OCHO
El cuarteto de hombres de armas que se hallaban de servicio en la sala de guardia situada tras las macizas puertas delanteras del sólidamente fortificado recinto interior del castillo del conde Marimund estaban más atentos que los que habían sido destinados a guardar los aposentos privados de su señor. La amenaza de intrusos no era mucho mayor, pero sí lo era la probabilidad de que uno de los caballeros de Marimund hiciese una inspección sorpresa, y entre ellos no había un solo hombre que no tuviera una cicatriz que le recordara que cualquier negligencia en el deber sería duramente castigada. Así pues, los cuatro guardias se volvieron como uno solo al atisbar una figura de andrajoso aspecto que giraba a la carera en la esquina del ancho corredor que comunicaba las puertas con el recinto amurallado. Con las lanzas preparadas, los cuatro salieron apresuradamente al pasillo y le cerraron el paso al desconocido, interponiéndose entre él y las puertas abiertas.
—Alto —ordenó el soldado de más graduación al tiempo que alzaba una mano con gesto imperioso. El desconocido harapiento resbaló hasta detenerse ante el guardia y sus camadas. Miró las amenazadoras puntas de las lanzas y luego los ceñudos rostros curtidos de los guerreros que las empuñaban. En el apuesto semblante del hombre apareció una sonrisa.
—¡Alabada sea la Dama! —gritó con un tono de alivio y alegría tales que sorprendió a los soldados—. ¡Entonces no han llegado hasta aquí!
—¿Quién? —preguntó el jefe mientras la punta de su lanza descendía un poco a causa de la distracción—. ¿Quién no ha llegado hasta aquí?
—Los prisioneros —declaró el hombre andrajoso, ahora con una nota de superioridad e incredulidad en la voz, como si no pudiese creer que su interrogador tuviese necesidad de formular semejante pregunta—. ¡Ha habido un tumulto en las mazmorras! ¡Muchos de los prisioneros han escapado y andan sueltos por el castillo! Su señoría dirige personalmente la persecución. —El hombre volvió a asentir con gesto de alivio—. Pero da la impresión de que ninguno de ellos ha logrado esquivar vuestra vigilancia.
—No —afirmó el jefe con un tono que aún manifestaba la confusión que colmaba su parpadeante mirada—. Sois la primera persona que vemos desde que tocaron las dos campanadas.
—Excelente. —El desconocido entrechocó las sucias manos con placer—. Entonces podemos estar seguros de que ninguno de ellos ha huido por aquí. —Volvió a sonreír al tiempo que se acercaba más al soldado que estaba al mando. Los otros hombres de armas vacilaron, sin saber si debían continuar impidiendo el avance del hombre—. Necesito dar la alarma a los guardias apostados en la muralla exterior —le dijo al sargento, que ladeó la cabeza al tiempo que la hostilidad desterraba la confusión que había en sus ojos.
—¿Estáis diciendo que mis hombres y yo no podemos impedir que un puñado de ratas de mazmorra medio muertas de hambre tomen esta puerta? —gruñó el soldado. Miró a su acusador de arriba abajo, estudiando sus mugrientas prendas de cuero negro y su piel sucia—. Y ya que estamos, ¿quién sois vos, por todos los Dioses Oscuros? ¡No os he visto nunca antes!
—Ni yo tampoco —intervino uno de los soldados, cuya lanza apuntaba a los riñones del andrajoso desconocido dispuesto para asestarle una rápida estocada.
Gobineau suspiró y luego clavó los ojos en la suspicaz mirada del soldado que estaba al mando.
—Soy Percival, ayudante del torturador —anunció con tono de orgullo. Oyó el incómodo arrastrar de pies que la declaración había provocado a su alrededor. A menos que Marimund hubiese cambiado enormemente a lo largo de los años, Gobineau sabía que los hombres de armas no estaban exentos de convertirse en huéspedes de las mazmorras en caso de no cumplir con las tareas que les habían sido encomendadas. La amenaza de que un día podrían convertirse en víctimas de los malignos juguetes que había en la sala de torturas de Marimund tendía a mantener alejado de ellas hasta al más sádicamente curioso de los soldados. Dudaba de que más de un puñado de los hombres del castillo conociera el aspecto del torturador jefe, o supiera si tenía o no ayudantes. Si Ranald continuaba mostrándose benévolo, ninguno de los soldados que ahora se hallaban ante él sería uno de ellos. Ya había sido afortunado por el hecho de que ninguno de los presentes hubiese intervenido cuando lo capturaron en la sala del trono de Marimund.
El soldado que estaba al mando parecía un poco desconcertado por la declaración de Gobineau, pero uno de los guardias tuvo una súbita inspiración, probablemente la única idea que había aparecido en la cabeza de aquel patán en las últimas dos semanas.
—¿Cómo sabemos que vos no sois uno de los prisioneros? —exigió saber el hombre de armas. Gobineau conservó la sonrisa mientras maldecía interiormente al dios de los ladrones. Estaba claro que Ranald no le permitiría librarse tan fácilmente de ésta.
—Si fiera uno de los prisioneros, ¿habría corrido hacia un grupo de soldados armados para decirles que en las mazmorras se había producido una fuga? —Gobineau cargó su voz con una corrosiva cantidad de arrogancia y desprecio. El soldado acusador no pudo sostenerle la mirada y bajó los ojos al suelo.
Gobineau volvió a mirar al guardia que estaba al mando.
—Bueno, debo hacer correr la voz entre los guardias exteriores. No por falta de fe en vuestra capacidad para defender esta puerta, cosa que confió plenamente que haréis, sino porque siempre cabe la posibilidad de que, en su desesperación, esos desdichados puedan intentar descender por las murallas desde una de las ventanas.
La explicación satisfizo al sargento, que se apartó a un lado para dejar pasar al forajido. Gobineau se detuvo bajo la arcada.
