DOS
La habitación era pequeña y oscura, y olía a hierbas mohosas y líquidos rancios. Marañas de roñosas pieles de animales colgaban de ganchos sujetos a las paredes y a las vigas del techo junto con patas de pájaros y manojos de hierbas secas. Las paredes que no estaban dedicadas a estas macabras rarezas encontraban cubiertas de estantes ocupados alternativamente por jarras de terracota y botellas de vidrio, o bien por rollos de pergamino y libros con cubierta de cuero cuyas páginas conspiraban lentamente para liberarse de las encuadernaciones medio podridas.
La iluminación procedía de una lámpara en forma de cuenco que descansaba sobre la superficie de una larga mesa de madera sin pulir. Reunidos en torno a la mesa había unos hombres a quienes la extraña decoración del laboratorio del mago causaba inquietud, y cuyos ojos se apartaban de la tranquilizadora llama para observar las jaulas de mimbre que formaban parte de los objetos de la estancia y los pequeños seres que arañaban los barrotes de las mismas.
Sin embargo, dos de aquellos hombres no compartían la incomodidad de los demás. Uno de ellos era el no reconocido jefe de los otros, un gallardo hombre alto ataviado con armadura negra. Sus ojos no se desviaban hacia la oscuridad ni hacia las raras y antinaturales curiosidades de la habitación. Su atención estaba concentrada únicamente en el hombre que se hallaba sentado ante la mesa e inspeccionaba un delgado artefacto de marfil que tenía delante. Gobineau no estaba menos intimidado que sus hombres por el aura de amenaza que latía desde las paredes del estudio del hechicero, que en realidad parecía exudar el hechicero mismo. Pero era un bribón demasiado viejo, un ladrón demasiado antiguo para permitir que la inquietud lo incomodara. En sus tiempos había llevado más de un collar o un anillo robados a los traficantes, y sabía que estudiar la cara e intentar leer los pensamientos del hombre que estaba valorando la mercancía era tan importante como el botín en sí. El instinto le decía que, en las presentes circunstancias, no había ninguna diferencia entre este hechicero y un traficante de objetos robados, y que sus esperanzas de obtener un buen beneficio dependían de sus observaciones.
El hechicero en cuestión estaba sentado, con la intensa mirada fija en el extraño objeto que Gobineau le había llevado. A ratos, el hechicero desviaba la atención hacia uno de los decrépitos libros que había depositado junto a él sobre la mesa. Gobineau echó una mirada subrepticia a uno de los libros, aquel que el hechicero consultaba con mayor frecuencia, y vio que estaba escrito en dos tipos de letra distintos: los elegantes y gráciles símbolos de los elfos, y la tipografía más angular y áspera del reikspiel. Los dedos largos como patas de araña del hechicero se deslizaban rebuscando entre las páginas mientras inspeccionaba las tallas que cubrían el cilindro de marfil y su base de plata.
El nombre del hechicero era Rudol y, al igual que Gobineau, iba vestido de negro, con un largo ropón holgado de costosa tela que envolvía su delgado cuerpo como si estuviese tejido con sombras y oscuras horas nocturnas. Cuando el hechicero había descendido la escalera que iba desde lo alto de la torre hasta el estudio para recibir a los visitantes, les había dado la impresión de que dentro de las profundidades de su atuendo brillaban estrellas. Un casquete de tela azul oscuro descansaba sobre su cabeza, sujeto en torno a la frente mediante una faja de plata cuyo centro adornaba una adularia pulimentada. En la trama de la pechera de su ropón había sido entretejida la silueta dorada de un cometa.
El hombre que llevaba tal atuendo era delgado, y su estatura y fortaleza no resultaban dignas de mención. Pero, a pesar de eso, Gobineau recordaba a pocos hombres que causaran una impresión tan intimidatoria como el hechicero. Su piel oscura delataba sangre extranjera, portadora de la morenez del sur del Imperio y de tierras como Averland y Wissenland. Tenía el pelo negro y, a despecho de la edad que evidenciaba su rostro, era el más oscuro y lustroso que Gobineau hubiese visto jamás, sin siquiera un asomo de gris o plateado.
