TRES

TRES

La pequeña ciudad de Alelbec era poco más que una pocilga según las pautas del Imperio, pero para la campiña escasamente poblada de Bretonia constituía un floreciente centro de comercio e industria. Se enorgullecía no sólo de una taberna sino de dos, las cuales, según se decía, servían jarras que contenían más cerveza que agua. Se enorgullecía de tener una posada, un ferretero, un par de traficantes de caballos, e incluso un soplador de vidrio, aunque los productos de este último artesano iban a parar principalmente a Gisoreaux y Couronne. En efecto, la posada tenía las únicas ventanas con cristales y los únicos suelos de madera que había en ciento cincuenta kilómetros. Semejante prosperidad debía su existencia al emplazamiento de la ciudad, sobre el camino principal que iba desde Gisoreaux a la corte real de Couronne, cosa que hacía de ella una agradable escala para los viajeros cansados, tanto plebeyos como nobles, donde quitarse el polvo de la boca con una bebida.

Pero según las pautas imperiales continuaba siendo un tugurio y una pocilga, y Otto Kroenen se alegraría mucho de ver aquel montón de estiércol alejándose en la distancia cuando continuara su viaje. El fabricante de juguetes aborrecía los viajes que lo alejaban de su Reikland natal, y más especialmente aquellos que lo llevaban hasta Bretonia. Nunca dejaba de desconcertarlo el poco valor que los bretonianos daban a la comodidad personal. Muy al contrario, parecían obtener un placer casi sádico de las privaciones y las penurias. Sin embargo, los señores del reino se deleitaban con los mecanismos de relojería de Kroenen, y nunca dejaban de regocijarse viendo cómo sus pequeños caballeros de hojalata se desarzonaban unos a otros. Puede que los señores de Bretonia no gastaran ni una moneda en vestir a sus campesinos, pero ciertamente se mostraban muy dispuestos a cambiar oro por mecanismos ingeniosos cuya producción estaba muy por encima de las habilidades de sus propios artesanos. En el Imperio había otros fabricantes de juguetes con los que Kroenen tenía que competir, muchos de ellos, para ser honrado, bastante más inteligentes y creativos que él. En Bretonia, no obstante, Kroenen era casi el único.

Cosa que continuaba sin ahorrarle la perpetua incomodidad de dormir bajo los techos llenos de corrientes de aire de las posadas bretonianas, ni la desagradable experiencia de beber los caldos aguados e insípidos que los campesinos se atrevían a llamar cerveza y vino.

El humor de Kroenen se volvió aún más amargo al probar el líquido ambarino que se enranciaba dentro de la jarra que tenía sobre la barra, ante sí. El único pensamiento consolador era que su compañero estaba divirtiéndose aún menos que él. Kroenen dirigió una mirada vanidosa hacia la figura menuda que meditaba al final de la larga barra de madera. El bajo guerrero estaba cubierto por una cota de malla reforzada en algunos puntos por placas de acero elaboradamente grabadas. Su casco ribeteado en oro lucía el mismo tipo de adorno que las placas: espirales de runas interconectadas, cada una de las cuales parecía ser algún tipo de cabeza de hacha. De unos cinturones sujetos en torno a los anchos hombros y prodigiosa cintura del bajo guerrero pendía un conjunto de hachas mucho menos esotéricas, cuyas afiladas hojas destellaban a través de las ranuras que había en la superficie de sus fundas de cuero. Recostada contra la barra, junto al robusto luchador, descansaba una hacha mucho más grande con el mango hecho de una aleación de acero sumamente negra y cuya brillante hoja de doble filo cortaba como una navaja.

El guerrero era canoso, con la piel oscura y curtida. Una abundante barba rubia caía como una cascada de pelo grueso como alambre sobre su pecho y le ocultaba casi todo el rostro, salvo la ancha nariz y los estrechos ojos malhumorados.

Kroenen se consideraba muy afortunado por haber contratado a un guardaespaldas tan capaz como Ulgrin Hachafunesta. Normalmente, los servicios de un hachero enano habrían superado las tacañas inclinaciones del fabricante de juguetes, pero Kroenen había tropezado con el guerrero cuando la carrera de éste había comenzado a declinar con rapidez. Lo único que ahora quería el enano era ganar el oro suficiente para regresar al Imperio sin parecer un mendicante miserable.

A Kroenen le había resultado relativamente fácil aprovecharse de la desgracia del enano. Había sospechado que Ulgrin iba a rechazar su oferta, y ciertamente el enano había manoseado el hacha de un modo casi desagradable cuando Kroenen mencionó cuánto estaba dispuesto a pagarle, pero sabía que el guerrero estaba desesperado. No podía regresar al Imperio sin algo de oro unido a su nombre. Puede que estuviese dispuesto a que los hombres lo vieran trabajar en tareas menores a cambio de comida y cerveza, casi como si fuera un mendigo, pero lo que no podría soportar sería que los ojos de otros enanos lo vieran en un estado semejante. Formaba parte del mismo terco orgullo que había permitido que los hombres avanzaran en sus propios conocimientos de ingeniería hasta casi equipararse a sus antiguos maestros, mientras que los enanos apenas habían progresado desde los tiempos de Sigmar.

