SEIS
Al despertar, el cazador de recompensas se encontró en un lugar de dolor y tinieblas. La memoria se esforzaba por volver a él mientras el helor del húmedo suelo de piedra le clavaba dagas en la carne desnuda de la espalda y las piernas. Brunner apretó los dientes ante la repentina ola de candente dolor que le recorrió el cuerpo al rodar para ponerse de lado. Los recuerdos que despertaban le dijeron que era Corbus quien le había hecho esto, alzándolo como si fuese un muñeco de trapo y lanzándolo contra las paredes con su inhumana fuerza. Si, Corbus y los torturadores que habían ayudado al monstruo habían sido muy minuciosos; habían maltratado brutalmente a su cautivo durante varias horas antes de aburrirse de ese deporte. Brunner imaginó que, si la celda no hubiese carecido completamente de luz, su cuerpo se vería como una sola magulladura gigantesca.
Comenzaban a afluir más recuerdos. La bruja vestida de rojo que había visto de pie junto al duque Marimund en la sala del trono y que luego había acudido a la sala de torturas para recordarle a Corbus que el duque no quería que mataran al prisionero. Recordó el gruñido con que Corbus había jurado que sólo estaban «ablandándolo», que ni siquiera comenzarían a formular preguntas hasta el día siguiente. La bruja se había enfadado ante la malhumorada y pertinaz respuesta, pero había contenido la lengua mientras sus extraños ojos se entrecerraban con una mezcla de precaución y miedo.
Brunner arrastró su vapuleado cuerpo por el suelo y reprimió otro grito de dolor cuando su espalda herida entró en contacto con el frío muro de piedra. Volvió la mirada hacia donde la memoria le que estaba la puerta de la celda. Sabía que habían dejado dos hombres de guardia, hombres que habían parecido adecuadamente motivados cuando Corbus les dijo que vigilaran cuidadosamente al prisionero. Brunner aguzó el oído para detectar cualquier indicio de que los guardias se habían dado cuenta de que habían recobrado el conocimiento. Necesitaba tiempo para pensar, tiempo para trazar un plan de acción y para recuperarse de las heridas. Al cazador de recompensas le preocupaba la posibilidad de que si los guardias se daban cuenta de que estaba despierto podrían ir a buscar a Corbus para que el inhumano caballero pudiese continuar reparando su orgullo herido con otra tanda de tortura.
El sonido de movimiento y el destello de luz que le llegaron desde el pasillo exterior hicieron brotar una maldición de los labios de Brunner. Desde que había llegado a Mousillon no había tenido más que mala suerte y desgracias. Tal vez era ésa la verdadera razón por la que se referían a la ciudad como maldita.
Se había preguntado por qué sus captores no se habían molestado en sujetarlo a la pared con grilletes. Ahora tenía la respuesta: Corbus no tenía intención de dejarlo en la celda durante mucho tiempo. El cazador de recompensas gimió al ponerse penosamente en pie, obligando a su dolorido cuerpo a obedecer. Unió las manos para formar un martillo con los puños trabados. Si pensaban arrastrarlo fuera de la celda, no lo harían sin que ofreciera resistencia.
La luz del otro lado de la puerta se hizo más brillante y entró a través de la estrecha ventana provista de barrotes, iluminando ante los ojos de Brunner las dimensiones del miserable agujero al que lo había arrojado Corbus. El cazador de recompensas se apoyó contra la pared al oír el sonido de unas llaves que entrechocaban. Lentamente, la puerta comenzó a abrirse. No aguardó ni un instante para lanzarse torpemente contra la puerta que retrocedía y empujarla hacia fuera con tanta rapidez y violencia como pudo. Sabía que aquel impetuoso ataque era una temeridad, pero había decidido que incluso en el caso de que su baladronada fuese recompensada con una espada en la barriga, siempre sería un final mucho más rápido que el que hallaría a merced de Corbus.
La acometida de Brunner obligó a quienquiera que hubiese abierto a retroceder hasta la pared opuesta del corredor para evitar el impacto de la puerta. El cazador de recompensas trastabilló tras la figura que se retiraba al tiempo que levantaba los puños por encima de la cabeza con el fin de descargarlos contra el cráneo de su enemigo con la máxima fuerza. Sin embargo, Brunner contuvo el ataque al descubrir que no se hallaba ante uno de los guardias de Marimund, sino ante la bruja que se había mostrado tan interesada en él desde su llegada al castillo.
Ahora que la veía de cerca y sin que el puño de Corbus se estrellara contra su cara cada pocos segundos, Brunner comprendió el origen de la turbadora gracilidad había acompañado los movimientos de la mujer, la extraña belleza responsable de la impresión que le causó. La hechizera de Marimund era elfa, algo que no contribuyó a tranquilizar la mente de Brunner respecto a las probabilidades que tenía de escapar. Incluso cuando se trataba con ellos desde una posición de fuerza, los elfos eran una gente con la que resultaba peligroso jugar, con mentes mucho más viejas que las de los hombres, colmadas de conocimientos secretos que incluso el más sabio de los hechiceros podría tener dificultades para comprender y con cuerpos tan ágiles y rápidos que parecían burlarse incluso del más diestro de los acróbatas. Brunner vio que la bruja de Marimund se había cambiado el ropón rojo por una ajustada camisa, calzones y botas altas hasta la rodilla, todo de cuero. En su delgado cuerpo flexible no había nada que sugiriera la debilidad y fragilidad físicas de los hechiceros y hechiceras humanos con los que Brunner se había encontrado a lo largo de sus viajes.