Los rasgos de Rudol eran duros, con una fina boca cruel fruncida en perpetua sonrisa de siniestra diversión, una nariz afilada como un cuchillo y dos ojos oscuros que destellaban con toda la obsesión de un adicto a la raíz de bruja. Incluso las manos del hechicero resultaban inquietantes, con dedos largos y finos que les conferían el aspecto de dos pálidas arañas en lugar de manos humanas.
Mientras continuaba con su examen, el hechicero alzó la mirada hacia Gobineau. El bandido se lamió los labios con nerviosismo al encontrarse los ojos de ambos, y le pareció que la burlona sonrisa se ensanchaba ligeramente cuando Rudol volvió al estudio del artefacto.
Rudol había sido un prometedor estudiante de los Colegios de Magia del Imperio antes de que la impaciencia y la ambición lo hicieran merecedor de la desconfianza y enemistad de sus profesores. Lo habían expulsado por su temeraria negativa a aceptar la cautela y contención que los hechiceros de más edad intentaban siempre inculcar a sus estudiantes. Había sido igual que si lo sentenciaran a muerte, pues Rudol sabía que aquellos que eran expulsados de los Colegios atraían siempre la atención de los cazadores de brujas, que perseguían con mayor celo a cualquiera que se dedicara a las artes prohibidas sin contar con protección oficial. Así fue como Rudol se vio obligado a huir de su tierra natal y mantenerse un paso por delante de los cazadores de brujas mientras cabalgaba hacia territorios que quedasen fuera de su alcance las verdes y agradables tierras de Bretonia.
Por supuesto, no había hecho esto con las manos vacías. Los mejores ejemplares de la biblioteca personal de uno de sus instructores habían acabado en poder de Rudol. Un día, se había prometido el hechicero, regresaría a Altdorf para recoger el resto de esa biblioteca.
Las verdes y agradables tierras de Bretonia no le habían ofrecido mucho con lo que poder lograr sus ambiciones. Era cierto que había eludido a los cazadores de brujas, que raras veces se aventuraban en los territorios del rey de Bretonia, pero se sintió extranjero en una tierra donde incluso los nativos estaban atrapados en una monstruosa pobreza perpetua. No encontró trabajo con ninguno de los señores nobles a los que ofreció sus servicios, que lo despidieron sin contemplaciones como mendigo, charlatán o cosas peores, persiguiéndolo por la campiña como espía imperial cuando los caballeros resultaban ser particularmente paranoicos o desconfiados respecto a los extranjeros. Desprovisto de la protección de la nobleza, Rudol se vio forzado a ganarse penosamente la vida entre el campesinado, gentes que casi no tenían para sí mismos, mucho menos para pagar los servicios de un hechicero.
Durante veinte años, Rudol se había visto oprimido por el mismo sistema de pobreza que a menudo mantenía a los campesinos de Bretonia en un estado peor que las condiciones en que ellos tenían a sus vacas y cerdos. Acabó manteniendo las heladas alejadas de los campos de cultivo a cambio de nada más que unos cuantos cuencos de sopa y un trozo de queso, provocando lluvias por un puñado de monedas de cobre y tal vez uno o dos pollos vivos, y sin embargo, entre los campesinos, unos honorarios tan miserables lo convertían en alguien rico, respetado y temido. La pequeña torre de piedra de dos plantas donde vivía había sido construida sobre ese miedo. Durante las largas horas de una noche, tras regresar de sus labores con el ganado y la tierra, los aldeanos la habían erigido por temor a que el hechicero pudiese lanzarles una maldición si se negaban a satisfacer sus exigencias.
Rudol sonrió al recordar ese acontecimiento. Aquella noche había saboreado un poco del poder que deseaba. Pero no sería la chusma campesina quien al final se acobardaría ante él, sino sus propios pares, los hechiceros que lo habían expulsado del Colegio Celestial de Altdorf. Le pagarían a Rudol por los años de miseria que había soportado y por las penurias que le habían hecho sufrir. Lo aclamarían como el más grande de su orden y confesarían sus celos y envidia, revolcándose por el polvo para implorarle perdón.