Excepto en el terreno de la fabricación de juguetes… Kroenen hizo otra amarga mueca que nada tenía que ver con la cerveza. Obtenía una cierta alegría perversa al observar la incomodidad de Ulgrin, como si se vengara en él por todas las veces en que había sido superado por los fabricantes de juguetes enanos en las grandes casas del Imperio. Kroenen imaginaba que se produciría otra tensa escena que involucraría al hacha cuando le informara a Ulgrin que la aguada cerveza bretoniana que el enano estaba bebiendo por barriles sería deducida de su paga.

Con un golpe, Ulgrin dejó sobre la barra otra jarra de madera. Alzó un puño canoso y le hizo un gesto al tabernero para que le llevara otra.

—Y a ver si puedes dejar de lavarte los pies en ella antes de servirla —añadió el enano. Sus ásperas palabras fueron rápidamente advertidas por un grupo de soldados que los observaban. Hombres de armas profesionales que formaban parte del séquito de algún pequeño noble que viajaba de regreso a la corte real, y que habían sentido un inmediato rechazo hacia aquel evidente extranjero. Bretonia no tenía los fuertes lazos ni la historia compartida con los enanos de la que gozaba el Imperio, y habían pasado muchos siglos desde que más de un puñado de aquellos seres bajos y robustos habían viajado por las verdes tierras del rey.

Los tres soldados se levantaron de la mesa que ocupaban y se encaminaron hacia la barra precedidos por un aire de hostilidad. Kroenen reparó en el avance y se retiró a las profundidades de la taberna para poner mayor distancia entre el guardaespaldas y su persona. Después de todo, era cometido de Ulgrin atender ese tipo de dificultades, ya que para eso le pagaba. El enano, por su parte, no pareció prestarles la más mínima atención a los rufianes que se acercaban, y mantuvo su feroz mirada clavada en las jarras de madera vueltas boca abajo.

—¿Eso ha dicho algo? —preguntó el soldado que iba delante. Era un hombre alto y gordo, con la cabeza cubierta por un casquete de acero redondeado, y vestía un brillante tabardo rojo y amarillo sobre una armadura de cuero, prendas ambas que luchaban para mantener cubierto el prodigioso vientre del hombre. Aunque en una mano tenía una jarra de cuero con cerveza, la otra descansaba sobre la empuñadura de una espada que se mecía a su lado.

—No estoy seguro. Masculla tan terriblemente… —comentó otro, que lucía sobre la cabeza un sombrero de acero de ala ancha.

—Tal vez ha bebido ya demasiado para hablar —dijo el tercero, un enorme bruto cuyo casco tenía una inmensa protección nasal de acero—. A fin de cuentas, los hombrecillos pequeños no deberían beber tanto.

El enano no se volvió para encararse con los soldados que lo insultaban, sino que mantuvo la atención fija en el tabernero que depositaba una nueva jarra ante él. Ulgrin tendió una nudosa mano, rodeó la jarra con el puño y luego se dedicó a vaciarla de un solo trago.

—¿Acaso eso debería impresionarnos, hombrecillo? —se burló el primer soldado.

Esta vez, Ulgrin se volvió y alzó la mirada hacia el fanfarrón soldado. Los ojos del enano eran como hogueras diminutas donde comenzaban a arder las llamas.

—¡No con este meado de cerdo! —Le espetó el enano—. En los dominios del Alto Rey, destetan a los bebés con una bebida más fuerte que esta agua de alcantarilla. Si queréis un torneo de bebida traedme una cerveza decente, porque para competir con esta porquería necesitaremos un mes.

—Creo que he oído que eso ha insultado a nuestra cerveza bretoniana —refutó el soldado de aspecto brutal—. Creo que el hombrecillo dice que nuestra bebida no es lo bastante buena para él —añadió con tono de amenaza.

—¿Tienes el hábito de pensar demasiado, o demasiado poco? —le contestó Ulgrin con una voz tan cortante como un cuchillo, Al otro lado de la taberna, Kroenen halló de repente una razón para estar en otra parte y se escabulló al exterior a una velocidad que no contribuyó a mantener su dignidad.

—¡Vaya un temperametillo tan horrible tiene! —observó el soldado gordo, que rió entre dientes su arrogante baladronada—. La gente bajita debería ser mucho más respetuosa —lo regañó, agitando un dedo a modo de advertencia.

—Pienso que es por ese feo nido de pájaro colgándole hasta la barriga que tiene por barba —observó el soldado del sombrero de acero—. Debe ser eso lo que hace que tenga tan mal temperamento.

—En ese caso, deberíamos afeitarlo —gruñó el bruto—. ¡Para mejorar su aspecto, si no sus modales!

Ulgrin puso los ojos en blanco al tiempo que se rascaba la barba con una mano.

—Los manoseadores de groblins os tomáis demasiado tiempo para buscar pelea —se quejó.

La mano libre del enano describió un arco para lanzar una de las jarras de madera que había sobre la barra, detrás de él, directamente al rostro del gordo. El soldado alzó ambas manos para protegerse cuando la jarca rebotó limpiamente contra su frente. La cerveza que quedaba en el recipiente se derramó y vertió una cascada de líquido ambarino en la cara del hombre del sombrero de acero, que retrocedió con paso tambaleante para apartarse de la desagradable ducha y tropezó con el bruto, que comenzaba a desenvainar la espada. Los dos hombres de armas se estrellaron contra el suelo en un enredo de brazos y piernas.

