CUATRO
Yacía tendida sobre las márgenes del río Grismerie como el putrefacto cadáver de una colosal bestia marina arrastrada desde las fosas oceánicas para morir en la playa. Las murallas de la ciudad, en otros tiempos relumbrantes, estaban ahora derruidas, carbonizadas en algunos puntos por incendios que habían ardido sin control, o se habían derrumbado al ser los cimientos minados por el pantanoso terreno. Había estructuras más pequeñas bajo esas murallas derrumbadas cuyos inmensos bloques de piedra habían hundido en el lodo las tiendas y chozas que antes se apiñaban a su sombra, de modo que sólo algún puntal o alguna tabla asomaban del cenagal aquí y allá. Al otro lado de las murallas podían verse los restos de torres que iban desmenuzándose, abandonados restos de lo que en otros tiempos habían sido orgullosos castillos desde los que habían gobernado los descendientes de lord Landuin. Al norte y al este de la ciudad se extendían grandes cementerios donde vastos mausoleos y tumbas destinados a perdurar a través de las edades se derrumbaban y rajaban debido a los males gemelos de la inundación y los terremotos, y a causa del descuido que afligía a la totalidad de Mousillon.
Allende las murallas de la ciudad muerta, todo era pantano hediondo, un repulsivo cenagal formado por los frecuentes desbordamientos del río. La gigantesca aglomeración de chozas que había surgido en torno a las murallas de Mousillon durante la Era Siniestra de Bretonia estaba ahora semihundida en el lodo, que llegaba hasta las plantas superiores tras haber inundado las inferiores. Los tejados asomaban del cieno, y en las ruinosas chimeneas y ventanas de las buhardillas anidaban negros pájaros graznantes y grises gaviotas gimientes. Cerca del río podían verse los últimos restos de muelles y embarcaderos medio hundidos en las fangosas márgenes que habían ascendido en torno a ellos, con el agua del río a muchos metros del final. Botes y barcos de todas las formas y tamaños estaban igualmente atrapados en el lodo, y sus quebrados cascos mostraban brechas de bordes desiguales y tablas rajadas. La playa de una isla de sirenas no habría podido presentar un aspecto más espantoso que el destruido puerto de Mousillon.
Desde los muelles se extendía una gran zona de almacenes y talleres en proceso de derrumbamiento, que llegaba hasta las murallas de la ciudad antes de hundirse completamente en el lodo que había devorado las chozas del exterior. Allí se habían construido una serie de chamizos, estructuras que en el Imperio sólo empleaban los más atrasados y miserables. Eran poco más que tiendas de campaña formadas por algas de río y madera de deriva, y los jirones de humo que ascendían de ellas sugerían que no carecían de ocupantes, gentes que vivían en el fango como alimañas de río.
Desde lo alto de un montículo, los dos cazadores de recompensas posaron la mirada sobre la miserable ciudad. Ahora iban a pie, tras haber dejado los caballos y la mula al cuidado de un granjero que se encontraba a cierta distancia de la urbe, y garantizado para sus animales una buena atención mediante la promesa de oro y la amenaza de castigo. Ulgrin había refunfuñado contra esa decisión, pero Brunner había informado a su compañero que era imprudente acercar demasiado los animales a la ciudad maldita. En un lugar tan pobre y desesperado como Mousillon, la carne de caballo era tan apreciada como un filete de Mootland.
—Tiene un aspecto asqueroso —comentó Ulgrin al tiempo que movía los hombros para aliviar el peso del hacha—. Yo he incendiado aldeas goblin que eran más agradables de mirar.
Brunner se volvió y bajó la mirada hacia el enano.
—Este sitio es más peligroso que cualquier agujero de goblins —le dijo a Ulgrin—. Mantén abiertos los ojos y atentos los oídos. Las gentes que viven aquí son miserables desesperados sin conciencia. Matan a un extranjero simplemente para cocer el cuero de sus zapatos. —Brunner acarició la culata de su pistola—. No te equivoques, amigo Hachafunesta. Vas a ganarte tus mil coronas.
—Hablas con la voz de la experiencia —observó el enano con tono de suspicacia.
—Así es —le contestó Brunner cuando comenzaba a bajar hacia la orilla del río—. Estuve aquí en una ocasión anterior, aunque de eso hace mucho tiempo.
Ulgrin se apresuró a seguir a su compañero, sabiendo que no le sacaría nada más al callado asesino. El enano se sintió algo animado por la idea de que Brunner ya se había arriesgado antes a entrar en la temible ciudad y había salido con vida. Luego, ese alivio abandonó su corazón al preguntarse si el cazador de recompensas también había llevado a alguien consigo en aquella ocasión, y si el compañero de tal aventura también había logrado escapar.
* * * * *
Un pescador sucio y malcarado había llevado al par de cazadores al otro lado del Grismerie, impulsando con una pértiga su esquife de fondo plano a través de cenagales donde apenas unos treinta centímetros de agua cubrían el fondo.
Por sus servicios, el desdichado viejo había recibido un par de monedas de latón de manos del hombre de rostro severo, suma despreciable en el Imperio pero próxima a una fortuna para los abatidos seres humanos que sobrevivían a la sombra de la ciudad maldita. El pescador había metido de inmediato las monedas dentro de su roñosa capa, para luego sacudir la cabeza cuando los pasajeros desembarcaron saltando del esquife a los podridos restos de un muelle que se encontraba cerca. En los muchos años pasados viviendo a duras penas de lo que pescaba en las asquerosas aguas del pantano, el anciano había llevado a muy pocos viajeros hasta la ciudad, pero aún no había visto salir a ninguno de ellos. No obstante, con el pragmático instinto de supervivencia que lo había mantenido vivo en un entorno tan difícil, el pescador decidió que las andanzas de los necios no eran asunto suyo. Sin echar una sola mirada atrás, impulsó su esquife con la pértiga para regresar al pantano y alcanzar las más profundas y limpias aguas de la otra orilla del Grismerie.
Brunner abrió la marcha pisando con cuidado la traicionera ruina del viejo embarcadero. Bajo los pies del cazador de recompensas las tablas rechinaban y se combaban hacia la ciénaga sin fondo que había debajo. En un momento dado, al descargar su peso sobre una tabla aparentemente segura, lo sobresaltó un crujido seco. El instinto lo hizo retroceder y devolver el peso al pie contrario. La tabla que había pisado se partió como una rama seca y sus dentados extremos se hundieron en el lodo gris. Al cabo de pocos segundos, la tabla partida se hundía por completo en el cenagal y desaparecía de la vista.
Detrás de él, Ulgrin Hachafunesta silbó, impresionado.
—¡Vaya, eso sí que es peligroso! —exclamó el enano—. Ni siquiera los pozos de alquitrán que hay debajo de Karak Kadrin se tragan las cosas con tanta rapidez. —Ulgrin se inclinó hacia adelante para escupir al voraz cieno.
—Tal vez prefieras pasar delante —comentó Brunner al tiempo que extendía una mano para señalar la docena de metros de traicionera pasarela que aún quedaban por recorrer—. Siempre he oído decir que los enanos tenéis un agudo sentido para detectar las sendas inseguras.