El hechicero volvió a dirigir la mirada hacia las páginas del libro que tenía abierto ante sí. Era una traducción de muchos de los caracteres usados en el idioma élfico eltharin a las más comprensibles letras del reikspiel nativo de Rudol. Con cada paso que avanzaba en la traducción de la historia tallada sobre el objeto de marfil, su pulso y su respiración se aceleraban porque apenas se atrevía a creer lo que estaba leyendo. El artefacto era muy antiguo, anterior al establecimiento de Bretonia e incluso al propio Sigmar, preservado de los estragos del tiempo por la magia permanente con que los elfos protegían la mayor parte de lo que hacían. Los caracteres tallados narraban un relato, un momento antiguo del tiempo pasado. Se trataba de la trágica historia de un príncipe elfo que cayó durante la legendaria guerra que tuvo lugar entre su pueblo y los enanos, en una época en que las tribus del Imperio aún se vestían con pieles de animales y se ocultaban en cuevas. El príncipe había sido un gran guerrero y líder entre su gente, y había dominado a los wyrms de la tierra para que lo sirvieran y lo condujeran a la victoria en la batalla.
Rudol dejó escapar un brusco jadeo al considerar lo que podría significar esto. ¿Era posible? ¿Era realmente posible? Había leído leyendas, fábulas relatadas por los elfos de Marienburgo que hablaban de un potente talismán usado por su pueblo para invocar a los dragones y dominar con su voluntad a los poderosos reptiles. Había sido llamado Colmillo Cruel según la traducción más aproximada en reikspiel, y la leyenda decía que se había perdido cuando su principesco dueño había caído en batalla contra los enanos. ¿Era posible que el señor del que se hablaba en las inscripciones del cilindro hubiese sido quien esgrimía el fabuloso talismán? Otro escalofrío de emoción ascendió por la espalda del hechicero al considerar otra parte de la antigua leyenda, la que hacía referencia al tamaño del artefacto mágico. El objeto que tenía ante sí encajaba bastante bien con las dimensiones de las que hablaba la leyenda élfica.
Había sólo un problema, y el entusiasmo abandonó a Rudol al considerarlo. Las narraciones eran invariables respecto al material con que había sido hecho el Colmillo Cruel: el diente de un dragón. El objeto que había estado estudiando era, incuestionablemente, de marfil de ballena, el tipo de artesanía que a menudo tallaban los llamados elfos marinos durante sus largos viajes. El entrecejo de Rudol se frunció por un momento al considerar este dilema. Contempló atentamente el cilindro, acercándole una de las extrañas lentes de cristal que se había llevado del Colegio Celestial. Estudió una vez más cada centímetro del artefacto, ahora pasando por alto la traducción de los grabados para concentrarse en la superficie en sí. Rió con alegría cuando su atento escrutinio descubrió una minúscula separación entre el marfil y la tapa de plata que conformaba la base.
—¿Habéis descubierto algo? —inquirió Gobineau, reaccionando ante el repentino entusiasmo del hechicero.
—¡Está hueco! —exclamó Rudol. Las palabras electrizaron a los bandidos que observaban, que se acercaron más a la mesa cuando el pensamiento de un tesoro oculto desvaneció su inquietud. Rudol hizo caso omiso de la ansiedad de los hombres que lo rodeaban, al parecer olvidado de su presencia, mientras los largos y delgados dedos se deslizaban entre los caracteres grabados y los presionaban.
—He visto antes este tipo de cosas —comentó el hechicero sin dirigir sus palabras a nadie en concreto—. Es como una caja rompecabezas de Catai. La pregunta es cómo se abre. —Los dedos del hechicero continuaron presionando y palpando las elaboradas tallas del cilindro de marfil y la tapa de plata. Gobineau observaba cada movimiento, con los ojos fijos en los exploradores dedos del místico. Oyó un levísimo chasquido cuando el dedo índice de Rudol pulsó un pequeño símbolo en forma de hoz que había sobre la anula de plata. El hechicero volvió a reír mientras le quitaba la tapa al cilindro de marfil.