—Deberíais contratar a unos cuantos snotlings —dijo Ulgrin al tiempo que recogía su hacha de doble filo—. ¡Eso podría mejorar vuestras posibilidades! —El gordo había desenfundado la espada y, aunque aún tenía una mano sobre la herida de la frente, avanzó hacia el enano para vengarse.

Ulgrin sonrió ante el desgarbado avance y aferró con más firmeza su hacha de doble filo. Cuando el hombre se inclinó hacia atrás para descargar un tajo sobre su antagonista, Ulgrin se lanzó contra él y le asestó un golpe en la entrepierna con el mango del hacha. Al instante, la espada del soldado repiqueteó sobre el piso y un gemido sordo manó de su cuerpo como si quisiera escapar del dolor que le había dado a luz. El hombre cayó de rodillas con los ojos llorosos. Ulgrin sonrió al obeso soldado.

—Un consejo prudente: lleva siempre una bragueta de acero —le dijo el enano al aturdido bretoniano antes de darle un golpe ascendente bajo la barbilla con el mango romo del hacha y partirle la mandíbula. Ulgrin le volvió la espalda al inconsciente soldado en el momento en que los camaradas del hombre se desenredaban y se levantaban del suelo.

—¡Es mío! —gruñó el del sombrero de acero al ver el destrozo que Ulgrin había hecho con su amigo.

El hombre de armas se lanzó de cabeza hacia el enano en una carga impulsada por el odio a la que sobraba violencia y faltaba elegancia. A Ulgrin le recordó momentáneamente las acometidas de los guerreros orcos enloquecidos por la sangre, pero aquel soldado no poseía ni la descomunal corpulencia ni la irreflexiva ferocidad necesarias para hacer que el ataque le resultase problemático al veterano enano. Ulgrin alzó su enorme hacha y paró el barrido de la espada del soldado. El acero bretoniano se estremeció al impactar contra el negro acero del hacha. Las runas grabadas en el arma parecieron relumbrar por un momento, proyectando una débil luz azul. Impávido, el soldado descargó un tajo descendente con su espada, pero esta vez el arma no se limitó a rebotar sobre la letal arma del enano, sino que se partió como una ramita y el extremo de su hoja se deslizó por el suelo hasta el otro lado del salón. El del sombrero de acero contempló con horror e incredulidad su mutilada arma y luego al enano que lo miraba con expresión ceñuda. Ulgrin sopesó su arma y avanzó un amenazador paso.

—¡Es tuyo! —gritó el asustado soldado al pasar corriendo junto a su camarada de aspecto brutal y dejar caer el resto de la espada por el camino, abriéndose paso a través de los otros clientes de la taberna que ahora atestaban la puerta de salida.

El bruto gruñó al avanzar a grandes zancadas, con los ojos asesinos fijos en el enano.

—Has hecho un trabajo rápido con mis amigos, hombrecillo —gruñó el matón—. ¡Ahora veremos qué haces contra mí!

El corpulento soldado avanzó hacia Ulgrin con mayor precaución que el del sombrero de acero, claramente haciendo frente a su enemigo con un prudente grado de cautela. Ulgrin sonrió por debajo de la barba. A veces, el exceso de precaución era negativo.

El enano giró el torso desde la cintura para lanzar hacia adelante el mango del hacha, y el bruto reaccionó bajando la espada para interceptar cualquier golpe dirigido hacia su entrepierna con el fin de incapacitarlo. Pero el enano no tenía ninguna intención de repetir el ataque que había lanzado contra el gordito. En mitad del movimiento, cambió a un barrido con la parte superior del arma. El matón, ya inclinado para protegerse, quedó al alcance del hacha de doble filo y el color abandonó su cara cuando vio el destello del acero ante sus ojos. Algo golpeó el suelo con un sonido sordo. El bruto bajó la mirada y su piel se puso aún más pálida al ver la cercenada protección nasal que yacía en el piso.

Ulgrin se apoyó en el hacha y miró con ferocidad al conmocionado bretoniano. Éste apartó los ojos del acero limpiamente cortado, y con mirada cargada de terror contempló a su adversario. En el rostro de Ulgrin apareció una cruel sonrisa, que era tanto de burla como de desafío.

—Probablemente deberíais marcharos ahora —le dijo el enano al bretoniano—. Antes de que se me meta en la cabeza afeitaros —amenazó—. Con esto —añadió, al tiempo que le daba unos golpecitos al mango del hacha. El soldado no necesitó que se lo repitiera; metió de golpe el arma en la vaina y corrió a toda velocidad hacia la salida de la taberna.

Ulgrin sonrió con frialdad, dio media vuelta e inició el camino de regreso a la barra. Entonces, el sonido de dos manos que aplaudían lo hizo detener. Aferrando el hacha con mayor firmeza, el enano miró hacia los umbríos confines de la taberna y observó atentamente mientras el espectador que aplaudía avanzaba hacia la luz. De algún modo, el enano no se sorprendió al reconocer al hombre. Sus manos apretaron un poquitín más el mango del hacha.

—Brunner —le dijo el enano al hombre que acababa de salir de entre las sombras—. Veo que aún andas escabulléndote como un maldito goblin de túnel.

El cazador de recompensas continuó avanzando y una de sus enguantadas manos descendió para posarse sobre la culata de la pistola que llevaba enfundada de través sobre el vientre.

