CINCO
El escudero Feder era un hombre de aspecto desagradable. Una cuarta parte de sus dientes habían desaparecido, víctimas de un carácter violento y una tendencia a trabarse en feroces pendencias cuando había bebido demasiado. Su nariz había sido desviada en un extraño ángulo por el puño de algún boxeador, cosa que le había estropeado la simetría del rostro. Como si eso no le confiriera ya un feo aspecto, la piel del escudero presentaba una erupción roja y amoratada, un vestigio nocivo, aunque no mortal, de la viruela roja que en otros tiempos había causado estragos en Mousillon. En la ciudad maldita existía la superstición generalizada de que la «peste de la sangre» sólo afligía a los más crueles y malvados de la población porque se trataba de una maldición impuesta a las almas malévolas por la mismísima Dama. Feder no contribuía mucho a desacreditar dicha superstición.
EL escudero se encontraba detrás de una tosca mesa formada por tablas medio podridas colocadas sobre dos barriles sentado sobre un tercer barril que le servía de silla. La turbia mirada del matón enfocaba sólo parcialmente la balanza de hierro que había sobre la mesa. Durante la cosecha, cultivadores de maíz estaban obligados a entregar una medida semanal a sus señores, medida que tenía que igualar a la que hacía de contrapeso de la balanza. Entre el escudero y los campesinos existía el entendimiento tácito de que había una barra de plomo oculta dentro del saco de maíz que ellos tenían que entregar. Feder pensaba que la pretensión de actuar honradamente constituiría una pérdida de tiempo para todos.
Hoy, no obstante, Feder tenía aún menos interés del habitual en el procedimiento. El escudero miraba alrededor, estudiando las estrechas calles que desembocaban en el antiguo mercado de grano. Dentro de poco, la sucia placita resonaría con los sonidos de la batalla, los alaridos de los moribundos, las súplicas de los heridos. Feder sonrió con expectación. Le gustaba el combate, lo esperaba como si fiera el abrazo de una amante. El escudero desvió los ojos para mirar a los cuatro hombres de armas vestidos de negro que se encontraban de pie cerca de la mesa, apoyados en las lanzas con fingido aburrimiento, pero cuyos ojos vigilaban las calles con tanta atención como él.
Se esperaba que el lacayo de Marimund, Corbus, llegara antes de que Feder acabara de recoger el tributo, o al menos eso le había dicho su señor. Feder deseaba vivamente que el brutal campeón se presentara, porque tenía otros veinte hombres ocultos en los edificios que daban a la plaza. Incluso Corbus se vería apurado ante un número semejante de oponentes. Era una lástima que las órdenes del señor no le permitieran a Feder eliminar al campeón de una vez para siempre, porque el escudero estaba seguro de que en esta ocasión podría lograrse dicha proeza. No obstante, las órdenes eran las órdenes, y Feder había visto con demasiada frecuencia lo que les sucedía a aquellos que disgustaban a su señor.
Los atemorizados gritos de los campesinos sacaron a Feder de su ensoñación. La sonrisa se ensanchó en el feo rostro, y su mano dejó libre la espada dentro de la vaina. Una hilera de campesinos entró corriendo en la plaza y se apresuró a unirse a las colas de los que salían por el otro lado: También los granjeros que ya habían comenzado a presentar sus mercancías fueron presa del pánico y se unieron a los recién llegados en la huida. Feder no intentó impedírselo. Sólo habría servido para meterse en medio de lo que estaba a punto de suceder y, además, eran pocos los que habían tenido la presencia de ánimo suficiente para recuperar el tributo antes de escapar.
La causa de la alarma de los campesinos era un grupo de sólo cinco hombres armados. Corbus tenía una muy elevada opinión de su propia destreza, y habría considerado indigno de él llevar consigo un número de soldados superior al de aquellos con los que esperaba enfrentarse en esta sórdida incursioncilla. El arrogante desprecio del caballero hacia sus adversarios era uno de los rasgos más predecibles que tenía. Feder sonrió mientras observaba a los paniaguados del duque Marimund que entraban en la plaza a largas zancadas, con paso tan seguro y confiado como si se encontraran en su propio distrito y no en las profundidades del que pertenecía a otro de los nobles gobernantes de Mousillon.
Los soldados de Marimund iban ligeramente mejor armados y equipados que los de Feder. Los cuatro alabarderos que flanqueaban a Corbus llevaban un camisote bajo la capa roja y gris, y el capillo de acero que les sombreaba la cara no mostraba los signos de desgaste y herrumbre que Feder esperaba.
El mismo Corbus era una imagen imponente; una cabeza más alto que cualquiera de sus hombres, con su enorme estatura incrementada por las alas de acero que conformaban el crestón de su casco. El caballero llevaba una armadura teñida de rojo oscuro, con la totalidad del peto y las grebas cinceladas de modo que pareciesen una piel de serpiente. La cara que miraba ferozmente desde el casco abierto del caballero era a la vez apuesta y salvaje, como si se tratara de una gran bestia que hiciera el papel de un príncipe de hombres.