—Cerrad las puertas detrás de mí, y permaneced muy alerta —dijo, dirigiéndose a los guardias como si él fuese un poderoso general y ellos una vasta horda de la milicia ciudadana—. Los prisioneros podrían haber conseguido armas, y están muy desesperados. No corráis riesgos con ellos. A su señoría le da lo mismo recuperarlos vivos que muertos. —De pronto se le ocurrió una idea y sonrió—. Tened cuidado con la bruja elfa —les dijo a los soldados—. Es quien puso en libertad a los prisioneros. ¡No le deis la oportunidad de lanzaros un hechizo! ¡Si la veis, acabad con ella tan rápidamente como podáis!
El forajido dio media vuelta para marcharse, pero el sargento corrió a su lado. Gobineau reprimió el repentino horror que se apoderó de él y, al volverse, le sorprendió ver que el soldado le ofrecía la espada que antes pendía de su cinturón.
—Estáis desarmado, y si, como vos mismo decís, alguno de los prisioneros ha esquivado nuestra vigilancia, podríais necesitar un arma —le explicó el sargento. Gobineau la aceptó e inclinó la cabeza con agradecimiento.
—Pensáis con rapidez, sargento —le dijo el pícaro—. Al duque le vendrían bien tener más hombres de vuestra penetrante inteligencia y prudencia. —Gobineau dejó que el hombre se solazara por un momento con el cumplido antes de reiniciar su carrera a través del patio de armas. Oyó que las pesadas puertas del recinto interior se cerraban tras él.
Si los guardias de la muralla exterior resultaban tan fáciles de engañar como éstos, saldría de aquel sitio en pocos minutos. Por supuesto, ahora tenía algo a lo que podría recurrir en caso de que su labia no lograra la misma magia por segunda vez. Gobineau aferró mejor la empuñadura del pesado espadón del guardia. Realmente, Ranald proveía todas las cosas según su propio estilo tortuoso.
Al aparecer ante sus ojos el cuerpo de guardia de la muralla exterior que cada vez tenía más cerca, Gobineau se puso a pensar en lo que debía de estar sucediendo dentro del castillo. Durante el breve recorrido del pasadizo secreto de la elfa había estudiado los mecanismos lo bastante bien para poder usarlos cuando huyó, no sin antes haber manipulado juiciosamente los engranajes de las puertas con el fin de asegurarse de que los cazadores de recompensas no pudieran seguirlo aunque sobrevivieran a la batalla contra el vampiro. El pícaro había estado a punto de ser atrapado cuando salió del pasadizo y casi se dio de bruces contra un numeroso grupo de hombres de armas y caballeros ante los cuales marchaba un furioso Marimund, y que se encaminaba hacia la habitación que Gobineau acababa de abandonar. Supuso que incluso en el improbable caso de que Brunner venciera al vampiro Corbus, difícilmente podría abrirse paso a través del destacamento que acompañaba al duque.
Habida cuenta de todo esto, Gobineau pensaba que ya no tendría que preocuparse por la posibilidad de que Brunner lo siguiera por todas partes. Lo único que aún lo desconcertaba era el absoluto terror manifestado por la bruja elfa ante el mohoso y viejo artefacto. Lo había mirado como si fuese el cuchillo de Khaine. Gobineau no había visto que tuviera ningún poder extraño ni capacidad para obrar oscuros milagros, a menos que, claro está, fuese responsable de la oportuna llegada de Corbus.
Sin embargo, en el instante en que sus pensamientos se desviaban en esa dirección, un extraño sonido llamó la atención del proscrito, algo parecido al suave rugido de las olas oceánicas al romper en una playa desierta. La noche también parecía haberse vuelto extrañamente tibia, y Gobineau pensó que el aire estaba impregnado de un curioso olor acre.
* * * * *
—Ya estamos cerca —jadeó Ithilweil mientras los conducía por otro estrecho corredor. Brunner giró la cabeza hacia ella durante un brevísimo instante, y luego devolvió su atención al pasillo que se extendía detrás de ellos con la ballesta a punto para disparar. El cazador de recompensas podía oír a los perseguidores que avanzaban cautelosamente hasta la última esquina donde ellos habían girado. Dado que el celo de dos de los soldados ya había sido premiado con una saeta de la ballesta de Brunner clavada en el pecho, los restantes hombres del duque Marimund estaban actuando con mayor cautela. Por desgracia, Brunner pensaba que esa precaución no sería muy duradera, y si la aproximadamente veintena de hombres que los perseguía decidía acometerlos a un tiempo, él no lograría contener la carga aunque derribara a un hombre con cada disparo.
—¡Por Grimmir! —gruñó Ulgrin junto a Brunner, con una destellante hacha arrojadiza en cada mugriento puño. La gigantesca hacha de batalla del enano había quedado abandonada en los aposentos privados de Marimund, pues Ulgrin estaba demasiado desorientado para recuperarla antes de que el propio duque y dos docenas de sus hombres se interpusieran entre él y su amada arma. Pero si el brío de Ulgrin se había volatilizado entonces, volvió a estallar en llamas cuando Ithilweil anunció que sabía dónde estaba situado el antiguo túnel de escape del castillo, convirtiendo en superflua la ruta que él había descubierto—. ¿Por qué me he cubierto de esta inmundicia si ni siquiera vamos a usar la cloaca? —estalló el enano.
—Tal vez porque yo no tengo ganas de pagarte por matar más sapos. —Brunner le dirigió el cáustico comentario al enano sin apartar los ojos del pasillo. Una cabeza protegida por un casco se asomó brevemente por detrás de la esquina para asegurarse de que aún estaban a la vista las personas a las que perseguían. El observador permaneció allí durante apenas un segundo de más, y su valentía hizo que acabara con una saeta de acero clavada en la frente. Unas manos invisibles arrastraron el cuerpo al otro lado de la esquina.
—Es hora de moverse —les dijo Brunner a sus compañeros, y le dedicó una dura mirada a Ithilweil—. Si esa ruta de escape vuestra no se encuentra cerca, estamos muertos. No me permitirán matarlos uno a uno durante mucho más tiempo. Falta poco para que decidan que una carga en masa les ofrece mejores probabilidades.