—¿Aún llevas encima esa monstruosidad, Ulgrin? —preguntó Brunner. El cazador de recompensas dejó que una suave carcajada escapara de sus labios—. Por supuesto, supongo que ya no te llamarían Hachafunesta sí la hubieras perdido. —Ulgrin le devolvió una mirada fija que puso en evidencia que no hallaba humor alguno en la broma del asesino a sueldo.

—¿Qué te trae a husmear por aquí, Brunner? —La voz del enano estaba cargada de suspicacia.

—Simplemente he oído que un viejo amigo estaba por la zona —replicó el cazador de recompensas con voz firme y serena.

Ulgrin bufó con feroz diversión.

—Tú no tienes amigos, Brunner —afirmó el enano—. Y silos tuvieras, yo no sería uno de ellos.

—¿Aún estás enfadado por aquello? —El cazador de recompensas sacudió la cabeza—. Yo había pensado que con esa buena memoria de enano que tienes, recordarías que yo lo había encontrado primero. Además, al juez Vaulkberg no le gusta tratar con enanos. Habría rebajado el precio si tú hubieras entregado a Selber.

—¿Se supone que eso debería hacerme sentir mejor? —gruñó el enano—. Cincuenta o sesenta monedas de oro en mis manos es mejor que ninguna. —Ulgrin abría y cerraba las manos en torno al mango del arma, como silenciosa expresión de su deseo de usarla.

—¿Y si te dijera que estoy buscándote a ti? —le preguntó Brunner al enano.

Era cierto, de alguna forma. Hacía ya algún tiempo que el cazador de recompensas se había enterado de que su viejo rival estaba en Bretonia, pero no había visto ninguna razón para que sus caminos se cruzaran antes de este momento. Ahora, el asesino a sueldo enano podía resultarle de utilidad.

—Necesito ayuda para atrapar a un objetivo que estoy persiguiendo. Un buen par de ojos que me guarden la espalda.

Ulgrin rió con desprecio.

—El gran Brunner necesita ayuda —se burló el enano—. ¿Por qué será que me resulta un poco difícil tragarme ese cuento?

—El hombre se llama Gobineau. Lo buscan por bandidaje, piratería, asesinato, por provocar incendios y ultrajar el honor de un pequeño ejército de esposas e hijas de nobles. —Brunner hizo una pausa, mirando directamente a los malhumorados ojos de Ulgrin Hachafunesta—. La recompensa que se ofrece es de dos mil coronas de oro. Si me ayudas, nos lo dividiremos a partes iguales.

El enano dejó que la hoja del hacha se apoyara en el suelo y la sujetó por el mango con una sola mano nudosa para poder rascarse el mentón con la otra. Los ojos de Ulgrin brillaron a con luz nueva, un destello de fiebre del oro.

—Mil coronas de oro —murmuró el enano—. Más que suficiente para poder marcharme de este desgraciado país y regresar a casa con dignidad. —Ulgrin devolvió su atención al cazador de recompensas—. Cuentas con mi interés, Brunner. Ahora, déjame saber qué terreno voy a pisar ¿Por qué necesitas mi ayuda?

Brunner le sonrió al otro cazador de recompensas y meditó cuidadosamente sus palabras.

—¿Has oído hablar de Mousillon?

—¿La ciudad maldita? —dijo el enano con tono de incredulidad—. Dicen que allí los fantasmas tienen su corte en castillos ruinosos y torres derribadas, que los ghouls deambulan por las calles y devoran toda la carne que pueden hallar. Se dice que es un refugio de la enfermedad y la plaga, donde la locura es algo corriente y los niños nacen retorcidos y disformes. Dicen…

—Dicen muchas cosas —lo interrumpió Brunner—. Muchas de ellas son mentiras, pero en las historias hay la verdad suficiente para hacer de Mousillon un lugar peligroso que debe evitarse. —El tono del cazador de recompensas se hizo más sombrío al continuar—. El hombre al que busco ha huido a Mousillon. Por eso te necesito.

Ulgrin bajó la mirada para clavarla en el suelo mientras la mente que había tras sus ojos consideraba la oferta del asesino a sueldo.

—Dos corren menos peligro que uno solo, ¿no es eso? —dijo el enano al fin—. Se parece bastante al modo en que dan caza a los trolls en Karak Izor. Llevan a un gran jabalí viejo al interior de los túneles. El jabalí capta el tufillo del troll y corre tras él pensando que encontrará unos bonitos champiñones sabrosos. Por supuesto que, cuando descubre al troll al final del rastro, empieza a chillar como si lo mataran, cosa que irrita tanto al troll que su único pensamiento es aplastar al jabalí. Habitualmente, eso da a los cazadores de trolls el tiempo suficiente para derribar al atontado bruto antes de que pueda desviar su atención hacia ellos. —Ulgrin dirigió a Brunner una feroz mirada suspicaz—. Sospecho que quieres que yo haga el papel del jabalí —lo acusó.

La sonrisa del cazador de recompensas no varió.

—Digamos sólo que alguien con tu especial aptitud para cortar cabezas primero y preguntar nombres después podría ser un buen complemento de mis propios métodos.

—Lo cual significa que yo hago salir a los enemigos mientras tú les disparas desde las sombras —se burló el enano. Calló durante un momento más luego lanzó una sonora carcajada—. ¡Por mil coronas de oro, puedo hacerlo! Has conseguido un socio, asesino a sueldo.

—Necesitarás un caballo —señaló Brunner—. Hay un largo camino hasta Mousillon. —El cazador de recompensas sabía que a los enanos, por regla general, les desagradaba cabalgar, aunque había visto a algunos que se las apañaban bien a lomos de mulas y ponis. Ulgrin asintió con la cabeza.

