NUEVE

NUEVE

Salir de la ciudad maldita de Mousillon resultó ser una tarea mucho más fácil que entrar. No había grupos de miserables desesperados vagando por las calles encantadas, ni manadas de ghouls hambrientos rondando por los callejones. Incluso las patrullas armadas de los decadentes aristócratas parecían contentarse con permanecer dentro de los ruinosos castillos de sus señores. La ciudad estaba tan desierta como una tumba abierta; sólo el graznido de los buitres y las veloces carreras de las ratas alteraban el sepulcral silencio que había caído sobre la población.

La causa de un miedo tal que hacía que incluso los degenerados habitantes de un lugar como Mousillon se ocultaran tras puertas cerradas con llave se hizo evidente de inmediato cuando los cazadores de recompensas y su compañera elfa emergieron del húmedo túnel de la cloaca descubierta por Ulgrin Hachafunesta. El castillo del duque Marimund era ahora una pila de escombros, con tres de sus paredes completamente derruidas, como si el puño de un dios enfurecido hubiese aplastado la fortaleza. Los pestilentes barrios de casas y tiendas ruinosas que habían rodeado la plaza fuerte estaban ennegrecidos y carbonizados, quemados por una llama lo bastante intensa para medrar incluso en la madera mohosa y empapada por el pantano que prevalecía en estos andurriales. El adoquinado de las calles estaba sembrado de oscuras siluetas de cuerpos, lo único que quedaba de los hombres derribados por las devoradoras llamas. Los cazadores de recompensas se habían resistido a dar crédito a la desesperada y aterrorizada insistencia con que Ithilweil aseguraba que Gobineau había atraído la cólera de un monstruo antiguo con el artefacto que ella llamaba Colmillo Cruel. No obstante, enfrentados ahora con las evidencias que tenían ante los ojos, no tuvieron más remedio que creerla.

Pero había poco tiempo para considerar la desolación y el pasmoso poder que la había causado. Cada momento que pasaba aumentaba la distancia entre los cazadores y su presa, si Gobineau había sido lo bastante afortunado para escapar a la perdición que él mismo había invocado. A pesar de todo, la suposición de su muerte era algo que Ithilweil no estaba dispuesta a dar por sentado y que tampoco gustaba a los cazadores de recompensas, ya que si el hombre estaba muerto se encontraría enterrado bajo el castillo o bien sería uno de los montones de escoria que sembraban las calles. En cualquiera de estos casos, no quedaría nada que llevar a Couronne para cobrar la recompensa.

Aunque no hallaron estorbos al recorrer las calles, el trío de cazadores no se encontraba a solas. De vez en cuando se veía una silueta furtiva de alguien que rebuscaba entre las ruinas cuando la desesperada avaricia superaba el miedo que había hecho presa en la mayor parte de la ciudad. Algunos de estos merodeadores huían al aproximarse Brunner y sus compañeros, pero otros se mantenían desafiantemente firmes, decididos a proteger cualquier basura que hubiesen descubierto. La promesa de unas monedas de cobre o la ceñuda amenaza que salía como un trueno por la dura boca de Ulgrin les arrancaba información a aquellos desgraciados. Algunos habían visto la caída de la fortaleza de Marimund y describían con todo lujo de detalles al horrendo monstruo que había hecho una carnicería semejante. Unos pocos, instados por Ithilweil, recordaron al apuesto pícaro que habían visto alejarse furtivamente del castillo después de que el dragón se marchara. Con los dedos mugrientos señalaron hacia el sur y las murallas exteriores de la ciudad. Brunner no se sorprendió. Una vez libre de las mazmorras de Marimund, no había nada que pudiera retener a su presa en Mousillon.

Después que hubieron salido de la ciudad, el cazador de recompensas insistió en registrar cada choza y alquería que encontraron. Sabía que un hombre como Gobineau no pasaría mucho tiempo sin conseguir un caballo. El hecho de saber a qué distancia de la ciudad había podido robar una montura les daría una idea de la ventaja que les llevaba el proscrito. Tampoco le sorprendió mucho que el bandido hubiese robado el primer animal que encontró, un miserable caballo viejo de tiro que constituía la única pertenencia de valor de su canoso dueño. Al llegar a la granja donde Brunner había dejado sus caballos y la mula moteada que montaba Ulgrin, el cazador de recompensas pagó media docena de piezas de oro a cambio de una yegua para Ithilweil, con lo que se ganó otro malhumorado comentario de Ulgrin para recordarle que la elfa no iba a llevarse absolutamente nada de su parte de la recompensa.

Al cabo de poco volvían a viajar por el camino que iba hacia el sur. Brunner opinaba que su nefasta presa podría intentar buscar refugio en una de las pequeñas comunidades de piratas que se encontraban acurrucadas en medio de las rocosas costas de Aquitania y Brionne.

Pero los agudos ojos de Ithilweil hicieron que Brunner reconsiderara su opinión cuando, durante el primer día desde la salida de Mousillon, la elfa avistó una negra espiral de humo en dirección este.

—Podría ser cualquier cosa —gruñó Ulgrin—. Algún condenado campesino idiota que le haya pegado fuego a su choza, o tal vez un noble que esté eliminando un feo bosque de sus dominios.

—O, más probablemente, la bestia anda rondando por aquí —replicó Ithilweil con tono cortante. El enano la había estado acosando implacablemente durante todo el recorrido, e incluso la paciencia de la joven se estaba agotando.

—¿Pensáis que nuestro amigo podría estar allí? —preguntó Brunner. A él no le cabía duda de que Ithilweil tenía razón, que el humo que veía estaba probablemente relacionado con el dragón. La hechicera sacudió la cabeza.

—Tal vez, si es lo bastante estúpido para volver a usar el Colmillo Cruel —replicó. Brunner asintió con la cabeza e hizo girar a Demonio para que el caballo atravesara el campo que bordeaba el camino. Al advertirlo, Ulgrin se puso a protestar.

—¡No puedes desviarte sólo porque esta arpía orejas largas te lo diga! —chilló el enano—. ¡No sabemos si el dragón ha causado ese fuego, ni si Gobineau es lo bastante estúpido para perseguir a un monstruo semejante!

—Haz lo que te plazca —le respondió Brunner por encima del hombro—. Pero pienso que Ithilweil podría estar en lo cierto. Pienso que Gobineau fue quien llamó a esa cosa a Mousillon, y apuesto dos mil piezas de oro a que Gobineau no estará muy lejos de allá donde se encuentre ese bruto. —Sin pronunciar una palabra más, el cazador de recompensas se volvió y continuó avanzando hacia el este con el caballo de: carga tras de sí. Ithilweil se solazó con una sonrisa pagada de sí misma dirigida a Ulgrin antes de ponerse al trote para reunirse con Brunner.