Corbus alzó la espada al tiempo que gruñía una orden inteligible a sus soldados y señalaba a Feder con el arma. A pesar de los soldados ocultos que sólo aguardaban una palabra suya para poner en marcha la trampa, el escudero sintió que el color abandonaba su rostro cuando los feroces ojos de Corbus se clavaron, ardientes, en los suyos. De pronto, no se sintió tan ansioso por aceptar el reto del imponente caballero.
¿Tal vez habría sido mejor contar con treinta hombres?, ¿incluso con cuarenta?
Feder comenzó a retroceder detrás de la mesa, y el repentino movimiento hizo que el barril sobre el que estaba sentado cayera de lado y se alejara rodando. Con la incertidumbre pintada en el rostro, los guardias del escudero observaron la nerviosa reacción de su jefe.
—¡No os quedéis ahí quietos! —Les susurró el escudero—. ¡Proteged el tributo, estúpidos! —Los cuatro hombres de armas alzaron las lanzas y avanzaron arrastrando los pies para situarse entre los hombres de Marimund y los sacos de maíz que ya habían recogido.
* * * * *
Corbus detuvo sus pasos para lanzar una carcajada cargada de desprecio. Interpuso el arma ante el más cercano de sus soldados, y les hizo a los cuatro un gesto para que no intervinieran. Feder quedó maravillado al ver avanzar al caballero rojo una vez que se hubieron detenido sus hombres. Sin duda, ni siquiera Corbus podía ser tan arrogante como para enfrentarse en solitario con cuatro lanceros.
Corbus hizo otro gesto con la espada para señalar a Feder. A pesar de la distancia que mediaba entre ellos, el escudero dio un respingo.
—Te concedo el honor de enfrentarte conmigo —bramó la voz del caballero como el rugido de un león—. Impresióname, y seré misericordioso.
Feder retrocedió ante el imponente guerrero mientras el sudor le goteaba del rostro. Pasado un momento, recobró la compostura y aparto la mirada de Corbus para dirigirla hacia sus propios lanceros.
—¿Qué estáis esperando? —gritó el escudero—. ¡Sois cuatro y él sólo uno! ¡Matadlo!
Los lanceros dirigieron miradas de preocupación hacia el ceñudo caballero y luego, lentamente, casi reacios, comenzaron a acercársele al tiempo que se desplegaban con la intención de encerrar al adversario en un semicírculo de puntas de lanza. Ante el avance, la única reacción de Corbus fue un fruncimiento de labios acompañado de un suspiro de decepción. El caballero mantenía su intensa mirada fija en el escudero que ahora estaba de espaldas contra la irregular pared de madera del viejo almacén. Sus ojos todavía se clavaban en los de Feder cuando ataco el primer lancero.
El soldado del extremo izquierdo intentó clavar la lanza a través de una unión relativamente débil que había entre el peto y el espaldar del caballero. Era uno de los pocos puntos donde podría esperarse que el arma atravesara la armadura e hiriera al hombre. El lancero, no obstante, no había previsto la rapidez y agilidad del enemigo. Con un gruñido casi inhumano, Corbus giro y adelantó la espada para parar el golpe con una fuerza tal que la punta de la lanza y casi treinta centímetros de asta de madera fueron cercenados. Al perder el equilibrio, el soldado cayó al suelo mientras contemplaba con horror su mutilada lanza.
Con la esperanza de sacar provecho del ataque de su camarada, el lancero situado ala derecha de Corbus inició una estocada dirigida a la espalda del caballero cuando éste giraba sobre sí. Sin embargo, en el preciso momento en que el soldado arremetía, el caballero se recobraba ya del ataque efectuado contra el otro. Corbus flexionó las rodillas para acuclillarse y dejó que la lanza hendiera inofensivamente el aire. A la vez que se agachaba, el caballero rotó sobre sí y ejecutó un barrido con el mortífero filo de la espada. El afilado acero pasó por debajo de la lanza extendida y cercenó una pierna del hombre que la blandía. El soldado cayó al suelo chillando y aferrándose el muñón de lo que antes había sido una rodilla.
Los otros lanceros retrocedieron precipitadamente a su posición inicial mientras se arriesgaban a lanzar miradas de preocupación hacia si jefe. El soldado desarmado se levantó del suelo con gran premura y corrió a reunirse con sus compañeros. Corbus reparó en el repentino movimiento y con una rapidez pasmosa, cayó sobre el fugitivo al tiempo que descargaba una enorme herida descendente con la espada y abría un tajo en la espalda del soldado. El hombre se precipitó al suelo convertido en un despojo ensangrentado que gimió y se retorció en dolorosa agonía.
Desde las proximidades del almacén, Feder había observado la sangrienta exhibición. Cerró la boca abierta al despertar de la horrorizada fascinación. Desenvainó su propia arma, pero no hizo movimiento alguno para aproximarse al caballero que lo había retado. En cambio, agitó la espada desnuda hacia los edificios que daban al antiguo mercado de grano. Al ver la señal, los soldados que había permanecido ocultos irrumpieron en la plaza con lanzas, espadas y hachas aferradas en las manos sudorosas.