Gobineau jamás había visto una expresión de codicioso embeleso como la que pasó por el rostro de Rudol al posar los ojos sobre lo que había estado oculto dentro del cilindro. El artefacto era como un relicario, como las cajitas de plata dentro de las cuales los campesinos piadosos llevaban el hueso del dedo de un santo o el mechón de pelo de una de las doncellas sagradas de la Dama. Pero lo que contenía el artefacto no procedía de hombre alguno, por santo o heroico que hubiese podido ser. Tampoco había formado parte de un elfo, por antiguo y fabuloso que hubiese sido. Era un ennegrecido hueso curvo de quince, centímetros de largo, con la punta afilada como una daga incluso después de los muchos siglos pasados. La superficie del hueso estaba perforada en algunos sitios por profundos agujeros, cada uno bordeado por un metal claro y brillante que a Gobineau y sus hombres les era desconocido. Del mismo modo que el cilindro era hueco, también lo era el objeto que contenía. Un olor maligno y nauseabundo pareció colmar la habitación cuando Rudol lo sacó del estuche, y Gobineau comenzó a sentir una gran emoción.
—¡Magnífico! —exclamó Rudol con voz ahogada—. ¡Es verdad! —Los dedos de Rudol acariciaron la ennegrecida reliquia como si exploraran la suave piel de una mujer hermosa.
—Entonces, ¿hemos encontrado un tesoro muy valioso? —inquino Gobineau, inmiscuyéndose en la alegría del hechicero.
—¿Valioso? —se mofó Rudol, tan perdido en el descubrimiento que habló sin pensar—. ¡Su valor es incalculable! ¡El rescate de un rey no sería más que una bagatela comparado con el valor de este artefacto! Todo el oro de las Montañas Grises no sería más que una miseria comparado con… —Rudol despertó bruscamente de la ensoñación y, al alzar la mirada hacia los ávidos rostros que lo contemplaban, vio el brillo codicioso de los ojos de los bandidos—. Por supuesto, hablo desde el punto de vista de un erudito —explicó con voz insegura—. No se obtendría un gran precio de alguien que no estuviese interesado en este tipo de cosas —continuó el hechicero con poca convicción. Se levantó de la silla, con el objeto aún aferrado en la mano. Gobineau extendió un brazo y cogió la reliquia antes de que el hechicero pudiera apartarla. Por un momento, bandolero y místico se miraron fijamente sin que ninguno soltara el artefacto. Al fin, con un encogimiento de hombros que casi era una disculpa, Rudol cedió y dejó que Gobineau recuperara el cilindro de marfil.
—Naturalmente, se os debe pagar algo por vuestras molestias —explicó Rudol al tiempo que avanzaba hacia una sección de estantes que cubría la pared que tenía detrás—. Por lo que vale la plata, al menos —continuó. Gobineau observaba al mago mientras el vello de su nuca comenzaba a erizarse. Observó cómo Rudol sacaba una bolsa de cuero de detrás de un astrolabio de latón y, al alzarla, sonó el inconfundible tintineo de las monedas que golpean entre sí.
—¿Tal vez tres coronas de oro os servirían como recompensa? —preguntó Rudol. De los bandidos, sólo Gobineau apartó los ojos de la bolsa de dinero que Rudol les tendía, para observar la otra mano del hechicero. Los dedos largos como patas de araña estaban moviéndose y curvándose en una elaborada serie de gestos.
Gobineau se maldijo por idiota y se lanzó al suelo. Había permitido que la codicia se apoderara de él anulara su cautela natural. No había calculado que Rudol podría decidir quedarse con el artefacto élfico, y lo más desastroso de todo era que había olvidado momentáneamente que el extraño anciano era mucho más que un extraño anciano. ¡No había tenido presente en todo momento el hecho de que Rudol era un hechicero!
* * * * *
El cazador de recompensas avanzaba lenta y trabajosamente por la vereda fangosa que constituía la calle principal de Valbonnec. Los campesinos se apartaban apresuradamente de su camino para refugiarse en la seguridad de los portales desde donde espiaban con sorpresa y miedo al personaje acorazado y su atavío extranjero. Eran gentes sencillas y muy trabajadoras que, en su mayoría, nunca se habían alejado más de unos pocos kilómetros de la aldea, y los únicos guerreros que habían visto eran los resplandecientes caballeros que eran a la vez sus señores y protectores. El hombre que ahora avanzaba por la estrecha franja de lodo era algo diferente, con un atuendo descuidado y sin los vistosos blasones de los caballeros. Sus armas eran extrañas, objetos que ninguno de los observadores podía identificar muy bien, pero decidieron que eran mortíferos de todos modos. Los ojos que miraban desde la visera del casco simple y carente de adornos eran como esquirlas de hielo, más parecidos a los ojos de un lobo que a los de un caballero. Un aire amenazador rodeaba al hombre, un olor a sangre y a muerte que bastaba para mantener a distancia a los tranquilos pobladores de Valbonnec.