—Detened vuestra mano, Brunner —le ordenó la bruja clavando una penetrante mirada en los ojos del cazador de recompensas—. He venido a ayudaros —le dijo—. Me llamo Ithilweil. He echado en el vino de los guardias un polvo que los hará dormir durante horas.
—¿Por qué ibais a ayudarme? —exigió saber Brunner con voz cargada de suspicacia. Mantuvo alzados los puños a pesar de que, habiendo perdido el factor sorpresa, dudaba de poder tocar siquiera a la esbelta elfa—. Sois la hechicera de Marimund. Vos le advertisteis de mi llegada.
—Sí —admitió Ithilweil, que asintió con gesto de disculpa—. Fui yo quien le habló al duque de vuestras intenciones. —El rostro de la elfa se contorsionó en una sonrisa de azoramiento—. Tengo mis razones para no querer que maten a Marimund. —Esto último lo dijo en un tono en que a Brunner se le hizo evidente que no existía afecto alguno entre Marimund y su hechicera.
—Tenéis miedo de Corbus —observó el cazador de recompensas. Un débil rastro del miedo que había visto antes pasó brevemente por los ojos de la elfa.
—Corbus es un monstruo, una inmunda perversión de la más negra brujería —declaró Ithilweil—. Sólo los hombres, con sus cortas miras, podrían haber imaginado un uso tan repugnante para la magia. —La elfa sacudió la cabeza, asqueada por el mero pensamiento de cosas semejantes—. Corbus es uno de los no muertos, un vampiro. Se aferra al orgullo marcial y al honor caballeresco que hubo en su vida, y los usa para intentar evitar que lo devoren completamente los terribles impulsos que lo atormentan. Entró al servicio de Marimund poco después de llegar a Mousillon. Es ese juramento de servicio lo que permite que Marimund lo controle.
Brunner luchaba para no manifestar el horror que le roía las entrañas. Ya se había encontrado antes con los no muertos, y siempre había pensado que la principal debilidad de estos seres residía en su falta de destreza guerrera. Pero había visto a Corbus en acción y sabía que tal vez era el mejor espadachín que había conocido. Enterarse de que los atroces poderes del vampiro impulsaban aquella espada… Brunner decidió que cuanta más distancia pusiera entre su persona y Corbus, mucho mejor.
—Eso explica por qué no queríais que matara a Marimund —dijo Brunner—, pero no responde a mi pregunta. ¿Por qué dejarme en libertad después de haber evitado su muerte?
Ithilweil avanzó un paso hacia el cazador de recompensas al tiempo que tendía una delgada mano cuya pálida piel quedó suspendida a pocos centímetros del amoratado pecho de Brunner.
—Porque necesito vuestra ayuda —confesó—. Aquí estoy tan prisionera como vos. Me encontraba a bordo de un barco de mi pueblo, fletado por los archimagos de Saphery para llevar a cabo un viaje de investigación. Debíamos recoger ejemplares de las extrañas plantas que los místicos de Arabia usan en sus toscos experimentos. Pero estalló una tormenta terrible que ni siquiera nuestra magia había vaticinado. La tormenta arrastró a nuestro navío hacia el norte y acabó por dejarlo varado en los bancos de fango que rodeaban Mousillon. Aunque la ciudad estaba envuelta por un aire enfermo, decidimos solicitar la ayuda de los habitantes para reparar el barco. Los primeros desdichados que vimos huyeron al acercarnos, pues nos tomaron por demonios. Pero no pasó mucho tiempo antes de que regresaran en aullante muchedumbre. Ocuparon en gran número las calles y callejones situados a nuestras espaldas para cerrarnos la vía de escape hacia las llanuras pantanosas. Tan míseros y desamparados eran aquellos enemigos, que fue con gran reticencia que atacaron los guerreros que había entre nosotros, y esa reticencia fue su perdición. Esperaron demasiado y dejaron que la multitud se acercara en exceso. Uno a uno fueron derribados y descuartizados por cuchillos de huesos de pescado y lanzas de madera de deriva. El resto huimos en la única dirección que podíamos, adentrándonos más en la ciudad. Pero allí no hallamos refugio alguno.
»Al final, sólo yo logré escapar. La huida me había llevado hasta una vieja capilla ruinosa. Había percibido el poder dormido del lugar, el débil eco de una magia que era afín a la mía propia. En la capilla había un hombre, un caballero con armadura. Se trataba de Marimund, que de inmediato exigió saber por qué había interrumpido sus devociones. Expliqué lo mejor que pude qué había sucedido, agradecida porque este hombre, al menos, parecía racional. Marimund guardó silencio durante un momento mientras reflexionaba sobre mi historia. Cuando habló, fue para ofrecerme protección si estaba dispuesta a servirle. Con el sonido de la turba que me perseguía acercándose cada vez más a la capilla, no tuve más alternativa que aceptar la oferta. A cambio de mis talentos mágicos, Marimund me mantiene a salvo de los suspicaces campesinos y de los soldados de los otros nobles, que me odian y temen como la Hechicera Roja.
»Debo huir. Se me está acabando el tiempo —continuó Ithilweil con voz cargada de terror—, pero tengo miedo de hacerlo en solitario. No sé moverme por la ciudad, ya que Marimund siempre se ha ocupado de mantenerme dentro de las murallas del castillo. Y si tropezara con problemas, mis habilidades no incluyen las artes de la espada. Necesito a un guerrero fuerte y diestro para que me saque de este lugar condenado. —Sus ojos adquirieron una expresión socarrona al mirar profundamente los de Brunner—. Alguien que tenga una necesidad tan imperiosa como la mía de alejarse de aquí. —Metió la mano dentro de un bolsillo que llevaba sujeto al cinturón y sacó una masa de pasta de color castaño oscuro.
