SIETE

SIETE

La ruta que había escogido Ithilweil daba muchos rodeos, desviándose por corredores laterales para evitar los principales, pero Brunner se sentía impresionado por lo desierto que estaba el camino. Incluso en un entorno tan desolado como Mousillon, sabía que un noble de la posición del duque Marimund contaría con una hueste de sirvientes encargados de la conservación del castillo y de la comodidad personal de sus habitantes. Además, estaban los soldados. Dado el clima hostil que rodeaba a Marimund, también habría bastantes hombres de armas que residían dentro de las murallas de la fortaleza. Habida cuenta de todo esto, el hecho de que no hubiesen encontrado a una sola alma viviente resultaba bastante notable.

Gobineau no tenía explicación para eso. Al girar en otro recodo para encontrarse con que el corredor estaba desierto, el pícaro lanzó una mirada de admiración a Ulgrin.

—Debe de ser por el perfume que usas —bromeó.

La cara de Ulgrin se contorsionó con expresión ceñuda bajo la barba y, por un momento, dio la impresión de que iba a ofrecerle a Gobineau una visión más detallada del hacha. Pero entonces, en los ojos del enano brilló un destello de codicia que apagó su hostilidad como si lo hubiesen empapado con agua helada.

—Quinientas coronas de oro si muere —masculló Ulgrin para sí, y lo recitó una y otra vez como si se tratara de un mantra sagrado de la lejana Catai.

Tras otros varios giros y vueltas, Ithilweil hizo un gesto a sus compañeros para que se detuvieran. Sacó una gran llave de hierro del cinturón y atravesó el corredor como si flotara. Presionando la pared de piedra con sus esbeltos dedos, deslizó hacia arriba uno de los bloques y dejó a la vista una cerradura. Ulgrin avanzó arrastrando los pies para echarle un vistazo mis de cerca a la astuta obra de ingeniería, con una expresión de interés que no era menos apreciativa que la mirada que Gobineau le había dedicado a él algunos minutos antes. La hechicera se llevó una pálida mano a la cara y retrocedió ante el enano cubierto de inmundicia. Ulgrin gruñó con enojo y volvió atrás. Cuando el enano se encontró a una distancia menos olorosa, Ithilweil introdujo la llave en la cerradura y, tras hacerla girar, le hizo un gesto a Brunner para pedirle que la ayudara. El cazador de recompensas asintió con la cabeza y avanzó para apoyar las manos en el punto que le señalaba la elfa. Los dos juntos se pusieron a empujar, la pared y dejaron a la vista un pasadizo secreto.

—Era usado por los antiguos señores del castillo, cuando Mousillon era próspera y las familias nobles estaban más obligadas por las leyes del honor y el decoro —le explicó Ithilweil a Brunner cuando entraron en el pasadizo. Ulgrin, empujando a Gobineau ante sí, siguió a los otros dos con pesados pasos—. Pensaban que un corredor secreto como éste les permitía una cierta discreción cuando deseaban entregarse a holganzas que habrían resultado embarazosas en caso de ser descubiertas.

—¿Dónde estaba esto cuando yo holgaba con Tietza? —comentó Gobineau, cuyos ojos estudiaban atentamente el pasadizo. Era estrecho, y la monotonía de su extensión estaba interrumpida cada doce metros por palancas de acero montadas junto a un engranaje. Cuando Gobineau inspeccionaba uno de estos dispositivos por encima de los hombros del igualmente curioso enano Ulgrin, la elfa se acercó al mismo y liberó la palanca. Al instante, la pared que se había deslizado al interior volvió a su posición original, dejando fuera la luz del pasillo.

—¿Y cómo podría una elfa enterarse de la existencia de un pasadizo secreto como éste? —preguntó Ulgrin, y miró a Ithilweil con expresión aún más suspicaz de lo habitual—. Un enano podría detectar de inmediato un ingenio como ése, pero ¿cómo repara en algo semejante una furtiva orejas largas?

Brunner hizo caso omiso de la malhumorada voz del enano; cogió una antorcha que se inclinaba hacia afuera en un tedero de hierro que había en la pared, y la acercó bruscamente a Ulgrin con el fin de que pudiera encenderla e iluminar el estrecho pasadizo para beneficio de todos los que tenían ojos menos habituados a la oscuridad que los del enano criado en cavernas. De la barba de Ulgrin salió un bufido de fastidio, pero al cabo de poco la caja de yesca estaba en su mano. Un instante después, la antorcha despertó con ardiente vida. La primera cosa que vio el cazador de recompensas fue la gélida sonrisa que Ithilweil había hecho aparecer en su rostro, que se inclinó con forzada y exagerada cortesía ante el enano.

—Hace algún tiempo que estoy prisionera dentro de estos muros. —Pronunciaba las palabras como si instruyera a un niño un poco tonto—. He dispuesto de muchos días de soledad para vagar por estos corredores y aprender de memoria cada grieta de las piedras. En su momento, puede esperarse que hasta un elfo repare en un dispositivo tan elaborado. —Le volvió la espalda al ceñudo enano para encararse otra vez con Brunner—. Estos pasadizos están sellados con el fin de que ni la luz ni la oscuridad puedan delatar su existencia. Podemos llegar hasta el otro extremo del corredor, cosa que nos situará justo fuera de los aposentos privados de Marimund.