Ulgrin retrocedió, apoyó la hoja del hacha en el muelle, cruzó los brazos y los posó sobre el mango del arma.
—Eso es bastante cierto cuando estamos dentro de un túnel o una mina decentes. En la roca y el aire podemos percibir cambios que nos indican que algo va mal. Pero con esto… —Ulgrin hizo un gesto con su ancho mentón para señalarla ciénaga que los rodeaba—. Esto, más que tierra, es agua que simula ser suelo. Sólo los hombres serían lo bastante estúpidos para construir en un sitio así, de modo que estaré muy contento de dejar que sea un hombre quien se juegue su estúpido cuello para conjeturar sobre qué se puede caminar y sobre qué no se puede.
Brunner le volvió la espalda y extendió la pierna para probar la solidez de la tabla situada al otro lado de la brecha que acababa de abrirse. Al encontrarse con que era firme, atravesó el vacío y continuó avanzando por el ruinoso embarcadero.
—¿En algún momento, Ulgrin, tienes intención de ganarte tu mitad de la recompensa, o ésa sería una suposición estúpida por mi parte? —preguntó el cazador de recompensas por encima del hombro. Ulgrin, irritado por el comentario, se echó nuevamente sobre el hombro la enorme hacha y siguió a Brunner con torpes saltos y brincos.
—¡Ningún enano ha aceptado nunca caridad de nadie! —le espetó Ulgrin mientras se esforzaba por mantener el equilibrio al saltar por encima de otra brecha dejada por una tabla podrida. Durante un tenso momento, el enano contempló el voraz fango que tenía debajo, antes de afianzar nuevamente los pies—. Y ningún enano ha aceptado jamás un pago a menos que se lo haya ganado de verdad —añadió Ulgrin con la voz un poco temblorosa al pensar en la rapidez con que había sido devorada la tabla.
—No te preocupes por eso —dijo Brunner—. A menos que Mousillon haya cambiado muchísimo desde la última vez que estuve aquí, estos tremedales son lo más suave que esta ciudad nos echará encima. —El cazador de recompensas continuó su camino, y una serie de saltos lo situaron a varios metros por delante de su pequeño compañero.
—Vaya, ése sí que es un pensamiento agradable —refunfuñó Ulgrin para sí, y volvió a mirar el lodo gris—. ¡Si ese bastardo hubiese mencionado este fango devorador le habría contestado que se ahorcara!
* * * * *
Al cabo de un cuarto de hora, el final del embarcadero se hallaba a una docena de pasos de distancia. Varias veces, el cazador de recompensas había estado a punto de caer cuando las traicioneras tablas se habían desplazado o partido bajo su peso. En dos ocasiones había tenido que izar a Ulgrin fuera de la porquería, cuando los desesperados gritos del enano lo habían alertado de la angustia de su compañero. Sólo la gran velocidad con que Ulgrin había clavado la gran hacha en un puntal había impedido que se hundiera completamente en el pantano. Fue con visible alivio que Ulgrin contempló el suelo relativamente sólido que había al final del embarcadero.
—Dime que tendremos que atravesar esa porquería en el camino de regreso, y te corto la garganta aquí y ahora —gruñó Ulgrin, mientras se quitaba otro montón de fango de la barba—. ¡Si no vuelvo a ver nunca más estas gachas del diablo, estaré encantado!
Brunner hizo caso omiso de las protestas de Ulgrin, mientras sus gélidos ojos observaban los ruinosos almacenes y destrozadas tiendas que se desmoronaban cerca de lo que había sido el puerto de Mousillon. El asesino sonrió cruelmente al atisbar una sombra que se movía en la oscuridad de una de las entradas.
—Dentro de pocos minutos puede que te alegres de volver a ver este fango. Al menos con él sabes dónde está el peligro.
Ulgrin se rascó la descuidada barba sin hacer caso del comentario carente de alegría del otro cazador de recompensas. Mientras se manoseaba la enredada maraña enfangada, sus ojos se fijaron en una silueta pequeña que corría por el cenagal. Señaló la diminuta aparición con un dedo corto y grueso.
—Parece que tendríamos que haber contratado a ese gato como guía —rió el enano—. Parece conocer los lugares seguros.
—No es lo bastante pesado para hundirse —replicó Brunner, desviando los ojos apenas por un instante para observar al animalillo—. Si se detuviera un solo segundo, el fango se lo tragaría igual que intentó hacerlo contigo. —El cazador de recompensas mantenía la voz serena y la mirada firme y fija. Lo último que quería era que las tres o cuatro siluetas que había atisbado moviéndose dentro de las vacías entrañas de una taberna supieran que las había visto—. Además, ya tiene bastantes problemas.
Mientras Brunner hablaba, el enano observó con pasmo que una oscura criatura inmunda reptaba por el fango. No era muy diferente de las anguilas de cueva que había visto bajo las Montañas del Fin del Mundo, pero de tamaño mucho mayor y con escamas mucho más oscuras, y su lomo lucía una hilera de aguzadas púas. El feo ser se desplazaba con una extraña ondulación lateral que mantenía sólo una mínima parte de su cuerpo en contacto con el fango y le permitía desarrollar una velocidad que el sucio gato no podía igualar ni en sueños. El felino de oscuro pelaje aulló de miedo cuando el grotesco pez serpiente llegó hasta él y las largas mandíbulas de la criatura se cerraron con un chasquido en torno a su flaco cuello.
—¡Por la lampiña barba de Hashut! —juró el enano—. ¿Qué locura es ésta, donde los peces cazan gatos?
—Será mejor que tengas preparada esa hacha tuya —dijo Brunner, cuyos ojos continuaban estudiando las ruinosas estructuras del puerto—. Podríamos ser el siguiente plato del menú.
Ulgrin le dirigió al cazador de recompensas una mirada curiosa, pero hizo lo que le había dicho y soltó los broches que sujetaban las hachas arrojadizas dentro de las fundas, para luego aferrar con firmeza su fiable gran hacha.
—¿Cuántos? —susurró el enano.
—No lo sabremos hasta que ataquen —replicó Brunner cuando bajaba del embarcadero. Su bota chapoteó en el fangoso suelo, pero la tierra era lo bastante firme para caminar sobre ella—. Podrían ser una docena o un centenar.
—¡Maldición, Brunner! —susurró el enano—. ¡Tienes una idea equivocada de lo que es una lucha justa! ¡He conocido matadores que no buscarían peleas tan desiguales!
Brunner sacó la ballesta de repetición que llevaba enfundada a la espalda, y se aseguró de que el arma estuviese cargada y a punto para disparar. La sonrisa del rostro del cazador de recompensas parecía ser tranquilizadora sólo a medias cuando respondió a las protestas de Ulgrin.
—Si las cosas se ponen demasiado mal, siempre podemos correr. Entonces puede que sólo pillen al más lento.