Ithilweil asintió para indicar que lo comprendía.
—Sólo unos pocos giros más ya estaremos —replicó. Las cosas les habrían resultado mucho más fáciles si hubiesen podido usar por segunda vez el pasadizo secreto, pero Ithilweil no pudo abrir la puerta oculta y afirmó que alguien había saboteado el mecanismo. Gobineau, sin duda, para asegurarse de ganar tiempo respecto a cualquier persecución que pudiesen organizar los cazadores de recompensas. El verdadero chasco había sido la insistencia de Ulgrin en que él podía abrirla. Los pocos instantes transcurridos mientras aguardaban a que el enano obrara ese pequeño milagro habían concluido al ver a Marimund y sus soldados cargando desde el fondo del corredor hacia ellos. Incluso el testarudo Ulgrin había cedido y abandonado la tarea ante la vista de la compañía armada que avanzaba a la carrera.
La bruja elfa condujo a la extraña pareja por varios giros y recodos más. Cuando pasaron ante una estrecha escalera que descendía sinuosamente hacia las profundidades subterráneas del castillo, Ulgrin vaciló y señaló con un corto dedo grueso hacia la oscuridad inferior.
—¡Por allí hemos subido! —declaró con orgullo—. No hay manera de engañar a un enano en lo referente a las obras de cantería.
—Me alegro —respondió Brunner—, pero iremos por aquí. —Hizo un gesto a Ithilweil para que continuara guiándolos. Ulgrin escupió desde dentro de la barba una maldición khazalid de repulsivo sonido, pero se apresuró a seguir a sus compañeros.
—Justo al otro lado de la próxima esquina hay un almacén que no se usa para nada —le dijo Ithilweil a Brunner, cuando se detuvieron ante una intersección de cuatro ramales—. En ese almacén hay un gran barril que en realidad es una puerta que conduce al túnel. Yo sólo lo he seguido hasta el otro extremo, pero sé que va a salir al centro mismo de la ciudad. No es un lugar muy seguro para mí. —Brunner imaginó que la pálida piel de la elfa se coloreaba ligeramente al hablar—. No sin escolta, al menos.
—Saldremos de aquí —le aseguró el cazador de recompensas a Ithilweil—. Luego buscaremos el rastro de ese gusano. —Brunner intentó dedicarle a la elfa una sonrisa tranquilizadora, pero descubrió que lamentablemente adolecía de práctica—. Gobineau no permanecerá en libertad durante mucho tiempo.
Pero la visión que lo recibió al doblar la esquina hizo que dudara de la veracidad de su última afirmación. La oscilante luz de las antorchas se reflejaba inquietantemente en las armaduras de acero pulimentado de media docena de caballeros que ocupaban el pasillo, flanqueando a un sonriente noble con cara de comadreja que se hallaba en el centro. De modo súbito, la aparente prudencia de sus perseguidores quedó explicada. No tenían la misión de atrapar a los cazadores de recompensas y a la elfa, sino simplemente la de conducirlos hasta la trampa y hacer que mirasen atrás en lugar de adelante. Brunner maldijo su falta de previsión. ¡Debería haber pensado que Marimund conocía cada centímetro de su propio castillo, muy especialmente algo tan vital como una ruta de escape!
La mueca del duque era tan malévola como la sonrisa de un goblin. Marimund estudió a cada uno de los fugitivos por turno, dejando que sus agudos ojos calculadores se demoraran un momento en cada uno antes de pasar al siguiente, y en sus pupilas ardió un breve destello de furia contenida al mirar a Ithilweil.
—Es muy desconsiderado por tu parte pagar mi hospitalidad con semejante… —Marimund hizo una pausa para tragarse la palabra que había tenido intención de pronunciar y escoger una menos injuriosa— fechoría.
Brunner sopesó las alternativas. Aún tenía tres saetas cargadas en la ballesta. Eso le permitiría matar a Marimund y tal vez a uno de los caballeros antes de que los otros cayeran sobre él. El cazador de recompensas descartó la idea. Marimund era la única posibilidad de lograr salir de aquella situación mediante el diálogo. El noble miró al cazador de recompensas como si le leyera el pensamiento.
—Pensáis que podéis matarme con esa repugnante arma vuestra —se mofó Marimund—. La Dama protege a sus nobles hijos. ¿Acaso no habéis oído hablar de la gracia que otorga a los valientes, desviando las cobardes flechas de cerdos pusilánimes para obligarlos a entablar combate honorable? —Marimund golpeó su peto con un nudillo—. ¡Soy el legítimo gobernante del, en otros tiempos orgulloso, territorio de Mousillon! ¡La bendición de la Dama corre por mis venas! ¿Qué necesidad tengo de temer vuestras asquerosas flechas?
—¡Por el hacha de Grimmir! —tronó Ulgrin—. ¿Es que todos los nobles de esta condenada ciudad están locos? —El estallido del enano hizo que por el rostro de Marimund pasara una breve expresión de ofensa, seguida de una fina fría que comenzó a arder en sus ojos.
—Matadlos —ordenó Marimund al tiempo que agitaba una mano hacia los caballeros que lo rodeaban. Los guerreros armados comenzaron a avanzar, y en ese instante Brunner disparó con la ballesta hacia el único blanco en el que podría causar efecto alguno.
Marimund se desplomó entre alaridos y soltó la espada para aferrar con ambas manos la flecha que le sobresalía de una rodilla. Varios de los caballeros se volvieron inmediatamente de espaldas a Brunner y sus compañeros para acudir en auxilio de su señor. El cazador de recompensas dio media vuelta y retrocedió a la carrera por donde habían venido, mientras los pesados pasos que sonaban a ambos Lados de él le indicaban que Ithilweil y Ulgrin no habían vacilado en seguirlo. Detrás de ellos, el entrechocar metálico de las armaduras le advirtió a Brunner que algunos de los caballeros habían hecho caso omiso de los gritos del noble señor, concentrados en obedecer su última orden. De todas formas, algunos de ellos quedaron atrás para ayudar a Marimund, que, en caso de haber muerto, los habría dejado a todos en libertad de perseguirlos con la intención de vengar a su señor asesinado. De este modo, al menos las probabilidades quedaban un poco más equilibradas.