—Habéis hablado de guardias —le recordó Brunner.

La elfa asintió con tristeza.

—Habrá que ocuparse de ellos —replicó—. Si tenemos suerte, sólo habrá dos. Estarán apostados en el exterior de la puerta.

El cazador de recompensas asintió con la cabeza.

—Si la pared retrocede con mayor rapidez desde el interior que desde el exterior, podremos caer sobre ellos antes de que sepan qué sucede —declaró Brunner—. Es decir, si sólo son dos.

—Si hay guardias —bufó Ulgrin—, son tu problema. A mí me parece perfecto salir de aquí ahora mismo. —Lanzó una mirada amenazadora hacia Gobineau—. Ya tengo lo que he venido a buscar.

—Gobineau se quedará conmigo —le advirtió Brunner al tiempo que posaba sobre el enano una mirada feroz—. Si quieres quedarte en este pasadizo, hazlo. Pero el bandido irá donde yo vaya. —Ulgrin sostuvo la mirada hostil del otro cazador de recompensas, y luego sonrió desde dentro de la barba.

—Como quieras, Brunner —consintió—. Incluso podrías persuadirme para que te ayudara. Digamos que por cinco piezas de oro cada guardia. —Ambos asesinos a sueldo tocaron sus armas en espera de que el otro hiciera el primer movimiento. Gobineau apareció junto a un hombro de Ulgrin, agitando las manos para llamar la atención.

—Sí os da lo mismo —dijo—, ¿por qué no me quedo yo en el pasadizo con el enano? Vos podréis hacer lo que tengáis que hacer, y continuaremos esperando aquí cuando regreséis. —El pícaro cerró un puño que agitó para dar más fuerza a sus palabras—. Tenéis mi solemne palabra de honor al respecto. —Los dos cazadores de recompensas alzaron los ojos al techo.

—Tú quédate a vigilarlo —gruñó Brunner al tiempo que señalaba a Gobineau con un dedo—. Si hay que matar a alguien, lo haré yo. —El cazador de recompensas volvió a mirar a Ithilweil—. Conducidme, si tenéis la amabilidad. —La elfa asintió con la cabeza, evidentemente ansiosa por continuar. Había observado con obvia impaciencia el regateo entre hombre y enano.

—Por aquí —dijo—. Debemos apresurarnos. No sé durante cuánto tiempo podemos esperar que Marimund permanezca ausente.

Brunner e Ithilweil echaron a andar pasadizo abajo. Gobineau y Ulgrin Hachafunesta los observaron alejarse, y los ojos del enano comenzaron a entrecerrarse con expresión suspicaz. Brunner había accedido con demasiada facilidad a permitir que él se quedara a vigilar al prisionero. Si los papeles hubiesen sido al revés, Ulgrin ciertamente no le habría confiado a Brunner un cautivo que valía dos mil piezas de oro. El enano se notó la barba mientras consideraba el problema, y gimió de asco cuando llegó a la única conclusión posible.

—¿Qué…, adónde vamos? —Quiso saber Gobineau cuando el enano lo empujó pasillo adelante y le hizo acelerar el paso para poder dar alcance a Brunner ya Ithilweil—. ¿No vamos a quedarnos aquí?

Ulgrin le gruñó que cerrara la boca y guardara silencio. Muy astuto por parte de Brunner, muy astuto en verdad. Existía una sola razón para que Brunner hubiese corrido el riesgo de que Ulgrin se marchara con Gobineau mientras él estaba ausente. ¡La recuperación de su preciosa espada!, ¿y qué más? Aquella bruja elfa le había hablado a Brunner de algún tesoro oculto que tenía ese duque loco, un tesoro que liaría que la recompensa ofrecida por la cabeza de Gobineau pareciese calderilla. ¡Así que Brunner pensaba que podía estafarle a Ulgrin su parte de ese hallazgo, especialmente después de todas las penurias que había soportado el enano para escabullirse al interior del condenado castillo! ¡Bueno, pues si pensaba que los enanos eran tan estúpidos, era porque había estado escuchando durante demasiado tiempo a la mujer elfa!

* * * * *

Los centinelas que hacían guardia en el exterior de los aposentos de su señor, el duque Marimund, se apoyaban cansinamente en las lanzas. Se trataba de una guardia aburrida y sin variedad. La posibilidad de que un intruso se abriera paso hasta el interior del castillo era remota, algunos dirían que imposible. Nadie lo había hecho durante años, no desde que los nobles de Mousillon rivales de su señor habían contratado a un asesino estaliano para que intentara acabar, de una manera algo violenta, con las aspiraciones que el duque tenía de gobernar la ciudad. Por eso los soldados estaban menos atentos y vigilantes de lo que habrían debido estar, con la mente más concentrada en las partidas de dados que tenían lugar en los barracones durante su ausencia que en el silencioso y desierto trecho de corredor que debían guardar.