—Este ungüento curativo os devolverá la fuerza y aliviará vuestras heridas —le dijo al cazador de recompensas—. Consentid en ayudarme y os lo aplicaré.
Brunner guardó silencio durante un momento. No sabía hasta qué punto podía creer la historia de la hechicera. Ya lo había denunciado una vez ante su señor, y Brunner se daba cuenta de que había algo que no le había dicho. Tal vez su huida no era más que un elaborado engaño, una manera de que ella eclipsara a Corbus en el favor de su señor. Brunner consideró la posibilidad y luego se encogió de hombros, movimiento que hizo que otra ola de dolor recorriera su cuerpo. No tenía nada que perder si aceptaba los términos de Ithilweil.
—Estoy de acuerdo —le dijo a la elfa.
Ithilweil le sonrió al tiempo que su pálida mano se posaba sobre el antebrazo del cazador de recompensas y comenzaba a frotar el ungüento. Brunner sintió que la piel le cosquilleaba al hacer efecto la pasta, amortiguando el dolor.
—He traído el uniforme de uno de los guardias —dijo Ithilweil, que continuaba aplicando ungüento, ahora en el erosionado pecho del asesino a sueldo. Brunner dio un respingo cuando los dedos pasaron sobre un tajo de bordes desiguales que le recordó la brutal fuerza del señor de la guerra orco llamado Gnashrak. La elfa no se detuvo, pues sabía que el dolor del cazador de recompensas no tenía ninguna relación con el ungüento—. Es mucho más probable que pasáis inadvertido si lleváis el uniforme de la guardia —continuó Ithilweil, al tiempo que un ligero rubor afloraba a sus gráciles facciones—, que si sólo vais ataviado con un taparrabos.
Brunner asintió con la cabeza.
—Siempre que hayáis traído también su espada —le dijo el cazador de recompensas—. No tengo intención de dejar que vuelvan a capturarme.
* * * * *
Varios minutos más tarde, Brunner se ponía el almófar en la cabeza, completando así su transformación de prisionero en guardia. Arrojó a un lado el pesado capillo de hierro que había resultado ser demasiado grande para él. Tal vez el guardia al que había pertenecido tenía la cabeza inflada incluso cuando no bebía vino cargado de droga. Brunner sonrió al aferrar la espada larga que acompañaba al uniforme y estudiar atentamente su equilibrio.
—¿Tenéis idea de dónde ha dejado Marimund mi espada? —preguntó mientras realizaba algunos barridos de prueba con el arma nueva.
—Vuestro equipo lo ha llevado a sus propios aposentos —le dijo Ithilweil—. Marimund quedó impresionado por el carácter único y la forja extranjera de vuestras armas y armadura. Está obsesionado con todas las cosas mágicas, y sin duda tiene intención de compararlas con los artefactos encantados que ilustran los muchos rollos de pergamino y libros que ha coleccionado.
Brunner dejó de practicar con la espada robada y clavó en la elfa una mirada inquisitiva.
—¿Están bien guardados los aposentos del duque?
—Cuando el duque Marimund está en ellos, si, muy bien guardados —respondió Ithilweil—. No obstante, he dispuesto las cosas para que el duque esté ocupado en otra zona del castillo, un hechizo menor para mantenerlo distraído durante un rato. Estando él ausente, sólo debería haber dos guardias.
Brunner asintió con la cabeza.
—Dos hombres no deberían constituir un reto insuperable. —En la cara del cazador de recompensas apareció una sonrisa escéptica al mirar a la hechicera—. ¿Por qué habéis dispuesto la distracción? ¿Cómo sabíais que preguntaría por mis pertenencias y no os arrastraría simplemente hacia la salida más próxima? ¿Qué queréis robarle a Marimund?
Ithilweil se tomó su tiempo para responder mientras sus ojos se entrecerraban con fastidio ante el hecho de que el cazador de recompensas continuara tratándola con tanta suspicacia, e irritada porque ahora tendría que hablar del miedo que había estado atormentándola durante días, el miedo que finalmente la había impelido a la acción.
—Hace varios días —dijo al fin la elfa—, Marimund capturó a otro prisionero, un insignificante ladrón que hace algunos años descarrió a la esposa del duque. El ladrón tenía un artefacto, un talismán mágico hecho por mi pueblo. —Las facciones de la elfa adoptaron una severa expresión tan inflexible como el mármol—. No puedo marcharme sin él.
El cazador de recompensas meditó la confesión de Ithilweil.
—¿Fue por ese ladrón que os enterasteis de mi existencia? ¿Os dijo que lo estaba persiguiendo? ¿Fue así como supisteis mi nombre?
—Si —admitió Ithilweil—. Cuando oí la historia de cómo ayudasteis a Corbus, supe que habíais hecho un trato con los otros aristócratas, y en el castillo hay sólo tres personas a las que odien lo suficiente para querer que las asesinen. No podía dejar al azar que la muerte deseada fuese la de Corbus.
Brunner descartó con un gesto de la mano la explicación de Ithilweil.
—Si ese perro continúa con vida, quiero llevármelo. —El cazador de recompensas apretó un puño al pensar en el oro que Gobineau le reportaría cuando lo devolviera a Couronne.