* * * * *
Durante largos y tensos minutos los dos guerreros recorrieron las sinuosas calles en ruinas de la zona portuaria. Por todas partes se cerraba en torno a ellos la miseria ruinosa y putrefacta, llenándoles los pulmones del rancio hedor a pescado podrido e inmundicia humana. Almacenes de ojos vacuos los contemplaban como hambrientos gigantes, y las maderas partidas de sus paredes les sonreían como dientes puntiagudos. Talleres y lo que en otros tiempos podrían haber sido casas de comerciantes y capitanes de barco se hundían e inclinaban en ángulos imposibles que ni siquiera habían imaginado jamás los excéntricos arquitectos de las famosas torres inclinadas de Miragliano. Una cosa mugrienta que Ulgrin tomó por un perro flaco se escabulló hacia el fondo de un callejón con los espinosos restos de un pescado sujetos en la boca; cuando el ser se volvió, el enano se estremeció al ver el rostro de un niño, aunque habría jurado que no pertenecían a un ser humano las extremidades sobre las que la criatura se alejó a brincos.
Furtivos sonidos propios de uñas de ratas arañando el suelo seguían los pasos de los dos cazadores como una sombra audible. Al cabo de poco, Brunner y su camarada enano comenzaron a atisbar cosas que los contemplaban desde los estrechos callejones y los oscuros confines de ruinosos portales. Llevaban encima los harapos más miserables, desparejados restos de ropa, pieles y cueros envueltos en torno a flacas extremidades y espaldas contrahechas. Las caras de muchos estaban ocultas bajo capuchas de tela de saco y gruesas bufandas, pero otros exhibían abiertamente sus rostros marcados de viruela y plagados de erupciones. Los dos asesinos a sueldo observaban las ruinas que iban cerrándose en torno a ellos, sin tener ni idea de cuántos miserables carroñeros se ocultaban dentro.
Brunner se detuvo cuando se aproximaron a lo que en otros tiempos había sido una plaza de mercado empedrada. Los adoquines estaban ahora cubiertos por una gruesa capa de fango semiseco, y la fuente que había en su centro había sido resquebrajada mucho tiempo atrás por las raíces de las malas hierbas. Junto a la fuente se encontraba un hombre enjuto cuya mano enfundada en una manopla sujetaba una larga podadera. El desdichado volvió el rostro flaco y plagado de ampollas hacía los dos desconocidos. Sus ojos eran como pálidos huevos duros en los cuales había una fría mirada nauseabunda. Simultáneamente, los dos cazadores de recompensas hicieron gestos con las armas hacia el deshecho humano, Brunner apuntándole la grasienta frente con la ballesta y Ulgrin sopesando su tremenda hacha con un movimiento que prometía una muerte rápida y sangrienta.
El viejo desdichado pareció impertérrito ante esta exhibición y se mantuvo firme con una calma deliberada. Cuando los dos asesinos se aproximaron más pudieron percibir el hedor putrefacto que despedía la enferma piel del hombre y ver la acuosa supuración de sus llagas. Al apestado no parecía importarle aquel escrutinio, pues les dedicó a ambos una amplia sonrisa idiota de dentadura mellada. Brunner reparó en que el hombre mantenía los ojos de turbia mirada clavados en los suyos, de gélida expresión. Luego, durante un brevísimo instante, los ojos se apartaron del cazador de recompensas para desviarse hacia el ruinoso edificio gremial que abarcaba un lado de la plaza.
En un segundo, Brunner giró y disparó su ballesta cuando el primero de los emboscados saltaba fuera del edificio. El blanco de la primera saeta iba ataviado de pies a cabeza con sucios andrajos y, cuando la flecha se le clavó en el pecho, el grito que profirió la criatura se pareció más al croar de un sapo que al alarido de un hombre. La segunda saeta hendió la garganta del desdichado que avanzaba inmediatamente detrás del mugriento hombre sapo, y lo derribó al suelo donde se ahogó en sus propios fluidos.
Junto al cazador de recompensas, Ulgrin saltó a la acción y cargó hacia la repentina ola de harapientos atacantes que inundaron la estrecha calle por la que habían pasado hacía apenas unos momentos. Una flaca extremidad que sujetaba un cuchillo de hueso de pescado salió volando hacia la muchedumbre agrupada al tiempo que su antiguo dueño profería un alarido de dolor. La frenética chusma avanzaba sin prestar atención a la brutal hacha del enano, atacándolo con toscas lanzas y armas tan primitivas como trozos de vidrio de borde dentado y piedras afiladas. Ulgrin hizo volar por el aire la cabeza de una mujer leprosa, y de inmediato un lancero jorobado apartó a un lado el cuerpo aún tembloroso para intentar herir al enano. Al jorobado siguió un hombre deforme con los ojos situados a los lados de la cabeza, que atacó a Ulgrin con una maza provista de púas fabricada con una cabilla y una serie de clavos.
Brunner disparó el resto de las flechas hacia la aullante chusma que salía del edificio, derribando a uno con cada flecha. Con el arma descargada y sin tiempo para recargarla, la dejó caer al suelo, desenfundó la pistola e hizo estallar serenamente la cabeza de un desdichado que chillaba y pretendía hundirle el cráneo con un martillo de piedra. Descargada también el arma de fuego, Brunner desenvainó a Malicia de Dragón, que salió hendiendo el aire ante sí y derramó las vísceras de un atacante armado con un hacha.
Un gruñido que podría haber pertenecido a una bestia feroz de no ser por las pocas sílabas de idioma bretoniano que se mezclaron en él hizo que el cazador de recompensas girara la cabeza. El desgraciado que había aguardado a los dos hombres en la plaza entraba ahora en la refriega, haciendo girar la podadera con mortífera destreza. Brunner observó con desconfianza el avance del demente. La podadera era una efectiva arma de asta con un alcance muy superior al que tenía la espada del cazador de recompensas. Y con una manada de aullantes campesinos que se le echaban encima, Brunner no tenía tiempo para dedicarlo a parar los ataques del desgraciado hasta el momento en que pudiese lanzarse a matarlo. Al tiempo que gruñía una maldición, el asesino a sueldo palpó el pequeño saco de sal que llevaba oculto dentro de un guante. Tras perforar la frágil bolsita, lanzó el granuloso mineral a la cara del enemigo que se aproximaba.
El adversario de Brunner lanzó un grito de dolor y terror mortal tan enormes que incluso los dos cazadores de recompensas quedaron momentáneamente aturdidos. La chusma atacante comenzó a retroceder para apartarse de la espantosa imagen. Cuando las ensangrentadas manos del hombre descubrieron su cara, Brunner vio la humeante supuración que goteaba de sus cuencas oculares ahora vacías. Cualquiera que fuese la contaminación mutante que había afectado a los ojos de aquella escoria, había reaccionado de un modo espectacular al contacto de la sal limpia gritando, el hombre cayó de rodillas y frotó la cara contra el fango en un vano y desesperado intento de calmar el dolor de la horrible lesión.
Los dos cazadores de recompensas aprovecharon el momentáneo respiro para adentrarse más en la plaza. Espalda con espalda, los dos asesinos observaron cómo los deformados atacantes comenzaban a reagruparse. La chusma se desplegó por la plaza entre chilliditos y risas quedas que eran a la vez dementes e inhumanos.
—Pensaba que habías dicho que ibas a intentar escapar —masculló Ulgrin dirigiéndose al otro cazador de recompensas mientras los rodeaba la desfigurada chusma.
—Razoné que un fanfarrón como tú no los mantendría ocupados durante el tiempo suficiente para que pudiera aprovecharme —contestó Brunner.