De modo repentino e imposible, al otro lado del pasillo desapareció un trozo de pared que fue reemplazado por un espacio de oscuridad. En el preciso momento en que los dos hombres despertaban de su fatiga y contemplaban con asombro el extraño espectáculo, una figura irrumpió desde las sombras. Iba vestido con el mismo uniforme que los dos centinelas, cosa que desconcertó a ambos guardias tanto como el pasadizo secreto del que acababa de salir el hombre. ¿Se trataba de un, heraldo, de un espía del duque que llevaba un mensaje de vital importancia para su señor?

Los confusos guardias vacilaron, permitiendo que el otro soldado se les acercara hasta que se dieron cuenta de otro hecho: el hombre que se les acercaba llevaba una espada en las manos. Demasiado tarde, los centinelas comenzaron a alzar las lanzas. La espada robada de Brunner le abrió el vientre a uno de ellos antes de que hubiese siquiera comenzado a dirigir la punta de su arma hacia él. El hombre gritó de dolor y cayó aferrándose la mortal herida.

El otro guardia lo hizo un poco mejor, pues logró lanzarle una estocada a Brunner con la lanza. Pero los reflejos del guardia aún eran lentos, sus reacciones todavía embotadas por la repentina interrupción de su cabezadita de medianoche, y, la estocada pasó inofensivamente a un lado del cazador de recompensas. Cuando la aguda punta de la lanza hubo pasado de largo, Brunner lanzó un tajo con la espada y el letal filo de la hoja penetró en un costado del cuello del soldado. El hombre profirió un grito gorgoteante y cayó junto a su agonizante camarada.

Brunner estudió su obra durante un momento. Armado con su propio equipo, incluso habría podido despachar a ambos hombres de armas con mucha más rapidez, disparándole una saeta a cada uno antes de que advirtiesen siquiera que se abría el acceso al pasadizo secreto. El asesino a sueldo no evitaba el combate, pero prefería reservarlo para las ocasiones en que se le había fijado un precio a su oponente. A los hombres que carecían de valor crematístico era mejor eliminarlos desde una distancia prudente.

—Chapucero —refunfuñó la malhumorada voz del enano los oídos de Brunner. El cazador de recompensas se volvió para observar a su compañero que surgía del pasadizo secreto. Ithilweil miró a los dos hombres agonizantes con los extraños ojos suavizados por una leve expresión de lástima Sacudió la cabeza avanzó hacia la puerta que los dos hombres habían protegido con su vida.

Brunner observó con interés cómo la elfa tendía una mano cuyos delicados dedos rozaban ligeramente el frío pomo de bronce. Detrás de sí, oyó que Ulgrin bufaba con desprecio.

—Si piensa que la puerta no está cerrada con llave, es realmente una idiota.

Ithilweil no le prestó la más mínima atención a la pulla del enano y continuó concentrada en la puerta. Brunner oyó que hablaba quedamente en un idioma extraño y musical. Aunque no comprendía las palabras, sabía que había magia en ellas y que atraían poder hacia los dedos de la doncella elfa. Al cabo de poco se oyó un rechinar metálico por encima del susurrado encantamiento de la hechicera. Sin más advertencia, el pesado pomo de bronce y la cerradura de hierro al que estaba acoplado cayeron de la puerta y repiquetearon sobre el suelo de piedra. En el lugar en que habían estado encajados en la puerta, Brunner vio que la madera estaba chamuscada y ennegrecida. Un ligero humo se elevó de la cerradura que se enfriaba con rapidez.

Ithilweil se permitió una sonrisa vanidosa dirigida a Ulgrin antes de empujar la puerta hacia el interior. El enano refunfuñó por debajo de la barba y empujó a Gobineau ante sí cuando Brunner siguió a la elfa hacia los aposentos de Marimund.

* * * * *

—Cualquier condenado estúpido puede abrir una cerradura con hechicería —espetó el enano en voz baja, aferrando mango del hacha con un poquitín más de firmeza que antes de que la bruja elfa hubiese desplegado su magia. El enano se mostró aún más hosco al ver la naturaleza de la habitación del duque. En el mobiliario y adornos de la estancia se evidenciaba un cierto grado de riqueza, pero difícilmente era algo que pudiera impresionar a alguien que había caminado pon salones de los reyes enanos. Desde que había decidido que verdadero motivo que tenía Brunner para acudir allí era expoliar las riquezas de Marimund, Ulgrin había construido imagen mental que habría podido empobrecer a un sultán Arabia.

Los ojos del enano se entrecerraron, no obstante, al ocurrírsele una idea nueva. ¿Era posible que a Marimund no le gustara alardear de sus riquezas? Tal vez las mantenía ocultas en forma de un pequeño cofre lleno de monedas de oro, o un de joyero que desbordaba diamantes… Ulgrin pinchó a Gobineau con un dedo.

—¡Quédate justo aquí! —Le dijo al pillo al tiempo que señalaba un punto situado casi en el centro de la estancia—. ¡Si te mueves, te cortaré las piernas y te las haré comer! —añadió cuando el ladrón abrió la boca para protestar.