—Dos mil piezas de oro —refunfuñó el enano—. ¡Ese bastardo olvida que mil piezas son mías! —Ulgrin clavó los talones en los flancos de la mula para que el animal siguiera el paso a los otros.

* * * * *

La noche halló a los cazadores acampados dentro de las minas de una antigua casa rural. Daba la impresión de que eran los caprichos de la tormenta y la nieve lo que había acabado con la estructura, mis que la ira de un gigantesco reptil que escupía fuego, y que habían pasado muchas temporadas desde que nada mis grande que una ardilla había considerado como: hogar aquellos restos desprovistos de tejado. Constituía un refugio bastante decente que les proporcionaba barreras defensivas en caso de que se presentaran problemas. Las tierras de Bretonia no carecían de depredadores. No era inaudito que los lobos llegaran a estar tan hambrientos que intentaran cazar presas humanas, y el salvaje gato gris de Bretonia central, una bestia casi tan grande como un venado pequeño, era famoso por su afición a la carne de caballo. Además, por supuesto, siempre estaba la amenaza de los depredadores humanos. Los caballeros de Bretonia no eran ni tan numerosos ni tan poderosos para erradicar completamente a los bandidos y salteadores de caminos que compartían con otras tierras menos caballerescas.

Ithilweil apartó los ojos de la contemplación del paisaje que iba oscureciéndose. A sus ojos de elfa, la luz de las estrellas le servía casi tan bien como la del sol, cosa que le permitía observar a la lechuza que caía en picado sobre el ratón de campo, o al zorro que caminaba silenciosamente por un afloramiento rocoso. Su visión quedaba bloqueada sólo al mirar hacia el norte, detenida por la espesa negrura que indicaba que se estaban aproximando al lugar de la matanza que había identificado por el humo muchas horas antes. La tibia brisa que jugaba con sus ropas y le agitaba el cabello transportaba un ligero rastro del mismo almizcle acre que habían percibido en torno a las ruinas del castillo de Mousillon: el nauseabundo hedor del dragón.

La elfa se estremeció. La bestia estaba cerca, tan cerca que casi podía imaginar que sus ojos la observaban desde las tinieblas, que su antigua alma maligna la contemplaba con fría mirada insondable. Había escuchado con atención a los aterrorizados desdichados con los que se habían encontrado durante el éxodo desde Mousillon, y había compartido el terror que sentían. Tenían buenas razones para estar asustados, porque Ithilweil conocía el nombre de la bestia que Gobineau había despertado, y estaba al corriente de su espantosa historia.

Ithilweil se volvió hacia el campamento y dirigió sus pasos a las hogueras que habían encendido Brunner y Ulgrin. Éste estaba acuclillado junto a la suya, donde asaba una ardilla desollada. El enano había plantado su propio campamento en el otro extremo de las ruinas, tan lejos de Brunner y de Ithilweil como le era posible, e incluso se había llevado consigo a la mula, como si pudiera infectarse si permanecía cerca de la yegua de la elfa. Ulgrin alzó la mirada de la comida con una expresión cruel en los ojos.

—¡Caza tú una si quieres comer, orejas largas! —le espetó—. ¡Esta es mía!

—Pensé que tu imagen mejoraba muy poco cuando te aseaste —contraatacó Ithilweil—, pero al menos podrías haberte lavado la boca cuando te limpiaste el resto. —Las palabras de la elfa hicieron brotar un nuevo torrente de invectivas semiarticuladas por la boca del enano. Ithilweil no se quedó a esperar a que a Ulgrin se le agotaran las maldiciones, sino que se encaminó hacia la otra hoguera.

Brunner se encontraba sentado ante el fuego y aún llevaba puesta la deslucida brigantina. Su casco y armas yacían cerca de él, dispuestos en torno de la improvisada cama de mantas y alforjas que se había montado. El guerrero sólo conservaba encima el delgado acero de Malicia de Dragón, que tenía atravesado sobre el regazo mientras miraba fijamente el fuego. Ithilweil se detuvo, momentáneamente fascinada por las duras sombras que las oscilantes llamas proyectaban sobre el curtido semblante del asesino. En su rostro había algo doloroso, algo que parecía pedirle socorro.

Era tanto dolor, tanto sufrimiento callado… Podía verlo allí, aplastado bajo la implacable curva de la boca, en las cicatrices de dentados bordes que le afeaban una mejilla y la frente. Estaba en los ojos, congelado dentro del helor que había consumido el alma del hombre. Algo terrible le había sucedido, algo que había devorado su mundo, que le había arrebatado todo lo que hacía que su existencia mereciese la pena de ser vivida y que, en una crueldad final, le había negado el refugio de una muerte decente para abandonarlo a una fantasmal existencia entre sombras y oscuridad. Tal vez Ithilweil era la única que había visto todo eso en los fríos ojos del asesino, la lastimosa tragedia que alimentaba al despiadado cazador. Porque eran unos ojos que se parecían a los de su propio pueblo, una raza fantasma que se perdía entre los abandonados restos de una civilización que había sido gloriosa y cuya hora ya había pasado.

—¿Qué veis en las llamas? —se atrevió a preguntar Ithilweil.

El cazador de recompensas no la miro al responder.

—Cosas que nunca han sido —dijo Brunner. Sus ojos se alzaron para mirar los de ella, y la tragedia volvió a apagarse, abrumada por el fuego del odio—. Cosas que llegarán a ser.

Ithilweil se acercó más y se sentó grácilmente en el suelo, junto a Brunner.

—Entre mi pueblo existe una fábula que dice que si uno mira el fuego durante el tiempo suficiente, puede ver su propia muerte en las llamas —comentó.

El cazador de recompensas sacudió la cabeza con una sonrisa ceñuda en el rostro.

—Veo la muerte de otros hombres, no la mía —declaró—. Pero la muerte es un precio demasiado pequeño para el hombre al que veo en las llamas. Me debe mucho más. —Una mano del cazador de recompensas se cerró en un puño, y su voz bajó hasta ser un susurro ronco—. A él se lo arrebataré todo.