—El baboso para el que estaba trabajando, Otto Kroenen, me dio una mula para que pudiera seguirle el paso a lo largo del camino. Estoy seguro de que no la echará de menos. —El enano alzó el hacha y apoyó la hoja sobre un hombro—. Simplemente la consideraremos mi paga de despido —rió el enano mientras seguía a Brunner hacia la salida.

* * * * *

El viajero solitario estaba sentado en un inhóspito rincón olvidado de la pequeña posada. El piso de la pequeña estructura era un cenagal con tablas de madera echadas de cualquier manera sobre el fango para proporcionar espacios relativamente estables por los que caminar. Había unas cuantas pieles de buey extendidas sobre las paredes en un débil y sumamente fútil intento de mantener alejado el helor que todo lo invadía. Del techo caían hilos de agua en las zonas en que la paja había finalmente cedido al duro bombardeo que sufría desde que comenzó la lluvia, algunas horas antes. Los aldeanos que salpicaban el camino que conducía a la abandonada ciudad de Mousillon se destacaban por una pobreza que era notable incluso para los niveles extremadamente bajos establecidos por el campesinado de Bretonia, y la población de chozas donde se encontraba la pequeña posada no era ninguna excepción a la regla.

Nido del Grifo era el nombre que el dueño se había atrevido a darle a aquel tugurio. Agujero de Araña habría sido un título más honrado para aquel cuchitril miserable, al menos eso pensaba Gobineau. No obstante, el propietario, un hombre manco de pelo gris llamado Gaspard, tenía una cualidad simpática. Mutilado en su juventud por el delito de caza furtiva, Gaspard sentía poco afecto por los caballeros que gobernaban Bretonia y mantenían la paz. El posadero era famoso por su falta de interés en aquellos que conformaban la clientela de su establecimiento, cualesquiera fuesen sus delitos o el precio de sus cabezas. O tal vez simplemente se debía a que sólo un proscrito soportaría la bazofia que Gaspard llamaba comida y bebida y las condiciones decididamente monstruosas del largo establo cubierto de paja donde permitía que los clientes y sus animales intentaran alcanzar algo remotamente parecido a sueño y descanso.

Gobineau sacudió la cabeza con asco cuando una cucaracha lo bastante grande para proporcionarle una buena pelea a un gato casero avanzó chapoteando por el fango y se escabulló bajo una grieta de la pared más cercana. Un suspiro escapó del pecho del pícaro al meditar sobre la miseria circundante. Hacía apenas dos meses que había estado durmiendo entre sábanas de seda de Catai y comiendo faisán y pato asados. Claro que su muy ansiosa y complaciente anfitriona había tenido aquel problemilla conyugal cuando el noble señor cuya empresa de cinco meses, destinada a eliminar un nido de hombres bestia situado en el bosque de Chalons, sólo había durado tres. Por supuesto, sólo por la expresión pasmada del rostro del caballero casi había valido la pena tener que huir precipitadamente por las nocturnas calles de Couronne, aunque Gobineau lamentaba haber dejado tras de sí un par de excelentes botas.

Los pensamientos sobre la vida refinada hicieron que el pícaro sacara el relicario de marfil que llevaba metido en la blusa. Estudió el artefacto que había impresionado al hechicero hasta el punto de intentar matar a Gobineau y a toda su banda. Con una torsión de muñeca, Gobineau retiró la parte superior y dejó a la vista el objeto que Rudol había llamado Colmillo Cruel, aunque al bandolero no le gustaba pensar en el tamaño de la criatura a la que algo tan grande pudiera caberle dentro de las fauces.

Era indiscutible la gran calidad del artefacto, la grácil maestría sin par de quien lo habla hecho. Y, si Rudol era digno de credibilidad, el objeto tenía algo mágico. Eso lo haría especialmente valioso en el sitio al que se dirigía. El duque Marimund había sido protector de Gobineau en otros tiempos, cuando el pícaro operaba en la mitad meridional del reino. Mousillon era una base de operaciones ideal si uno tenía una constitución lo bastante vigorosa para resistir el aire de pestilencia que flotaba en la ciudad enferma, y si no le importaba dejarles las horas de oscuridad a las cosas innombrables que salían del cementerio de la urbe al llegar la noche. Había pocos caballeros en Bretonia que se atrevieran a entrar en la ciudad maldita, pues la consideraban un lugar malhadado y sacrílego. Era algo muy útil cuando uno intentaba escapar de los guerreros particularmente renaces de un barón o un marqués.

El duque también estaba obsesionado con todo lo relativo a la magia, pues abrigaba la esperanza de hacer realidad el loco sueño de restablecer los días de gloria de su putrefacta ciudad mediante brujería y magia negra. Estaría muy interesado en lo que Gobineau tenía para mostrarle. Y, por supuesto, mientras Marimund estuviera ocupado con su nuevo juguete, tal vez su bella y joven esposa estuviese interesada en holgar durante unas cuantas horas con su antiguo amante. Gobineau volvió a sonreír ante el pensamiento. Con la mente ocupada a medias por las hazañas amorosas, volvió a mirar el colmillo y reparó una vez más en los agujeros irregulares que parecían haber sido taladrados en la superficie. El pícaro se llevó la reliquia a los labios y sopló a través de la boquilla de plata del colmillo hueco, intentando evocar una de las muchas melodías pegadizas que había recogido durante sus viajes y que usaba para derretir incluso el corazón de la doncella más fría.