Un enorme bruto flaco a quien se le arrastraba por dentro de la boca algo demasiado grueso para ser una lengua, y cuyas carnosas zarpas sujetaban un arma de hoja curva en forma de cimitarra hecha con un trozo de anda, observaba al asesino a sueldo. La escoria abría la boca para bramar un grito de guerra, o tal vez sólo para expresar su furia animal, cuando una flecha de negras plumas atravesó repentinamente su frente. El gigantesco bruto cayó al instante, aplastando a un desgraciado más pequeño que agitó brazos y piernas al intentar saltar fuera del camino del cadáver que se desplomaba.
La chusma lanzó un potente grito de terror y corrió a esconderse en los ruinosos edificios y los estrechos callejones. Muchos dejaron caer sus improvisadas armas en la desordenada fuga. Ulgrin profirió una sonora carcajada e increpó a los fugitivos asesinos por su cobardía, pero Brunner prestó más atención a la pequeña compañía de hombres armados que había aparecido al otro lado de la plaza.
Eran siete en total. Seis de ellos iban a pie, ataviados con cotas de oxidada malla sobre las que llevaban desgastadas capas negras y doradas. La mitad de ellos tenían arcos largos bretonianos y aljabas con flechas de plumas negras colgadas del cinturón, y los otros tres empuñaban alabardas antiguas que parecían haber visto unas cuantas guerras de más en sus siglos de uso. El séptimo hombre iba montado en un corcel negro como la noche que a Brunner le recordó a Demonio, su propio caballo de guerra. La armadura que revestía al caballero montado era igualmente negra, y el tabardo y gualdrapas de hombre y caballo, aunque en mejor estado de conservación que las libreas de los infantes, también eran negros y dorados.
El caballero hizo un gesto con una mano enfundada el guantelete, y el hombre que había disparado regresó a su posición entre los otros soldados. El guerrero montado fijó su atención en los dos cazadores de recompensas.
—Es muy raro que recibamos visitantes en nuestra humilde ciudad —dijo el caballero en un bretoniano rítmico y antiguo—. Me temo que los prejuicios y supersticiones de la chusma campesina no inclinan a esa gente a aceptar a los desconocidos —prosiguió el caballero.
—Las barrigas vacías y los bebés que mueren de inanición tienden a causar ese efecto —contestó Brunner. El caballero prefirió no interpretar como una ofensa la hosca observación, y sacudió con aire triste la cabeza cubierta por el casco.
—Es verdad —admitió—. Nuestra bella ciudad está muy lejos de sus días de gloria, y las mentes del pueblo llano se encuentran cargadas de dudas y mezquinos temores. —El caballero se irguió sobre la montura—. No obstante, me disculpo por la descortés recepción que se os ha dispensado.
—Aceptamos vuestra disculpa —concedió Brunner al tiempo que giraba sobre sí para recoger las armas que había dejado caer durante la lucha.
—Aunque podría parecer un poco más sincera si la adornarais con un detalle de oro —informó Ulgrin al caballero.
Brunner se inmovilizó y miró atentamente al caballero montado, pero tenía el rostro oculto tras el gran casco de acero que no dejaba ver las emociones que pudieran reflejar sus facciones. Los caballeros de Bretonia se ofendían con facilidad ante cualquier ataque contra su honor, y Brunner había empezado a sospechar que este extraño jinete negro estaba algo más que un poco loco. El cazador de recompensas se preparó para el estallido de indignación y sentimientos ultrajados que estaba seguro de que no tardaría en surgir del caballero.
En cambio, la cabeza recubierta de acero contempló exclusivamente a Brunner, sin hacer el más mínimo caso de Ulgrin.
—Si estáis buscando trabajo, puede que la situación de Mousillon os resulte algo menos que emocionante —le informó el caballero—. Sin embargo, para un hombre como vos, tan diestro con la espada y con una determinación tan implacable, puede que tenga un puesto disponible. —El caballero rió entre dientes dentro del casco, un sonido que a Brunner le recordó la repugnante risilla demente del bufón Corvino, que había invocado al demoníaco Mardagg para que hiciera estragos en la ciudad de Remas—. Veréis, teníamos una visión muy buena de todo lo que sucedía, y no pude permitir que la escoria acabara con vuestra vida. No, cuando cabía la posibilidad de que sirvierais a una causa más noble.
—¿Lo visteis todo y no hicisteis nada por impedirlo? —gruñó Ulgrin mientras manoseaba el hacha. Los infantes se tensaron y los arqueros pusieron flechas en los arcos.
El caballero agitó una mano para disuadirlos.
—El pasado, pasado está —proclamó—. Tenía que asegurarme de la calidad de mis candidatos antes de hablar de cosas tan complejas como la paga. —La mención del dinero acalló toda protesta por parte de Ulgrin.
Brunner asintió con la cabeza para convenir en que el asunto estaba zanjado. Incluso valoraba, en cierto modo, esa retorcida forma de explotar a los desgraciados asesinos. No obstante, le repugnaba haber matado hombres a quienes les gruñían las tripas mientras proferían desganados gritos de guerra. Y le repugnaba aún más ver cómo se utilizaba tan despiadadamente una desesperación suicida como aquélla.
—¿Qué nos proponéis? —preguntó el cazador de recompensas, que guardó su repugnancia para sí.
El caballero miró de soslayo los ruinosos edificios que los rodeaban y escudriñó las sombras.
—Este no es sitio para conversaciones. A fin de cuentas, hasta los ratones tienen oídos. Me seguiréis hasta un lugar donde podremos hablar más libre y abiertamente.
* * * * *
El lugar al que el caballero condujo a los cazadores de recompensas estaba situado justo dentro de la sólida muralla de piedra que en otros tiempos había rodeado la ciudad. En esa zona el terreno era más sólido, y aquí y allá brotaban del enfermo suelo algunos arbustos esmirriados. Los edificios no eran tan ruinosos como los situados extramuros, aunque no estaban ni de largo bien conservados. Los agujeros que había en el enlucido y en las paredes de madera habían sido chapuceramente tapados con barro seco y paja, mientras que otros manojos de paja habían sido embutidos en las brechas de los tejados. Los pocos habitantes con los que se encontraron en aquel distrito interior también ofrecían un aspecto miserable, pero sus extremidades parecían normales y lo que cubría sus lomos guardaba una cierta semejanza con la ropa. Sin embargo, el sello de la pobreza desesperada continuaba siendo omnipresente. Al avistar a los guerreros que se aproximaban, una anciana pescó la comida de dentro de la cazuela hirviente que descansaba en el suelo ante ella, y con la mano escaldada sujetó la rata a medio cocer contra su pecho.
Al fin, en medio de la miseria, el caballero se detuvo ante lo que en otros tiempos debía de haber sido una próspera casa de comidas y posada. La figura ataviada de negro bajó del lomo de su caballo de guerra con un elegante movimiento y volvió el invisible rostro hacia los huéspedes.
—Aquí podemos hablar —informó a los dos cazadores de recompensas—. Puede confiarse en que el dueño de este establecimiento mantenga la boca cerrada. —Una vez más, la siniestra risa entre dientes resonó dentro del gran casco del caballero—. Y es que un hombre sin lengua no puede charlar demasiado.
