Querido Antonio:
Creo que en sesenta años, largos, no hemos cruzado nunca cartas. Para qué si hemos estado miles de veces el uno con y en el otro, sintiéndonos y comprendiéndonos con las medias palabras y hasta con los silencios. También con parrafadas que serían prolijas si no fuesen tuyas, pero con desventurada disimetría por mi parte, que a ti se te dan irónicas, precisas y luminosas, divinamente socráticas, y a mí fatal. Envidia te tengo. En cuanto al carteo, la presente va a ser excepción en nuestra costumbre, sí, pero tengo que ir a ella por razones que no sé si atinaré a explicarte. Atine o no, tú vas a entenderme, que ¡bueno eres tú viéndolas venir! Sea como sea y salga como salga, algo tengo que decirte del que, para mí, es hermoso pero insoluble asunto.
La muy gentil y avisada parroquia de Siruela me invita a hacer un prólogo para la edición de tu completa narrativa breve, y ocurre que no puedo decir no a Siruela, porque se trata de ti, pero tampoco puedo decir sí a causa de lo que luego te explicaré. ¿Qué hacer o qué no hacer en este diabólico trance? Pues mira —y bien que me duele—, me puede el «no». A causa de razones poco razonables pero todopoderosas. No puede ser, Antonio. Intentaré aclararme un poco, aunque puede que con las aclaraciones lo ponga peor.
Por un lado, por el lado más leve, sucede que yo no acabo de tener claro lo que la narrativa sea; no me basta lo que su propio nombre indica. Sí tengo claro, me parece y no es poco, lo que tu escritura es, pero ésta es otra claridad. La narrativa… Se me alcanza que los sabios y los profesores, unos y otros para entenderse, tienen que dar por buenos unos términos convenidos y hasta puede que necesarios, pero mis disturbios conceptuales no encajan con estos convenios: épica —o narrativa—, lírica, dramática… ¿qué son esencialmente, uno por uno y todos juntos en la especie literaria, estos llamados géneros? Parece estar claro, pero no. Se me ocurre pararme a pensar lo que contestarían Homero o Fernando de Rojas —bien pudieran ser otros— si les preguntasen por el género de su obra. Se encogerían de hombros, que les sonaría como si les preguntasen que cuándo caía el jueves en Marte.
Bien ves que empiezo agarrándome a las divagaciones. Yo creo que para retardar la entrada en lo que por resultar, como te decía, de razones poco razonables, me pone en un brete. En fin, yo te digo y tú me perdonas; tienes que ser, una vez más, liberal y generoso con mis descompuestas composturas.
Hace más de quince años que decidí para siempre que «no» —amigos incluidos— a los prólogos, y ahora me dicen que un prólogo para ti. Dan por supuesta mi alegría y mi conformidad y el supuesto es bueno; tan bueno como imposible. O sea, que sí pero que no. Se darían agravios comparativos de mucho tamaño. No puede ser. Por eso te escribo: para que me disculpes, para que hagas tuyo mi «no puede ser».
La carta podría terminar aquí, que, dicho lo dicho, me siento ya algo mejor, pero me viene en gana aprovechar la excepción epistolar para contarte cómo me va, qué hago —más bien qué no hago—, y algunas ocurrencias, referidas a ti, que me andan rondando y espero que se me aparezcan aceptablemente inteligibles, que sesenta años largos son sesenta años largos, y una carta, una sola carta, no puede darse ruin y únicamente interesada.
Estoy demorándome un par de semanas en la isla de La Palma. Vacaciones de trabajo (vacaciones trabajadas, quiero decir). He venido para esconderme y parece que lo estoy consiguiendo. Aunque tenga el que llaman «móvil», la perfección de mi sordera me libera de llamadas. Estoy, pues, correcta y felizmente incomunicado, escondido, para mayor seguridad, en un enorme jardín con palmeras de todos los continentes, arropadas por vegetación que, entre corpulenta y mezquina, resulta innumerable: el inmenso ficus dinámica, con las torturadas raíces al aire; la araucaria excelsa, que lo es; el croton, rojo, interminablemente aciculado; la streptizia virginae, que también y mejor le dicen «la flor del alba», con siete pétalos llameantes y uno azul; las adelfas salvajes, que, nocturnas, sueltan un aliento a mujer limpia y fresca… Yo qué sé. Ramajes hay de tierras que yo creía que no existían más que en las novelas, y los habrá hasta de países que Úrsula y tú no hayáis pisado. También hay una docena de muy amables gatos, y papagayos que graznan o berran —no se sabe—, y tortugas, y… Y, sobre todo y sobre todos, maravillosamente sobre todos, dos pequeñas tórtolas que, a media mañana, vienen a mi terraza y comen migas de galleta ¡en mi mano!