—¡Ahora veréis qué les sucede a los perros que muerden la mano de su amo! —gritó Feder, envalentonado por la abrumadora superioridad numérica que ahora tenía a sus órdenes. Ante la repentina aparición de veinte hombres armados y vestidos con los colores de su enemigo, Corbus reaccionó con apenas un poco más de preocupación que la manifestada ante los lanceros de Feder. El caballero rojo retrocedió hacia sus propios alabarderos, que estaban formando lentamente un círculo defensivo. No obstante, clavó en Feder una mirada que era la más asesina que el escudero había visto jamás y éste reconsideró su intención inicial de unirse a sus hombres en el ataque. Permanecería donde estaba y coordinaría las cosas desde un lugar que le permitiera juzgar mejor la situación.
Observó mientras uno de los hombres de armas atacaba a Corbus con un hacha de mango largo. La espada del caballero hendió el hombro del soldado, y con el golpe de retorno hizo volar la aullante cabeza del hombre hasta el otro lado de la plaza.
Si, decididamente era mejor que se mantuviera en reserva, concluyó Feder.
* * * * *
Brunner observaba desde las sombras de un callejón mientras los hombres de Feder ponían en práctica la emboscada. Tuvo que admitir que la trampa resultaba convincente. El hecho de que los aristócratas de Mousillon estuviesen dispuestos a invertir tantos recursos y esfuerzos en algo que era poco más que una distracción decía muchísimo acerca de lo desesperados que estaban por librarse de Marimund. Cuando vio al acorazado Corbus cortar un trozo de carne del tamaño de un melón del costado de un hombre lo bastante estúpido para lanzarse de cabeza al ataque, Brunner llegó a comprender con exactitud lo poco que la vida humana significaba para esos mismos aristócratas. Derrocharían sin remordimiento ni preocupación las vidas de sus propios soldados, a quienes consideraban sólo como un recurso más que podía arriesgarse y reemplazarse. El cazador de recompensas se encogió de hombros. Teniendo en cuenta que vivían en un lugar pestífero y plagado de enfermedades como Mousillon, comprendía que el valor de la vida pudiera estar un poco sesgado en la mente de la nobleza de la ciudad.
Cosa bastante irónica, daba la impresión de que Feder podría tener realmente una oportunidad de éxito con la emboscada. Brunner veía a dos de los alabarderos vestidos de rojo y gris tendidos en el suelo, y uno de los que quedaban en pie intentaba no cargar el peso en la pierna derecha donde la lanza de un enemigo le había abierto un horrendo tajo. De los hombres de Feder, sólo cuatro de los emboscados habían sido puestos fuera de combate, tres de ellos por la destreza de Corbus. Siempre juez rápido de las dotes guerrera de posibles enemigos, el cazador de recompensas se sintió adecuadamente impresionado por la asombrosa rapidez y brutal fuerza que poseía el caballero. Era casi como si alguien hubiese metido un ogro dentro de una armadura roja, para luego darle una fuerte dosis de sombra carmesí. En ocasiones, Brunner había visto orcos que desplegaban el tipo de fuerza asesina y mutiladora que impulsaba la espada de Corbus, pero los orcos lo hacían con mucha menos destreza y eficiencia. Sin embargo, Brunner calculó que incluso un enemigo formidable como Corbus tendría que acabar por reconocer la simple superioridad numérica del grupo oponente. Feder aún contaba con dieciocho hombres contra Corbus y sus dos alabarderos supervivientes.
Había llegado el momento de alterar las probabilidades.
El cazador de recompensas salió del callejón con la apreciada ballesta de repetición aferrada en las enguantadas manos. Sin advertencia previa y sin aguardar a que los soldados de Feder repararan en él, Brunner disparó contra los atacantes de negro. La primera saeta se clavó en la espalda de un hachero que acosaba al alabardero herido, y la fuerza del impacto hizo rotar al hombre cuyo cuerpo cayó al suelo. El segundo disparo hirió en el hombro a un espadachín que intentaba aprovechar una brecha abierta en las muy apuradas defensas de Corbus.
El hombre profirió un alarido y dejó caer la espada del ahora inutilizado brazo. Alertado de la presencia del que atacaba por la espalda, Corbus se volvió y su espada estuvo a punto de cercenar la tráquea del hombre herido.
Dos lanceros fueron los objetivos de los dos disparos restantes de Brunner; ambos hombres permanecían en la periferia del grupo de atacantes a la espera de una abertura a través de la cual arrojar sus armas. Uno de los hombres gritó de dolor cuando una de sus rodillas fue reducida a pulpa por el potente proyectil de acero, y cayó al suelo aferrándose la herida. Su camarada, al volverse para ver qué le había sucedido al otro lancero, fue recompensado con la última saeta cuya punta de acero se le clavó en la mandíbula inferior. Se desplomó en una gorgoteante agonía.