Si ahora pudieran llegar hasta el túnel de Ulgrin sin tropezarse con los soldados que habían estado empujándolos hacia Marimund…
Marimund insultaba a los hombres que se lo llevaban del pasillo donde había sido herido, maldiciéndolos cada vez que una nueva punzada de dolor le recorría el cuerpo. Haría cortar el asqueroso cadáver del asesino en trozos de carne para perros, y su cabeza se pudriría en la punta de una pica hasta que la carne se le volviera negra bajo el sol. ¡Qué audacia la de aquel perro, herirlo a él, a él, con aquella asquerosa arma de cobarde!
Y las vejaciones que infligiría a los despojos del asesino no serían nada comparado con lo que iba a hacerle a aquella traicionera bruja elfa. Marimund esperaba ardientemente que al menos ella fuese atrapada con vida. Los caballeros obraban con celo, y una bruja elfa, un simple asesino y un gnomo de extraño aspecto y cubierto de mierda difícilmente podrían presentarles una resistencia decente. Pero al menos sabrían que morían por orden de Marimund, y eso equivalía a ser ejecutados por la propia espada del noble.
Un repulsivo hedor acre asaltó el olfato del duque, tan fuerte e inquietante que hizo que el noble olvidara el dolor durante un momento. Por un instante, Marimund se preguntó si no habría algo en llamas dentro de una de las estancias del castillo, tal vez debido a un débil intento de Ithilweil destinado a distraerlos a él y a sus hombres para que dejaran de perseguirlos. Pero el duque no dispuso de mucho tiempo para meditar sobre esta idea, ya que de pronto tuvo cosas mucho más importantes que considerar cuando el corredor en el que se encontraba se sacudió y balanceó como si se encontrara dentro de un barco en alta mar. Los caballeros que lo transportaban fueron lanzados contra las paredes y dejaron caer al suelo la noble carga. Marimund volvió a gritar cuando la pierna herida chocó con las duras losas de piedra.
El duque comenzaba a incorporarse cuando el castillo volvió a sacudirse y lo derribó otra vez. Este impacto fue tremendamente más fuerte, como si alguien estuviese lanzando rocas gigantescas contra un lado de la fortaleza. Marimund oyó que los pesados bloques de piedra crujían y rechinaban unos contra otros, mientras espesos regueros de polvo caían desde el alto techo. Se cubrió la cabeza cuando el tejado comenzó a ceder y cayeron rocas y pesados bloques de piedra. El castillo volvió a estremecerse cuando una fuerza increíble lo sacudió. El duque había visto Mousillon barrida por violentos huracanes, y esas implacables tempestades no habían sido ni un recuerdo de la fuerza que ahora asaltaba su morada.
En el preciso momento en que el corredor volvió a sacudirse y las paredes se desplomaron en torno a él, Marimund comprendió qué debía de estar sucediendo.
Los guardias que se hallaban dentro de la torre que se alzaba sobre la muralla norte del castillo de Marimund apenas tuvieron tiempo de gritar antes de morir mientras contemplaban a la gigantesca criatura roja que había caído sobre ellos desde el cielo nocturno. Unas zarpas grandes como carros de bueyes habían aferrado la fortificación y clavado las garras en la piedra como si fuese blanda arcilla. Sin perder ni un ápice del impulso que llevaba, el monstruo alado arrancó la parte superior de la torre haciendo llover diminutas figurillas desde las almenas y, con un grácil movimiento, invirtió el descenso en picado para ascender de vuelta hacia el firmamento. Pero entonces las enormes garras lanzaron la torre contra la lúgubre mole del fortificado recinto interior, imprimiéndole un poco del horrendo poder del impulso de la criatura. El inmenso peso de la torre chocó contra un lado del castillo de Marimund con la potencia de una docena de catapultas, y resquebrajó el muro norte como si fuese una cáscara de huevo.
A continuación, de modo tan repentino como había llegado, la descomunal criatura volvió a desvanecerse tragada por la noche. Tras de sí dejó un repulsivo olor pestilente, como la almizcleña fetidez de las serpientes mezclada con el hedor del carbón. Los pocos soldados que se encontraban de pie, boquiabiertos, sobre la muralla exterior del castillo, no podían dar crédito a sus ojos y dudaban de su propia cordura. Todo había acontecido tan rápidamente que resultaba difícil creer que hubiese sucedido de verdad.
Fue un hombre de armas que se hallaba en la torre sur el primero que vio aparecer el destello de fuego en las tinieblas de lo alto. Al cabo de poco, todos los ojos observaban la llama que descendía a toda velocidad hacia la fortaleza. No se oyó ningún grito de alarma, ningún alarido de horror. De algún modo, los soldados tenían la sensación de que la grandeza de lo que estaban presenciando superaba al miedo. Observaban en pasmado silencio mientras la llama se hacía más muda a medida que descendía y se resolvía en un torrente abrasador que manaba de las fauces de un rostro gigantesco. El leviatán que se lanzaba en picado impactó contra la parte superior de la fortaleza, y el pasmado silencio fue roto por el crujido de la madera y el estruendo de las piedras. Una enorme nube de polvo gris se abrió como una flor en torno a la inmensa criatura y la envolvió momentáneamente como una granulosa niebla. Luego el polvo se posó y los soldados empezaron a dar gritos y alaridos, todas las voces pronunciando las mismas palabras:
—¡Un dragón!