El pícaro miró el colmillo con fastidio cuando de él no manó sonido alguno. Inspiró más profundamente y volvió a soplar, para luego regañarse por ser tan tonto. Era el talismán de algún vetusto hechicero elfo de la antigüedad, no la flauta de un juglar. Riendo ante su ilusión, Gobineau volvió a deslizar el curvo hueso dentro del estuche de marfil y admiró nuevamente las tallas antes de ocultarlo entre los pliegues de su blusa.

Debía dejar a un lado los pensamientos de citas románticas y brillante oro. Era más importante que se mantuviera vigilante en el camino hacia la ciudad maldita, especialmente ahora que estaba a tan sólo un día de viaje de las seguras murallas de Mousillon. Se pondría en marcha a primera hora del día siguiente, y llegaría a Mousillon mucho antes del anochecer. No sería buena cosa que un caballero tropezara con él ahora, cuando estaba tan cerca.

Por supuesto, había otro pensamiento que aceleraba los planes de Gobineau. En la huida desde Valbonnec había reventado dos caballos a los que había abandonado en estado de agonía para robar otros corceles con que sustituirlos, pero continuaba sin estar seguro de haber eludido a todos los perseguidores. El cazador de recompensas Brunner era famoso por su tenacidad e infame por su brutalidad cuando culminaba la persecución. El pensamiento de que el asesino a sueldo pudiese estar cerca a despecho de toda la astucia y cuidado de Gobineau le causaba al pícaro más escalofríos que las corrientes de aire que se colaban por debajo de las pieles de buey.

El bandido cogió el aguamiel ligero que Gaspard le había dado para que hiciera bajar la cena de gachas tibias. Estaría lo bastante seguro cuando llegara a Mousillon, se dijo el pícaro mientras intentaba fortalecer sus nervios con el poco fuego que había en la bebida. Ni siquiera un fanático como Brunner lo seguiría hasta allí.

* * * * *

El gran salón del castillo estaba prácticamente desierto, pues los aduladores de la corte habían sido despedidos por una tajante orden de su señor. Seguían allí algunos servidores, que se encogían en el fondo como perros azotados que no sabían desde dónde podría llegar la siguiente patada de su amo. Un segundo estallido de cólera, más temible que el anterior, hizo que incluso aquellos desgraciados se escabulleran a través de la arcada de piedra que daba acceso al salón. Después de esto, el crepitar del fuego fue el único sonido que perturbó el silencio.

En el centro de la cámara, donde se había colocado una gran cantidad de bancos y mesas para celebrar el banquete recientemente interrumpido, se alzaba un trono de respaldo alto cuyo ocupante miraba con el ceño fruncido a los dos hombres que estaban de pie ante él. Era un hombre de semblante cruel, con una nariz ancha y una boca que parecía un grueso tajo sobre un mentón delgado. Su cuerpo no era alto pero sí fuerte, con extremidades torneadas por poderosos músculos, pura fuerza bruta que resultaba visible incluso por debajo del ropón de seda azul que llevaba puesto. Tenía el cuello grueso como un tocón de árbol, y en torno a éste pendían una gran cadena de oro y un pectoral sobre el que había un lobo babeante; el escudo de armas del vizconde de Chegney, un hombre tan famoso por su tiranía como por su implacabilidad.

Augustine de Chegney se inclinó hacia adelante desde su trono y clavó una intensa mirada feroz en su senescal.

—Tu historia me intriga, Pleasant —gruñó el noble—. Ahora que estamos solos, oiré más detalles. —En las palabras del vizconde había una amenaza implícita, una promesa de que si el resto del informe no resultaba tan prometedor como lo habían sido las insinuaciones del senescal, el vasallo del vizconde pagaría un alto precio por abusar de las ambiciones de su señor.

El hombre al que dirigía la palabra era alto y delgado, y llevaba una larga capa marrón sobre una blusa y unos calzones rojos. Tenía rasgos afilados, casi de pájaro, con un fino bigote que se ocultaba a la sombra de su nariz y una cabeza prácticamente cabra salvo por la franja de pelo blanco que conservaba detrás de la orejas. Elodore Pleasant alzó una mano cargada de anillos de oro y se pellizcó el mentón. Sonrió con nerviosismo, y luego continuó su informe.

—Este hombre. —Elodore señaló al extranjero vestido de negro que estaba detrás de él y que había acudido al castillo en busca de una audiencia con el vizconde— es el hechicero del que os he hablado.

—Tengo ojos en la cara, estúpido —gruñó el vizconde—, y la inteligencia necesaria para usarlos. —De Chegney apartó la atención de su súbdito para mirar al hombre que lo había acompañado. El hechicero no era tan delgado y frágil como el senescal, aunque estaba lejos de tener una constitución poderosa. Llevaba un ropón negro sobre el que parecían titilar y fluctuar diminutas estrellas con cada movimiento del hechicero. Los ardientes e intensos ojos del mago no se apartaron cuando la feroz mirada del noble se fijó en ellos.

—El arma que le habéis mencionado a Pleasant —dijo el vizconde—, ¿hará lo que vos decís que puede hacer?