El breve y brutal ataque tuvo el efecto deseado. Los hombres de armas se desorientaron cuando la inesperada intervención de Brunner desbarató la lenta y metódica acción destinada a mermar las defensas de Corbus y sus soldados. El cazador de recompensas sonrió bajo el casco al ver que varios de los soldados vestidos de negro y dorado se volvían hacia él mientras obscenas maldiciones bretonianas manaban de sus labios. Sabía que Feder había sido informado del verdadero propósito de la emboscada, pero ocultarles esa información a los hombres que de hecho librarían la batalla era muy propio de la mente fría y calculadora de su noble señor. A fin de cuentas, la emboscada tenía que ser realista.
Brunner soltó la ballesta, que quedó colgando de una correa de cuero que, sujeta al soporte del arma, le rodeaba los hombros, y la reemplazó por el frío acero de Malicia de Dragón y el letal cañón de la pistola. Sospechaba que los hombres que corrían hacia él no lo hacían sólo impulsados por la cólera debida a su intromisión en la trampa, sino porque pensaban que Brunner resultaría más fácil de matar que Corbus. El cazador de recompensas sonrió ceñudamente una vez más. Se trataba de una ilusión de la que muy pronto los disuadiría.
El primero de los hombres de armas fue lanzado de espaldas cuando la pistola de Brunner le disparó una bala al pecho La potente detonación del arma de fuego fue amplificada por la estrecha plaza, causando extraños ecos al reverberar el sonido entre paredes ruinosas y tejados de vigas podridas. Los tres hombres que lo seguían se detuvieron como si hubiesen chocado con una pared invisible La pólvora era algo poco frecuente en Bretonia, y raras veces se la empleaba en armas. Para los soldados, la repentina muerte de su compañero parecía un acto de brujería, y ahora contemplaban el humeante agujero abierto en el centro del torso del hombre con la reverencia y horror que les inspiraba dicha magia oscura.
Brunner no les dio tiempo para superar la conmoción, sino que se lanzó en medio de ellos antes de que se recobraran La espada larga del cazador de recompensas abrió un tajo descendente en el hombro y el pecho de un sobresaltado lancero que cayó antes de poder siquiera alzar su arma El espadachín situado junto a él recibió una estocada mortal en el estómago cuando el afilado acero de Malicia de Dragón atravesó la antigua armadura de cuero que le protegía el cuerpo con tanta facilidad como si fuera de pergamino. El tercer atacante vio los sangrantes cuerpos de sus camaradas y profirió un patético alarido de terror para luego arrojar lejos de si el arma y salir corriendo a toda velocidad hacia el callejón más cercano.
Brunner alzó los ojos de su obra y no le sorprendió ver que los otros hombres de armas habían sido puestos en fuga, dispersándose por el mercado de grano como ratas que huían de un barco a punto de hundirse. Otros tres de los suyos habían resultado muertos, y sus cuerpos presentaban las salvajes heridas infligidas por la espada de Corbus. El caballero rojo miraba a los fugitivos con expresión ceñuda mientras apretaba los acorazados puños en silenciosa frustración. Luego, su mirada se volvió hacia el almacén situado al otro lado de la plaza. El caballero se inclinó para recoger la alabarda de uno de sus soldados muertos, y sopesó la sólida arma en una mano como si deseara determinar su peso y equilibrio. Antes de que Brunner se diera cuenta de qué estaba haciendo el caballero, Corbus echó atrás el cuerpo y arrojó la pesada alabarda hasta el otro lado de la plaza con tanta facilidad como si se tratara de una jabalina. La alabarda atravesó la puerta del almacén con un impacto carnoso y una detonación de madera que se rajaba. La podrida madera de la puerta cedió cuando se desplomó hacia adelante el peso muerto que había tras ella y se vio que la hoja de la alabarda estaba clavada en el pecho de un hombre. El cazador de recompensas decidió que, sin duda, Feder debería haber buscado un sitio mejor para esconderse.
El caballero rojo le volvió la espalda a la asombrosa proeza que acababa de ejecutar con una ancha y satisfecha sonrisa en la cara. Se detuvo a contemplar atentamente la sangrienta carnicería que lo rodeaba por todas partes, y luego se encaminó hacia el cazador de recompensas. Encontró a Brunner recuperando una saeta de ballesta del cráneo de un lancero. Corbus se detuvo el tiempo suficiente para aplastar la garganta de un enemigo herido con una bota acorazada. El cazador de recompensas fingió no prestar atención al avance del caballero, pero discretamente giró la empuñadura de Malicia de Dragón para poder desenvainarla con facilidad.
—Vuestra intervención en este asunto ha sido oportuna —le gruñó Corbus desde lo alto—. Y resulta que me pregunto por qué. No sois uno de los hombres del duque Marimund, y cualquier hombre capaz de atacar a sus enemigos por la espalda y desde lejos difícilmente se sentirá ofendido al ver una lucha desigual. —En la voz del caballero había tanto desafío como suspicacia, y Brunner tuvo la sensación de que era sólo la punta de un descomunal iceberg de cólera que hervía dentro del caballero.