Brunner prestó poca atención a los asustados rostros de los aldeanos. El miedo mantendría a los campesinos fuera de su camino. Le resultaría odioso matar a alguien por cuya muerte no le pagaran.
El cazador de recompensas se detuvo al ver la aguja de una torre. Tenía sólo dos plantas, ya pesar de eso era el edificio más alto del pueblo. La planta inferior estaba construida de piedra, bloques de granito sin tallar toscamente encajados. La planta superior se asentaba sobre ella como el casquete de una seta venenosa, y estaba hecha de madera. Era como una grosera parodia del tipo de lugar que un comerciante del Imperio convertiría en su casa, una mala copia de la clase de torre donde moraría un hechicero de verdad.
Brunner apartó los ojos de la torre para mirar la pistola que llevaba enfundada sobre el vientre y asegurarse de que aún tenía la cazoleta en su sitio, y a continuación acarició la pesada estructura de madera y acero de la ballesta de repetición. Con un poco de suerte podría neutralizar a la mayoría de los amigos de Gobineau antes de tener que recurrir a la espada. Por supuesto, tendría que ahorrarle al jefe de bandidos sus peores atenciones; para él no habría balas ni flechas de ballesta. La recompensa por Gobineau, la más cuantiosa que se ofrecía y la única que tenía interés para Brunner, especificaba que se descontarían quinientas coronas de oro en caso de que el villano fuese entregado muerto. El hombre de Reikland no tenía la más mínima intención de ser derrochador.
Mientras el asesino a sueldo estudiaba la pequeña torre con el fin de detectar vías alternativas de acceso que pudieran servirle a su presa para escapar, dentro de la estructura se produjo una conmoción repentina. Sonó como algún tipo de explosión salpicada por los gritos y lamentos de varios hombres. Brunner escupió al suelo y se lanzó hacia la torre a paso ligero. Tal vez ese tal Rudol era menos charlatán y más genuinamente hechicero de lo que él había supuesto. Quizá Brunner no era el único interesado en el precio de la cabeza de Gobineau. En medio de una pobreza tan desesperada como la que había visto en Valbonnec, podía imaginar incluso a un hechicero dedicando sus habilidades a propósitos más mercenarios.
Aunque eso no importaba. Nadie iba a interponerse entre Brunner y su presa, ni siquiera un hechicero.
* * * * *
En la habitación reinaba un tremendo desorden, con rollos de pergamino rodando por el suelo y plumas girando lentamente en el aire tras haber sido arrancadas de la grotesca colección de graznantes pájaros que anidaban en las jaulas del hechicero. Gobineau se encontró tendido de espaldas, tumbado bajo una hedionda piel vieja de lobo que había sido arrancada de la viga a la que estaba clavada. Le caían gotas de sangre de la nariz y también tenía una mejilla lacerada por una pesada taza de peltre que se había estrellado contra su cara. El bandolero sacó un paño blanco de su cinturón e intentó parar el flujo de sangre antes de que le manchara la ropa. En torno a él se oían voces gimientes que le indicaban a Gobineau que sus hombres estaban también vivos, aunque no ilesos.
Rudol se hallaba de pie detrás de la mesa y miraba a los hombres con una expresión que delataba tanto desprecio como fastidio. El hechicero tenía una mano tendida ante sí, con los dedos engarfiados de tal modo que parecía la garra de un buitre. De esa mano había salido el poder que los había atacado. En otros tiempos, Gobineau había incluido la piratería en su catálogo de delitos, cuando hacía presa en gordos comerciantes que intentaban arribar a la ciudad portuaria de Marienburgo. Lo que acababa de estallar en la estancia del hechicero era en todo tan feroz y terrible como un vendaval nacido en el Mar de las Garras, una ráfaga de aullante viento e invisible fuerza que había arrasado con todo lo que tenía delante. Luego, de modo tan repentino como había comenzado, la ráfaga de viento cesó y sólo quedaron los destrozos causados para dar fe de que había tenido lugar de verdad. Gobineau imagino que veía una luz mágica desvaneciendo lentamente de los ojos de Rudol, una energía azul pálido que alma tres veces maldita del bandido.