—Aquellos que consagran su vida a la venganza, acaban siendo consumidos por ella —le advirtió la elfa—. He visto en qué se convierten los que se entregan al odio. Son criaturas terribles y coléricas que no llegan a conocer el solaz de una caricia ni la calidez de una voz amorosa. Vos me los recordáis, a los del pueblo perdido de Nagarythe. —Ithilweil sacudió tristemente la cabeza—. Los llamamos guerreros sombra, pero no porque moren en los umbríos cañones de su destrozada tierra natal ni porque ataquen a sus odiados parientes a cubierto de la noche. No, los llamamos sombras porque es lo que son. No están completos porque toda luz y todo amor los han abandonado para dejar sólo odio y sed de venganza en ellos.

—A veces —le advirtió el cazador de recompensas—, el odio es lo único que nos dejan los dioses.

Hombre y elfa guardaron silencio durante largo rato, ambos mirando fijamente las llamas como si estuvieran hipnotizados por las danzantes lenguas de fuego. Fue Ithilweil quien al fin apartó la vista y se volvió de espaldas al fuego con un estremecimiento. El cazador de recompensas tendió hacia ella una mano para posársela sobre un hombro.

—Sé quién es —declaró Ithilweil con voz ronca, como si la fatiga se hubiese apoderado de ella.

—Desde luego —dijo Brunner—. Jean Pierre Gobineau, con un valor de dos mil coronas de oro, quinientas menos si se lo entrega muerto.

—No me refiero al pícaro —respondió Ithilweil—, sino al dragón. La bestia que describieron los ladrones de tumbas de Mousillon. Lo conozco. —La elfa vio que ahora había captado la plena atención de Brunner, cuyos ojos relumbraban de curiosidad—. El cuello ennegrecido sobre un cuerpo de escamas rojas, la cicatriz de bordes irregulares que le recorre el vientre. Ésas fueron las marcas de las que hablaron, hace mucho tiempo, los refugiados que se marcharon de estos territorios cuando fueron abandonadas las colonias orientales. Hablaron de un dragón enorme, una bestia horrible que descargaba fuego y muerte sobre aquellos que intentaban llegar hasta el mar, que los perseguía como un lobo a un rebaño de ovejas.

Ithilweil hizo una pausa para recordar las horripilantes narraciones manuscritas que había leído en las bibliotecas de Saphery.

—No tengo duda alguna de que la estupidez de ese hombre ha traído de vuelta al mundo a esa misma bestia, la que llaman Malok… ¡el destructor!

* * * * *

Tras siglos de sueño dentro del ardiente corazón de la Isla de Sangre, el dragón Malok sentía dos cosas: cólera y hambre. La despiadada destrucción del castillo del duque Marimund, en Mousillon, había saciado transitoriamente la primera de las sensaciones, pero el gasto de energía y el esfuerzo habían agudizado la segunda. La punzada sorda que había estado arañando el fondo de la mente del dragón se convirtió en una desesperada necesidad que lo había obligado a renunciar a la perspectiva de arrasar la ya desolada urbe para poder silenciar la protesta de su barriga.

En el resplandor anterior al alba que comenzaba a iluminar Bretonia, las rojas escamas de Malok parecieron encenderse y relumbrar como ascuas cuyas llamas se habían extinguido. Los madrugadores campesinos que avanzaban cabizbajos por la menguante oscuridad para atender sus campos y rebaños alzaron miradas de horror hacia la espectral imagen, y sus agudos gritos avisaron a la campiña que había un monstruo suelto. Por su parte, el dragón prestó poca atención a los desdichados que corrían y gritaban. Podía aplastarlos con facilidad, pero había poca carne en un hombre. Malok estaba interesado en algo que pudiera satisfacer su hambre, no en aumentarla. A lo largo de los siglos transcurridos desde el surgimiento de los reinos humanos, el dragón había despertado con la frecuencia suficiente para saber que allá donde había hombres también podían encontrarse animales más satisfactorios para hacer presa en ellos.

Pasados apenas unos momentos desde el primer avistamiento de los campesinos que huían, Malok halló lo que había estado buscando, y su barriga gruñó con ansiedad. Al dragón no le importaba que la gran manada de vacas que llevaban a pastar perteneciese al marqués Duvalier, ni que sus reses produjeran los mejores toros de Bordeleaux y que así hubiese sido desde hacía casi un milenio. No le preocupaban los hombres que cuidaban de las reses, pequeños terratenientes leales cuyas familias habían servido durante siglos a la del marqués, y para quienes el cuidado de las apreciadas reses era más importante que sus propias familias. Lo único que vio el dragón fue carne, y con eso le bastaba.

Como un rayo lanzado por un enfurecido dios de la tormenta, Malok descendió con las fauces abiertas en un rugido que podía estremecer los fundamentos de una montaña, echando fuego y humo por las fosas nasales, con las negras alas abiertas como el severo sudario del mismísimo Morr. Los aterrorizados vaqueros miraron fijamente al gigantesco dragón mientras sus semblantes palidecían y sus bocas se abrían de honor. Las reses que los rodeaban se pusieron a mugir de miedo en cuanto el acre hedor del wyrm ofendió su olfato y despertó temores ancestrales. Los valientes vaqueros intentaron contener el miedo de las reses mientras luchaban contra el terror que les encogía el corazón. Pero era como intentar mantenerse de pie ante una ola impulsada por la tormenta. La enorme manada del duque Duvalier inició la estampida, aplastando a los vaqueros bajo las pezuñas en su desenfrenada huida del dragón.

Malok observó la estampida del ganado al tiempo que descendía planeando para interceptar a los animales y hacerlos cambiar de dirección. A veces el dragón lanzaba un breve chorro de llamas por las mandíbulas provistas de colmillos cuando su sombra no lograba por sí sola hacer que la manada cambiara de rumbo, y el fuego repelía instantáneamente a las reses. Más adelante había un cañón sin salida que estaba situado entre un grupo de colinas bajas. El dragón estaba guiando a sus presas hacia aquella depresión natural en forma de cuenco. Harían falta más de varias docenas de reses para llenar la barriga del dragón. El reptil tenía intención de atracarse con toda la manada.

Las primeras vacas se encontraron con la pétrea pared del cañón y se estrellaron contra ella al empujarlas el peso y el impulso de las que venían detrás. Siguiendo obedientemente el ejemplo de los animales que los precedían, el resto de las reses se apretujó dentro del cañón en una mugiente y asustada masa de carne. En el mismo instante en que los animales de retaguardia comenzaban a dar media vuelta para escapar de la trampa a la que habían sido conducidos, el enorme cuerpo de Malok se precipitó hacia la entrada del cañón como un león que saltara sobre un chacal. La gigantesca mole del dragón y su repulsivo olor hicieron que las reses volviesen a girar y se estrellaran unas contra otras en un fútil intento de hallar otra salida. Malok observó a los animales durante un momento, y luego echó atrás la cabeza y dejó que los fuegos de su interior aumentaran.