—El verdadero grado de su poder podría incluso estar muy por encima de lo que he descrito —se jactó Rudol con voz cargada de emoción—. ¡Con un arma semejante en vuestro poder, ningún enemigo podría oponerse a vos!

—Mis enemigos ya no se atreven a oponérseme, hechicero —declaró De Chegney—. Tengo el mejor ejército de las Montañas Grises, y mis enemigos lo saben.

—Pero si vuestros enemigos se unieran… —aventuró Rudol—. Esa amenaza siempre existe, ¿no es verdad? Que pudierais convertiros en un problema lo bastante grande para que incluso aquellos de vuestros enemigos que menos amistad tuviesen entre sí hallasen una causa común para procurar vuestra ruina.

—Y existe la simple verdad de que no nos resultará fácil defendernos al mismo tiempo que orquestamos un ataque decisivo contra Le Gaires —intervino Pleasant—. Los planes del hechicero nos ofrecen la manera de lograr ambas cosas. —De Chegney agitó una mano para indicarle a su sirviente que debía reprimir el entusiasmo.

—El talismán del que habláis —preguntó el noble—, ¿os permitirá de verdad controlar a los dragones?

Los ojos de Rudol destellaron con una intensidad aún más fanática al responder a la pregunta del vizconde.

—Es un artefacto hecho por los elfos hace mucho tiempo. ¡Los hechiceros mortales jamás han osado imaginar algo semejante! ¡Con el Colmillo Cruel puedo llamar al dragón que fue unido al talismán y someterlo a mi voluntad! Puedo ordenarle que destruya a quienquiera que vos digáis. ¡Podréis aniquilar a vuestros enemigos desde lejos, y mantener vuestro ejército intacto y preparado para ocuparse de cualquiera que sea lo bastante estúpido para oponerse a vos después de que hayáis desplegado vuestro poder!

—¿Y qué sacáis vos de esto? —inquirió De Chegney, intentando no dejarse distraer por la fantástica perspectiva que Rudol le presentaba.

—Yo sólo soy un hechicero —replicó el exiliado al tiempo que se inclinaba humildemente ante el noble que estaba sentado en el trono—. No soy un gobernante. Sólo puedo prosperar sirviendo a un hombre que tenga un firme control de los asuntos prácticos del mundo prosaico, lo cual me dejaría en libertad para continuar las investigaciones de los misterios del mundo arcano. Si hago esto por vos, esperaré vuestra protección y mecenazgo como pago por mis servicios. —En el rostro de Rudol apareció una expresión astuta, y la sonrisa que le dedicó a De Chegney fue vanidosa—. Debo señalar que hace falta alguien muy versado en la magia negra para usar el Colmillo Cruel, para despertar al dragón de su sueño. ¡No es un silbato para perros que cualquiera pueda llevarse a los labios! —El hechicero asintió con la cabeza—. Nos necesitamos mutuamente, vizconde. Ninguno de los dos puede alcanzar sus ambiciones sin el otro.

De Chegney se retrepó en el trono.

—Habéis pedido protección para recobrar ese talismán de manos del hombre que lo tiene. —El noble hizo una pausa para considerar la solicitud—. Pondré veinte hombres a vuestra disposición. Los acompañará uno de mis caballeros. —El tono del vizconde se hizo más bajo y amenazador—. El señor Thierswind estará al mando de los soldados. Podréis hacerle sugerencias, pero no olvidéis que es él quien estará al mando de esta pequeña expedición. —El vizconde alzó un dedo con gesto de advertencia—. Quedáis avisado, Rudol: si el señor Thierswind sospechara ni por un momento que tenéis intención de traicionarme, le he dado autorización para que separe vuestra cabeza de vuestros hombros y me la traiga junto con el talismán. —El vizconde profirió un bufido de humor cruel.

»A fin de cuentas —rió—, siempre puedo encontrar otro hechicero.

* * * * *

La Isla de Sangre era un árido trozo de roca volcánica que asomaba del mar a unos trescientos kilómetros de la costa de Estalia. Era un lugar con mala reputación, evitado tanto por hombres como por bestias. Las rocosas laderas estaban desprovistas de toda vegetación que no fueran los musgos y malas hierbas más resistentes, cuyos esqueléticos tallos cubrían la tierra reseca y pedregosa. Salvo por los grotescos cangrejos que se arrastraban de noche por el fango y la suciedad de la laguna de la isla para rondar y cazar, el lugar carecía casi por completo de vida animal. Cuando el norte era objeto de las gélidas atenciones de Ulric, Señor del Invierno, algunos petreles y alcas les disputaban el señorío de la isla a los cangrejos, y sus estridentes graznidos se oían a leguas de distancia mar adentro.

Incluso los piratas renunciaban a la Isla de Sangre como lugar desde el que organizar sus ataques y donde ocultar sus tesoros. Tal vez era la arena rojo sangre de la playa que había dado nombre a la isla lo que tanto turbaba a los corsarios. Quizá era el alto volcán que la dominaba, un espectro omnipresente de inminente fatalidad que humeaba y tronaba. O tal vez era la leyenda, las viejas historias que decían que la isla había sido en otros tiempos un exuberante paraíso, hogar de una grandiosa y noble raza de gente. Los relatos afirmaban que la isla se había convertido en un árido desierto tras una sola noche de destrucción y carnicería, cuando una fuerza horripilante había descendido sobre ella y consumido todo lo que había en su superficie. Las leyendas no coincidían en la forma que había adoptado el destructor; algunas hablaban de un enfadado dios que moraba dentro de la montaña, otras de un gigantesco demonio coronado de llamas, y aun otras de una lluvia de rayos de fuego que había caído desde el cielo para calcinar toda la vida existente en la pequeña extensión de tierra.