—Él no es importante —protestó la elfa—. Dejádselo a Marimund. ¡Es más importante que nos apoderemos del Colmillo Cruel y huyamos!
—Es importante para mí —la contradijo Brunner—. En cuando a ese artefacto vuestro, de todos modos haremos una parada por el camino para recogerlo. Si Marimund le ha prometido a Gobineau una estancia tan agradable como la mía, incluso cabe la posibilidad de que lo hallemos de lo más ansioso por ayudarnos. —Ithilweil abrió la boca para discutir, pero el cazador de recompensas la silenció con un gesto, y con otro la invitó a que abriera la marcha.
* * * * *
Gobineau despertó en la celda, alarmado por los sonidos procedentes del pasillo exterior. ¿Acaso Marimund ya habría decidido su suerte? El pícaro rechinó los dientes. Sabía que no debería haber confiado en la bruja elfa. Con un suspiro fatalista, Gobineau observó el débil resplandor de luz de antorcha que comenzaba a entrar por el ventanuco de la celda.
La puerta se abrió para dejar a la vista a la elfa. Gobineau la contempló durante un momento, solazándose con el espectáculo que ofrecía el flexible cuerpo con su nuevo atavío de cuero, mucho más tentador que el voluminoso vestido rojo que llevaba durante la primera entrevista. Tan embelesado estaba con la esbelta figura de Ithilweil que no reparó en el guardia armado hasta que el hombre no entró en la celda. El pícaro olvidó rápidamente el bien formado cuerpo de la elfa al ver la espada en la mano del soldado. Retrocedió ante el arma desnuda y se acurrucó contra la pared.
El guardia clavó en Gobineau una mirada severa con gélidos ojos que hendieron los del bandido. Súplicas y ruegos precipitadamente urdidos murieron en la punta de la lengua de Gobineau. Un hombre con unos ojos como ésos estaba fuera del alcance de las llamadas a la misericordia y las promesas de gratitud. No había posibilidad ninguna de razonar con un lobo.
El guerrero habló con tono áspero y brutal.
—¿Queréis vivir? —exigió saber. Por primera vez, Gobineau reparó en el manojo de llaves de hierro que el guardia llevaba en la otra mano.
—Tras una cuidadosa deliberación, diría que sí —le respondió el pícaro. No tenía ni idea de qué estaba sucediendo, pero cualquier cosa que lo librara de las cadenas mejoraría indiscutiblemente su situación.
El guardia continuó mirando al prisionero con ferocidad, sin hacer ningún movimiento para quitarle las cadenas.
—Si os pongo en libertad ¿haréis lo que yo os diga hasta que hayamos escapado? ¿Lo juraréis por cualquier dios al que honréis?
—No podéis confiar en él —declaró Ithilweil desde la puerta—. Tenemos poco tiempo. Dejadlo. —Gobineau volvió los ojos hacia la hechicera. No cabía duda de que el hombre que confiaba en una mujer, aunque fuese elfa, era un imprudente. La miró con el ceño fruncido y luego devolvió la atención al soldado.
—Si eso significa dejar atrás este castillo, podéis pedirme que camine sobre fuego y me pondré a caminar —le aseguró Gobineau. El guardia lo estudió durante un momento más luego abrió con una llave los grilletes que rodeaban las muñecas del pícaro, así como las sujeciones de hierro que le rodeaban la cintura. Desde el corredor, Ithilweil lanzó un agudo silbido de desaprobación.
—¡Por la Dama que no lamentaréis esto! —graznó Gobineau mientras se masajeaba las muñecas—. ¡Mi gratitud y amistad son legendarias en toda Bretonia! Estoy en deuda con vos y nunca podré saldarla, aunque me esforzaré por lograrlo hasta que los cuervos acudan a buscar mis ojos y los gusanos me mordisqueen los pies.
—Podéis empezar por cerrar esa charlatana boca vuestra —gruñó el guardia al tiempo que se volvía para abandonar la celda.
—Una pregunta —dijo Gobineau mientras aceleraba el paso para mantenerse junto a su rescatador—. ¿Por qué me ponéis en libertad? No es una queja, ¿eh? —se apresuró a añadir. El guardia lanzó a Ithilweil una mirada de advertencia.
—Por la fuerza que tiene el número —le contestó al pícaro—. Cuanta más gente esté buscando Marimund, menos probabilidades tendrá de atraparla. —El soldado arrojó a un lado el manojo de llaves, cuyo aro de hierro repiqueteó corredor adentro al deslizarse hacia la oscuridad—. Además —añadió—, no confío en la elfa.
Eso, al menos, decidió Gobineau, parecía acercarse mucho a la verdad.
* * * * *
Ithilweil avanzaba en retaguardia de la pequeña procesión con el rostro contraído de recelo. Tal vez había cometido un error al poner sus esperanzas en el cazador de recompensas. Brunner parecía concentrado en una sola cosa: asegurarse el oro que esperaba obtener cuando devolviera a Gobineau a la corte real en Couronne. No podía decirse que fuese el noble héroe que ella necesitaba desesperadamente, sino sólo un parásito mercenario, un lobo solitario que únicamente pensaba en llenar su propia barriga.
No obstante, había pocas probabilidades de que tuviese una segunda oportunidad. No había muchas esperanzas de que alguien de su pueblo apareciera milagrosamente en Mousillon, y menos aún de que sobreviviera a la supersticiosa chusma que había matado a sus compañeros de tripulación. Podía abrigar la esperanza de que llegase uno de los caballeros errantes de Bretonia, pero después de haber visto los ejemplos de caballería bretoniana que le había ofrecido Mousillon, tampoco esa posibilidad le resultaba consoladora. En cualquier caso, el tiempo estaba acabándose con rapidez. Tenía que actuar ahora.