* * * * *

Hacía ya varios días que el campesinado de Bordeleaux informaba de que un dragón estaba saqueando el ducado, acabando con aldeas enteras y arrasando cosechas y campos de cultivo. Estos informes se habían propagado hasta muy lejos y adquirido vida propia; el espantoso aspecto de la criatura aumentaba con cada relato, y la lista de atrocidades que se le atribuían se incrementaba con cada legua que las historias recorrían. Los señores de Bretonia comprendían a su humilde pueblo, pues sabían que eran gente supersticiosa y simple, propensa a dejar volar la imaginación y poblar sus fantasías con toda clase de cosas espantosas. Pero también sabían que para que estas historias se hubiesen propagado tanto tenía que haber una pizca de verdad tras ellas. Aunque en Bretonia no había habido ningún dragón digno de ese nombre durante siglos, dichas criaturas habían constituido una amenaza bastante corriente antes de que su especie fuese prácticamente exterminada por los valientes caballeros que hincaban la rodilla ante el rey y la Dama. ¿Era posible que uno de esos monstruos hubiese escapado a la suerte acontecida a todos sus congéneres? La posibilidad misma encendía la ambición de jóvenes caballeros allá donde llegaban las historias. No pasó mucho tiempo antes de que aislados grupos de temerarios caballeros noveles ansiosos por hacerse con un nombre y leales caballeros veteranos del reino viajaran hacia las tierras donde se habían originado los relatos.

Entre estos caballeros se encontraba uno que había emprendido la búsqueda para encontrar el sagrado cáliz de la Dama. Cuando oyó hablar del dragón por primera vez, Sir Fulkric supo que ésa era la gran empresa que la Dama le había asignado, la tarea que debía emprender para demostrar que era digno de beber del grial.

Cuando sir Fulkric cabalgaba en dirección sur hacia la región donde se decía que podía hallarse al dragón, se encontró con el pequeño grupo de caballeros que estaban igualmente decididos a eliminar al wyrm. Una vez más, la inspiración iluminó a sir Fulkric que, a medida que se encontraba con estos grupos de matadragones, los invitaba a continuar viaje con él. Fulkric sabía que era posible que él resultara ser indigno, que podría ser la bestia y no él quien saliera triunfante de la contienda. Si algo semejante llegara a suceder, tendría que ser otro quien pusiera fin a los desmanes del monstruo.

Muchos de los caballeros con los que se encontró compartieron su punto de vista, pues entendían que antes que su propio honor y prestigio debía lograrse la muerte del dragón para el bien del territorio. Decidieron que se turnarían para intentar matar a la vil bestia, y que permitirían que el más valiente y noble del destacamento fuese el primero en atacar al monstruo. Si ese digno personaje caía, debería dársele al siguiente más heroico del grupo la oportunidad de vengar al compañero caído y derrotar al horrible monstruo.

El escudero de sir Fulkric anotaba los nombres de cada caballero que se unía a la creciente compañía, registraba hazañas y honores y, ordenándolos según estos méritos, determinaba el lugar que debían ocupar en la lista de los que desafiarían a lo que habían dado en llamar la Bestia de Bordeleaux. Como caballero que había emprendido la búsqueda sagrada y como guerrero que había organizado la creciente cruzada, sir Fulkric permitió humildemente que su nombre figurara en el primer lugar de la lista.

Para cuando el ejército de caballeros y sus sirvientes llegaron a las apagadas cenizas de una pequeña aldea situada en el camino que iba hacia Mousillon, ya eran más de cien hombres entre los que había caballeros de lugares tan lejanos como Aquitania y Lyonesse.

A primeras horas de la mañana, cuando los caballeros comenzaban a despertar y salir de los pabellones de lona que los sirvientes habían levantado para ellos a poca distancia de las cenizas de la aldea, el escudero de aguda vista de un caballero de Gisoreaux anunció que había humo en el horizonte. Espeso y negro, arremolinado como una tempestad arrastrada por el mar, a todos los hombres les resultó evidente que no se trataba del fuego de la cocina de un campesino. Se voceó la llamada a las armas y los escuderos se apresuraron a ayudar a sus señores a ponerse las brillantes armaduras y los coloridos tabardos. Los caballos de guerra fueron cubiertos con gualdrapas y corazas, y se afilaron lanzas y espadas en previsión de la batalla que se avecinaba. La actividad se diferenciaba poco de la que podría verse la víspera de una batalla, salvo por el hecho de que la luz de la ambición era un poco más evidente en los ojos de las caballeros.

Los caballeros acorazados espolearon a sus monturas y partieron velozmente del campamento, dejando en él a los servidores y a muchos de los escuderos. La columna de humo negro danzaba y ondulaba en el cielo ante ellos como si los llamara, invitante. Situado en vanguardia de los caballeros, sir Fulkric elevó una plegaria a la Dama para pedirle que su corazón se mantuviera firme, que el valor fortaleciera su brazo, que su espada golpeara limpiamente. No podía dudarse de cuál sería la suerte de la bestia, no con una compañía tan numerosa cabalgando para eliminarla. Aunque el dragón pudiese matar a algunos de ellos, cada caballero mermaría las fuerzas del monstruo. En una ocasión, un dignatario de Estaba que estaba de visita había descrito las corridas de toros de su tierra natal; cómo los toreros atacaban al toro en oleadas que no intentaban matar al poderoso animal sino herirlo para mermar su fuerza, hasta que llegaba el momento en que avanzaba el matador para acabar con él. El dragón no podría correr mejor suerte que el toro, con tantos caballeros en contra.

Cabalgaron durante la mayor parte de la mañana. Fulkric tuvo que refrenar la ansiedad que colmaba el pecho de los caballeros para impedir que fatigaran a los corceles antes de tener a la vista la presa. Era ya casi mediodía cuando los caballeros llegaron al origen del humo. Detuvieron los caballos al pie de una colina tras la cual hervían las espesas nubes. Evidentemente, el dragón le había prendido fuego a lo que había detrás de la elevación, dando rienda suelta a su malevolente deseo de caprichosa destrucción y maldad. Los corceles respingaron, evidentemente repelidos por el hedor del humo, aunque lo único que percibían los caballeros era olor a carne de vaca asada. Fulkric, sin embargo, se sentía inclinado a fiarse del instinto de su caballo de guerra. Se decía que el olor de los dragones trastornaba a los animales y, si eso era verdad, cabía la posibilidad de que el reptil aún estuviese cerca.