Como si despreciara cualquier amenaza que Brunner y Ulgrin pudiesen entrañar para él, el caballero negro ordenó a sus soldados que permanecieran en el exterior con el fin de guardar a los caballos y asegurarse de que su reunión no fuese interrumpida. Dentro de la posada, los hombres hallaron un espacioso salón con una serie de sillas y mesas dispares distribuidas desordenadamente. Una gran chimenea, a la que habían despojado de muchas de las piedras de la solera y de la mayor parte de los herrajes, dominaba uno de los muros. Otra estaba adornada por una colección de sarnosas cabezas de animal plagadas de pulgas. Detrás de la barra había un cuadro descolorido que mostraba a algún señor del pasado de Mousillon cabalgando hacia la guerra, y cuyo pigmento comenzaba a cubrirse de hilillos de verde moho.
Con una osada floritura, el caballero se sentó ante una mesa, y un gesto de la acorazada mano indicó que sus compañeros debían tomar asiento junto a él. El caballero apartó la mirada para señalar con un dedo al hombrecillo con aspecto de gnomo que permanecía detrás la barra con aire de abatimiento. El hombre se puso en marcha, cogió una desportillada copa de cristal y una botella de terracota y se apresuró a depositarias ante el caballero. Brunner reparó en el líquido extremadamente pálido que el caballero vertió en la copa, y por un momento se preguntó cuánta agua diluía el brebaje. También advirtió que el caballero no hacía movimiento alguno para quitarse el casco o alzar la copa. Y, por supuesto, el memo de que el posadero no hubiese llevado más que una copa no pasó inadvertido para los dos cazadores de recompensas.
—¿Hablabais de un empleo? —inquirió Brunner tras el incómodo silencio. El caballero pareció despertar de alguna contemplación interior y alzó la cabeza revestida de acero para mirar al asesino a sueldo—. ¿Qué necesitáis que hagamos?
El caballero se retrepó en la silla y su acorazado cuerpo hizo crujir la madera.
—Eso debería ser obvio —dijo—. Necesito que matéis a alguien. Alguien que últimamente ha convertido el ambiente de Mousillon en algo muy desagradable.
—No habría imaginado que fuese posible hacer de este lugar algo menos agradable de lo que ya es —murmuró Ulgrin, mientras arrancaba astillas de la superficie de la mesa. Una vez mis, el caballero prefirió no hacer caso del frívolo comentario.
—Veréis, hay alguien descontento —declaró el caballero—. Un hombre cuyos intereses están reñidos con los de las otras casas nobles que aún quedan en Mousillon. A menudo violentamente reñidos. —El caballero dejó flotando en el aire la imagen de asesinatos y batallas durante un momento, antes de continuar con el discurso—. Como tal vez sabréis, debido a la herejía del duque Maldred, el territorio de Mousillon fue efectivamente destruido y la dignidad de duque abolida por el rey. Nuestras mejores tierras de cultivo fueron entregadas a Lyonesse, y el resto se dejó pudrir y arruinar del modo que los dioses pudiesen considerar adecuado. Por supuesto, los que quedamos tras la locura de Maldred y después de que la viruela roja hubiese concluido, hicimos todo lo posible por reconstruir nuestro territorio con lo que nos quedaba. Si se nos permite hacer esto, es más bien debido a la tolerancia e indiferencia del rey y de nuestros vecinos. Si cualquiera de ellos pensara que nuestra humilde ciudad vuelve a convenirse en una amenaza, no sería imposible que el rey declarara un Gran Éxodo Orco para acabar con nosotros de una vez y para siempre.
—No me cabe duda de que todo eso es muy interesante —lo interrumpió Brunner—, pero ¿en qué me concierne a mí?
—A eso iba, precisamente —respondió el caballero con un ligero rastro de fastidio en la voz—. Este bellaco al que he mencionado, el marqués Marimund, se ha convertido en una amenaza para las otras casas nobles de Mousillon, en realidad para la ciudad misma. Como una sanguijuela hinchada, hace presa en la ciudad a la cual chupa la sangre y arrebata cualquier resto de poder y control que encuentra. Protegidos por el castillo situado en el barrio nordeste, los rufianes de Marimund se han convertido en el terror de los campesinos, a los que exprimen un penoso tributo sin dejar nada que puedan recoger los legítimos gobernantes de otros distritos. Esos desalmados entablan batalla en las calles con nuestros soldados, docenas de cadáveres son arrojados al pantano cada día, y no vernos final posible para esta contienda. Pero lo peor de todo es que Marimund ha comenzado a darse a sí mismo el título de duque Marimund, y empieza a dirigir los ojos allende las murallas de esta ciudad. Eso atraerá sobre nosotros la cólera del rey, y no podemos defendernos contra su ira.
—¿Y por qué no os encargáis vosotros mismos de ese Marimund? —preguntó Brunner.
—Lo hemos intentado —declaró el caballero con franqueza—. No libra sus propias batallas, sino que las delega en su campeón, un bruto sin honor llamado Corbus, a quien nuestros mejores caballeros no han logrado hacerle siquiera un arañazo. Su espada es veloz y tiene la fuerza de un titán. Las cabezas de una veintena de héroes que cayeron ante Corbus adornan ahora las puertas del castillo de Marimund. Y, además, está la hechicera, una horrenda bruja que ahora sirve al Juque Marimund y sus retorcidas ambiciones. Sus conjuros lo advierten de cualquier emboscada que preparemos para atraparlo. Con Corbus y la bruja, Marimund ha logrado mantenerse fuera de nuestro alcance.
—Parece una perspectiva tentadora —dijo Brunner, y se levantó de la mesa—. Pero yo no soy un asesino. He venido hasta aquí en busca de un hombre que, como yo, es forastero en Mousillon. No tengo tiempo para inmiscuirme en la política local.
El puño recubierto de malla del caballero cayó sobre la mesa con tal fuerza que la madera podrida se quebró bajo el impacto.
—¡Maldita sea vuestra insolencia, espadachín de alquiler! ¡Haréis lo que yo os ordene hacer! —Las furibundas palabras parecieron estallar dentro del gran yelmo y resonar como el rugido de un troll. La mano de Brunner se cerró sobre la empuñadura de Malicia de Dragón y la desenfundó varios centímetros antes de darse cuenta de lo que hacía. Ulgrin había caído de la silla debido al sobresalto causado por el violento estallido de furia del caballero, pero no tardó en ponerse de pie y recuperar el hacha.
No obstante, la invectiva concluyó tan súbitamente como había comenzado. Con elaborada serenidad, el caballero negro se puso a arrancar astillas de madera de entre las placas de acero de su guantelete.
—Por este servicio, os pagaré la principesca suma de cien coronas de oro —dijo el caballero como si Brunner no se hubiese mostrado en desacuerdo con la oferta—. En cuanto a ese hombre que buscáis, puedo deciros que vos y vuestro amiguito sois los primeros forasteros que hayan refugio entre los nobles de Mousillon. Tal vez el hombre que buscáis haya encontrado cobijo en la casa de Marimund. En caso contrario, deberíais buscarlo en los cementerios y en la barriga de los ghouls.