—Tenéis mucha razón —replicó Brunner con elaborada calma mientras metía la saeta recuperada dentro del estuche de cuero que llevaba sujeto al cinturón—. No tengo ningún escrúpulo cuando se trata de luchar. Lo que importa son los resultados, no unos anticuados conceptos de honor en el campo de batalla. —El apuesto semblante de Corbus se contorsionó en una mueca salvaje cuando el cazador de recompensas expresó su desdén hacia todas las reglas del combate. Por un momento, Brunner quedó petrificado mientras se preguntaba si no se habría pasado, provocando en el caballero un antagonismo que superara cualquier rastro de gratitud que pudiera haber experimentado. La mano del caballero se cerró en torno a la empuñadura de la espada y no se movió de allí.
Pasado un tenso momento de silencio, Brunner prosiguió:
—Pasé un rato observando la lucha antes de decidir de parte de quién me pondría —admitió al fin, mientras avanzaba para recuperar la saeta que había destrozado la rodilla del otro lancero.
—¿Por qué me habéis ayudado a mí? —exigió saber Corbus. El cazador de recompensas clavó la mirada en los ardientes ojos del caballero.
—Razoné que vuestros enemigos lo tenían todo bastante bien controlado —respondió Brunner—. Ciertamente, podrían haber perdido algunos hombres más a causa de vuestra admirable destreza de espadachín, pero al final se alzarían con la victoria. Y difícilmente estarían interesados en contratar a un mercenario de paso que había creído correcto invitarse a participar en la emboscada tendida por ellos. En vuestro, no obstante, me pareció que un hombre más podría ser de mucha utilidad. Podríais estar interesado en contratar los servicios de un guerrero que ha contribuido a sacaros las castañas del fuego.
Corbus sacudió la cabeza y bufó con desprecio.
—No tenían ninguna esperanza real de victoria. Por más que hubiesen enviado, los habría matado a todos. En Mousillon, aún no he encontrado una espada que me haya impresionado. —La voz del hombre destilaba desprecio y frustración. Brunner se dio cuenta de que Corbus no fanfarroneaba al decir que habría podido matar a veinte enemigos él sólo; lo creía de verdad. Brunner se preguntó si en Mousillon habría algún caballero cuerdo.
El caballero abarcó con un gesto los muertos que los rodeaban varios de ellos por obra de Brunner.
—Vuestra destreza con la espada no es del todo despreciable —admitió Corbus de mala gana—, pero vuestra táctica no exhibe disciplina ni nobleza. —El caballero le dedicó a Brunner una sonrisa despectiva—. Un hombre así es como un lobo, una bestia salvaje indigna de confianza y de honor.
—Tal vez vuestro señor verá las cosas de otro modo —contraatacó Brunner—. Especialmente dado que hoy habéis perdido dos hombres. Posiblemente tres si vuestro señor no tiene un sanador a su servicio.
Corbus se volvió a mirar a sus restantes hombres. El alabardero ileso ayudaba al herido a atravesar la plaza con paso cojeante. Tras una pausa, el caballero asintió con la cabeza.
—Lo que decís es cierto, espadachín de alquiler —dijo Corbus—. Las fuerzas del duque Marimund se han visto mermadas como resultado de este traicionero ataque. En efecto, puede que encuentre una utilidad incluso para un perro sin honor como vos. —El caballero permaneció callado un instante, exhibiendo los brillantes dientes en una sonrisa carente de alegría—. Al menos hasta que puedan encontrarse guerreros de calidad.
Brunner fue conducido fuera de la plaza donde había tenido lugar la matanza, hacia el castillo del duque Marimund. En cabeza de la pequeña procesión marchaba Corbus, seguido por los dos alabarderos, y Brunner cerraba la retaguardia. El caballero rojo se detuvo varias veces para lanzarle una mirada hostil al cazador de recompensas, aparentemente fastidiado al descubrir que continuaba allí.
El recorrido fue más lento de lo que Brunner había esperado, por una ruta que serpenteaba a través de las ruinosas y desmoronadas carcasas de los edificios de la vieja ciudad. Corbus parecía completamente despreocupado ante la posibilidad de que se encontraran con alguna patrulla ambulante al servicio de los enemigos de Marimund. El recuerdo de la demente jactancia de Corbus respecto a que habría podido prevalecer contra veinte enemigos no servía para aquietar la preocupación de Brunner. De cualquier forma, según quisieron la suerte o la fortuna, las únicas personas que encontraron durante el recorrido fueron algunos flacos campesinos que se apresuraron a escabullirse hacia las sombras de sus chozas. Finalmente, cuando la posición de las ahora lejanas ruinas del castillo del duque Malford le indicaron que se aproximaban al lado de la ciudad que miraba tierra adentro, Brunner vio la negra mole de la fortaleza de Marimund alzarse entre la miseria.
Debía de haber comenzado su existencia como cuerpo de guardia, decidió el cazador de recompensas, cometido que sin duda había perdido su sentido al aumentarla voracidad del pantano del otro lado de las murallas y quedar el puerto de Mousillon, en otros tiempos vibrante de vida, obstruido por el fango, plagado de miseria y convertido en ruinas. Desprovista la fortificación de su antiguo cometido, uno de los aristócratas de la ciudad se había decidido a ampliarla añadiéndole una muralla exterior para dotarla con un gran patio de armas. Brunner imaginó cuántas casas y tiendas habían sido arrasadas con el fin de despejar espacio para ampliar el castillo. El resultado era una construcción tan bien defendida ante un ataque originado dentro de la propia ciudad, como ante el improbable acontecimiento de un ataque procedente de las profundidades del pantano.