Era descomunal, gigantesco. Sesenta metros desde el extremo del hocico hasta la puntiaguda púa que remataba su inmensa cola. El dragón tenía recubiertos los flancos y extremidades por escamas rojas que se oscurecían hasta transformarse en una gruesa coraza de negras placas óseas al llegar al lomo. De estas placas se alzaba una hilera de afiladas púas que parecían una columna de piqueros cuyas malévolas puntas destellaban en el oscilante resplandor del aliento del dragón. Cada una de las patas del wyrm era una mole gruesa como un tronco de árbol, hinchada de músculos y poder bajo su cobertura escamosa. Desde los hombros se extendían unas alas colosales, grandiosas telas correosas tensadas sobre una estructura de huesos como dedos. La cabeza del dragón sonreía malignamente en la parte frontal del cuerpo, sustentada por un cuello grueso como una gabarra fluvial y provista de largos cuernos inclinados hacia atrás que nacían justo encima de las hundidas cuencas de los fríos ojos amarillos. Por las fosas nasales, grandes como cráteres, manaba un humo anaranjado que iluminaba a la titánica bestia y proyectaba horripilantes sombras sobre las enormes fauces situadas en la parte inferior de la cabeza. Hileras y más hileras de afilados dientes más grandes que el brazo de un hombre destellaban dentro de su marco de rojas escamas.
Todos los observadores habían oído las leyendas de nobles caballeros que cabalgaban a matar salvajes dragones y rescatar bellas damiselas y dorados tesoros de las cavernas de dichos monstruos escamosos. Estos relatos abundaban en la tradición y leyendas de Bretonia, e incluso los más pobres de los campesinos las conocían bien, pero ninguno de ellos había visto jamás a las criaturas de las que hablaban estas narraciones, tal vez consolándose con la creencia de que semejantes bestias formaban parte de la historia de su tierra y no eran algo que pudiera volver a aparecer mientras ellos vivieran. Cuando el terror superó el pasmo que se había apoderado del corazón de los soldados, los hombres de armas se atropellaron unos a otros en la precipitación por abandonar las almenas y dejar la fortaleza a merced del legendario horror que había caído sobre ella desde el inhóspito cielo nocturno.
* * * * *
Malok prestó poca atención a los soldados que huían, concentrado en pulverizar la estructura de piedra que tenía debajo. El impacto del dragón había sacudido la fortaleza hasta los mismísimos cimientos, aunque el cuerpo del wyrm había acusado muy poco la violenta colisión contra el sólido recinto fortificado. Ahora se puso a golpear una y otra vez las rajadas piedras que cubrían la estructura con sus pesadas patas rematadas por garras, haciendo estremecer y crujir la ya debilitada obra de cantería. Malok sentía cómo el castillo se bamboleaba bajo él a medida que se derrumbaban habitaciones y corredores, haciendo caer toneladas de piedra que aplastaban a las alimañas del interior.
El dragón echó atrás la cabeza para lanzar hacia la noche un rugido como de acero candente al clavarse en la gélida nieve, amplificado hasta tal punto que los tímpanos de los testigos humanos amenazaron con estallar. Lenguas de fuego como explosiones de un alto horno manaron de las fauces de Malok, coloreando el cielo nocturno con una tonalidad infernal. El dragón continuó con la violenta y jactanciosa exhibición de cólera y castigo durante un largo momento, dejando que aumentara su potencia hasta sentir que lo inundaba un abrasador calor. Entonces, el dragón bajó la cabeza y lanzó un largo torrente de doradas llamas al interior de la estructura que tenía bajo los pies.
Las vigas de madera estallaron consumidas por el fuego de dragón, que transformó roble y pino en cenizas y vapor. La ya debilitada estructura se hundió bajo el reptil al quedar destruidos los soportes, y tres plantas del castillo cedieron y hundieron empujando los muros hacia fuera. Malok batió las alas para alzarse del castillo convertido en una pila de rocas escombros. El humo y el polvo ondularon a su alrededor provocar remolinos de aire con sus poderosos aleteos.
Una vez en lo alto, el dragón poso una feroz mirada sobre su obra, y los ojos de reptil se entrecerraron hasta ser meras rendijas mientras contemplaba la destrucción. Tras decidir que ya era suficiente, Malok inhaló una vez más lanzó hacia los escombros un segundo torrente de llamas que hizo saltar por el aire toneladas de piedras que estallaron al ser alcanzadas por la abrasadora columna de fuego.
El dragón dirigió un gruñido a los escombros con un siseo grave y satisfecho, para luego dar media vuelta con la intención de ocuparse de todos los diminutos hombres que habían huido de la muralla exterior y las torres de guardia. A fin de cuentas, cualquiera de ellos podría ser la alimaña que lo había obligado a acudir allí. Y ésa era una llamada que Malok no iba a dejar sin respuesta.
* * * * *
—Ya deberíamos estar lo bastante lejos —anunció Ulgrin mientras entrecerraba los ojos para estudiar la negra construcción incrustada de porquería que había sobre su cabeza—. Hemos dejado atrás la fortaleza. Ya no hay nada que pueda desplomarse sobre nosotros. Salvo el patio de armas, claro está —añadió el enano con una risilla morbosa. Para gran fastidio de sus compañeros, Ulgrin casi parecía divertirse mientras se arrastraban por los mugrientos y estrechos confines del túnel. Brunner sospechaba que una gran parte del cambio de actitud del enano tenía mucho que ver con el hecho de que sus compañeros se sintieran tan claramente descontentos con las presentes circunstancias. Mientras que el bajo techo hacía que Ulgrin tuviese que caminar ligeramente inclinado, obligaba a Brunner e Ithilweil, mucho más altos que él, a avanzar casi doblados en dos y apoyarse con las manos en las paredes recubiertas de porquería para no perder el equilibrio. La capacidad casi sobrenatural del enano para percibirla presión de la piedra de lo alto era lo único que realmente les indicaba hasta dónde habían llegado y qué distancia los separaba aún de la salida.
