Para muchos el nombre de Vigo se asociaba en algún tiempo —hoy ya no tanto— con la liquidez vasta del mar y la efusión, también líquida, de las lágrimas.
Arsenio Quilós bajó del barco y no tuvo que limpiarse los ojos con el pañuelo. Recaudaba el fruto de un largo entrenamiento mental; siempre había repudiado el lloro de sus compatriotas, que allá en América se vierte por la tierra perdida, y luego, al regreso, por las luces nocturnas de la calle Corrientes. Arsenio Quilós sintió, esto sí, cómo la boca se le llenaba de saliva al pisar tierra; que no era tierra, sino cemento; porque tierra, lo que se dice tierra —con su manto polvoriento, y las briznas de hierba tímida, y las marcas del ganado y de los hombres—, no iba a hollarla hasta poner pie en su pueblo, y aún faltaban nueve horas de tren.
Nueve horas, como una eternidad, separaban a Arsenio de lo que más deseaba: el casón de los suyos, guardado por dos hermanas amantes, con la alcoba de sus primeros sueños de hombre. Las torres y el paisaje. Las caras conocidas —todas las del pueblo—, ordenadas en el recuerdo por sus propios nombres, o aún más por sus apodos. La cara de Isabel —¿cómo estarán los ojos pardos y la boca y el pelo de Isabel, la hermosura de Isabel dorada por el tiempo?—. Y entre todo cuanto estaba esperando al caminante, la tienda, la tienda de su amigo Paco Santín.
Hizo una pausa en su ansiedad; le pareció como si escribiendo una carta tuviera que poner punto y aparte. Era una sensación conocida para Arsenio; tanto, que no le había abandonado en todo el tiempo de su destierro. Se le anublaban otros recuerdos, pero la tienda de Paco Santín trasparecía a los ojos de su alma en los escaparates que contemplaba, en el vino que bebía, en la conversación con los amigos, en las mañanas inútiles de los días de fiesta… A saber si el regreso de Arsenio Quilós no era más que nada por la tienda de Paco Santín, aunque él no fuera a confesarlo nunca, aunque él acaso no llegara a enterarse nunca.
El tren —eléctrico— iba rápido y limpio entre Vigo y Monforte, más que cuando diez años atrás partiera el emigrante. Se había acelerado el ritmo del país, pero castaños y prados húmedos eran los de siempre; igual la conformidad augusta de las vacas; y no hubiera mudanza en el correr del río a no ser por la novedad de los embalses.
Después del transbordo, viose el viajero en un tren parecido al de su memoria, con vagones de madera y hombres y mujeres del pueblo. Esto era lo que quería Arsenio Quilós. No le iba mal en Buenos Aires, «por allá», como suelen decir los de su tierra en expresión vaga, pero suficiente. Sin embargo, cansado estaba de la capital, tan grande y escandalosa que no le dejaba oírse los compases del corazón. «Es verdad —hablaba consigo mismo— que España va también deprisa, y más coches, y más teléfonos, y más avisos recortando la libertad del hombre». Pero en seguida se tranquilizaba pensando que él no iba a aquella España del progreso, sino a su villa natal, un rincón que Dios había olvidado —o los hombres— en todos los planes de desarrollo.
La villa había sido lumbrera de la región, pero ahora se conformaba con una llama mortecina que alimentaban los poetas, nunca los políticos, ni los promotores de industrias, ni —en consecuencia— los banqueros. Si a Quilós le hubieran dicho que con solo apretar un botón Villalbar iba a tener fábricas y minas, y riqueza bien repartida para todos, Quilós habría apretado donde fuera, sin vacilar, incluso a sabiendas de que le iba a dar un pequeño calambre. Pero, pues otra era la realidad, y nada podía hacer él por remediarlo, se alegraba de volver a aquella seguridad egoísta, acaso para no cambiarla jamás.
De que en Villalbar las cosas seguían como antes, se enteraba Arsenio por las cartas de sus hermanas. También recibía, aunque con retraso y salvo extravío, El Eco de la Comarca. El Eco había nacido medio siglo atrás, cuando aún en Villalbar había banda de música y diputados con influencia. La banda se disolvió; de política, mejor no hablar. El Eco siguió viviendo de los suscritores locales, de las esquelas mortuorias, de los anuncios a peseta la línea y, sobre todo, de los emigrantes. Ningún emigrante, por humilde que fuera su situación, se privaba de aquel consuelo que le llegaba cada semana; luego, por la carestía del papel, dos veces al mes.