Los labios de Rudol se fruncieron en una mueca burlona al devolver la mirada del bandolero.
—¡Idiotas! —le espetó—. ¡Os atrevéis a pensar que podéis negarle a Rudol lo que desea! —Los dedos de la mano extendida se cerraron en un puño de blancos nudillos que el hechicero agitó con enojo hacia los aturdidos bandoleros—. ¡No habéis sentido más que una mínima medida de mi poder! ¡Dadme un motivo, y os destruiré a todos y cada uno! —El hechicero gruñó y dirigió el puño hacía la entrada. Extendió el dedo índice y, a una orden suya, la pesada puerta de madera se abrió bruscamente como si de ella tiraran con brutalidad unas manos invisibles—. Marchaos mientras esté dispuesto a permitíroslo —ordenó Rudol, cuyas palabras no permitían discusión. Gobineau volvió la cabeza y vio que el menos conmocionado de sus hombres ya estaba de pie y corría hacia la puerta. Giró la cabeza otra vez hacia Rudol al oírlo reír despectivamente y vio cómo tendía una mano hacia el artefacto que aún yacía sobre la mesa.
El bandido arrojó a un lado el paño empapado de sangre y desenvainó la espada al tiempo que se ponía en pie de un salto. Gobineau les rugió a sus secuaces fugitivos, poniendo en la voz toda la autoridad que pudo.
—¿Vais a dejar que este cerdo charlatán nos robe la fortuna, muchachos? —La mirada que le dirigió el hechicero casi le heló el corazón, pero el pícaro continuó gritando—: ¡No es ningún demonio engendrado por los desiertos del Caos! ¡Pinchadle la piel y sangrará como cualquier otro ladrón!
Qué efecto hubiesen podido tenerlas temerarias palabras de Gobineau sobre sus hombres era algo incierto e irrelevante. Cuando llegaron a la puerta los primeros bandoleros que se habían puesto de pie encontraron el paso cerrado por una terrible figura acorazada. El que iba en cabeza se encontró con el vientre hundido por el golpe seco que le asestó un puño del guerrero. El bandido se desplomó al tiempo que su última comida salpicaba la pared. El hombre que lo seguía vaciló, con los ojos muy abiertos de miedo, mientras buscaba a tientas la espada que llevaba metida en su cinturón de tripa de animal. No obstante, no llegó a sacar el arma porque el guerrero que bloqueaba la entrada alzó la pesada ballesta que tenía en la mano derecha y atravesó la cabeza del bretoniano con una saeta de acero.
—¡Por la gracia de Ranald! —oyó Gobineau que exclamaba uno de sus secuaces al contemplar la máquina de matar que ahora entraba en el estudio de Rudol—. ¡Es Brunner!
Gobineau pensó que la voz del otro bandido no habría podido estar más cargada de terror que si el mismísimo dios de la Sangre se hubiese abierto camino a zarpazos hasta el interior de la estancia. Al observar la pesada ballesta que el famoso cazador de recompensas llevaba en las manos, Gobineau volvió a caer al suelo del que se había levantado apenas momentos antes. No ignoraba el precio que se ofrecía por su cabeza, aunque tratara el tema con jactancioso desdén. La presencia de Brunner en una pocilga como Valbonnec sólo podía deberse a una razón, y Gobineau no se sentía terriblemente complacido por la perspectiva.
—¡Ahí está Rudol! —gritó con toda la potencia de su voz—. ¡Él es quien os interesa!
Las palabras no distrajeron en lo más mínimo al asesino a sueldo, que ya había identificado a Gobineau entre los otros bandidos que se encogían detrás de los destrozados muebles de la habitación. El bandolero no había esperado conseguirlo. Sin embargo, el hechicero era otra cosa. Rudol había oído el terror con que el hombre de Gobineau había pronunciado el nombre del recién llegado, y Gobineau estaba dispuesto a apostar que un hechicero del Imperio que vivía en la pobreza y el exilio no lo haría si no tuviera unos cuantos esqueletos en su pasado, esqueletos que podrían tener memorias duraderas y bolsas bien llenas de dinero.
