No lo había hablado con nadie, ni siquiera con su mujer, pero él bien sabía la causa en lo callado del corazón: la costumbre de veinte años, que le hacía parar el coche junto al tabuco de la señora Camila, había sido rota sin más ni más, y ahora el autobús pasaba de largo y no se detenía hasta el bar de la gasolinera nueva, rutilante de luces, con aparatos cromados para hacer café o cortar el jamón. Beltrán quería justificarse a sí mismo por la comodidad de los viajeros: en la taberna de la señora Camila apenas podían merendar otra cosa que cecina y pan. Y luego, las necesidades… En la nueva parada, en cambio, había servicios higiénicos —las mujeres en la puerta del abanico; los hombres en la de la pipa—; por haber, había hasta una máquina tocadiscos. Con todo, Beltrán no llegaba a tranquilizarse. En realidad, el momento penoso era el de pasar cada tarde por delante de la vieja taberna, ahora apagada y triste, como si estuviera maldita. Difícil, sobre todo, cuando Niche el perro de la casa, que solía esperar a la puerta, se lanzaba sobre el coche de línea sin entender, ladrando lastimero junto a las ruedas. Beltrán aceleraba entonces con rabia y pronto dejaba atrás al que durante viajes y viajes fuera su amigo zalamero.
Aquella tarde el Niche estaba, como siempre, sentado a la puerta de su ama. Beltrán, que ya lo venía viendo desde lejos, no tuvo que aguzar su visión profética para decirse: «¡Ahora!». «Ahora mismamente va a desperezarse, y va a dar un brinco, y va a esperar a que el coche llegue para seguirlo hasta que no pueda más».
Pero Niche no hizo nada. Aquella tarde ni siquiera rebulló cuando el coche llegó a su altura, sino que se estuvo quieto, y el conductor creyó verle en los ojos, al pasar, una tristeza resignada y última, como si fueran los ojos de un hombre que ya no tiene nada que esperar…
Beltrán sintió una rabia inmensa, mucho mayor que cuando el perro lo importunaba siguiéndole.
De repente, con susto de los viajeros, pisó el freno hasta que el coche se detuvo con un gemido largo. Luego metió la marcha atrás y lo hizo recular despacio, despacio, hasta arrimarlo a la vieja taberna; tanto, que todo el recinto oscuro se iluminó con las luces del autobús.