El Colmillo Cruel era poco más que una leyenda, un artefacto mágico fabricado hacía mucho tiempo por los príncipes desencantados del reino de Caledor. Caledor había sido el más poderoso de los reinos de Ulthuan, y los príncipes de ese territorio habían cabalgado a la guerra sobre el lomo de sus poderosos aliados, los dragones que moraban en las montañas de Caledor.
Pero con el transcurrir de las eras los dragones habían caído en un sueño profundo, así que eran cada vez menos los que acudían a la llamada de la guerra. Algunos miembros de la nobleza de Caledor se resintieron a causa de la merma de poder resultante del largo sueño de sus aliados. Una facción se dispuso a restaurar su prestigio mediante la factura de talismanes mágicos que les permitieran controlar a los dragones según su voluntad, esclavizándolos y obligándolos a despertar cuando sus señores los llamaran. Pero un uso tan imprudente y codicioso de la magia no sólo había sido considerado cruel y peligroso por parte de los otros príncipes de Caledor y archimagos de Saphery, sino también un despreciable acto de traición contra unas criaturas que habían sido y aún eran amigas y aliadas de los elfos. Los príncipes desencantados habían sido condenados al exilio apodados con el nombre de Señores Grises, y se les había prohibido volver a posar los ojos sobre las costas de Ulthuan.
Ithilweil había estudiado los grandes libros de la sabiduría que se guardaban en la Torre de Hoeth de su Ulthuan nativa, y en uno de esos libros había hallado información sobre el Colmillo Cruel. El objeto que Gobineau había llevado al castillo se le parecía mucho, demasiado para tratarse de una mera coincidencia. Uno de los Señores Grises exiliados debía de haber establecido su morada en las colonias que en otros tiempos existían en las tierras de Bretonia, y también debía de haber continuado experimentando con la peligrosa brujería que él y sus compañeros renegados habían comenzado a utilizar.
Ahora, Marimund tenía en su poder un objeto de tan funesto poder que ni siquiera podía comenzar a apreciarlo aunque entendiese qué era. El Colmillo Cruel estaba destinado a esclavizar al dragón al que estaba unido, pero incluso los más poderosos entre los Señores Grises habían descubierto que dicho control estaba fuera de sus posibilidades. Podían despertar a los wyrms de su sueño, eso sí que lo habían logrado, e incluso podían conseguir comunicarse con los reptiles porque sus mentes entraban en contacto con las de esas criaturas antiguas en una comunicación espectral. Pero el verdadero control estaba fuera de sus capacidades, y la ira de los dragones obligados a despertar había sido algo que aún hoy continuaba provocando pesadillas, después de que el paso de los siglos hubiese amortiguado el recuerdo. ¿Cuánto peor no sería si un hombre irreflexivo e ignorante invocaba fuerzas semejantes sin tener la más ligera idea de lo que hacía? Todo un país podría acabar en llamas si despertaba al dragón unido al Colmillo Cruel.
Y también existía otro peligro: Corbus, el dócil vampiro de Marimund. En otros tiempos, el caballero no muerto había sido un noble y heroico ejemplo de su raza, si la historia que le oyó narrar al monstruo era algo más que meras mentiras. Corbus había emprendido la búsqueda sagrada, cabalgando por las verdes tierras de Bretonia y respondiendo a los retos de hombres y monstruos cuando los encontraba, con la esperanza de demostrar que era lo bastante digno para encontrar el santo grial de la diosa patrona de su tierra, la Dama del Lago. Pero durante la búsqueda había sido vencido, y había quedado demostrado que su coraje y valor eran insuficientes e indignos. Se topó con un caballero de armadura negra en las sombras de un bosque encantado. Respondió al reto del caballero rival y libró combate con él durante casi una hora antes de que el contrincante lo derribara. Pero la bendición de una muerte honorable no sería el destino de lord Corbus. El otro caballero se había quitado el yelmo para dejar a la vista su pálido semblante y alargados colmillos de vampiro. El vampiro se había sentido tan impresionado por Corbus que decidió que tenía que compartir su condena.
Corbus había sido instalado en la abominable orden de los Dragones de la Sangre, una hermandad de caballeros vampiros que se regía por su propio y retorcido código de honor, una perversa burla del orgullo caballeresco y marcial que los había colmado en vida. Existían sólo con el fin de, encontrar enemigos lo bastante dignos para enfrentarse en combate con ellos, pues la búsqueda de desafíos cada vez mayores era la única motivación que había en la oscura y desdichada medianoche de su existencia, ya que despreciaban y odiaban a los repugnantes e incontrolables monstruos en que se habían convertido. Corbus había renunciado a la búsqueda sagrada y se había marchado furtivamente hacia Mousillon, la ciudad condenada por el falso grial de Malford, único lugar de Bretonia que era lo bastante vil para soportar a la bestia en que se había transformado. El caballero vampiro se puso al servicio del duque Marimund y se aferró desesperadamente a los juramentos de servicio y lealtad que le había hecho al noble, como si constituyeran el último puente que unía al monstruo que era con el hombre que había sido.