Sir Fulkric llamó a su escudero que, servicial, hizo avanzar a su montura. El caballero le ordenó que leyera la lista en voz alta para que todos los miembros de la compañía supieran cuál era su posición y ocuparan su sitio por si les llegaba el turno. El escudero había leído sólo una docena de nombres cuando los caballos comenzaron a relinchar de miedo. La espesa fetidez acre ya era inconfundible, el almizclado hedor de un gran wyrm que se imponía incluso al olor de trescientas reses chamuscadas. Los caballeros, casi como un solo hombre, apartaron la mirada del escudero y alzaron los ojos para mirar la cumbre de la colina.

Lentamente, una cabeza ascendió por encima de las zarzas y las piedras, una enorme cabeza en forma de cuña recubierta de escamas rojas. Los caballeros contemplaron aquella visión con pasmo, porque tenía el tamaño de un carruaje y de sus fauces colgaba un objeto ennegrecido que, según pudieron apreciar, era el cadáver entero de un buey plenamente desarrollado. Durante un largo momento el dragón no se movió, con la mirada perdida a lo lejos y la cabeza enmarcada por el negro humo que se arremolinaba detrás de él. Luego la mirada del monstruo se desvió y sus amarillos ojos de serpiente se clavaron en los guerreros que formaban al pie de la colina. La gigantesca boca se abrió para soltar el cadáver, que cayó rodando por la ladera, y de las fauces del dragón manó un rugido como el que haría la tierra al partirse, un bramido que onduló hasta el otro lado del valle.

Sir Fulkric contemplaba a la espantosa bestia, enmudecido por la enormidad de lo que veía. Era más grande que cualquier cosa que hubiese visto jamás, más grande incluso que la más grande de las gabarras fluviales o barcos mercantes que conocía, si el resto de la criatura era proporcional al tamaño de la cabeza. La idea de que un solo hombre pusiera a prueba su espada contra una bestia semejante parecía una absoluta locura. Volvió la cabeza para mirar a los caballeros que lo rodeaban. Casi podía sentir cómo su orgullo y coraje se marchitaban bajo la mirada del dragón, y casi pudo ver sus nobles corazones temblando bajo los petos de acero. Fulkric no era el único que imaginaba todo esto. Tras la primera mirada colérica, el dragón profirió un bufido de desprecio y la espantosa cara volvió a desaparecer tras la colina.

Fulkric se esforzó en controlar al corcel mientras desenvainaba la espada. Si no actuaba ahora, toda la compañía podría romperse y dispersarse con el honor devorado por el miedo. Para esto era, entonces, que la Dama lo había conducido hasta aquí. No para que matara él solo a la terrible criatura, sino para que comandara a aquellos dignos y valientes guerreros en la empresa de librar al reino de aquel horror desatado. Ésta era la prueba que debía superar, y Fulkric estaba decidido a mostrarse digno de ella.

El caballero alzó la espada por encima de la cabeza y elevó la voz para lanzar un tremendo grito que atrajo la atención de sus compañeros, incluso de los que estaban ocupados en mantener el control de sus corceles. Con una voz cargada de la valentía que lo había llevado a la victoria en batallas contra los hombres bestia de Chalons y los soldados mercenarios de la provincia de Couronne, Fulkric arengó a los otros caballeros para que no permitieran que el miedo los acobardara, para que no se despojaran de su honor ante una bestia malévola. Los exhortó a depositar su corazón y su fe en la Dama, a confiar en ella para que los ayudara a llevar a cabo esta hazaña. Muchos de ellos podrían perecer en la batalla inminente, pero el modo en que moría un caballero era el testamento definitivo de la dignidad que revestía su nombre. ¿Y qué muerte más noble podía haber que la de librar a su amado reino de los rapaces pillajes de ese monstruo?

No se oyeron vítores de aprobación ni fuertes gritos de apoyo a las apasionadas palabras de sir Fulkric. Pero cuando hizo girar a su caballo para encararse con la entrada del pequeño valle que había tras la colina, el pequeño cañón ahora Reno de una auténtica muralla de humo, descubrió que no estaba solo. Hasta el último de ellos, los otros caballeros detuvieron sus corceles junto a él, con las lanzas preparadas. Ya no había ningún pensamiento de honor o prestigio personales. Esta batalla sería compartida por todos y librada por la gloria de Bretonia, no por la de un hombre en concreto. Fulkric alzó una mano y desvió la mirada hacia el escudero que aguardaba.

—Llévate la lista contigo —le dijo al criado—. Que todos sepan quiénes lucharon aquí en el día de hoy. ¡Hazles saber que los caballeros de Bretonia no abandonaron a su pueblo ni a su tierra en su hora de necesidad! —Fulkric concluyó el discurso dejando caer la mano, y encabezó la carga hacia el espeso humo negro.

El escudero esperó hasta que el último de los caballeros hubo desaparecido dentro del valle, y luego dio media vuelta y cabalgó a toda velocidad de regreso al campamento.

La lista que llevaba el escudero sería usada más tarde para la inscripción memorial que se alzaría durante siglos a la entrada del cañón. Debajo de ésta había una sepultura, una sola tumba para sir Fulkric y sus caballeros, pues no se pudieron determinar las identidades de las cenizas y recalentadas armaduras que se recuperaron del valle. Como un solo hombre habían cargado valle adentro para enfrentarse con el dragón, como un solo hombre habían muerto y como uno solo habían sido sepultados. Requiescat in pace.

* * * * *

Desde lo alto de una loma, un grupo de hombres observaba el humo que ondulaba a lo lejos. Mientras miraban, una enorme silueta roja y negra surgió del humo y sus correosas alas batieron el aire con poderosos movimientos. Debajo de la espantosa silueta, un trío de figuras montadas salió cabalgando enloquecidamente por la entrada del cañón. Incluso desde aquella gran distancia, el brillo del sol sobre las armaduras que llevaban los jinetes indicó a los observadores que se trataba de caballeros.