Rudol gruñó y escupió una sarta de palabrotas que parecieron quemar el aire. En su mano crepitó una feroz cinta de luz, una cuerda de electricidad que el hechicero lanzó hacia el cazador de recompensas. Brunner reaccionó mucho más rápidamente de lo que Rudol había previsto, lanzándose al suelo y rodando tras la columna central que sostenía la planta superior. El rayo viró mientras serpenteaba por la habitación y estalló contra la columna que ahora se interponía entre él y su pretendida víctima. La piedra chisporroteó y se ennegreció bajo el impacto, con un estruendo parecido al alarido de una banshee. Sin embargo, el cazador de recompensas, impertérrito, salió velozmente de detrás de la columna para disparar una saeta de su ballesta hacia donde estaba Rudol. El misil erró el cuello del hechicero por el ancho de una mano, y arrancó esquirlas de la pared donde impactó.
—¡Moriréis por enfrentaros a mí! —gritó Rudol con palabras casi ininteligibles a causa de su acento. Uno de los hombres de Gobineau salió al descubierto y corrió hacia la puerta. El hechicero reaccionó al movimiento lanzando otro rayo con su mano engarfiada. La descarga eléctrica se estrelló contra el bandido que huía, y su alarido alcanzó tal potencia que Gobineau tuvo la certeza de que las cuerdas vocales se le romperían. El hedor a ozono y carne quemada colmó la habitación cuando un agujero negro de bordes desiguales apareció en el torso del bandido, que cayó al suelo con un impacto pesado mientras de la horrenda herida ascendía un humo acre.
Una vez más, Brunner salió de detrás de la columna para disparar contra el hechicero aprovechando la distracción que le proporcionaba el desafortunado bandolero. La ballesta de repetición volvió a sonar y la saeta de acero voló hacia el pecho de Rudol. También este segundo proyectil erró el blanco por muy poco y se clavó en la astillada madera de la mesa del hechicero. Ahora Gobineau tuvo la certeza de algo que sólo había imaginado cuando el cazador de recompensas erró el primer disparo. El conjunto de estrellas del ropón de Rudol había cambiado, desplazándose por la tela negra. A Gobineau se le puso la carne de gallina ante esta nueva manifestación de las artes negras del hechicero.
Rudol respondió otra vez al ataque, y una serpiente de luz abrió un agujero en la pared posterior del estudio, errando por poco al cazador de recompensas, que se lanzó a cubierto tras un barril que estaba boca abajo. El brujo volvió a gruñir una tremenda maldición de Averland y lanzó otro rayo serpenteante hacia el barril, que estalló en una lluvia de astillas y hierro fundido. Pero Brunner ya rodaba por el suelo y se refugiaba tras la cobertura ofrecida por otra columna de soporte.
—¡Gobineau! —El pícaro se volvió al oír gritar su nombre y miró hacia donde el último de sus bandidos había encontrado refugio. El hombre gritaba para hacerse oír por encima del siseo de los rayos que Rudol lanzaba, uno tras otro, contra la columna—. ¡Tenemos que salir de aquí! —gritó—. ¡Ahora, mientras intentan matarse entre ellos!
—Una sugerencia excelente —observó Gobineau, asombrado ante el hecho de que alguien pensara en decir en voz alta algo tan dolorosamente obvio—. ¡Por qué no vas delante, Pigsticker! —sugirió el pícaro. El otro bandido murmuró una plegaria a Ranald, hizo el signo de la Dama como precaución adicional, salió de su refugio y gateó lo más rápido que pudo hasta atravesar el umbral y llegar a la calle. Aún ocupado en atacar frenéticamente la columna de piedra, Rudol no prestó la más mínima atención a la salida del bandolero. Gobineau se preparó para emprender una veloz carrera hacia la puerta, y se arriesgó a volver la cabeza para echar una última mirada al enfurecido hechicero.
Los ojos del jefe de bandoleros se apartaron de Rudol y de los crepitantes rayos mágicos que salían de sus manos al ser atraídos por el cilindro de marfil que yacía sobre la mesa. Gobineau sonrió cuando una idea nueva tomó forma en su mente.