»Es un plan sencillo, en realidad —informó el caballero a los dos cazadores de recompensas—. Lamentablemente, necesitamos a alguien desconocido como vosotros para que funcione bien. Tenía un hombre de Norsca muy prometedor, que llegó casualmente a la ciudad, destinado a desempeñar el papel para el que voy a contrataros a vosotros, pero por desgracia el tipo no hizo caso de mi consejo de mantenerse alejado de las calles durante la noche. Los ghouls, ya me entendéis. —Brunner tuvo la impresión de que la cara que se ocultaba tras el casco les dedicaba una sonrisa burlona—. Por suerte, todo está aún preparado, en espera de que llegara un hombre de vuestra particular destreza. He dispuesto que uno de mis escuderos, un hombre llamado Feder, acuda mañana al viejo mercado de grano para recoger el tributo de los cultivadores de maíz. Por supuesto, Marimund tendrá noticia de ello y enviará a su campeón con una banda de sus animales para quedarse con ese tributo. Me temo que se entablará una buena lucha cuando Corbus descubra que la información referente al número de hombres de armas que acompañan a Feder es un poco… digamos que conservadora. Entonces entraréis vos en escena. Intervendréis en la lucha para poneros del lado de Corbus. Si lo impresionáis lo suficiente, sin duda os ofrecerá un puesto dentro de la guardia de Marimund. —Una risilla de expectación burbujeó detrás del casco—. Eso os conducirá al interior del castillo y os permitirá acercaros a Marimund. El resto lo dejo en vuestras manos. —El caballero agitó un guantelete con gesto indiferente—. Traedme la cabeza de ese canalla cuando hayáis acabado, y se os pagará.
Brunner miró ferozmente al arrogante guerrero acorazado durante un momento, y luego decidió no buscar confrontación ninguna con él. El cazador de recompensas se limitó a asentir con la cabeza, girar sobre los talones y marchar hacia puerta. Ulgrin vaciló por un instante, y luego se apresuró a seguir a su camarada. Cuando ambos se encontraron otra vez en la desolada calle, fue el enano quien habló primero.
—No pensarás en aceptar el recado de ese matasiete, ¿verdad? —inquirió—. ¡Cien coronas de oro! —se mofó—. ¡Puede que sea una bonita cantidad, pero no para alguien que busca dos mil!
—Tal vez tenga razón, si dice la verdad —observó Brunner mientras se alejaba de la posada con el enano. Un par de soldados vestidos de negro y dorado los siguieron a una distancia discreta—. Cuando Gobineau cabalgó hacia esta ciudad, tenía un propósito definido en mente. Si no se ha refugiado en casa de ninguno de los amigos de nuestro protector, es probable que haya buscado cobijo en casa de Marimund.
—¿Y si lo que ha sucedido es la otra posibilidad? —gruñó Ulgrin—. ¿Y si el estúpido se hizo matar o comer por la escoria que infesta este estercolero?
Brunner bajó la mirada y sonrió al malhumorado enano.
—En ese caso, estamos perdiendo el tiempo.
—Ah, bien —suspiró Ulgrin—. Supongo que repartirse cien es mejor que no repartirse nada en absoluto.
—Ah, no, no nos pagará —le dijo Brunner al enano por la comisura de la boca—. No puede permitírselo. Aunque hagamos todo lo que él espera, aunque matemos a Marimund, Corbus y la bruja, nuestro amigo de ahí dentro no nos pagará. En Bretonia tienen unas ideas muy peculiares sobre el honor y la nobleza. Un caballero puede matar a otro caballero, pero constituye una gran afrenta que un vasallo sin títulos elimine incluso al más odiado de los nobles, algo que sencillamente no puede tolerarse. —Brunner sacudió la cabeza—. No, si matáramos a Marimund, nos condenaríamos a muerte nosotros mismos. Además —continuó el cazador de recompensas—, no me gusta que me contraten como si fuera un asesino que se arrastra por las cloacas. Existen ciertos límites que ni siquiera yo estoy dispuesto a atravesar.
—¿Y qué propones que hagamos, entonces? —quiso saber Ulgrin.
—Seguiremos el plan de nuestro amigo —informó Brunner—. La oportunidad que ofrece de entrar en el castillo de Marimund es demasiado buena para desaprovecharla, y además convencerá a nuestro amigo de ahí dentro de que estoy siguiendo su plan.
—No he podido evitar darme cuenta de que sólo has hecho referencia a ti mismo —señaló Ulgrin, cuyo rostro se contorsionaba con expresión ceñuda bajo la desordenada barba—. ¿Qué hay de mí?
—Tú, amigo mío, tendrás que hallar otro modo de entrar en el castillo de Marimund —dijo Brunner—. A fin de cuentas, tal vez no podamos salir por el mismo camino por el que yo haya entrado. Preferiría tener abierta otra ruta de huida.
—¿Y por qué es el enano quien tiene que hallar esa entrada mágica? —refunfuñó Ulgrin al tiempo que pateaba una piedra suelta del adoquinado, que salió rebotando por un estrecho callejón.
—Ya he estado aquí antes —le recordó el cazador de recompensas—. Todos los castillos de Mousillon tienen una característica en común, algo que constituye una rareza en Bretonia. Fueron construidos con sistema de drenaje, una red de alcantarillas subterráneas que desagua en el Grismerie. ¿Quién mejor que un enano para husmear en un túnel?
Ulgrin Hachafunesta asintió con la cabeza al considerar lo acertado del plan de Brunner.
—Siempre has sido un personaje precavido —declaró el enano—, pero veo la sensatez que hay en estos planes tuyos. ¿Cuándo iré a buscar ese secreto desagüe de agua sucia?
—Cuando oscurezca, naturalmente —respondió Brunner mientras miraba más allá del enano para observar a los dos soldados que los seguían—. De ese modo tendrás más oportunidades de deshacerte de cualquier indeseable que se te haya pegado.
—De un modo u otro —añadió Ulgrin, con los puños apretados en torno al mango del hacha.
—Sólo asegúrate de que no te maten a ti —le advirtió Brunner al enano—. Al menos hasta que hayamos encontrado a Gobineau, si es que está allí, y hallado un camino para salir del castillo.
* * * * *
La noche había caído sobre la ciudad maldita, envolviendo en oscuridad las putrefactas ruinas y apestadas casuchas como un severo sacerdote que cubriera el rostro de un cadáver con un sudario. En medio de la desolación sonaban alaridos y carcajadas, sonidos dementes que parecían más potentes allá donde la luz era más escasa. Las desmoronadas y quemadas ruinas de un castillo que había pertenecido al duque Malford, según le contaron a Brunner una vez, relumbraban con un brillo enfermizo. De sus oscuros salones parecían manar los leves compases de un vals, mientras que por sus pasillos y corredores estaban condenados a vagar los fantasmas del perpetrador del infame Falso Grial y su corte maldita.