El enorme dragón describió círculos por encima de los corceles que iban al galope y luego, cual ardiente corneta, se lanzó en picado hacia la tierra. Como cae un halcón sobre un conejo, el inmenso reptil golpeó a uno de los jinetes y derribó hombre y caballo bajo su tremendo corpachón. Los otros ni siquiera se volvieron a mirar al camarada muerto, sino que espolearon a sus monturas para que galoparan mis velozmente. El dragón se limitó a permanecer donde estaba, con una pata apoyada sobre el machacado amasijo en que había convertido al jinete derribado. Daba la impresión de que había concedido un respiro a los otros caballeros, ya que el monstruo no hizo el más mínimo esfuerzo para alzar otra vez el vuelo. Entonces, la cabeza del dragón se echó atrás como la de una serpiente que se dispone a atacar. Las llamas salieron como una erupción por las fauces del wyrm y envolvieron a los dos jinetes que intentaban escapar, encendiendo el pelo, las ropas y la piel de hombres y animales. Los caballeros cayeron de sus corceles de guerra, asados dentro de las armaduras. Los animales continuaron corriendo como antorchas vivientes que pronto desaparecieron tras una maraña de matorrales y árboles.

Incluso desde aquella loma que se hallaba a kilómetros de distancia, los observadores oyeron el tremendo rugido de triunfo que el dragón lanzó hacia los cielos. Era un sonido capaz de hacer temblar al más valiente de los hombres. Para los corazones menos aguerridos que habían jurado servir al vizconde Augustine de Chegney, el terror fue aún más profundo.

Sólo un miembro del pequeño grupo de observadores pareció imperturbable ante lo que habían visto. De hecho, en el cruel rostro del hombre cubierto por una capa negra había aparecido una sonrisa avariciosa, y a sus ojos afloraba un brillo de codicia. Rudol, hechicero renegado de la Orden Celestial, señaló con una mano parecida a una zarpa el espectáculo que se desarrollaba a lo lejos.

* * * * *

—¡Miradlo, Thierswind! ¡Mirad al magnífico bruto! —dijo con cacareante risa—. ¡Qué puede resistir ante el poder de un monstruo semejante!

El hombre al que el hechicero se había dirigido era un personaje enorme cuya estatura superaba con mucho la de Rudol y la de todos los hombres de armas que tenía cerca. Sir Thierswind llevaba una armadura muy parecida a la que lucían los ahora derrotados hombres que habían sido presa de la ira del dragón. El yelmo que sujetaba bajo el brazo guardaba semejanza con un toro, con grandes cuernos que sobresalían a ambos lados. Normalmente habría llevado el tabardo de colores oscuros de los De Chegney encima de la armadura, pero dado que el vizconde había pedido discreción en este asunto, debía evitarse cualquier cosa que proclamara abiertamente la identidad de sus servidores. El caballero había servido a su señor durante el tiempo suficiente para saber el peligro que entrañaba desobedecer sus deseos, aunque eso desagradara a lo que quedaba de su orgullo caballeresco.

Las ásperas facciones de Thierswind, casi brutales, no mostraban el mismo entusiasmo que manifestaba el hechicero, y fue con gran inquietud que el guerrero habló finalmente.

—Le dijisteis a su señoría que podíais controlar al monstruo —le recordó a Rudol—. Pero ¿cómo podría nadie hacer cosa semejante? —Una vez más, los ojos de Thierswind se desviaron hacia el gigantesco reptil, que ahora se limpiaba fragmentos de hueso y carne de entre las garras.

Rudol rió con un tono áspero y burlón.

—¡Cuando tenga el Colmillo Cruel otra vez en mi poder —proclamó el hechicero—, esa temible bestia no será más que un esclavo, un perro fiel que obedecerá todas mis órdenes! ¡Pensad en ello, Thierswind! ¡Esa poderosa bestia descendiendo desde el cielo de medianoche para quemar las casas de mis enemigos y pulverizarles los huesos bajo sus zarpas!

—Querréis decir a los enemigos de su señoría —le advirtió Thierswind, para recordarle al hechicero su lealtad. Una mano del caballero estaba cerrada en torno a la empuñadura de la espada. Rudol consideró atentamente al caballero y a su espada, y luego asintió con la cabeza a modo de disculpa.

—Por supuesto, los deseos del señor son lo primero —dijo Rudol con una voz despojada del entusiasmo que había manifestado apenas minutos antes—. Me temo que me he dejado llevar por el entusiasmo. Por favor, aceptad mis humildes disculpas.

Thierswind continuó mirando al hechicero con aire dubitativo sin apartar la mano del puño de la espada. No confiaba en Rudol, ni tampoco lo hacía el vizconde. Al parecer, el hechicero necesitaba su ayuda para hacerse con el artefacto, pero una vez que lo tuviese en su poder tal vez ya no necesitaría respetar el juramento de lealtad que había pronunciado. De Chegney le había advertido al caballero que no corriera ningún riesgo con el peligroso hechicero, que golpeara rápida y certeramente al primer signo de traición. Maestro él mismo en traiciones y subterfugios, el vizconde tenía una extraordinaria habilidad para percibir la duplicidad en los otros.

Como si percibiera la dirección que tomaban los pensamientos de sir Thierswind, la cara de Rudol se ensombreció y su voz se volvió severa.

—Yo no usaría esa espada, Thierswind —le advirtió—. Sólo yo puedo percibir el hechizo que le hice al Colmillo Cruel. Sólo yo puedo conduciros hasta él. Vuestro señor no os agradecerá que lo privéis de un arma semejante. —Rudol sonrió cuando Thierswind soltó la espada.

—Una decisión muy sabia —dijo el hechicero. Se volvió para mirar a lo lejos—. El hombre al que perseguimos ya está cerca, pero ha vuelto a ponerse en movimiento. —Señaló hacia el sur—. Apresurémonos a aliviarlo de la carga que lleva. Entonces, todos obtendremos lo que deseamos.

* * * * *

El apuesto bandido se sentía un poco más dueño de sí ahora que había dejado atrás la ciudad maldita de Mousillon y las mazmorras de su antiguo protector, el duque Marimund. Con la mayor parte de la ciudad acobardada en sus chozas tras el ataque del dragón, salir de Mousillon resultó relativamente fácil. De todas formas, le había hecho una breve visita a Jacques, el viejo bandolero que lo había conducido hasta el castillo de Marimund para asegurarse de que no fuese indebidamente acosado por la chusma miserable y desesperada que vivía en las calles. Tal vez Jacques no llegó a saber hasta qué punto habían cambiado los sentimientos de Marimund hacia Gobineau. Quizá su viejo amigo no había entendido realmente hacia dónde estaba conduciendo al proscrito. A pesar de todo, Gobineau no creía en eso de dejar deudas sin saldar, y, además, tras su estancia en las mazmorras de Marimund, necesitaba ropa decente y algo de dinero para el viaje. Ciertamente, Jacques ya no iba a necesitar esas cosas.