Ulgrin vio que Brunner e Ithilweil avanzaban hacia una mesa grande que estaba pegada a la pared, con los ojos fijos en la confusión de objetos que había sobre la misma. El enano sonrió. Ni siquiera el más descuidado de los nobles dejar cosas valiosas en un desorden como ése. Dejó al cazador de recompensas y a la elfa entregados a su estupidez, y se acuclillo para mirar debajo de la cama del duque con la esperanza descubrir una caja fuerte oculta.

A solas en el centro de la habitación, los ojos de Gobineau fueron de un cazador de recompensas al otro, para luego dirigir una mirada anhelante hacia la puerta que daba al pasillo. Ahora que estaba enterado de la existencia del pasadizo secreto, el pícaro confiaba en poder esquivar a los guardias de Marimund en caso de obtener la libertad. El problema real residía en poner una cierta distancia entre su persona y los dos asesinos a sueldo. Puede que el enano estuviese distraído en la búsqueda de tesoros ocultos, pero las funestas miradas que le dirigía a Gobineau le demostraban que no lo había olvidado en lo más mínimo. Decidió que tampoco era probable que olvidara de dos mil coronas de oro, por muchas esperanzas que tuviera de mejorar su suerte.

El pícaro frunció los labios mientras observaba y esperaba. Aún podía presentarse una oportunidad si se mantenía alerta y tenía paciencia. Y tal vez un poco de suerte, Ranald mediante.

Brunner se ajustó el cinturón de las armas en torno a la cintura, y deslizó la ya familiar hoja de Malicia de Dragón dentro de la vaina. Existían pocas cosas a las que el cazador de recompensas diese algún valor, pero la famosa espada de los barones von Drakenburgo era una de ellas. Con la espada otra vez en su poder, lo abandonó la sensación de inquietud y desconcierto que lo había afligido desde que Ithilweil lo sacó de la mazmorra. Volvía a sentirse entero, completo. Comenzó a rodearse el cuerpo con otro cinturón de armas, el que contenía la colección de cuchillos que usaba en su sanguinaria vocación, y el gran peso de Degollador, el enorme cuchillo de carnicero de filo serrado, descansó sobre su cadera derecha. La apreciada ballesta de repetición y la pistola de pólvora también se hallaban entre los objetos que había esparcidos sobre la mesa, y su recuperación hizo aflorar una severa sonrisa al duro rostro de Brunner. Marimund lamentaría no haberlo matado cuando tuvo oportunidad de hacerlo; Brunner se aseguraría de eso antes de abandonar Mousillon. Sus manos se cerraron en torno a la labrada estaca de madera que le había comprado a un empobrecido sacerdote sigmarita en la ciudad portuaria tileana de Miraguano hacía casi un año. Tal vez se ocuparía también del caballero vampiro Corbus si se le presentaba la oportunidad.

Mientras Brunner se ocupaba de recuperar sus armas, Ithilweil recogió de la mesa el Colmillo Cruel y sintió que la inundaba una gran ola de alivio. El temible artefacto ya estaba a salvo, fiera del alcance de estúpidos que no comprendían su poder, e incluso de los más estúpidos aún que pudiesen estar lo bastante locos para usarlo. La elfa recogió el labrado estuche de marfil y lo deslizó otra vez sobre el Colmillo Cruel para ocultar la antigua reliquia. Ahora habría que hacer muchas cosas más. Era necesario que el cazador de recompensas la sacara de aquella repulsiva ciudad humana. Estaba segura de poder aprovecharse, aunque sólo fuera para eso, de la deuda que tenía con ella por haberlo dejado en libertad.

Después de eso, las cosas aún seguirían inciertas. Tendría que encontrar un medio para regresar junto a su gente, ya que el potencial de destrucción del Colmillo Cruel sólo quedaría neutralizado del todo cuando estuviese encerrado bajo llave dentro de una de las bóvedas de la Torre de Hechicería de Ulthuan. Había una pequeña colonia de elfos en la ciudad de Marienburgo, muy al norte. Tendría que intentar llegar a ella y esperar a que el próximo barco la devolviera a su tierra natal.

Puede que el cazador de recompensas se mostrara poco dispuesto a acompañarla hasta tan lejos; probablemente tendría que contratar a otros para que la protegieran durante el largo recorrido hasta Marienburgo, pero ése era un problema con el que se enfrentaría cuando llegara el momento. Por ahora, debía permitirse disfrutar del hecho de haber recuperado el Colmillo Cruel antes de que fuese demasiado tarde.

«Si no es ya demasiado tarde». Este pensamiento hizo que un escalofrío de pavor recorriera el cuerpo de la ella y ocupara el lugar del alivio que la había colmado apenas momentos antes. ¿Y si Marimund había estado jugando con él mientras estaba en su poder? El necio podría haber despertado, accidentalmente, poderes de los que nada sabía. Si el dragón que había sido unido al Colmillo Cruel aún estaba vivo, sería antiguo, más aún que el cacareado Imperio, el reino de Bretonia y todos los otros reinos que los humanos pomposamente denominaban Viejo Mundo. Los dragones eran seres que no se debilitaban con el paso del tiempo, sino que continuaban creciendo en poder y fortaleza hasta que la muerte acababa por detener sus ardientes corazones. El monstruo unido al Colmillo Cruel sería un ser descomunalmente poderoso, más parecido a una tormenta viviente que a una criatura mortal. Y si aquel necio de Marimund había estado jugando con el Colmillo, si había despertado a la bestia, ésta podría estar volando hacia el castillo en ese preciso momento. En ese mismísimo instante, unas alas de perdición podrían estar descendiendo desde el cielo nocturno para reducir la ciudad a cenizas y brasas.