Ulgrin Hachafunesta se escabullía por las contaminadas calles mientras maldecía una vez más la locura que lo había impulsado a dejar a un lado el pasado y unirse a Brunner. El plan del cazador de recompensas había parecido bastante razonable a la luz del día, pero ahora, cuando daba la impresión de que la desolada ciudad estaba animada por impías energías antinaturales, el enano se arrepentía de haber accedido a poner en práctica el plan de Brunner. No era la oscuridad lo que tanto inquietaba a Ulgrin, ya que, en efecto, había pasado la mayor parte de su vida en túneles y minas mucho menos iluminados. Eran las formas insustanciales que había visto danzando por los derrumbados balcones de las torres de castillo, los sonidos de incorpórea diversión que le llegaban desde la mayoría de edificios destrozados y abandonados. Los enanos eran un pueblo que veneraba y adoraba a los ancestros. Para ellos, el pensamiento de espíritus de muertos vagando por la tierra en un estado de perpetua demencia y desdicha era una obscenidad que superaba al sacrilegio, un horror que les arrancaba el alma misma.
El enano se estremeció cuando unos sonidos furtivos llegaron hasta él desde un callejón situado a la izquierda. Ulgrin pensó en las grotescas ratas hiperdesarrolladas que había visto debajo de Zhufbar, con el pelo apelmazado por la suciedad y los dientes como cinceles brillantes con la sangre fresca de sus presas. Al estremecerse, el guerrero bajó el hacha del hombro para sujetarla de través sobre el pecho. Aquella noche ya había visto una vez a los nauseabundos y subhumanos devoradores de cadáveres. Una manada de horribles carroñeros había salido súbitamente de un callejón oscuro similar a éste, para apiñarse en torno al enano e intentar arañarlo con sus largas garras negras al tiempo que sus bocas provistas de colmillos le lanzaban dentelladas. Ulgrin se había mantenido firme ante los ghouls, cercenándole un brazo al más intrépido de la manada y decapitando a uno de sus amigos. Eso les había quitado a los demás las ganas de luchar. Se habían retirado malhumoradamente tras recoger los cadáveres de sus antiguos camaradas. Ulgrin suponía que el entierro estaba lejos de sus intenciones.
Entonces había oído un alarido detrás de sí y, al volverse, Ulgrin se había encontrado con que el soldado destinado a su seguimiento había continuado la vigilancia incluso después de que la noche hubiese caído sobre Mousillon. El pobre desdichado se había convertido en presa de una segunda manada de famélicos ghouls, flacos monstruos de correosa piel que cayeron sobre el hombre de armas desde todas direcciones, derribándolo sólo con su superioridad numérica. Por un breve instante, el enano consideró intervenir en la lucha, pues dudaba que fuese capaz de abandonar siquiera a un elfo a una suerte semejante. Pero los gritos del soldado se habían apagado de repente para transformarse en un líquido gorgoteo y, cuando uno de los ghouls volvió su cara de rata hacia Ulgrin, el sangriento objeto que pendía de sus fauces le dijo que ya era demasiado tarde para ayudar al hombre.
Ulgrin escuchó mientras los sonidos de forcejeo se alejaban hasta apagarse. Ghoul o fantasma, quienquiera que fuese el responsable del sonido se alejaba de él para encaminarse de vuelta al cementerio. El enano continuó su camino, con la visión de la oscura mole del castillo del duque Marimund asomando de la oscuridad que tenía ante sí. Había antorchas que oscilaban en las almenas, y el enano pudo distinguir a los centinelas situados en lo alto. Parecían hombres bastante competentes, pues coordinaban sus movimientos de modo que ninguna zona quedara sin vigilancia. El enano gruñó una pintoresca maldición en voz baja. Había confiado en que las cosas le resultaran fáciles en algún momento de la noche.
En el preciso instante en que maldecía su suerte, los dioses parecieron responder a la queja de Ulgrin. Un repulsivo olor penetrante llegó hasta la nariz del enano: el hedor de cloacas y agua estancada El enano abandonó la contemplación de las almenas del castillo para seguir a su nariz.
Hacía un rato que seguía la rancia fetidez que lo había llevado por estrechas callejas y ruinosas avenidas cuando vio el brillo de un fango negro que manaba de debajo de la calle. El enano avanzó con paso vivo y se puso a retirar la porquería y el fango hasta dejar al descubierto el empedrado. No podía haber error: el lodo manaba, en efecto, entre dos adoquines. Al posar la cabeza en el suelo, Ulgrin oyó el murmullo del agua que corría por debajo. Sin duda se trataba de la cloaca que había mencionado Brunner.
El enano alzó el hacha por encima de la cabeza y descargó un golpe con toda su tremenda fuerza. La hoja del arma se hundió en la juntura de los dos adoquines. Con una exclamación victoriosa, Ulgrin empleó todo su peso para deslizar la hoja adelante y atrás entre las piedras. Al atacar aquella juntura, las piedras comenzaron a moverse y desmenuzarse donde el musgo y el moho ya las habían debilitado. Al cabo de poco había una enorme grieta entre ambas, y una de ellas se soltó y hundió en la oscuridad que había estado cubriendo. De la abertura manó una fuente de porquería, un fango negro con la consistencia de la brea que bañó a Ulgrin de pies a cabeza. El enano retrocedió ante el diluvio mientras intentaba en vano limpiarse los desperdicios de la cara y de la barba. Pasados varios minutos, la burbujeante porquería disminuyó al ser desalojado por el cambio de presión el obstáculo que había estado obstruyendo el conducto.
—Maldito seas, Brunner —juró Ulgrin, al tiempo que arrojaba al suelo un puñado de porquería que acababa de quitarse del casco—. ¡Después de esto, vamos a tener otra conversación sobre cómo repartiremos el dinero! —decidió el enano. Metió los pies en la abominable corriente y se inclinó para mirar al interior de la cloaca. Se trataba de un túnel pequeño, tosco como cualquier túnel construido por seres humanos, pero en cualquier caso era lo bastante ancho para que Ulgrin cupiera en él, y lo bastante alto para que el enano pudiese caminar por su interior si inclinaba el cuerpo por la cintura. Una perspectiva desagradable, pero mucho más agradable que la de gatear por la negra porquería que cubría el suelo del túnel. Reprimiendo el asco, Ulgrin saltó al interior de la cloaca.
Los ojos del enano, entrenados por la perpetua oscuridad de las minas y cavernas que su pueblo llamaba hogar, se adaptaron casi instantáneamente a las tinieblas que lo rodeaban. Al darse cuenta de que el hacha era demasiado grande para usarla en los estrechos confines de la cloaca, Ulgrin se sujetó el arma a la espalda con las correas y optó por coger un hacha arrojadiza en cada mano.
Se detuvo por un momento para imaginar a Brunner, a salvo y caliente dentro de la posada del caballero negro, lejos de ghouls devoradores de cadáveres, fantasmas que reían y túneles que hedían a excrementos. El enano gruñó una pintoresca maldición contra los progenitores del cazador de recompensas antes de comenzar su avance hacia la oscuridad. No obstante, no había ido muy lejos cuando un sonido procedente de más adelante lo hizo detenerse. Se trataba de un extraño gemido que le resultaba familiar en parte, pero estaba amplificado de tal modo que era inquietante y horrible. Los agudos oídos del enano podían detectar el sonido de algo que chapoteaba en el fango, sonido que cesaba cada vez que la extraña queja resonaba en el túnel, para luego reiniciarse, mojado, fangoso.