Habían alcanzado la entrada del túnel antes que los caballeros acorazados que Marimund había enviado tras ellos, pero no llevaban demasiada ventaja a sus perseguidores. Los caballeros de Bretonia, con toda su arrogancia y orgullo, estaban entre los guerreros más peligrosos que podía producir cualquier territorio. Protegidos por sus armaduras, sólo los golpes más fuertes y expertamente dirigidos tenían alguna esperanza de herirlos, y no era probable que se quedaran inmóviles mientras el enemigo intentaba asestarles un tajo semejante. Su estilo de lucha era mucho más directo y brutal que las elaboradas fintas y engañosas florituras de los duelistas tileanos, pero la técnica de esgrima de los caballeros bretonianos no era en nada menos temible, y Brunner pensaba que era mejor hacerles frente desde cincuenta pasos de distancia con una ballesta que en los estrechos confines de un castillo donde no había espacio para maniobrar y el caballero contaba con todas las ventajas.
Los cazadores de recompensas habían decidido que la única línea de acción posible, una vez dentro del túnel de la cloaca, era esperar a sus perseguidores y derribarlos en cuanto intentaran seguirlos, una táctica a la que Ithilweil se opuso por considerarla totalmente ruin y cobarde. Ni Brunner ni Ulgrin dedicaron la más mínima atención a estas objeciones morales. Esto era el mundo real, no un duelo entre príncipes de una corte elfa con todas sus reglas de etiqueta y tradición. Los perseguían unos asesinos entrenados y armados, hombres que los matarían sin la más ligera vacilación si los atrapaban, y los cazadores de recompensas estaban decididos a no darles esa oportunidad.
El primer caballero que avanzó casi a gatas por el túnel tras haberse quitado el casco para no quedar completamente cegado fue sorprendido por Ulgrin, cuya hacha atravesó limpiamente el almófar del guerrero y el cuello al cual protegía. El hombre que seguía al decapitado se alzó y abrió la boca para gritar una advertencia, pero fue silenciado por una saeta de la ballesta de Brunner que se le clavó en la frente. Después de eso, los perseguidores habían actuado con un poco más de cautela. Seguramente se les había unido la compañía más numerosa que había empujado a los cazadores de recompensas hacia Marimund, porque los siguientes hombres enviados al interior del oscuro túnel fueron escuderos que llevaban armadura ligera en lugar de corpulentos caballeros acorazados. Chapoteando en la inmundicia, Brunner y Ulgrin se adentraron más en el túnel con las armas dispuestas a continuar la horrenda labor. Entonces, los muros se estremecieron.
El temblor fue seguido por otros mucho más fuertes y feroces. Todos los que se encontraban dentro del túnel pudieron oír el estruendo de las piedras que se derrumbaban y los gritos procedentes del castillo de los hombres y mujeres que morían. El rechinar y crujir de piedras se transformó en algo sordo, casi orgánico, que les golpeaba los oídos con tal violencia que parecía decidido a ensordecer a todos aquellos que eran sus víctimas. Los escuderos que habían sido enviados al interior del túnel se pusieron a gatear a toda prisa como ratas aterrorizadas que huyen de un barco que se va a pique. Se encontraban más cerca de la entrada del túnel en el momento en que comenzó todo, y habían oído con mayor claridad los alaridos de sus camaradas que eran aplastados bajo toneladas de piedras.
En la precipitada huida, los escuderos se convirtieron en presa fácil de las armas de Brunner y Ulgrin. No fue una lucha sino una carnicería, pero, a lo largo de sus tenebrosas carreras, los cazadores de recompensas habían hecho cosas muchísimo peores que aprovecharse de unos enemigos desorientados; la matanza de los escuderos sería olvidada casi tan pronto como hubiese concluido.
Luego, otro temblor sacudió el castillo y el estruendo de piedras sonó mucho más cerca. El agudo alarido de agonía de un escudero que había sido lo bastante cauteloso para quedarse atrás mientras sus compañeros se encontraban con las armas de los dos asesinos a sueldo relató una historia aterrorizadora: ¡El túnel estaba derrumbándose tras ellos! Los tres fugitivos iniciaron una enloquecida fuga hacia el fondo del tétrico corredor, esforzándose para mantenerse por delante del estruendo que los perseguía. Ulgrin, con su larga experiencia en minería y en los derrumbamientos, que constituyen la constante preocupación del minero, estaba mejor dotado para determinar la proximidad del hundimiento. Sus palabras de malhumorado aliento sembradas de juramentos imprimieron nueva velocidad a las cansadas piernas de Brunner e Ithilweil.
Ahora fue la elfa quien habló mientras, con tanta dignidad como le permitían los estrechos confines del túnel, se limpiaba una parte de la inmundicia que cubría sus prendas de vestir.
—Ha acudido —dijo con voz cargada de resignación—. El muy necio lo llamó y ha acudido.
—¿Qué ha acudido? —preguntó Brunner con voz baja y cautelosa.
—El dragón que está unido al Colmillo Cruel —respondió Ithilweil—. Tiene que haber estado muy cerca para llegar con tanta rapidez. ¡Y el necio lo llamó sin tener idea alguna de lo que estaba invocando ni de cómo controlarlo!
—¿Estás diciendo que ha sido un dragón lo que ha provocado el derrumbamiento? —preguntó Ulgrin.
Ithilweil asintió con la cabeza.
—A estas alturas, a causa de la furia, ya debe de haber reducido todo el castillo de Marimund a un montón de escombros —afirmó. Los dos cazadores de recompensas miraban a Ithilweil de hito en hito, como si se esforzaran por comprender plenamente la magnitud del poder que sus palabras le conferían a la criatura.
—¡Entonces, es el fin de nuestra persecución! —gruñó Ulgrin al tiempo que daba un puñetazo a la pared del túnel—. A menos que dispongas de unos cuantos meses para intentar desenterrar sus huesos de debajo de toneladas de roca.