Quilós recordó que traía a mano el último número de El Eco. Lo había recogido en el momento de salir para España. Desdobló sus pocas hojas. Qué alegría, comprobar que nada cambiaba. Sobre el formato de siempre, la cabecera, inconmovible: «Periódico independiente de intereses regionales; decano de la prensa provincial». Traía versos en la primera plana. Pronto encontró el artículo de fondo —«¿Hasta cuándo?»—, requisitoria enérgica «a quien corresponda», con mucho «paraíso irredento», «marasmo», «olvido punible» y «letargo fatal». La pieza, que no traía firma, se la atribuyó el lector a don Policarpo, coadjutor de la parroquia y poeta, por aquel empiece: Quosque tándem abutere, Catilina, patientia nostra.
Ojeó los anuncios: un taxi más, a competir con el de Gachupín. Otra peluquería de señoras. El dentista, en cambio, se trasladaba a la ciudad vecina, si bien: «… tiene el honor de informar de que seguirá atendiendo en Villalbar todos los jueves y ferias de ganado».
Arsenio se sintió contento por las noticias. Dobló el exiguo impreso con ternura, con agradecimiento.
Despertaba despacio. Ningún timbre imperativo para arrancarlo del sueño. Ninguna prisa. Despertaba despacio sobre el colchón de lana cálida, entre sábanas que habían estado esperándole al sol. El embozo llegaba muy alto, como a él le gustaba; como no podía conseguirse, por más que se pidiera, en cualquier otro lecho del mundo.
Sentía los andares quedos, rondadores, de sus hermanas. Estarían impacientes por verle, ansiosas de seguir mirándole como anoche, reteniendo sus manos, preguntándole.
Arsenio, conmovido; Arsenio, acurrucado en sí mismo, el egoísta. Le habían cerrado las contras, pero una fina raya de luz se entremetía, cada vez más clara, en el aposento.
«¿Y qué hacer en esta primera mañana?». ¡Hipócrita! Sabía bien Arsenio Quilós —pues «allá» mil veces se consolara en pensarlo– que almorzaría de tenedor en la galería; saldría luego a la calle, pero no a la principal, que dejaba para después, sino a pisar los caminos inolvidables del barrio; saludaría a la gente, y la gente le diría «estás más gordo» o «estás más delgado», a bulto, según cuadrara, y «nos alegramos», y por último, al despedirse, «hala, ya nos veremos»; espiaría el mirador de Isabel, o encontraría a Isabel de súbito, al doblar una esquina, quizá la misma esquina en que habían convenido «dejarlo». Y así haría tiempo blandamente, morosamente, hasta llegarse a la tienda de Paco Santín, donde entraría como si tal cosa, como si no hubieran pasado diez años, a beber un traguillo corto de vino, paladeando, y luego el empujón largo, sostenido, para apagar la sed de tantas mañanas distantes.
¡La tienda de Paco Santín! Un recinto estrecho y penumbroso, con hueco abierto a la calle, haciendo de vitrina. A la puerta se mostraba un cajón con grandes bolsas de sal, insidia para dar sed y apetito a las caballerías. Ningún pormenor se había borrado en la memoria del ausente. Cuando, expatriado, tenía cerrados los ojos, o incluso abiertos al tejemaneje de la vida ciudadana, podía evocar en sus ristras los ovillos de bramante; las anchas bocas de los sacos de pimentón, uno picante, dulce el otro; el bacalao sobre el mostrador, cerca de la buida hoja que lo partía en trozos; las velas de sebo y las de cera, clasificadas en estantes por su calidad y tamaño…
Con todo, la tienda no era lo mejor, sí la trastienda. Y en la trastienda, la desbordada humanidad de Paco Santín, el propietario. Paco había sido condiscípulo de Arsenio. Y ambos lo fueron de Carlos y de Chano, y de Fito y de Jovino el Rubio… De los camaradas de otro tiempo, alguno había muerto. Otros vivían en Madrid o en cualquier parte; regresaban cada año por las fiestas de setiembre, y, apenas llegados, acudían a la cita. Los que moraban en Villalbar se reunían cada mañana, poco antes de comer, en la trastienda de Paco Santín. Era una pieza desordenada, que servía como almacén y escritorio. Los amigos se acomodaban en las cajas vacías de la cerveza, sobre rollos de cuerda de pita, encima de cualquier sentajo. El vino aparecía en seguida, vino tinto de la tierra, servido en vasos de cristal muy grueso. Los amigos escotaban para la bebida, pero Paco Santín corría siempre con la última ronda. A medio vaseo, Paco Santín entraba en la vivienda, contigua al comercio, bromeaba con su mujer en la cocina y regresaba travieso y alegre, aportando unos fritos recientes, o la carne que había arrebatado al puchero puesto a la lumbre.