Los agudos ojos del enano veían vagamente algo que se movía delante de él, acercándosele con un extraño e irregular movimiento ondulante. Ulgrin sacó una cerilla de su cinturón y la frotó contra el frío acero de un hacha arrojadiza. Al encenderse, la llama provocó un estremecimiento de protesta en el ser que tenía ante sí. El enano no podía quitarle la vista de encima, conmocionado. Su tamaño no era mayor que el de un macho cabrío, pero su forma era la de un sapo gigante. Las patas palmeadas se agitaban ante el viscoso cuerpo verde para intentar proteger de la luz los enormes ojos negros que se cerraban.
Ulgrin dispuso de apenas un momento para apreciar la forma del monstruo del túnel, porque la bocaza que se extendía por la parte inferior de la cabeza se abrió de repente y una cosa mojada y correosa le envolvió la mano, apagando la cerilla. El enano se esforzó para no perder pie cuando el repulsivo sapo comenzó a retraer la lengua con el fin de arrastrar al asesino a sueldo hacia la cavernosa boca. El lodo que cubría el suelo proporcionó escasa adherencia a sus pies y, con un grito de frustración, Ulgrin cayó de lado. Desde el suelo, el enano lanzó un tajo a la prensil lengua y acertó de refilón. Al instante sintió que su mano quedaba libre al retirarse rápidamente la lengua herida hacia la boca del monstruo. El enano oyó los chapoteos del sapo gigante que retrocedía túnel adentro, sin duda en busca de una presa que no se defendiera a mordiscos.
El enano se levantó del asqueroso suelo y recuperó el hacha arrojadiza que había perdido durante el breve combate, cuando la lengua del sapo le había envuelto la mano.
—Ah, sí —refunfuñó el enano—, ya lo creo que vamos a hablar de cómo repartiremos el dinero.
El ahora temido lamento volvió a oírse, esta vez procedente de la oscuridad situada detrás del enano. Con expresión de desconfiado asco, Ulgrin se volvió para encararse con el monstruo que se acercaba. El lamento del segundo sapo gigante obtuvo pronta respuesta de otros procedentes de la oscuridad situada más allá de él.
—¡Maldito seas, Brunner! —gruñó el enano mientras se preparaba para responder al ataque.
* * * * *
La habitación en la que despertó Gobineau estaba fría y dura y tenía el característico olor de una letrina vieja. El pícaro gimió al recobrar el sentido y sentir que el palpitante dolor volvía a comenzar dentro de su cráneo. Intentó mover una mano para tocarse la cabeza, pero descubrió que las tenía sujetas al muro de piedra situado detrás de él mediante gruesas cadenas de hierra. El bandido se lamió los labios hinchados. Era obvio que Marimund no pensaba correr ningún riesgo con él.
Las cosas parecían estar marchando tan bien… Había entrado en Mousillon sin demasiados problemas y logrado esquivar los tugurios más densamente poblados y a sus habitantes perpetuamente hostiles. En la ciudad aún quedaban suficientes hombres que lo recordaban y cuya desesperación no los había arrastrado hasta el extremo de matar indiscriminadamente. Uno de estos viejos conocidos había conducido a Gobineau por la ruta más segura hasta el castillo de Marimund, situado en la periferia de la ciudad. El duque le había permitido entrar en el castillo sin que Gobineau tuviese siquiera que negociar. En verdad, le dio la impresión de que Marimund se sentía complacido de volver a verlo tras los años pasados.
Luego, las cosas se habían torcido. Todo había comenzado cuando el duque le ofreció personalmente una copa de vino a Gobineau. En lugar de entregársela en la mano, el duque se la había estrellado contra un lado de la cabeza, haciendo caer a Gobineau al suelo. Entonces habían empezado las patadas, y una docena de hombres del duque no tardaron en unirse a su señor. En algún momento del proceso había perdido el conocimiento, gracias a los dioses, para despertar en lo que debían de ser las mazmorras de Marimund.
Tendría que hablar con Tietza, intentar hacerle llegar noticias de su difícil situación. Gobineau estaba seguro de que ella podría suavizar el enojo de su esposo y lograr que lo sacaran de las mazmorras.
—Yo no abrigaría esa esperanza en concreto —dijo una suave voz melodiosa desde las sombras.
Al alzar la cabeza, Gobineau vio una silueta alta y esbelta iluminada por la luz de la única vela que había en la entrada de su celda. Al adaptarse sus ojos a la débil luz, Gobineau vio que se trataba de una mujer cubierta por una pesada capa de tela roja ribeteada con piel de zorro. Los rasgos de la mujer eran afilados y nobles, y escalofriantes en su imponente perfección de belleza. El cabello que caía en torno a sus hombros reflejaba la luz como hilos de oro, y sus ojos, cosa imposible, parecían de un color en nada menos vibrante. Gobineau nunca había visto a uno antes, pero tuvo la cerveza de estar mirando a alguien del pueblo mágico, los misteriosos elfos de fábulas y leyendas.
—¿Por qué…, por qué no debo abrigar esperanza? —preguntó el pícaro—. ¿Acaso no es el derecho de todo prisionero?
Los labios imposiblemente perfectos se alargaron en una suave sonrisa.
—Sí, pero vuestra esperanza es imposible —respondió la mujer—. ¿No os habéis preguntado por qué el duque Marimund os recibió de esa manera? —Al formular la pregunta, la luz de la vela se estrechó para adoptar la forma del haz de un furo. El rayo de luz se detuvo sobre un esqueleto engrilletado a menos de un metro de Gobineau. El collar que pendía en torno al cuello del esqueleto le despertó recuerdos.
—Al parecer, el duque olvidó alimentarla —comentó Gobineau—. Espero que no tenga en mente lo mismo para mí. La inanición es una manera muy desagradable de marcharse.
—Yo no me preocuparía por eso —le dijo la elfa—. Tras enterarse de vuestra aventura con su esposa, el duque ha dispuesto de muchos años para meditar qué haría exactamente con vos. Estoy segura de que, comparativamente, la inanición os parecerá bastante atractiva.
Gobineau dedicó un momento a imaginar qué planes podría estar contemplando el duque Marimund, y luego decidió que ciertamente no le gustaría estar cerca cuando los pusiera en práctica. Intentó erguirse tanto como se lo permitían los grilletes, y le dedicó a la elfa su sonrisa más encantadora. Esperaba no tener la cara tan magullada que estropeara el efecto.
—Sabréis que no soy un hombre del todo empobrecido —le dijo Gobineau—. Una muchacha inteligente e intrépida como vos podría hacer un buen negocio si me ayudara.
La risa de la elfa fue ligera, como un tintineo de diminutos cascabeles.
—Habéis hablado mucho durante vuestro delirio —replico—. Confiaría más en una serpiente para que guardara a un canario. Sin embargo, es posible que vos podáis ayudarme a mí. Durante la fiebre, dijisteis que os perseguía alguien. Quiero saber más sobre él.
—¿Y por qué debería deciros nada? —exigió saber Gobineau. La elfa volvió a reír.
—Porque, como hechicera del duque Marimund, han dejado a mi discreción el modo exacto en que moriréis. Lo imaginativo que sea el método que escoja dependerá de cuánto me contéis y de si me complace la información.
La voz de la elfa bruja descendió hasta transformarse en un grave susurro que contenía una abrumadora aura de mando.
—Decidme qué sabéis del hombre al que llaman Brunner.