Tan perdida estaba Ithilweil en estos terribles pensamientos que no reparó en qué dirección la llevaban sus pasos al retirarse de la mesa. Su esbelto cuerpo se acercó al lugar en que Ulgrin le había dicho a Gobineau que esperase. Con el aliento contenido, el pícaro observó su avance y vio que se le presentaba una oportunidad. Los ojos del forajido se entrecerraron al reparar en el objeto que la elfa tenía en las manos, el mismo que él había intentado venderle a Marimund: el Colmillo Cruel. Tal vez era cierto que residía algún poder en el artefacto, pensó Gobineau, si tanto un hechicero demente como una bruja elfa lo codiciaban con tal temeridad que arriesgaban su vida para obtenerlo.

El pícaro cambió su plan en el preciso momento en que avanzaba para ponerlo en práctica. A fin de cuentas, ¿por qué iba a marcharse sin llevar consigo algo que compensara las duras pruebas por las que había pasado? Gobineau ya estaba seguro de que había un poder muy real encerrado en el cilindro de marfil. No sabía muy bien cómo, pero se beneficiaría de ese poder, lo usaría para instalarse en el lujo al que tenía derecho, en algún lugar alejado de maridos celosos y cazadores de recompensas sedientos de sangre.

Gobineau cogió a Ithilweil por una muñeca e hizo girar su esbelto cuerpo de modo que pudiese rodearle la garganta con un brazo. El repentino movimiento pilló a la elfa completamente desprevenida a causa de lo absorta que estaba en sus aterradores pensamientos. Su reacción, sin embargo, fue mucho más veloz de lo que había previsto Gobineau, y le estrelló una bota contra una pantorrilla con una fuerza que el forajido jamás habría imaginado posible en una persona de constitución tan esbelta. La elfa giró para alejarse del bandido que la aferraba mientras éste se desplomaba sobre una rodilla a causa del dolor. Pero entonces Gobineau le retorció la muñeca. Ithilweil hizo una mueca de dolor y el Colmillo Cruel repiqueteó en el suelo. Antes de que ella pudiese recobrarse, el pícaro se apoderó del objeto.

Gobineau abrió la tapa secreta para asegurarse de que la reliquia continuaba a salvo dentro del contenedor, y se estremeció al alzar la mirada. El repentino ataque contra la elfa había atraído muchísima atención, y las expresiones de los ojos de Brunner y Ulgrin Hachafunesta eran más asesinas que cualquiera que el pícaro hubiese visto en toda su vida. Comenzó a levantar las manos en gesto de sumisión, temeroso de hallarse a pocos segundos de pasar por la desagradable experiencia de que le cortaran la cabeza por la mitad con la descomunal hacha del enano o la recientemente recuperada espada de Brunner.

—¡Impedid que use el Colmillo! —gritó Ithilweil, atrayendo momentáneamente la atención de ambos cazadores de recompensas.

Los pensamientos de Gobineau corrían como el viento. ¿Usar el Colmillo? Y, en nombre de todos los Dioses Oscuros, ¿cómo se suponía que iba a hacerlo? A pesar de todo, era imposible equivocarse respecto al terror que había en los ojos de la bruja elfa. Gobineau se dio cuenta de que tenía levantadas las manos cuando ella gritó, y que la que sujetaba el artefacto estaba situada cerca de su cara. De repente, al forajido se le ocurrió algo.

—¡Eso es! —gritó Gobineau con lo que esperaba que fuese un tono amenazador—. ¡Dad un sólo paso hacia mí y tendréis problemas! —Se llevó el hueso vaciado al labio inferior, cosa que provocó otra exclamación ahogada de Ithilweil. Daba la impresión de que su conjetura podría ser correcta, después de todo. Realmente tendría que acordarse de dedicarle Ranald un diezmo de su siguiente botín para agradecer al travieso, dios de los ladrones el giro que había dado su suerte.

Por desgracia, Brunner y Ulgrin no parecían compartir el miedo de la elfa. Los dos cazadores de recompensas intercambiaron una mirada y luego comenzaron a describir círculos en torno a la presa. Gobineau tragó saliva con nerviosismo. ¿Acaso Brunner no había dicho «vivo», cosa que no significaba «ileso»? El pícaro inhaló bruscamente y su respiración rozó la superficie del Colmillo. Ithilweil dio un respingo al ritmo de la respiración del bandido.

—¡No lo contrariéis! —gritó la elfa—. ¡Si hace sonar el cuerno, moriremos todos! ¡Invocará a un monstruo que demolerá todo este castillo sobre nosotros! —La ya pálida piel de la elfa adquirió el tono del alabastro cuando toda calidez abandonó su cuerpo encogido de miedo.