Una estrecha trinchera rodeaba los tres lados del castillo que quedaban dentro de los confines de la muralla exterior de la ciudad. Dicha zanja se había llenado con las filtraciones del pantano, una asquerosa agua estancada de la que sobresalían juncos y macizos de lirios. Brunner observó el foso mientras se encaminaban hacia el puente levadizo que estaba tendido sobre él, y se sorprendió al encontrarse con que unos ojos de reptil le devolvían la mirada desde la espuma que flotaba en la superficie. Al parecer, la función de piscina no estaba entre las que desempeñaba el foso.
Cuando el grupo hubo atravesado el puente levadizo y parado bajo el rastrillo de acero que pendía en lo alto de las puertas del castillo, Corbus despidió a los alabarderos, que se alejaron cojeando en busca de alivio para el herido. Corbus no les prestó más atención, sino que clavó su intensa mirada en Brunner y le gruñó que lo siguiera si aún tenía intención de ver al duque Marimund.
La sala del trono del duque no era muy diferente de cualquier otro gran salón al que Brunner hubiera sido conducido dentro del reino de Bretonia. Mucho más deslucido, eso sin duda, pero muy parecido a todos los demás. De las paredes: pendían trofeos que en su mayoría tenían la forma de cabezas de poderosas bestias muertas en combate singular por los valientes caballeros de la noble casa; y dispersos entre ellas se veían, aquí allá, el estandarte de algún ejército invasor o el casco de algún rival vencido. Las cabezas de animales mostraban signos de moho y podredumbre, y los viejos yelmos dejaban ver la herrumbre que los corroía silenciosamente. Brunner dedujo que el duque Marimund no gastaba mucho en sirvientes. El gran salón en particular exhibía una acusada carencia de toque femenino.
Marimund se encontraba sentado en una silla de respaldo alto, hecha de alguna madera oscura que había sido pulida hasta darle brillo. Brunner supuso que incluso podría tratarse de caoba, una madera preciosa originaria de las hediondas selvas situadas al sur de Arabia. En caso de ser así, se trataba de una reliquia de los tiempos de prosperidad de Mousillon, y como tal constituía un valioso símbolo para cualquier hombre que tuviese la ambición de restaurar esa prosperidad. Ningún noble que fuese llevado ante Marimund podría dejar de reparar en la exótica silla antigua y evocar el esplendor que en otros tiempos había hecho que ese tipo de cosas fuesen corrientes en los salones de la aristocracia.
El duque ofrecía una estampa menos imponente: sin ser de estatura ni fortaleza particularmente extraordinarias, quedaba empequeñecido por el enorme caballero a quien había escogido como campeón. De hecho, los rasgos del rostro de Marimund eran suaves, aunque había en ellos una expresión astuta.
Los oscuros ojos del noble eran atentos y fríos y tenían un brillo calculador. El duque llevaba el cabello negro muy corto, al estilo redondeado que preferían muchos bretonianos. Su ropa era simple: una blusa roja sobre la que se veía un lobo rampante bordado con hilo de plata; las calzas que llevaba eran grises y sus botas de cuero negro estaban tan lustrosas que rivalizaban con el trono. Un cinturón de plata incrustado de piedras preciosas le rodeaba el talle, y de él pendía una enjoyada daga.
Los penetrantes ojos del duque estudiaron a Brunner durante un momento. Marimund se volvió para murmurar una orden a los dos soldados que flanqueaban el trono, y a continuación devolvió la atención a Corbus y su invitado.
—Ya ha llegado a mis oídos la noticia de la ayuda que le prestasteis a mi campeón cuando fue atacado por las traicioneras fuerzas de los descontentos de mi ciudad. —El noble extendió una mano cargada de ostentosos anillos para señalar al ceñudo caballero rojo—. Es infrecuente que lord Corbus se vea necesitado de ayuda. No obstante, contáis con la gratitud del legítimo señor feudal de Mousillon.
Brunner avanzó un paso al tiempo que hacía caso omiso del malhumorado gruñido de Corbus.
—No soy más que un humilde guerrero, mi señor —le dijo Brunner al noble—. Si me he ganado el favor de vuestra excelencia hasta el punto de que creáis adecuado contratar mi espada, para mí será recompensa suficiente.
—¿Recompensa? —repitió Marimund, como si la palabra le resultase desconocida—. ¿Queréis que contrate vuestros servicios como pago por la ayuda que le habéis brindado a mi campeón? —Una sonrisa cruel apareció en el rostro de Marimund—. ¿No os contentáis con servir a un solo señor? —preguntó el duque, cuya voz conservó un tono sereno y carente de emoción—. No penséis que desconozco vuestra identidad, Brunner. ¡Ni el porqué de que hayáis venido aquí, asesino!