—Tal vez —le dijo Brunner a su socio—, pero tal vez no. No olvides que tampoco Gobineau era muy amigo de Marimund. No sólo intentaba huir de nosotros, sino también del castillo. —El cazador de recompensas hizo una pausa para considerar sus propias palabras—. Creo que, estando Marimund ocupado en perseguirnos, nuestro valioso amigo podría haber llegado un poco más lejos que nosotros.
Los ojos de Ulgrin se animaron al ser presentada ante él la posibilidad de que Gobineau continuara con vida. Al mismo tiempo, el rostro de Ithilweil se transformó en una expresión de pavor.
—Debemos asegurarnos —declaró—. Tenemos que estar seguros de que ha muerto. —Primero miró a los ojos a Brunner y luego a Ulgrin Hachafunesta—. ¿No lo entendéis?
—¡Gobineau continúa vivo y conserva el Colmillo Cruel, el horror podría volver a producirse! ¡En cualquier momento! ¡En cualquier lugar! —Al reparar en las expresiones frías como la piedra de los cazadores de recompensas, la voz de Ithilweil se volvió más implorante—. ¡La próxima vez podría ser una de vuestras propias ciudades! ¡Vuestra propia gente aplastada bajo sus patas o incinerada por su aliento!
Brunner dejó hablar a la elfa y luego sacudió la cabeza.
—Encontraremos a Gobineau, vivo a muerto, pero no por las mismas razones que os motivan a vos. Ese talismán que invoca dragones es asunto vuestro, el precio de la cabeza de Gobineau es cosa nuestra. Como ya he dicho antes, mientras no os interpongáis en nuestro camino, podéis acompañarnos. —El cazador de recompensas arrojó a un lado el capillo de hierro que formaba parte de su disfraz y volvió a ponerse su propia celada de acero que le ocultaba el rostro. Sin decir nada más, Brunner echó a andar nuevamente. Ulgrin se detuvo para contemplar a Ithilweil durante un momento, antes de apresurarse a seguir a su socio.
—¡Y que no se te metan en la cabeza ideas extrañas sobre compartir la recompensa! —gruñó el enano—. ¡Las partes ya no son lo bastante cuantiosas según están las cosas, y que me convierta en nodriza de un groblin si voy a permitir que disminuyan todavía más por culpa de una orejas largas!
* * * * *
El duque Marimund agonizaba. Una nueva burbuja de sangre le resbalaba por el mentón cada vez que respiraba. Sentía que tenía las costillas destrozadas y convertido en un amasijo de astillas lo que antes había sido su pelvis. Cada centímetro del aspirante a señor de Mousillon era dolor. Aplastado bajo los muros de su propia fortaleza, al noble se le nublaba la visión, en la que destellaban puntos negros y rojos sobre el polvo y los escombros que la razón le decía que debería ver.
Marimund no lograba imaginar qué podría haber sido responsable de la destrucción de su inexpugnable fortaleza. Había resistido tormentas, terremotos e incluso un asedio, pero ahora, en menos tiempo del que él habría creído posible, el castillo había sido aplastado y reducido a ruinas junto con todos sus sueños de poder. ¿Era esto el juicio de los dioses? ¿Acaso él, lejos de ser escogido por la Dama, había sido maldecido por ella? ¿Era en realidad el maligno hereje Malford en lugar del legendario héroe Landuin?
En el momento en que el destrozado duque pensó en el famoso Landuin, primer señor de Mousillon, sus pensamientos se desviaron hacia los grandiosos hechos llevados a cabo por el legendario caballero. Y, súbitamente, Marimund supo qué fuerza lo había destruido. Entre las grandiosas proezas de su larga carrera, Landuin había matado a un dragón. El adúltero desgraciado de Gobineau llevaba consigo un extraño artefacto antiguo, un objeto que, según afirmaba él, atraía a los dragones hacia el lugar en que se encontraba quien lo utilizaba. El noble recordó de inmediato el horripilante sonido que había oído o imaginado oír, un maléfico rugido que bramaba tras el estruendo de paredes que se desplomaban y suelos que se derrumbaban. Los labios de Marimund se contrajeron con una mueca. ¡Así que la afirmación de Gobineau había sido algo más que un rumor fantástico destinado a salvarle el pellejo!
Lentamente, una silueta se manifestó ante él. La visión de Marimund oscilaba, pero poco a poco comenzó a comprender que la silueta pertenecía a uno de sus caballeros. Lord Corbus ya no llevaba la armadura roja e iba ataviado sólo con una camisa larga que dejaba ver su pálida piel. La cara del caballero era un grotesco destrozo, con una fosa ocular espantosa y monstruosamente dilatada y una mandíbula reventada y partida por una fuerza terrible. No obstante, a pesar de las horribles heridas, el más leal seguidor de Marimund había acudido a buscarlo. El noble intentó arrastrarse hacia su salvador pero descubrió que sólo podía mover el brazo izquierdo.
Corbus se detuvo muy cerca del atrapado Marimund y lo miró fijamente con un único ojo funesto. La fracturada mandíbula del vampiro se movió para pronunciar un discurso seco y siseante.
—Estabais hablando —dijo el Dragón de la Sangre. Marimund cerró los ojos para intentar recordar. ¿Había estado hablando? ¿Acaso su delirio era tal que la razón había abandonado a su lengua? El vampiro se inclinó hasta que su destrozado rostro quedó a pocos centímetros del de Marimund—. Contadme más cosas sobre ese hombre que tiene el poder invocar a los dragones.
Marimund parpadeó. ¿Por qué Corbus iba a preocupo por cosas semejantes cuando su señor y dueño agonizaba as pies? El noble abrió la boca para recordarle al caballero los juramentos y votos que había pronunciado, pero, al mirar el ardiente ojo de Corbus, sintió que se le estremecía el alma. Por primera vez, el aspirante a señor de Mousillon comprendió lo abominable que era la criatura a la que había permitido ponerse a su servicio. En lugar de solicitar la ayuda del vampiro el noble jadeó un nombre.