Gobineau observó con rostro impasible a la poco atractiva camarera que le llevaba el plato de carne de carnero a la mesa. La posada prosperaba principalmente por estar emplazada cerca de los terrenos de caza de no menos de tres señores locales, y, tras un duro día persiguiendo jabalíes y venados, los caballeros a menudo se sentían inclinados a detenerse en la posada para catar los productos de su bodega. Por suerte, Gobineau no vio nada que indicara que alguno de estos caballerescos defensores de Bretonia se encontraba en las proximidades esa noche. Si eran dignos de crédito los rumores que había oído, era probable que anduvieran por ahí a la caza del dragón. Después de lo que había visto en Mousillon, Gobineau no creía que nadie volviese a tener nunca más noticias de ningún caballero que hubiese encontrado lo que estaba buscando.

La camarera dejó el humeante plato ante Gobineau al tiempo que lo miraba agitando los párpados de sus ojos de liebre. El proscrito alzó la vista hacia ella y se chupó los dientes mientras consideraba sus encantos. No había mucho que se pudiera aprovechar, decidió. Su estancia en las mazmorras de Marimund no había sido lo bastante larga para que sus niveles de exigencia personal descendieran tanto. Hizo un gesto para despedir a la mujer, a cuya reacia retirada prestó poca atención, y se preparó para atacar la cena con su cuchillo.

—¡Por la capa de Ranald! —maldijo el ladrón al tiempo que se quitaba apresuradamente la carne de la boca. Lanzó una mirada de ferocidad a la camarera que regresaba tímidamente a su mesa atraída por el juramento. Con un movimiento violento, Gobineau le arrojó el plato—. ¡Dije que quería que estuviese cocinada! —rugió el forajido—. ¡Esto está frío como una anguila!

La camarera se arrodilló para recoger la carne esparcida por el suelo.

—Pero si la han cocinado —protestó, acobardada por el enojo que había en la voz del proscrito—. Si la hubiesen dejado más tiempo al fuego se habría quemado.

—¡Entonces, que se queme! —Le respondió Gobineau con un gruñido—. ¡Puede que vuestros campesinos cavadores de fango estén acostumbrados a comerse crudas vuestras vituallas, pero yo estoy habituado a cosas más refinadas! —Le hizo a la muchacha un gesto con la punta del cuchillo—. ¡Ahora llévate eso de vuelta a la cocina y encárgate de que esta vez lo preparen correctamente! —Gobineau continuó mirando a la mujer con ojos furiosos hasta que ésta hubo atravesado la sala en dirección a la cocina, y luego desvió la vista hacia los pocos parroquianos que se hallaban dispersos por el salón comunal de la posada, retando a cualquiera de ellos a mostrarse en desacuerdo con su duro tono de voz. Ninguno de los presentes lo miró a los ojos.

Gobineau devolvió su atención a la jarra de cerveza que tema sobre la mesa al tiempo que alzaba una mano para rascarse un hombro. Ciertamente, la brasa que le cayó encima había hecho bien su malévolo trabajo. Al examinarlo tras haberse apropiado del caballo de un granjero que encontró a pocos kilómetros de Mousillon, el pícaro descubrió que tenía el hombro inflamado y rojo como si alguien lo hubiese tocado con un hierro candente. La piel se le había caído y lo que quedaba debajo estaba arrugado y cubierto de pus. Gobineau supuso que era la preocupación por esta herida lo que hacía que estuviese tan irritable, pues por Mousillon corrían en libertad enfermedades suficientes para hacer estremecer a una sacerdotisa sanadora del templo de Shallya. El bandido esperaba fervientemente no haber contraído una de ellas.

Una voz potente que bramó como el trueno desde la puerta de la posada, arrancó a Gobineau de sus preocupados pensamientos e hizo que la espada del ladrón apareciera velozmente en su mano al tiempo que saltaba para acuclillarse e interponer la mesa entre su persona y la puerta.

—¡Jean Pierre Gobineau! —rugió la voz. El pícaro se relajó ligeramente al ver al hombre que voceaba su nombre. Se trataba de un alto y musculoso bruto con una negra barba descuidada sólo interrumpida por la marca de fuego con que se señalaba a los delincuentes y que decoraba su mejilla izquierda.

A grandes zancadas, el barbudo atravesó el salón como si fuese el dueño del establecimiento, con una expresión que demostraba que le divertía muchísimo la reacción de Gobineau. El forajido se incorporó lentamente, pero no envainó la espada.

—Hubolt —saludó el pícaro al recién llegado con una voz inexpresiva en la que no había ni entusiasmo ni hostilidad—. Habría dicho que tu fea cara ya descansaba en una cesta, a estas alturas.

—No ha sido porque los hombres del rey no lo hayan intentado —replicó Hubolt con una ancha sonrisa—. Y yo te imaginaba a ti acuchillado por el indignado marido de una mujer.

—Eso aún podría suceder si a mis viejos amigos les parece conveniente gritar mi nombre en lugares públicos —contestó Gobineau con acritud.

Hubolt se echó a reír ante el comentario del proscrito.

—Ah, no tienes que preocuparte de eso, aquí —le aseguró el barbudo—. No entre esta chusma. No se atreverían a decirle a nadie que uno de los amigos de Hubolt el Negro se hospeda aquí. —El hombretón hizo una pausa para desplazar la mirada hacia los parroquianos de humilde cuna que había en la posada—. No se atreverían —repitió con un gruñido ronco. Los que habían estado observando la conversación entre los dos ladrones se apresuraron a apartar la vista al descubrir que la textura de la madera de las mesas era mucho más interesante.

—¿Sigues haciendo de bandolero? —preguntó Gobineau con indiferencia mientras volvía a ocupar su asiento. Hubolt cogió una silla de otra mesa y se sentó junto al otro proscrito.

—Sí, además de un poco de caza furtiva —replicó Hubolt—. Y también puede ganarse aún un buen dinerillo entrando mercancía de contrabando en Mousillon, si tienes el valor y los contactos necesarios. —En la voz del bandolero había una chispa sugerente que Gobineau interpretó de mediato.

—En mi caso no, gracias —replicó el pícaro—. De hecho, acabo de llegar de allí. Creo que ya tengo bastante de Mousillon por un tiempo.