En épocas primitivas, una vez al año, los toscos ancestros de los estalianos acudían a la isla en sus balsas, remando con canalete, para dejar una ofrenda en la playa con la esperanza de aplacar al enfadado dios de la montaña. Incluso en épocas más recientes, los marineros estalianos arrojaban un animal pequeño por la borda cuando pasaban a la vista de la isla. Nunca era prudente despertar a los demonios de su sueño.

En las sulfurosas profundidades de la gigantesca red de chimeneas de lava que serpenteaban por dentro de la montaña, una forma se movió sobre su lecho de brillante metal. Unas pulidas garras negras arañaron las doradas monedas que tenían debajo y las hicieron resbalar en una avalancha de riqueza. Una larga cola azotó la pared, haciendo caer piedras del techo. Las rocas se desmenuzaron y partieron contra el enorme lomo acorazado que yacía debajo. Unos párpados correosos se alzaron para dejar a la vista unos fríos ojos de color ámbar cuyas pupilas estrechas como ranuras se contrajeron y dilataron al despertar de un sueño de siglos.

Un siseo ronco como el de un millar de forjas manó del inmenso cuerpo de la criatura. Plenamente despierta de su interrumpido descanso, la mente del reptil se centró de inmediato en aquello que lo había molestado. Un insulto antiguo había sido repetido, y el hiriente dolor había vuelto a atravesarle la cabeza. La fría mente del reptil relumbró de pronto con una furia tan ardiente como la roca fundida que hervía en la caldera que calentaba su cubil.

Las poderosas extremidades arañaron el tesoro amontonado que formaba el nido del wyrm, impulsando el descomunal cuerpo a través de las chimeneas de lava. Un trueno brotó del reptil al acelerársele la respiración y comenzar la fuerza a inundar, una vez más, su gigantesco cuerpo. Una larga lengua purpúrea salió disparada de las colosales fauces de la cabeza en forma de cuña del monstruo, agitándose al saborear el aire. El monstruo siseó mientras se arrastraba hacia el débil rastro de aire fresco que había percibido. El colosal cuerpo del wyrm ensanchaba las chimeneas al arrancar polvo de roca de las lisas paredes con el roce de su piel. Al fin, se aproximó a su meta. La tremenda velocidad del reptil aminoró al acercarse al aire fresco, y con levísima precaución el monstruo se aproximó a la entrada del túnel.

El dragón salió por la boca de la chimenea como una serpiente gigantesca, provocando una avalancha de rocas que cayó por la ladera cuando contorsionó el cuerpo para ensanchar el agujero. La enorme cabeza cornuda miró hacia el cielo para contemplar con frío interés las estrellas que no había visto desde hacía quinientos años o más. La extraña luz de las lunas gemelas confería una tonalidad más fría a las rojas escamas y a las negras garras del reptil, aunque no contribuía en absoluto a apaciguar la cólera que hervía dentro de la criatura. Retorciéndose y clavando las garras como alabardas en la ladera del volcán, el dragón logró sacar los hombros fuera del agujero. Con una velocidad que parecía imposible para un cuerpo tan descomunal, el wyrm se arrastró desde la boca de la chimenea hasta la árida falda de la montaña, deteniéndose sólo cuando llegó al truncado pico del volcán.

El dragón bajó la vista hacia la desolada isla y estudió las dentadas rocas y arena escarlata con mirada depredadora. Los ojos del monstruo descartaron las correteantes formas de los cangrejos, y se alzaron para observar la plácida superficie del anchuroso océano. Allí habría marsopas y ballenas, carne más que suficiente para llenar la ansiosa barriga de un wyrm antiguo. Un hilo de siseante baba cayó de la boca del dragón al imaginar un banquete semejante, y luego los ojos del monstruo se entrecerraron cuando su mente volvió a pensar en aquello que lo había molestado. Por intensa que fuese el hambre que le roía las entrañas, había una fuerza aún más poderosa que motivaba al gigantesco reptil.

Sobre los hombros del dragón se desplegaron lentamente unas correosas alas negras como la noche y más grandes que la vela mayor de un galeón, y se agitaron arriba y abajo al probarlas el dragón en el cálido viento que ascendía desde el volcán. Las alas se abrieron del todo con un sonoro chasquido, y el dragón dejó escapar de sus poderosos pulmones un tremendo rugido acompañado de doradas llamas ondulantes que manaron de sus fauces. Sin más preámbulo, el monstruo, de sesenta metros de largo, se lanzó desde lo alto de la montaña, batiendo las descomunales alas que lo elevaron por el aire.

Malok describió dos círculos en torno a la isla, y luego ladeó el cuerpo para alejarse velozmente en una nueva dirección. Lo que quería encontrar no estaba en la Isla de Sangre. No, lo hallaría en otro lugar, un lugar situado al norte. Malok no sabía dónde podría encontrarlo ahora, pero sabía dónde había estado antes.

Por el momento, eso sería suficiente. Si no lo encontraba allí, entonces el dragón se limitaría a ampliar la búsqueda. Cuando hubiese reducido a ascuas y cenizas una extensión de tierra suficientemente grande, la pequeña alimaña no tendría dónde esconderse.