Rabanillos

Rabanillos, titulado por la Escuela Maymó, era el mañoso del pueblo. Había ganado su diploma con mérito, después de construir por propias manos un «superheterodino», pero su ciencia rebasaba el campo de la radio, entraba en la televisión, invadía el ancho predio de los electrodomésticos y llegaba a rozar los límites de la cirugía menor. El médico del partido había dicho —a saber si en serio o en broma— que dada una absoluta necesidad, de no haber otro remedio, él mismo se dejaría extirpar el apéndice por Rabanillos, con solo que éste viera por un libro de anatomía el esquema de relés.

Había pocos libros en el lugar: si dos docenas, docena y media se alineaban en la trastienda del electricista, quien superaba con mucho a sus convecinos en el hábito de leer. Algunos títulos aludían a la electrónica, pero además había novelas y un volumen con fotos sobre el Tercer Reich. El resto eran libros naturistas. También un grueso tomo, forrado con papel de embalar; dentro podía leerse: «Arte y técnica amorosa; con ilustraciones y diez láminas a todo color; impreso en México D. F.».

Todo el pueblo, sin excepción, mimaba a Rabanillos el técnico, el indispensable. Un día Rabanillos tuvo que echar una instancia; al pedir la partida de nacimiento se corrió por el pueblo que marchaba a trabajar a Alemania; de verdad, fueron unos días tristes.

Más de una vez vinieron a pretenderle: le pondrían una tienda lujosa, como de capital. Vendería muchos aparatos. Pero él replicaba que más letras tendría que pagar. No se dejó convencer. Lo que Rabanillos quería, sobre todo, era su independencia.

El taller estaba en un bajo, con puerta de cristales a la calle. Como tal oficio es de los que atraen mirones, siempre venía alguno a meter la nariz en los chismáticos y a pegar la hebra. De cualquier asunto que se hablara, Rabanillos sacaba una conexión, como un cablecillo invisible, hasta empalmar en el tema de las mujeres.

Las mujeres —nunca la mujer en singular— eran la obsesión del célibe Rabanillos, a juzgar por lo tenaz de sus demostraciones. Así estuviera en el punto de diagnosticar sobre las tripas de un aparato difícil, si se oía revuelo de faldas calle arriba o calle abajo, dejaba todo, se lanzaba a la puerta, suspiraba y volvía. Al aprendiz lo mandaba afuera con cualquier encomienda. Se expansionaba entonces con el ocioso de turno. Sus confesiones no podrían ser más dolorosas. Según Rabanillos, su problema era que de día y de noche, siempre, siempre estaba dispuesto físicamente para el amor.

Tiempo después, cuando el aprendiz medró hasta hacerse un hombre, ya el patrón no lo excluía de sus confidencias. Rabanillos seguía dale que dale con las mujeres, y de sus aventuras gustaba destacar más lo cuantitativo que lo cualitativo. El aprendiz, que había empezado por sentir admiración, después envidia, casi se lastimaba luego del maestro, colocado de continuo en tan comprometida posición.

Rabanillos hostigaba a las mozas; las comía con los ojos. Le pasaba —si sus informes eran ciertos— lo que al héroe del cantar,

que solo de contemplallas,

en fiesta se le ponía.

Sus gestos eran apasionados, como de no poder contenerse, y se reforzaban con frases encendidas: «¡Que me pierdo!». «¡Mira que si te pillo a la redonda…!». Al exacerbado varón, en realidad, no se le conocía en el pueblo compañera. Rabanillos dejaba traslucir que por algo iba él con frecuencia a Ponferrada…

Cuando el antiguo aprendiz, ya oficial, volvió del servicio y habló de matrimonio, su patrón lo animó a ello con un gesto de desdeñosa superioridad. Hacía bien el mozo en casarse. Rabanillos admitía —él respetaba a los demás— que muchos hombres tuvieran bastante con una sola mujer. ¡Allá cada cual!

Marchó el oficial a buscar la vida en otra parte. El maestro trabajaba solo en el laboratorio radiotécnico, que así llama ahora al taller. Siempre tiene algún mirón con quien confesarse.

No le importa, ¡al contrario!, que lo vean marchar, que lo miren maliciosamente. Él coge de vez en cuando el trenecillo del carbón y baja a Ponferrada. Algún malaleche, que nunca falta, dice que tampoco en Ponferrada se le conoce compañera. ¡Envidias de pueblo! Rabanillos conserva el andar fachendoso y conquistador. Solo cuando amenaza lluvia se resiente del tiro que le dieron en la entrepierna, cuando lo del Ebro.