Poca sustancia tienen estas parvedades, pero te las cuento. Por alguna seria razón desconocida será. Y voy a contarte más. A lo mejor, que nos conocemos, éstas te interesan.
En Santa Cruz —la capital— y en el que dicen casco histórico (que debe de serlo, que en él lucen airosos balcones coloniales), no lejos de la que llaman la Placeta, entré en una estrechísima pero bien armada calle. Levanté casualmente la mirada y di con dos envejecidas baldosillas en las que leí (prepárate): «Calle de Doña Leocricia Volcán». Estupefactamente maravillado, pregunté por Doña Leocricia. Nadie sabe nada de Doña Leocricia Volcán. Pensé inmediatamente que tú sí sabrías; por la simple y poderosa razón de que, magnetizado por el nombre, la harías realidad en ti. ¿Sería una hermosa y acaudalada indiana que se reclamaba (dicho sea con perdón) de nobles orígenes guanches y habría regalado un gran lagarto de plata para honrar a la Virgen de la Palma? ¿Podría ser que Doña Leocricia…? Tú sabrás.
Más tengo para ti de Santa Cruz.
A las diez y media —una hora menos en Canarias— de una de estas noches, topé con un restaurante cuya entrada presidía una cartela magnificada por medio metro de fluorescencia. En bien dibujada letra, volví a leer: «Comida internacional, gótica y palmera – Pescado fresco». La leyenda se repetía en otros dos idiomas. Naturalmente, entré. Pedí gazpacho —gótico, obviamente— y rabín con mojo verde. Angelines sustituyó el rabín por Spinat-Käse Kroketten. Cuarenta euros, incluidos pan con ajo, agua, un cuartillo de rioja, dos zumos de naranja, un café y propina. Y, ahora, la causa narrativa.
En una mesa rinconera, felices, se veía, dos enamorados extranjeros se regalaban con otra goticidad, con… ¡caldo gallego! (dos euros con cincuenta), y se acompañaban con… ¡Coca-Cola! En un momento, felices, ya te digo, brindaron chocando cristalinamente las botellas de Coca-Cola. Reprensible conducta toda ella, pero, en fin, tratándose de enamorados…
Tú llevarías la anécdota a… Ya te lo diré. Los enamorados serían holandeses y luminosamente inocentes. Una visión llena de increíbles significados se desprendería de un revuelo de la rubia melena de la chica, que, a la hora del postre, recibiría una llamada telefónica contestada con interminables sollozos y…
Antonio: toda esta paja lleva consigo un secreto. Torpemente, bien lo sé, para coger tu hilo, estoy proponiéndome causas sencillas que quisiera semejantes a las que tú, sin romper su sencillez, transfiguras. No, no transfiguras, conviertes. Conviertes en… También te lo diré, si alcanzo a saber decirlo, más adelante.
En estos días, y en bastantes más precedentes, he estado releyéndote. Releyendo precisamente la que dicen tu «narrativa breve». ¿Casualidad? Puede, pero parece un hecho deducible del inexistente destino, porque yo aún no contaba con el pronto de escribirte. Más de cien cuentos he releído. ¿Qué digo? Pudieran ser cerca de doscientos. No dejé a un lado El ingeniero Balboa, que me sé casi de memoria, y no porque sea el mejor o el menos mejor de tus cuentos. Lo que voy a decirte tiene una aplicación general, muy general, y los títulos atraen la reflexión a las particulares unidades… narrativas y corro el riesgo de enredarme. A El ingeniero… lo cito porque me ha venido, y me habrá venido porque algo tendrá de prototipo, pero sin tener seria necesidad de citarlo.