Pero todo eso cambiaría si Corbus descubría lo que Marimund tenía en su poder. El vampiro no estuvo presente cuando Gobineau le dijo al duque qué era el artefacto y qué se decía que era capaz de hacer. El propio Marimund no creyó ni una sola de las palabras pronunciadas por el pícaro charlatán, pero Corbus sí que lo habría hecho. El Dragón de la Sangre se habría aferrado al objeto con la misma desesperación que un náufrago a una tabla, porque existía una tradición, un mito en el que creía toda la condenada orden de caballeros vampiros: si uno de ellos llegaba a saborear la ardiente sangre que corría por las venas de un dragón, nunca más sería atacado por la sed roja, nunca más sentiría la necesidad de saciar su atroz hambre con la sangre de los vivos. Ithilweil sabía que el vampiro haría cualquier cosa para lograr algo semejante. Nadie podría controlarlo, y ni siquiera lo refrenarían los juramentos que le había hecho a Marimund si pensaba que podía librarse de su condena.
No, Corbus se apoderaría del Colmillo Cruel y lo usaría en el mismo instante en que se enterara de su existencia. Ithilweil se estremeció al pensar en lo que podría significar eso. El vampiro invocaría a un monstruo que estaba fuera de su control, fuera del control de cualquiera; un monstruo que buscaría y destruiría al estúpido que lo había llamado, y cualquier otra cosa que hallara en las proximidades.
Tendría que confiar en que aún no fuera demasiado tarde, que Corbus no supiera qué tenía su señor, y que el propio Marimund no hubiera estado jugando con el temible artefacto.
* * * * *
El trío continuó avanzando por el estrecho laberinto de corredores que ascendían desde las mazmorras de Marimund, pasando ante sórdidas celdas, almacenes cerrados con puertas de hierro y desteñidos tapices que pendían como telarañas mohosas de las húmedas paredes de piedra. Ithilweil le había indicado a Brunner la ruta más segura, la que tenía menos posibilidades de ser patrullada a una hora tan avanzada. Y, en efecto, los corredores estaban desprovistos de vida. Ahora, si el recorrido que ella había escogido para llegar hasta los aposentos de Marimund resultaba tan fácil, Brunner se sentiría extremadamente satisfecho.
De repente, un olor hizo que se detuvieran. El rostro de Ithilweil se contrajo cuando la fetidez asaltó de pleno sus más perspicaces sentidos. Gobineau retrocedió un paso con la intención de que tanto el guardia como la bruja quedaran entre él y el extremo del corredor que tenían delante. Brunner cerró la mano sobre la empuñadura de la espada y, antes de avanzar, le lanzó a Gobineau una mirada de advertencia para recordarle que, con independencia de lo que ocurriera, no iba a olvidarse de él.
Una silueta baja y oscura apareció a la vista caminando con paso bamboleante, y el hedor aumentó a medida que se aproximaba. Había un destello de acero en sus manos, la hoja de una descomunal hacha afilada como una navaja. Brunner corrigió la postura para poder compensar mejor la diferencia de estatura en caso de que surgieran problemas.
—¡Entrégame a esa escoria! —gruñó la silueta—. ¡O veré tu cabeza caída en el suelo!
—Llegas tarde —replicó Brunner. La oscura silueta ladeó la cabeza y observó al hombre que había hablado. Una risilla torva salió por los labios del enano.
—No te he reconocido, Brunner —rió Ulgrin—. Buen disfraz. —El enano señaló a Gobineau con el hacha—. Veo que me has ahorrado la molestia de ir a buscarlo.
El cazador de recompensas giró sobre sí y lanzó una patada en el momento en que Gobineau se preparaba para huir por donde habían llegado. El pie de Brunner impactó contra una rodilla del pícaro y lo derribó en medio de una sarta de maldiciones y gruñidos. Se acercó al caído y sostuvo el filo de la espada cerca de la garganta de Gobineau.
—Estaba portándose bien hasta que me has delatado —le gruñó Brunner al enano—. Ahora tendré que vigilarlo con el doble de atención. —Se inclinó para dejar que la hoja tocara la suave piel del cuello de Gobineau—. O podríamos conformarnos sólo con la recompensa que nos darán por su cabeza. —El pícaro se puso pálido al oír las palabras de Brunner, y sus puños se abrieron para transformarse en manos vacías.
—¿Conocéis a esta repulsiva criatura? —interrumpió Ithilweil, cuya expresión intentaba ocultar el horror que sentía al ser asaltados sus sentidos por el olor de Ulgrin y su apariencia incrustada de porquería.
—Es mi socio —informó Brunner—. Ulgrin Hachafunesta, famoso cazador de hombres y mercenario enano. —Ithilweil miró con más atención al personaje cubierto de porquería. Había leído muchos relatos acerca de la terrible guerra librada entre su pueblo y los testarudamente vengativos e irracionales enanos, pero nunca había visto uno en persona. Se frotó la nariz al continuar asediándola el olor de Ulgrin. Nunca había imaginado que fuesen tan repulsivos, ya que al parecer se revolcaban en su propia inmundicia. De pronto, la guerra entre su pueblo y aquellas repugnantes ratas de túnel no le pareció tan trágica como inevitable. De hecho, se maravillaba de que hubiese llegado a haber paz entre su raza y semejantes ofensas contra la naturaleza.
—Supongo que no podéis hacer que se marche, ¿verdad? —preguntó Ithilweil, con la voz distorsionada porque estaba apretándose la nariz con los dedos.