Hablaban, reían, recordaban… Cuando se disolvía la asamblea, cada hombre llevaba en su pecho un calorcillo suave que el vino, por sí solo, no bastaría a justificar.
Empate. Cinco, que estaba más gordo. Otros cinco, que más delgado. Uno, neutral. Arsenio Quilós había llevado la cuenta, sin querer.
Los vecinos:
—¿Cómo quedaba «aquello»?
—¿En avión o en barco?
—¿A Villalbar para siempre?
Y el viajero, sin cansarse de repetir, condescendiente:
—«Aquello», ni mal ni bien… En barco… Sí, casi seguro, para siempre.
En esto, la sorpresa. ¡Dios mío, y qué sorpresa! A pocos metros estaba la tienda de Paco Santín, con su fachada cambiada, allí, en Villalbar, donde todo permanecía inmutable.
Ahora quería recordar la última carta de sus hermanas: «El Santín, no sabes, está de mejoras». Había pasado de largo sobre la noticia. Era natural: pintaría Paco los estantes, o incluso pondría el cielo raso. Pero mucho más bulto tenía el renuevo, pues nada recordaba a la vieja tienda en el «gresite» del pórtico y en las lunas anchas de los escaparates.
Arsenio apresuró el paso con curiosidad y anhelo. Al abrir la puerta y verse en el interior del nuevo establecimiento, pues todo era allí nuevo, sintió como si aún estuviera en el barco y este empezara a hundirse en mitad del mar. Se reanimó en los brazos de Paco Santín, que salió corriendo a su encuentro, desbordante, alegre, generoso.
Los dos amigos se abrazaban, separábanse para verse mejor, se volvían a abrazar.
Cuando aflojaron en sus efusiones, Santín cogió a Arsenio del brazo y le fue enseñando con jactancia el nuevo local: «Hay que prepararse»; «Villalbar debe ir a más»; «Alfisa, ya sabes, la gran cadena de alimentación…». Paco Santín estaba emocionado, vibrante. Quilós lo advertía en el brazo que su amigo le apretaba con exageración. Y estaba justificado aquel orgullo, si se miraba al lado práctico y comercial. La antigua tienda se llamaba ahora supermercado, donde los clientes se servían por sí mismos. La entrada era ancha, pero la salida se estrechaba junto a la caja registradora. Todo estaba envasado, rotulado, aséptico. ¡Lástima —pensaba Quilós— que con la mugre se hubiera ido también el calor del hombre, el trato, el regateo alrededor de cada artículo que iba a cambiar de mano!
Ya no había trastienda. Quilós estaba desorientado; apenas podía situarla con el recuerdo. No se atrevió a preguntar. Asentía cortésmente al entusiasmo de Santín. Éste, al pasar junto al frigorífico reluciente, echó mano a unas cervezas para convidar al recién venido. Se arrepintió sin llegar a abrirlas; con sonrisa de complicidad infantil buscó Paco Santín una botella de vino tinto; sirvió los vasos; cada hombre levantó el suyo amistosamente: uno, con fervor; el otro, con naciente melancolía.
Arriesgó Quilós la pregunta que tenía a flor de labios. Le contestó Santín: «¡Ah, los amigos!». El comerciante explicó que los amigos se veían en el café. Eran pocos. Ya no se juntaban, como antes, por la mañana. Pero eran amigos, ¡no faltaría más! Como entonces. Como siempre. Aquella misma tarde —o mejor el sábado por la noche—, todos al café. Celebrarían el regreso de Arsenio y beberían juntos, ¡claro que beberían!
Cuando Arsenio Quilós se vio otra vez en la calle, alguien le dijo que estaba más delgado, o que estaba más gordo —¡tanto daba!—; alguien le preguntó por «aquello», y él respondió que «aquello» bien, y que en barco, y que pronto tendría que volver «allá», por lo de los negocios.