—¡Tiene razón! ¡Lo haré! —gritó Gobineau, intentando dar tanta veracidad como podía a los disparates que chillaba la elfa—. Será mejor que vosotros dos retrocedáis —les advirtió Gobineau cuando se hizo evidente que los cazadores de recompensas no lo escuchaban. Los gélidos ojos de Brunner se clavaron en los del pícaro.

—Haced lo que os digo —imploró Ithilweil Para asombró de Gobineau, Brunner retrocedió un paso. El forajido sintió que una sonrisa afloraba a sus labios.

—Eso está mejor —graznó—. Ahora bajad las armas —añadió con una nota esperanzada. Para su alivio, Brunner envainó la espada con brusquedad.

Ulgrin miró a su compañero con los ojos muy abiertos de incredulidad.

—¿Desde cuándo recibimos órdenes de una mujerzuela orejas largas? —quiso saber el enano.

—No lo hacemos —replicó Brunner al tiempo que desenfundaba la pistola. Ulgrin rió ceñudamente cuando el cazador de recompensas apuntó a Gobineau con su atemorizadora arma—. Es sólo que he decidido que hoy realmente no me apetece trabajar más.

—¿Cómo sabes que aún está cargada? —protestó Gobineau débilmente.

—¿Cómo sabes que no lo está? —contraatacó el cazador de recompensas con una voz tan carente de alegría como una tumba abierta. El forajido suspiró sonoramente y recorrió con los ojos la habitación que lo rodeaba, intentando hallar alguna manera de salvar la situación. Desde la izquierda, Ulgrin lo miraba con ferocidad, y el filo de la monstruosa hacha destellaba malévolamente. Por la derecha, una Ithilweil mucho más compuesta, aunque visiblemente conmocionada, comenzaba a acercársele.

Gobineau supuso que podría estar planeando volver a representar la escenita que había dado comienzo a lo que ahora sucedía, y no pensaba que sus probabilidades de vencer a la elfa fuesen demasiado buenas Delante de él se encontraba el infame Brunner que lo apuntaba a la cara con una pistola.

—Por la sangre negra de Khaine —maldijo Gobineau antes de soplar dentro del Colmillo Cruel. Cualquiera que fuese el monstruo que el mágico artefacto iba a invocar, no podía ser peor que la situación con que se enfrentaba. El forajido cerró los ojos con fuerza esperando un estallido de trueno, una explosiva exhibición de brujería, cuando algún horror demoníaco se manifestara en respuesta a la llamada del Colmillo. En cambio, sólo hubo silencio. Al abrir otra vez los ojos, Gobineau vio que la bruja elfa estaba temblando y se apoyaba en una silla para no caer debido a la falta de fuerza de sus piernas. No era exactamente una abominación engendrada por el infierno y provista de garras y colmillos, pero no tenía intención de quejarse. No obstante, cuando se volvió a mirar a los cazadores de recompensas se dio cuenta de que su desesperado farol no había surtido en todos el mismo efecto.

—No creo que les importe si le faltan las manos cuando lo entreguemos —gruñó Ulgrin al tiempo que avanzaba. Una vez más, Gobineau se encontró con que sus ojos se clavaban en el filo malévolamente agudo de la gigantesca hacha del enano.

No cabía duda al respecto. La próxima vez que pasara ante un santuario de Ranald, le prendería fuego.

En el preciso momento en que los cazadores de recompensas caían sobre él, la suerte hizo sentir su poder una vez más. Sin previa advertencia, la puerta de la habitación de Marimund salió volando hacia el interior impulsada por una fuerza tremenda. Todos los ojos se volvieron hacia la entrada y vieron la silueta de roja coraza de lord Corbus que se encontraba en el corredor. La cara del caballero ya no se parecía a nada humano, con los ojos ardientes de cólera, la boca como un tajo abierta en una mueca feroz y los colmillos de lobo desnudos. El caballero tenía la espada en una mano, pero a todos los que observaban les pareció que era más probable que los descuartizara con las manos desnudas antes de acordarse de usar el arma.

* * * * *

—¡Bruja traidora! —rugió Corbus—. ¿Es así como pagas la protección y apoyo que te ha dado tu señor? ¿Poniendo en libertad a sus prisioneros y expoliando sus aposentos? —Al escupir las acusaciones contra Ithilweil, un hilo de espuma sanguinolenta cayo por una comisura de la boca del caballero—. ¡Por tu deslealtad, te arrancaré la piel y arrojaré tu gimiente cuerpo a las ratas, puerca!

Tan absorto estaba Corbus en los objetos de su ira, las figuras de Gobineau, Brunner e Ithilweil, que había prestado escasa atención al cuarto ocupante de la estancia. Ulgrin escuchó las maldiciones del vampiro mientras la cólera inundaba su propio cuerpo.

Con un alarido salvaje, Ulgrin se lanzó contra el caballero rojo al tiempo que barría el aire con el hacha en un destellante arco de destrucción.