A lo que sí me voy a referir directamente es a un muy sabio ensayo del muy sabio crítico y estudioso de tu obra que es don Ricardo Gullón. Sin buscarlo, di con él y entró en la relectura.
Obstinadamente aferrado a las que son mis propias ideas y alumbramientos sobre tu escritura, totalmente decidido, por tanto, a no dar un solo paso atrás en mis juicios, leo el extenso y agudísimo trabajo de don Ricardo. Advierto que estoy casi (y el «casi» es aquí cosa que importa) plenariamente acorde con él, pero… Mira, con total lealtad voy a intentar hacerte una síntesis del ensayo. Luego vendrá lo que venga. Dice don Ricardo: «Imaginistas, líricos, irónicos… son adjetivos acoplables al autor y al texto». (Es decir, a ti). En el autor se da «la tentación depasar del texto a la vida» (y) «la inclinación (…) a incluir su (tu) personalidad, sus (tus) querencias y rechazos, sueños, ensueños…». El componente referencial «es el del autor “en persona”». (…) «La presencia del autor implícita» (sugiere) «que la vivencia opera como sustrato de lo contado…». (…) Los «hechos (…) proceden de la voluntad de recrearse en la invención (…), el autor está implícito en la ficción pereiriana».
Añade don Ricardo que (aquí el núcleo final y deducible de las entrecomilladas frases del párrafo anterior) «éste es el asunto de este ensayo». Fuertes razones tiene para que así sea. Yo, humildemente, las suscribo, aunque aún está pendiente el «casi» que te decía. Anota que los subrayados (la letra cursiva, tipográficamente hablando) son todos míos. Y ahora, para disponerte más fina y cómoda la lectura (tantos paréntesis, tantas comillas, tantos puntos suspensivos), te hago, también leal pero no literal, la síntesis de la síntesis.
La lírica está presente en los textos narrativos de Pereira, que realiza su propia vida en el texto. El referente (del texto) es el autor en persona: (ya que) incluye su personalidad. (Por tanto) la vivencia (del autor, de Pereira) opera como sustrato de lo contado. El autor está implícito en el texto, en las páginas de la ficción pereiriana.
Magníficas las conclusiones de don Ricardo. Su sabiduría tendrá límites, pero estos límites han de estar muy lejanos. En mi caso, lo que funciona es la ignorancia, y, curiosamente, la ignorancia, mi ignorancia, no tiene límites. Yo, porque no puedo ni debo hacer otra cosa, me he apuntado al «no saber… sabiendo», al «entender no entendido». Bendito sea el apaleado frailecico de Fontiveros, que dejó dicho para siempre lo del «no saber», que a ello, ahora mismo, me estoy agarrando yo para el asunto del «casi».
Antonio: tú, como yo —mejor que yo—, habrás advertido no ya la profunda y justa penetración de Ricardo: tu narrativa eres tú. Esto es lo importante y grande, por esto tu narrativa conlleva grandeza estando deliberadamente fundamentada en la sencillez. Por esto mismo, porque su obra es su vida, son grandes otros grandes grandísimos (estoy pensando en Cervantes, en Machado, en el «frailecico», en Kafka… Afortunadamente hay más, muchos más, pero ¡cuidado!, no todos o cualquiera): su obra es ellos mismos, o, si lo prefieres, su obra es una dimensión de su vida. Así, estoy seguro, es tu caso.
Así es tu caso, pero… ¿cómo si tu vivencia (tu vida activada) es el sustrato de tu escritura, cómo si estás implícito en ella, es decir, cómo si tu escritura eres tú mismo puedo limitarme yo a considerar que ésta es «únicamente narrativa», el acontecer del ingeniero, de Gayoso, de…? No, Antonio, no.
Insisto: si Gullón —y yo con él— puede decir que la obra es el autor, que tu narrativa eres tú, ¿qué fundamento tiene esta identidad simultáneamente doble y una? Gullón no lo dice y es una pena, porque lo sabe y lo diría muy bien. En el ensayo se limita a afirmar que el autor tiene «inclinación» a incluir su personalidad en el texto. Sí pero no. Quiero decir que no basta la «inclinación», que es algo mucho más fuerte. En ti y en todos los creadores de alta solvencia, claro, que inclinación, inclinación sin más, puede tenerla cualquiera. ¿Y qué es ese algo «mucho más fuerte»? Pues voy a ver si acierto a decírtelo.