Cuando Marimund escupió la última palabra, los guardias que flanqueaban el trono se lanzaron hacia Brunner. El cazador de recompensas, con el cuerpo ya tenso y preparado para el ataque, se puso en movimiento antes incluso de que los guardias de Marimund hubiesen hecho un solo gesto y desenvainó espada y pistola. No sabía exactamente qué había salido mal, pero juró que no caería sin llevarse por delante a varios enemigos.
A pesar de lo rápido que era el cazador de recompensas, su rapidez no fue suficiente. Con una velocidad que Brunner habría considerado imposible, Corbus se lanzó hacia las acorazadas manos del caballero se cerraron en torno a las suyas. El cazador de recompensas forcejeó con aquella poderosa presa y sintió que los guanteletes de Corbus lo aferraban con fuerza aún más pasmosa. Brunner gritó de dolor, incapaz de retener la pistola en la mano. El arma repiqueteó sobre el suelo y fue rápidamente recogida por uno de los guardias de Marimund.
Brunner luchaba contra la increíble presión mientras se esforzaba para no soltar la espada. Pero era como luchar contra un oso; el caballero rojo parecía no percibir siquiera los forcejeos del cazador de recompensas. Corbus comenzó a levantarle los brazos, tirando de Brunner hacia arriba hasta que sólo las puntas de sus botas quedaron en contacto con el suelo. Luego el caballero comenzó a retorcerle la muñeca sin piedad hasta que Malicia de Dragón empezó a deslizarse de la mano cada vez más debilitada.
Brunner gruñó a través de la roja marea de dolor palpitante que le inundaba el cuerpo. Se echó hacia atrás todo lo que pudo para luego lanzar hacia adelante la cabeza con todas sus fuerzas; el negro acero de su casco se estrelló contra la cara desprotegida del caballero, que profirió un gruñido y lanzó al cazador de recompensas al otro lado del salón como si no pesara más que un niño. Brunner golpeó de lado contra el suelo de mármol y se deslizó por la pulimentada piedra. El impacto lo dejó sin respiración y logró arrancarle la espada de la mano. El cazador de recompensas rodó hasta quedar de espaldas, aturdido por el golpe.
Enfurecido, Corbus miró al postrado hombre con unos ojos que ya no se parecían a nada humano, sino que relumbraban a la mortecina luz del gran salón como charcos gemelos de sangre. El grasiento líquido espeso y translúcido que manaba de la nariz del caballero que el casco de Brunner había partido no guardaba semejanza ninguna con lo que debería fluir por las venas de un hombre mortal.
El caballero avanzó a grandes zancadas sin dignarse a desenvainar la espada.
—Por lo general no me rebajo a hacer presa en las bestias —dijo Corbus con voz rebosante de furia—, pero estoy dispuesto a hacer una excepción. —El caballero volvió a sonreír, esta vez dejando a la vista unos poderosos caninos de lobo. El enfurecido vampiro tendió las manos hacia Brunner y aferró el peto de su armadura, alzándolo del suelo con una mano mientras le echaba la cabeza hacia atrás con la otra para dejarle el cuello al descubierto.
—No os servirá de nada si está muerto —advirtió una suave voz melodiosa.
Durante el combate, de detrás del trono del duque había salido otra figura: una mujer alta y esbelta que iba ataviada con un ondulante vestido rojo. Apoyó una delicada mano pálida sobre el posabrazos del trono de Marimund.
—Ah —replicó el noble con una sonrisa afectada—, pero es tan poco frecuente que se me permita observar a Corbus hacer lo que hace tan bien. —Marimund pareció deleitarse con el momentáneo destello de asco que pasó por los afilados rasgos impresionantemente bellos de la mujer.
—Puede ser peligroso entregarse a distracciones semejantes, mi señor —dijo la mujer—. Este hombre podría saber cosas que nosotros desconocemos. Por ejemplo, ¿podéis estar seguro que vuestros enemigos han repetido el error pasado y enviado un solo asesino? —La hechicera ocultó la satisfacción que sintió al ver que los ojos de Marimund se nublaban con una mezcla de duda y preocupación.
—Tienes bastante razón, como siempre, querida mía —concedió Marimund—. Podría ser precipitado desperdiciar una oportunidad semejante. ¡Corbus! —El grito del noble petrificó al vampiro. El caballero no muerto se volvió para mirar a su señor—. Quiero a ese hombre vivo —ordenó Marimund. El vampiro frunció el entrecejo como si hubiese comido algo podrido, pero aflojó la mano con que sujetaba al cazador de recompensas cuyo cuerpo cayó sin demasiada suavidad sobre el suelo de mármol.
—Sabia decisión, mi señor —le dijo a Marimund la doncella elfa—. Existen hechizos que puedo usar para sacarle información a este hombre, información que podría resultar de utilidad para tratar con quienes lo han enviado.