—¡Por los dioses de mis ancestros! —bramó Ulgrin—. ¡Ya he tenido bastante de esta ciudad! —La hoja del hacha impactó contra el peto de Corbus con toda la fuerza que podía imprimirle el vigoroso cuerpo del enano. El metal rechinó al henderlo el afilado acero, que penetró en la carne de debajo—. ¡No vais a impedirme salir de aquí! —Ulgrin arrancó el hacha, que dejó un tremendo tajo en el pecho de Corbus, y se llevó fragmentos de hueso y restos de carne pegados a la hoja. La cara del vampiro se contorsionó con una expresión de furia aún mayor, pero, antes de que pudiera reaccionar, el hacha se estrelló contra su cuerpo por segunda vez y lo derribó. Ulgrin se situó junto a la criatura y se puso a golpearla con el hacha como si se tratara de un tronco.

—¡Sapos asesinos! —bramó Ulgrin al hendir una vez más el pecho del vampiro—. ¡Dementes antropófagos! —volvió a arrancar el hacha—. ¡Hectáreas de arenas movedizas! —El hacha volvió a clavarse en el peto del caballero. Ulgrin se inclinó y aulló frente al rostro del vampiro—. He trabajado para ganar diez veces lo que vale esta escoria, y maldito sea si voy a entregársela a un caballero humano atildado que hace posturitas.

Ulgrin miró al caballero a los ojos, esperando ver cómo la vida se desvanecía de ellos. Dada la carnicería que había hecho con el guerrero al descargar sus frustraciones, el enano estaba seguro de que no tendría que esperar demasiado. Por el contrario, los ojos del caballero ardieron hasta transformarse en charcos de rojo fuego y su boca se abrió en una aterrorizadora mueca. La mano derecha del vampiro ascendió a toda velocidad y golpeó a Ulgrin con una fuerza que habría avergonzado a un orco adulto. Ciento treinta y seis quilos de enano acorazado salieron volando hacia el otro lado de la habitación y pulverizaron el cristal del armario de curiosidades al estrellarse contra él.

Corbus se puso de pie alzando simplemente el cuerpo en lugar de impulsarse para levantar su peso. La roja armadura del caballero era una ruina de metal retorcido donde las profundas y horrendas heridas podían verse a través de las brechas que había en el peto. Cualquiera de esos tajos habría sido fatal para un hombre mortal, pero Corbus parecía indiferente ante ellos. Avanzó un paso al tiempo que uno de sus puños recubiertos de malla se cerraba en torno al mango de la descomunal hacha que Ulgrin le había dejado clavada en el peto. Con un solo tirón, Corbus arrancó el arma y la dejó caer al suelo con tal indiferencia que podría no haber sido más que una astilla arrancada de un dedo.

En el rostro del vampiro apareció una ancha sonrisa de depredador, como si fuese la cara de un gato que se dispusiera a saltar.

—El hombrecillo ha visto muchos de los males de esta abominable ciudad —siseó el vampiro—. ¡Ahora os mostraré la verdadera naturaleza del horror!

Brunner había observado la breve batalla entre Ulgrin y Corbus con una inquietante sensación de muerte. Sabía qué era el caballero. Ya había visto antes criaturas similares, y la experiencia le decía que se precisaba algo más que un brazo fuerte y una arma afilada para destruir a un ser semejante. Mientras Ulgrin atacaba al caballero no muerto, Brunner había cambiado la pistola a la mano desocupada para desenvainar otra vez a Malicia de Dragón. Había visto por sí mismo que la espada encantada podía herir a seres que eran inmunes al acero natural. ¿Acaso su hoja no había penetrado profundamente en la demoníaca carne del horrendo Mardagg durante la mortal embestida del elemental por las calles de la ciudad de Remas? Tal vez resultaría ser igualmente efectiva para enfrentarse con la espectral vitalidad del vampiro.

Cuando Corbus comenzó a avanzar, Brunner advirtió que la elfa Ithilweil se había situado detrás de él. Oyó que la joven murmuraba con la misma voz extrañamente musical que le había oído cuando destruyó la cerradura. Esperaba que, cualquiera que fuese la magia que estaba conjurando, fuese rápida y mucho más potente que en la ocasión anterior.

—¿Vas a cruzar espadas conmigo? —Se mofó el vampiro al tiempo que se detenía a la distancia de un brazo—. ¡Con sólo tres pases de mi espada he matado a hombres cuyas botas no serías digno de lamer! Diviérteme, asesino, antes de que separe tu asquerosa alma de tu sarnoso cadáver.

Brunner esquivó la primera estocada de Corbus, y aprovechó el ataque del caballero para lanzarle un tajo con el filo de Malicia de Dragón. Pero el cazador de recompensas había subestimado la antinatural rapidez del vampiro. Con una velocidad que lo transformó en un borrón, Corbus recuperó la postura tras la estocada y ejecutó un barrido que paró el arma del contrincante. El ángulo del golpe y la tremenda fuerza que lo impulsaba eran tales, que Malicia de Dragón fue arrebatada de la enguantada mano de Brunner y salió volando hasta rebotar en la pared opuesta.

—¡Muere como la alimaña que eres! —gruñó el vampiro al saltar hacia adelante con los colmillos desnudos. El cazador de recompensas retrocedió un paso y estrelló el cañón de la pistola contra la parte inferior del mentón de Corbus.