—Gobineau —dijo, palabra que salió de sus labios puntuada por espuma roja. Corbus sonrió con lo que le quedaba de la cara. Gobineau. Había visto a aquel desgraciado en los aposentos de Marimund en compañía del asesino y la bruja traidora. Así que era Gobineau quien tenía ese poder, esa capacidad de invocar a los poderosos dragones de la tierra y del cielo. El vampiro dejó escapar por la herida de la garganta profundo siseo de expectación y depravado anhelo. Encontrar al ladrón sería el primer paso que dama hacia la única salvación que le quedaba a alguien de su enferma naturaleza, única manera de concluir con aquella repulsiva condena y dirimir su honor perdido. Corbus volvió a mirar al atrapa Marimund.
—Gobineau —repitió el vampiro—. Gracias, Marimund —prosiguió Corbus, pronunciando el nombre de su antiguo señor sin el más ligero asomo de deferencia o respeto. El ojo del vampiro se clavó en la espuma que burbujeaba en la boca del noble, y su larga lengua lobuna asomó para lamer los colmillos afilados como dagas—. Sólo hay una cosa más que podéis hacer por mí —susurró Corbus al inclinarse hacia el hombre atrapado para alimentarse.
* * * * *
Desde la oscuridad de su refugio, Gobineau alzó los ojos al cielo e intentó atravesar con la mirada la cortina de humo y oscuridad para captar otro atisbo de la pasmosa silueta que había descendido desde la noche. Su cuerpo aún temblaba al recordar la visión: el gigantesco reptil cubierto por una armadura de escamas rojas, sostenido en el aire por alas negras como la medianoche. No era ningún joven dragón novato el que había acudido a la llamada del pícaro, sino un venerable monstruo revestido de edad y leyenda. Cuando el dragón ascendió desde los escombros del castillo de Marimund para volar a baja altura sobre los terrenos del mismo y el barrio circundante, Gobineau había podido echarle una buena mirada. Era enorme, con escamas marcadas y decoloradas por el implacable paso del tiempo. El gigantesco dragón mostraba los signos de una larga y terrible vida: en el hombro y flanco izquierdos tenía una gran zona de carne ennegrecida. Por el costado le corría una cicatriz profunda como una trinchera, como si un titán hubiese pasado la punta de su espada a lo largo del vientre de la bestia. No obstante, estas viejas heridas no parecían incomodar ni enlentecer a la malevolente criatura que se elevaba hacia el cielo nocturno mientras sus crueles ojos amarillos buscaban por el paisaje a los diminutos fugitivos que se habían dispersado ante su furia.
Gobineau aferró con un poco más de fuerza el talismán que tenía en la temblorosa mano. Había tenido suerte de escapar a lo sucedido. El dragón, gruñendo como una pantera hambrienta, había descrito círculos en torno a la periferia de Mousillon para observar a los guardias que huían. Luego abrió las fauces y lanzó una gran cortina de llamas sobre ellos. El intenso fuego los transformó en antorchas vivientes, teas que chillaban, gritaban y aullaban mientras continuaban corriendo. El dragón quedó suspendido en el aire y giró la cabeza, con movimientos muy parecidos a los de un pájaro, para enfocar a grupos aislados de hombres antes de reducirlos a montones de carne calcinada. El reptil no parecía inclinado a hacer distinciones entre los guardias que huían de la fortaleza y los desolados campesinos a los que sus desmanes habían desalojado de las chozas. Incluso un curtido bribón con la experiencia de Gobineau tuvo que taparse los oídos para protegerse de los gritos y alaridos que parecían querer superar al crepitar y sisear de las llamas.
Luego la inmunda bestia había centrado su atención en las miserables chozas, lanzando sobre ellas su abrasador aliento con una furia implacable. Pero en este caso el dragón se vio frustrado en cierto modo, porque las mohosas estructuras estaban empapadas de las sucias aguas del pantano y se mostraban muy reacias a arder. Sólo concentrando la llama en estructuras aisladas podía el dragón lograr que se desplomaran en montones de carbonilla cenizas, cosa de la que el grandioso wyrm se cansó muy pronto. Con un último rugido maléfico que hizo castañetear los dientes a Gobineau, y tras otra mirada de soslayo para asegurarse de que en las calles de abajo no quedaba ninguna figura fugitiva, el dragón había girado y ascendido de regreso al humo y al ardiente cielo nocturno. Tras de sí dejaba un centenar de cuerpos en llamas tendidos en las calles, y una docena de incendios que ardían lentamente en las ennegrecidas ruinas que habían rodeado la fortaleza de Marimund.
Gobineau volvió a darle las gracias a Ranald el Tramposo por bendecirlo con tanta buena suerte. Hasta donde podía determinar, sólo él había escapado del castillo y la cólera del dragón. Acurrucado dentro de una pequeña letrina exterior, el pícaro había eludido los agudos ojos del monstruo y, por tanto, se había salvado de la abrasadora muerte que lo había barrido todo a su alrededor.
Entonces, el bandido consideró el talismán que tenía aferrado en la mano. ¿O quizá era algo más que suerte? ¿Tal vez el talismán no sólo había llamado al dragón, sino que también lo había protegido a él de su furia? Ciertamente, Gobineau había deseado ver destruidos a todos los que estaban en el castillo.
¿Quizá el dragón había percibido sus deseos a través del Colmillo Cruel, y simplemente había actuado de acuerdo con eso? Marimund, Brunner, ninguno de ellos molestaría a Gobineau a este lado del tenebroso reino de Morr, y era al dragón a quien tenía que agradecerle ese favor.
¡Tener el poder de llamar a una criatura semejante y hacer que obedeciera su voluntad! No era de extrañar que el demente Rudol hubiese intentado matarlo para conseguir el artefacto.
En el rostro de Gobineau apareció una sonrisa socarrona. Éste era un poder que escapaba a sus más descabelladas imaginaciones. Necesitaría pensar cuidadosamente para decidir la mejor forma de explotarlo, pero en la mente del forajido ya comenzaban a presentarse varias interesantes posibilidades.