Se trata, Antonio, de una capacidad particularmente personal y real de interiorización. Más rigurosamente aún: deconversión de algo o alguien, que, en principio, puede ser externo a ti, en tu propia sustancia intelectual, sensible y sentimental. Yo he dicho en circunstancias muy serias, y lo repito aquí, que Don Quijote es Cervantes. Y añado, para que no parezca caso único o «patrióticamente» especial: K, el de El proceso, es Kaftia. Y la Esposa y elAmado son, los dos, San Juan de la Cruz. Y ¿quién tiene esta capacidad de interiorización/conversión? Pues para mí está muy claro y lo digo ya de una vez: los poetas. Los poetas que lo son realmente. No pienso en los meros versificadores. Muy al contrario, son poetas cuantos poseen la capacidad que digo, con independencia de que hayan escrito o no, versificado o no, los que se dicen poemas. Dudo tanto de la noción de poema como de la que se usa para la narrativa o la tragedia. Los críticos y los profesores, diseñando los géneros, aluden a la temática o a la forma, pero no dicen nada de la esencialidad, de la realidad efectivamente implicada.
La implicación es un acto de subjetivación radical; tú estás implícito porque, incluyendo al ingeniero, a Gayoso, etcétera, te expresas a ti mismo y tu expresión es, por tanto, plenamente subjetiva. Y aquí es donde hay que plantarse. Dice Sartre que «la poesía es irremediablemente subjetiva». Inversa e idénticamente, la literatura esencialmente subjetiva es «irremediablemente» poesía.
Gullón lo apunta, sí, pero (lo digo con sincera timidez) no lo propone como verdad radical, como tu radical verdad literaria. Mira: todos, todos los grandes creadores literarios, no los meros redactores literarios, se implican en virtud de su natural poético (no «poemático», claro, que no es lo mismo). Todos los que he citado, por ejemplo. Me produce alguna extrañeza el hecho de que don Ricardo, refiriéndose a ti, hable de que en tu obra «está presente lalírica», que diga también, literal y precisamente, que «de su estudio (del estudio de esta presencia) pudiera partir una poética del cuento aplicable a los de Pereira». Y la extrañeza se origina en que don Ricardo haga el diagnóstico verdadero y profundo, sí, pero que, en cierto modo, lo «disuelva» al exponerlo en términos pragmáticamente profesorales, formales y «de superficie», que lo hace y puede verificarse en los entrecomillados que ya has leído. Lo digo con admiración y respeto, pero lo digo. Y tengo, además, en favor de mi opinión, un indicador final: Gullón menciona las «páginas de la ficción pereiriana». No. Si es poesía no puede ser ficción.
Tengo que resumir y concretar, que una carta no puede ser interminable. Tus cuentos, en su especie (que no soy quién para aniquilarla ni tendría sentido), tus cuentos, tu narrativa breve, yo pienso que comportan, si no el más numeroso —que también es posible— sí el más compacto, tipificante y luminosamente estilizado conjunto que en España se haya dado en la segunda mitad del siglo veinte y en lo que va del veintiuno, pero ni yo ni nadie puede «encarcelarlos» en la mera narrativa y mucho menos en la «ficción», que es la noción precariamente académica, que por descuido, supongo, se le escapa a Ricardo.
Tu escritura no puede ser ficción precisamente porque tu escritura eres tú. Y, al ser tú, es recreación subjetiva de tu propia vida, es decir, de tu realidad. Por todo ello, antes y después de la inventiva («inventiva» me vale; no me vale «ficción») se trata «irremediable» y necesariamente de poesía. La poesía siempre es realidad; es realidad en sí misma. No puede ser, vuelvo a decirte, «ficción».
Realidad poética es el componente verídico y esencial de tu narrativa breve, y ésta es la razón de su sencilla, íntima —implicada— grandeza. Todo ello tiene como causa —aquí una obviedad necesaria— que tú, esencialmente, eres poeta, y, precisamente porque eres poeta, escribes una prodigiosa narrativa breve.
Mejor o peor, he terminado con las ocurrencias que te decía.
Un abrazo —nuestro primer abrazo epistolar—, Antonio.
Antonio Gamoneda