—¡No después de todo lo que he pasado para llegar hasta aquí! —maldijo Ulgrin. El enano hizo otro gesto con el hacha, esta vez hacia el cazador de recompensas. Un grumo de porquería cayó de un brazo de Ulgrin—. ¡He tenido que esconderme de los ghouls, escabullirme ante fantasmas y abrir una calle a hachazos sólo para llegar! ¡Luego estuve a punto de ser ahogado por un géiser de porquería antes de arrastrarme por un agujero de mierda que no era más ancho que una rueda de carro! —El enano se palmeó la ennegrecida zona fangosa que en otros tiempos había sido su barba—. ¡Y no empecemos siquiera a hablar de los sapos! —bufó—. Esas malditas cosas van a costarte cincuenta coronas de oro por cabeza.
Los ojos de Brunner se entrecerraron y su boca se transformó en una línea recta.
—Acordamos que serían mil, y continuarán siendo mil —le advirtió. Ulgrin avanzó un amenazador paso. Durante un momento, un silencio expectante cayó entre los dos cazadores de recompensas antes de que la esbelta figura de Ithilweil se situara ante ellos.
—Vosotros dos podréis discutir más tarde sobre el oro —dijo la elfa, cuya furiosa mirada equiparó la que había en los ojos del hombre y del enano al despertar en ella un enojo que se impuso a su ofendido olfato—. Después de que hagamos lo que hay que hacer y escapemos de este lugar.
Lentamente, Brunner y Ulgrin apartaron la vista del otro para lanzar una mirada hosca a la hechicera. Al final, Ulgrin se encogió de hombros y adoptó una postura menos combativa.
—Mis ancestros me asesinarían por decirlo —admitió el enano—, pero esta orejas largas tiene razón. Será mejor arreglar las cosas en un momento más oportuno. ¡Pero te digo desde ahora mismo que no pienso dividir mi parte para compartirla con una elfa! —Ulgrin ladeó la cabeza para señalar la dirección por la que había llegado—. Te conduciré hasta el túnel, pero si nos encontramos con más sapos, serás tú quien juegue con ellos. ¡No pienso ni tocar a otro a menos que acordemos de antemano cuánto valen! —Ulgrin dio media vuelta para encabezar la marcha.
—Aún no nos vamos —dijo Brunner. La declaración hizo aflorar expresiones conmocionadas a los rostros de Ulgrin y Gobineau.
—No… nos vamos —tartamudeó el enano con incredulidad—. ¿Por qué no? —exigió saber.
—Si existe algún desacuerdo —intervino Gobineau mientras se ponía de pie—, ¿por qué no acompaño yo al enano y vosotros os marcháis a hacer lo que tengáis que hacer aquí? —El pícaro les dedicó su sonrisa más apaciguadora—. Puedo aseguraros que estoy tan ansioso como el que más por alejarme de Marimund, aunque eso signifique que me ahorquen en Couronne.
Brunner se volvió para mirar ceñudamente a su prisionero.
—Si no te tengo a la vista, confío tanto en ti como en un halfling hambriento en una despensa. —El cazador de recompensas volvió los ojos hacia Ulgrin—. No voy a marcharme de aquí sin mi espada —le dijo al enano—. Ithilweil sabe dónde la guarda Marimund. Preferiría tenerte conmigo en esto en vez de tener que matarte por ello.
Ulgrin rió entre dientes ante las palabras del cazador de recompensas.
—¿Matarme? Creo que tienes una opinión equivocada de cómo se resolvería esa riña en particular. —El enano sonrió desde la porquería que le incrustaba la barba—. Pero podría ayudarte en esa insensatez que te traes entre manos… por cien coronas, además de mi parte. Y otras diez por cualquier otro sapo al que tenga que matar.
Brunner observó al enano durante un momento, y luego asintió con la cabeza.
—Vigila al ladrón —murmuró al pasar junto a Ulgrin y hacerle un gesto a Ithilweil para que volviese a encabezar la marcha. Ulgrin rió y balanceó el hacha para volver a echársela sobre el hombro. El enano se situó en retaguardia de la extraña procesión.
—Diez coronas por un sapo —silbó Gobineau mientras caminaba delante de Ulgrin—. Ése debe de ser el más grandioso acto de latrocinio del que he oído hablar jamás.
—No has visto el tamaño de los sapos —le gruñó Ulgrin a modo de respuesta.
Gobineau se detuvo y le dedicó al enano una sonrisa de azoramiento.
—Disculpadme pero ¿os importaría que cambiáramos de sitio? Me temo que os tengo en contra del viento —dijo el pícaro.
Ulgrin suspiró profundamente y avanzó un paso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Con otro gruñido, el enano empujó a Gobineau para que continuara caminando.
—Bueno, valía la pena intentarlo —comentó el ladrón.
* * * * *
Corbus descendió por la estrecha escalera que iba desde las bodegas de Marimund hasta las mazmorras. El vampiro estaba de mal humor, pues la sed ardía en sus venas. Todo había sido obra de aquella miserable bruja elfa. Había hecho alguna clase de encantamiento a una de las cisternas del duque para transformar el agua en vino. Marimund estaba completamente embelesado con el espectáculo y había ordenado que todos los barriles del castillo fuesen llevados hasta la cisterna y llenados. Corbus no confiaba en la bruja, y se preguntaba qué clase de jugarreta les estaba haciendo. Tal vez el hechizo sólo duraría unas cuantas horas, o tal vez todo el vino volvería a ser agua cuando rompiera el alba. Había algo sospechoso en su hechizo, de eso estaba seguro. La excusa de que el esfuerzo la había agotado y necesitaba dormir y recuperarse también le pareció falsa. Sin embargo, Marimund estaba demasiado absorto para prestar atención a la partida de la elfa. Era lo mejor, ya que así ella no estaría presente para apaciguarlo cuando la magia dejara de surtir efecto, y entonces Corbus tendría el placer de verla empeñada en el intento de calmar el enojo del duque.