—Ciertamente, vuestra brujería tiene sus utilidades —replicó Marimund con voz tan fría como la de una serpiente—. Pero me temo que continuó siendo un poco anticuado en lo que se refiere a la tortura. —Desvió la atención una vez más hacia el aún ceñudo Corbus—. Llevaos a esa escoria a las mazmorras —ordenó Marimund con un imperioso gesto de la mano—. Haced que lamente el día en que nació —añadió el noble—. Sólo aseguraos de que continúe con vida.
Corbus sonrió al tiempo que extendía un brazo y volvía a alzar al aún aturdido cazador de recompensas. El enorme caballero apartó con un gesto al guardia que se acercaba para ayudarlo con la carga y echó a andar hacia la salida del salón como si el hombre que llevaba no pesase más que un pollo. Situada junto al trono, la hechicera elfa Ithilweil observó con expresión preocupada al vampiro que partía.
—No te inquietes tanto —la tranquilizó Marimund—. Si con sus métodos no obtiene del asesino la información que necesitamos, siempre podremos probar con tu brujería más tarde. No debería tener una gran importancia que tu sujeto esté un poco maltrecho o le falten uno o dos dedos.
* * * * *
El viento aullaba, azotando las frágiles paredes de la posada Nido del Grifo. Era un feroz céfiro rancio cargado de hedor al humo ya muerte. Bajo el invisible ataque, las capas de paja del tejado comenzaron a desprenderse y a desaparecer en manojos. El propietario de la posada, el viejo Gaspard, emergió de debajo del montón de pieles que cubrían su cuerpo dormido. Parpadeó ante el escozor del viento que le hacía llorar los ojos, y observó cómo danzaban y se retorcían en el vendaval las pieles y trozos de tela que usaba para cubrirlos agujeros de las paredes de su establecimiento. El sonido era atronador, un estruendo ensordecedor que iba en aumento.
Gaspard se puso de pie y de inmediato se vio asaltado por el repulsivo hedor que colmaba el aire, un olor nauseabundamente maligno que hizo que la bilis ascendiera hasta su garganta. Algunos de los huéspedes de la posada ya se veían afectados por el repugnante hedor y vomitaban la cena en el fango que hacía las veces de suelo. A fuerza de determinación, Gaspard retuvo la cena en el estómago y se encaminó con paso tambaleante hacia la taberna. La mente del hombre no podía aplicarse qué estaba sucediendo. Las tormentas eran bastante corrientes y habían destrozado su desvencijada tasca más de una vez en el pasado, pero ésta parecía algo diferente, el viento no era fresco sino cálido, casi sofocante. Luego estaba el abominable hedor. El posadero se decidió a mirar al exterior para descubrir sí la fetidez afectaba al resto del poblado o sólo a su establecimiento. Tal vez un huésped había muerto la noche anterior y no se habían dado cuenta.
De modo tan repentino como había comenzado, el vendaval cesó. Sin embargo, aunque no era mucha la paja que ahora desprendía del tejado y las colgaduras de pieles de las paredes habían dejado de danzar, el sonido del viento continuaba presente más nítido que nunca; jadeaba como un fuelle gigantesco. Y también había aumentado el nauseabundo hedor. De repente, todo el edificio se estremeció, meciéndose como si un gigante hubiese pateado los cimientos de la posada. Gaspard cayó, y fue con bastante dificultad que el hombre manco logró ponerse en pie otra vez. En la oscuridad, oyó las maldiciones de irritación y miedo con que reaccionaron los huéspedes ante el súbito temblor.
¿Qué estaba sucediendo?, se preguntó el posadero. Preparándose para hallar la respuesta, Gaspard extendió un brazo y abrió la puerta delantera. Una bocanada de aire abrasador lo obligó a cubrirse la cara mientras la abrumadora concentración de maligno hedor le provocaba náuseas. Al parpadear con ojos llorosos vio una forma al otro lado de la puerta, pero sólo se trataba de una pequeña parte de la descomunal totalidad. Tuvo una fugaz visión de poderosos músculos, escamas rojas y garras negras. Un alarido siseante como el que podría anunciar el asesinato del sol estremeció la noche. El posadero gritó al tiempo que se presionaba con las manos los sangrantes oídos, que habían reventado con el terrible rugido.
Entonces, el techo se hundió bajo la gigantesca zarpa que descendió sobre él. La visión de las tablas y la paja que se le caían encima a toda velocidad fue lo último que vieron los horrorizados ojos de Gaspard. Ya estaba muerto cuando las llamas hicieron acto de presencia para correr por el interior de la posada Nido del Grifo y consumir madera, carne y piedra con igual ferocidad. Y, mientras la posada ardía, volvió a sonar, el siseante rugido de algo que ya era antiguo cuando los hombres buscaban nombres para sus dioses.
Al llegar la mañana, solo unas ruinas ennegrecidas señalaban el lugar donde antes se alzaban la posada Nido del Grifo y el pueblo que la rodeaba. Los pocos supervivientes se ocultaban bajo rocas en las profundidades del bosque circundante con la mente quebrantada por la pasmosa fuerza que había aniquilado a sus familiares y arrasado sus hogares. Con atemorizados susurros, dieron un nombre al poderoso destructor un nombre tan antiguo como el de cualquier dios. El nombre era dragón.