—Sigue tu propio consejo —gruñó Brunner. El dedo del cazador de recompensas apretó el gatillo y la pistola respondió con un rugido. La violenta explosión de fuego y humo hizo que la carne del vampiro ardiese sin llama al penetrarle en la cara la bala de plomo, partirle la mandíbula y rajarle el pómulo antes de salir por el borde de su ojo izquierdo. Esquirlas de hueso y negro icor manaron de la herida del monstruo en el mismo momento en que su grito estrangulado atravesaba la estancia. Corbus se desplomó mientras con las acorazadas manos aferraba la humeante ruina en que se había transformado su cara. Brunner posó una mirada feroz sobre el monstruo y lo pateó esperando algún tipo de reacción, pero Corbus estaba tan quieto como la tumba a la que había burlado. El cazador de recompensas asintió con la cabeza, y luego acarició la estaca de madera que le había comprado meses antes al sacerdote sigmarita exiliado en Miragliano. Tal vez un vampiro no podía sobrevivir cuando se le volaba la mitad de la cara, pero a Brunner no le gustaba correr riesgos. Todas las historias que había oído en su vida coincidían en que un vampiro no podía sobrevivir de ningún modo cuando se le atravesaba el corazón con una estaca de madera.

—Ya podéis abandonar vuestro hechizo —dijo Brunner al advertir que Ithilweil no había interrumpido el conjuro—. Está tan muerto como puede estarlo —explicó al tiempo que acariciaba la estaca—. O al menos se encuentra a punto de estarlo. —Se volvió a mirar a la elfa, y le sorprendió lo que vio. La hechicera había dejado de conjurar, pues cualquiera que fuese el hechizo que le había hecho a Corbus, había tocado a su fin. El cazador de recompensas no tenía manera de saber que había sido el hechizo de la elfa lo que había salvado su vida, al enlentecer los antinaturales reflejos del Dragón de la Sangre hasta el punto de que un mero mortal pudiese tener una ligera esperanza de vencerlo. Ahora, Ithilweil parecía haberse olvidado del vampiro y de cualquier otra cosa. Sus ojos estaban fijos en el techo e iban de un extremo a otro como si esperase que una horda de demonios cayera sobre ella El extraño idioma en que hablaba parecía haber adoptado un ritmo que se repetía una y otra vez Todo su cuerpo temblaba, se sacudía como un junco en un viento invernal. Brunner avanzó un paso hacia ella, tendió una mano y le toco cuidadosamente un hombro La cabeza de Ithilweil giró bruscamente y sus ojos llenos de miedo se clavaron en el cazador de recompensas. El salmodiante ritmo se apagó cuando la razón volvió a tomar el control de la mente de la hechicera.

—¡El Colmillo! —exclamó con voz ahogada—. ¡Ese necio ha usado el Colmillo! ¡Ha atraído la muerte sobre todos nosotros!

La mención de «ese necio» hizo que Brunner olvidase su interés en la elfa. Se volvió en redondo y sus ojos recorrieron la habitación. Vio que Ulgrin estaba levantándose de entre los restos del armario de curiosidades y que se frotaba la magullada cabeza con las carnosas manos. Vio a Malicia de Dragón caída cerca de la pared, pero ni rastro de Gobineau. El pícaro había aprovechado el ataque del vampiro para escabullirse otra vez. Brunner maldijo en voz baja. Nada de cortarle las manos, pensó. Cuando le diera alcance, le cortaría las piernas para asegurarse de que esa escoria no volviese a huir.

El cazador de recompensas sacudió la cabeza. Ulgrin tenía razón. Atrapar a aquella alimaña estaba dando más trabajo del que valía. Por el rostro de Brunner pasó una sonrisa helada. Al menos podría pagarle a Corbus los momentos de diversión que habían compartido juntos. Pero cuando Brunner se volvió a mirar al vampiro, maldijo otra vez. La armadura roja continuaba allí, pero ahora estaba vacía. Al mirar más allá, el cazador de recompensas vio que una enorme rata negra de rostro mutilado se detenía un momento ante la abertura de una grieta de la pared para devolverle una mirada malévola. Brunner iba a coger un cuchillo, pero, al iniciar el movimiento, la rata se escabulló hacia el interior del agujero.

—El Colmillo. —Ithilweil se encontraba otra vez a su lado—. ¡Tenemos que recuperarlo antes de que sea demasiado tarde! —Sin hacerle caso, Brunner avanzó hacia la pared y recuperó a Malicia de Dragón. Volvió los ojos hacia Ulgrin y observó cómo el enano se alejaba con paso aturdido del armario destrozado. Le habría dado igual abandonarlo, pero necesitaba saber dónde estaba el túnel de entrada al castillo de Marimund.

El cazador de recompensas cogió a Ulgrin y lo empujó hada la puerta.

—Lo único que me importa es atrapar a esa escoria —le dijo a la elfa—. Esa chuchería que os robó es problema vuestro. —El cazador de recompensas dirigió una mirada de preocupación hacia la cueva de la rata—. Si nos ayudáis a encontrar a Gobineau, os ayudáis a vos misma. —No esperó la respuesta de Ithilweil, sino que salto al corredor y la dejo sola para que tomara una decisión.

La elfa vaciló durante un momento y luego se apresuró a seguir a los cazadores de recompensas. Había hecho su jugada y ahora tendría que seguirla hasta el final.