Semejante espectáculo le proporcionaría a Corbus un gran placer por varias razones, la principal de las cuales era el modo en que había despertado su sed la visión de todo aquel líquido rojo que llenaba la cisterna. Corbus se alimentaba precariamente, luchando para controlar y subyugar el hambre atroz que siempre amenazaba con consumirlo. Era todo un esfuerzo no caer sobre los enemigos muertos como una bestia feroz, todo un tormento no desgarrarle la garganta a una campesina en la calle para drenarle la sangre vital. Pero Corbus lograba ejercer un cierto control y contener durante todo el tiempo posible el hambre que aumentaba en su interior hasta tal punto que le parecía que reventaría a causa de la necesidad reprimida. Entonces daba rienda suelta a su abominable hambre y caía sobre los desdichados prisioneros que Marimund tenía en las mazmorras para dicho propósito.
El vampiro entró en la sala de guardia que daba paso a las mazmorras inferiores, y se detuvo. Sus ojos se encendieron como brasas al rojo cuando vio a los dos hombres de armas que yacían dormidos sobre el suelo. Corbus avanzó, alzó a cada hombre con una mano y los sacudió como a muñecas de trapo hasta que despertaron. El estupor los abandonó al instante y sus ojos se abrieron de horror al ver el enfurecido rostro del vampiro que los miraba con ferocidad.
—¡Por esta negligencia desearéis que vuestras madres hayan sido estériles! —rugió Corbus, y arrojó lejos de sí a uno de los hombres, que se estrelló contra la mesa situada en el centro de la sala—. ¡Ve a comprobar las celdas de los prisioneros! —gruñó Corbus cuando el guardia rodó para apartarse de los trozos de la mesa. El hombre de armas se escabulló a través de la puerta que comunicaba con las celdas. Regresó al cabo de poco, con el semblante aún más pálido que la piel no muerta de Corbus.
—El… el asesino… —dijo atropelladamente el soldado—. Y… el… el… el que…
—¡Ve a informar al duque sobre los prisioneros fugados! —rugió Corbus. Al bramar, la presa del vampiro se cerró más y partió el cuello del guardia al que aún sujetaba. El cuerpo del soldado se estremeció al abandonarlo la vida. El otro guardia no necesitó que le repitiera la orden; pasó corriendo ante Corbus y se encaminó hacia las bodegas.
La furia ardía dentro del frío cuerpo del vampiro. ¿Así que la bruja elfa se sentía cansada tras el esfuerzo? ¡Corbus la haría sufrir por traicionar a su señor! ¡Bruja desleal! El caballero no muerto clavó los dientes en el cuello del cuerpo que aún se estremecía en su mano, y la sangre tibia del hombre agonizante entró por los colmillos huecos del vampiro. Corbus no tenía intención de saciar su sed, sino de beber lo suficiente para intensificar su hambre y agudizar sus sentidos Encontraría al asesino, al adúltero y a la bruja elfa. Con ellos tres, el vampiro tenía la intención de llenarse bien la barriga.
* * * * *
Los aposentos privados del duque Marimund eran opulentos según las empobrecidas pautas de los aristócratas de Mousillon. Los suelos estaban cubiertos de pieles de oso y otros animales, e incluso contenía unas cuantas alfombras decoradas de la lejana Arabia, reliquias del próspero pasado de Mousillon que ahora se pudrían discretamente. El mobiliario también estaba formado por reliquias de madera oscura de Estaba, del Drakwald e incluso de tierras más distantes, tallado por diestros artesanos de modo que cada centímetro de la superficie atuviera decorado. En un rincón se erguía en solemne silencio una armadura que había llevado un ancestro remoto de Marimund, con el grial resaltado en brillante oro sobre, el acero del peto, prueba de los méritos de caballería y de virtud alcanzados por el noble muerto. Contra una pared había un gran hogar de mármol flanqueado por leones de bronce cuyas patas delanteras se alzaban en gesto desafiante. En otro rincón había una bañera de caoba junto a la que se veía un biombo tallado importado de Tilea.
En un voluminoso armario para libros había varios objetos: una pequeña daga herrumbrosa, un fetiche de madera que sonreía malévolamente, un escudo vapuleado. Se trataba de las reliquias encantadas que Marimund había adquirido a lo largo de los años, objetos en torno a los cuales se había concentrado el aura de la magia. Sobre una gran mesa estaban esparcidas las cosas que el duque había obtenido más recientemente, sin que hubiese determinado aún si merecían ocupar un sitio en la colección y si de verdad habían sido imbuidas con un toque de hechicería. Allí se encontraban las armas y la armadura del cazador de recompensas: una espada con empuñadura en forma de dragón, un abollado casco de acero y un peto de gromril. Además de las pertenencias de Brunner, había unas cuantas curiosidades más. Una de ellas se encontraba cerca del borde de la mesa. Se trataba de un largo cilindro de marfil que tenía grabadas extrañas inscripciones y curiosos labrados. Marimund había descubierto el secreto del cilindro, lo había abierto y dejado a la vista la extraña reliquia que contenía: un oscurecido hueso hueco en forma de luna creciente que yacía junto a su estuche, abandonado y olvidado.