—Te hizo huir el dragón del que todos andan hablando, ¿eh? —rió Hubolt—. Dicen que ha quemado la mitad de Mousillon. A todos los caballeros, desde aquí hasta Quenelles, parece habérseles metido en la cabeza ir a matarlo. —El bandolero volvió a reír—. ¡Bueno, mientras el gato anda por ahí persiguiendo sombras, las ratas quedan dueñas del molino!

—¿Y si el dragón fuera algo más que una sombra? —preguntó Gobineau.

Hubolt le sonrió como si esperara el desenlace de un chiste. Gobineau dejó que el bandolero esperara unos instantes mientras una idea se formaba en su mente, un plan tan audaz que sólo era digno de un hombre de su astucia e intrepidez. Pero tal vez necesitaría hacerse con varios socios para que funcionara. En el pasado, Hubolt había sido un tipo bastante tratable, ni tan estúpido como para poner en peligro a sus compañeros, ni lo suficientemente listo para que Gobineau tuviese que preocuparse de que usurpara el plan para provecho propio.

—Bah —se burló el bandolero, y bebió un largo sorbo de la cerveza de Gobineau—. ¡Nunca he visto un dragón, ni conocido a nadie que afirmara haberlo visto y no fuera un mentiroso!

—Yo lo he visto —declaró Gobineau al tiempo que clavaba una dura mirada en Hubolt, desafiando al hombre mis corpulento que él a llamarlo mentiroso—. Vi cómo pulverizaba el castillo del duque Marimund. —Hubolt guardó un momentáneo silencio para digerir la información.

—En ese caso, los caballeros volverán pronto —refunfuñó el bandolero—. Parece que los buenos tiempos no durarán mucho.

—Los buenos tiempos no han hecho más que empezar —lo contradijo Gobineau—. Cualquier caballero que vaya a buscar al monstruo sólo encontrará la muerte. Yo lo he visto y sé qué puede hacer. La única forma en que volverán esos hombres será dentro de un ataúd. —En la cara de Gobineau apareció una sonrisa socarrona—. Estos tiempos son perfectos para que los hombres intrépidos consigan lo que quieren.

Hubolt asintió con la cabeza.

—No puedo decir que eche de menos a los caballeros, pero tampoco que crea en ese matador de caballeros del que hablas. Puede que haya habido dragones en el pasado, incluso puede que haya uno ahora, pero en todas las leyendas que he oído, ha sido siempre el dragón el que ha acabado mal.

Gobineau recuperó su jarra de cerveza y bebió otro sorbo.

—Si hubieras visto lo que he visto yo, sabrías que existe una discrepancia descomunal entre la leyenda y los hechos. —Una luz astuta brilló en los ojos del proscrito—. Pero demorémonos por un momento en el territorio de la leyenda. ¿Qué responderías si te dijera que existía una manera de llamar a este dragón? ¿Un modo de lograr que haga lo que tú quieras?

Hubolt volvió a reír y se apoderó otra vez de la jarra de cerveza.

—¡Diría que has estado bebiendo algo mucho más fuerte que este meado de cerdo!

Gobineau sonrió. Ésa era la reacción que había esperado obtener.

—Ah, pero hay gente a la que esa posibilidad podría no resultarle tan graciosa —declaró el forajido—. Se la tomarían muy, pero que muy en serio. Serían capaces de cualquier cosa para impedir que un malvado silbara para llamar a su dragón. También podrían pagar cualquier cantidad.

Hubolt se puso muy serio al oír este último comentario.

—¿Estás diciendo que un hombre listo podría usar esas fábulas sobre dragones para forrarse los bolsillos? —El bandolero se frotó el mentón al considerar la perspectiva.

Gobineau se inclinó hacia adelante y bajó la voz para continuar con un susurro de conspiración.

—Les decimos que sí no nos pagan llamaremos al dragón para que caiga sobre ellos. Para que queme sus cosechas, sus hogares y sus regordetes hijitos.

—Pero ¿qué hacemos si no quieren pagar? —preguntó el bandolero—. Necesitarán algo que les convenza.

—Pues entonces llamamos al dragón para que queme sus aldeas —replicó Gobineau—. Después, el pueblo siguiente necesitará menos persuasión.

—Llamar al dragón —dijo Hubolt con una risilla—. Eso me gusta, Gobineau. Por supuesto, quieres decir que harás que mis hombres y yo arreglemos unos cuantos incendios en medio de la noche, ¿eh? Que los quemaremos a todos mientras duermen y no dejaremos a nadie para que cuente lo sucedido, ¿no?

—Algo parecido —replicó Gobineau, sonriendo. Apartó la mirada de Hubolt para observar a la camarera que salía de la cocina con otra bandeja de carne de carnero.

—¡Me parece un buen plan! —asintió Hubolt—. ¡Especialmente cuando todos los caballeros andan por ahí persiguiéndose el rabo! Podríamos sacar un buen provecho antes de que la gente se diera cuenta.

El bandolero lanzó una amarga mirada a la camarera, que dejó la bandeja ante Gobineau y se retiró apresuradamente.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó, devolviendo su atención al proscrito.

—Estoy pensando que podríamos empezar por Quenelles —replicó Gobineau, provocando una estrepitosa carcajada de Hubolt cuando éste imaginó la ridícula magnitud de obrar un engaño semejante en toda la ciudad. Gobineau lo dejó reír mientras atacaba la ennegrecida carne con el cuchillo. Una vez más, escupió lo que se había llevado a la boca.

—¡Que los Dioses Oscuros pudran el alma de vuestro cocinero! —gruñó el pícaro. Se puso de pie y ensartó la gran porción de carne con la espada. Perplejo, Hubolt observó a Gobineau avanzar hasta el rugiente fuego que ardía en la chimenea situada contra una de las paredes del salón. El pícaro metió la espada en el fuego y dejó que las llamas crepitaran al lamer la carne. Se concentró en la tarea durante largos minutos, sin hacer caso de los murmullos y susurros que sus actos provocaban entre los campesinos que lo estaban observando. Al final, Gobineau retiró la espada y regresó con ella a la mesa, donde depositó en el plato un ennegrecido trozo de cenizas y carne chamuscada. Hubolt observó con morbosa fascinación cómo su amigo comenzaba a comerse la carne casi carbonizada.

—Resulta muy difícil encontrar gente que sepa preparar adecuadamente la comida, hoy en día —se quejó Gobineau entre crujientes bocados de carne quemada.