—No hay razón para que me marche con las manos vacías —observó el pícaro. Gateó por el suelo hasta que sus piernas quedaron debajo de la mesa. Se afianzó en el suelo y, empujando con ambos pies, lanzó la mesa sobre Rudol. Gobineau oyó que el mago profería un alarido al derribarlo el mueble, pero el pícaro no se entretuvo en ver qué daño había causado, sino que cerró una mano sobre la reliquia de marfil que había rebotado en el suelo.
Riendo, Gobineau se puso de pie y corrió hacia la puerta con la espalda muy inclinada para presentar el mínimo blanco posible en caso de que el hechicero ya se hubiese recobrado y sin dejar de vigilar atentamente la columna de soporte gravemente dañada. Puede que hubiese incapacitado a Rudol, pero eso le resultaría de poco consuelo si una flecha de la ballesta del cazador de recompensas se le clavaba en el pecho. No obstante, el temido disparo no se produjo. En cambio, hubo una sonora explosión y un brillante destello de luz azul. Gobineau se arriesgó a mirar atrás y se estremeció ante lo que vio.
Rodeado de astillas, Rudol se había librado de la mesa de cuyos restos ascendían espirales de un negro humo aceitoso. La capa negra del hechicero se agitaba en torno a él flameando en una brisa antinatural. Crepitante energía serpenteaba en torno al cuerpo de Rudol y cargaba el aire de olor a ozono. Los ojos del mago se habían vuelto blancos, perdidos dentro del poder misterioso que ahora lo colmaba. El semblante del exiliado estaba ahora contorsionado en una encarnación de odio y cólera, y sus engarfiadas manos gesticulaban lanzando rápidas descargas de rayos en todas direcciones, desintegrando madera y rajando piedra.
—¡Ladrones! ¡Escoria! —gritaba el enloquecido Rudol—. ¡El Colmillo Cruel es mío! —Al continuar el hechicero con su despiadado ataque, las vigas crujieron y del techo cayeron nubes de polvo. Gobineau vio que la columna de soporte gravemente dañada se estremecía y rechinaba, y esta horrenda visión lo arrancó de la fascinada parálisis que se había apoderado de él. Con un salto digno de una cabra montés, Gobineau atravesó la puerta y se plantó en la calle.
Detrás de él, Rudol miró hacia lo alto al tiempo que el color volvía a sus ojos tras abandonarlo la energía, y sus pupilas se dilataron de miedo cuando toda la estructura comenzó a estremecerse. Se puso a gritar precipitadamente en un idioma extraño, palabras que ninguna garganta humana había estado nunca destinada a pronunciar. En el momento en que alzaba los brazos para hacer gestos arcanos, la dañada columna de soporte, incapaz de aguantar el peso de las habitaciones de arriba, se rajó y se vino abajo, seguida un segundo después por la totalidad de la planta superior y el tejado de madera.
Gobineau irrumpió en la calle seguido por una ondulante nube de polvo al desplomarse sobre sí misma la torre del hechicero, cuyos muros exteriores ya no fueron capaces de mantenerse verticales sin el soporte de los pisos del interior. El bandido corrió un trecho por el lodo de la calle, y luego dio media vuelta para encararse con la estructura que a punto había estado de transformarse en su tumba. Apartó la mirada del montón de escombros para considerar su ropa desgarrada y sucia.
—Malditos harapos —masculló mientras observaba el desgarrón que había aparecido en una manga de su blusa. Luego contempló el cilindro de marfil que aún tenía en la mano y rió de buena gana—. Puedo comprarme ropa nueva —concluyó.
Un sonido que percibió detrás de sí hizo que se volviera rápidamente mientras su mano libre desenvainaba la espada. Volvió a reír cuando vio que sólo se trataba de los otros miembros supervivientes de la banda.
—Lo cogiste —comentó Pigsticker. Los ojos del grasiento bandido mostraban una vez más el frío destello de codicia que había brillado en ellos cuando los bandoleros oyeron la valoración que Rudol hacía del artefacto. Gobineau le lanzó al hombre una mirada de enojo, pero de inmediato dejó que se apagara para transformarse en una amistosa sonrisa. Gobineau no era aficionado a las confrontaciones de dos contra uno, ni siquiera a las confrontaciones con unas probabilidades más igualadas, a menos que el contrincante le diera la espalda.
—¡Somos ricos, muchachos! —exclamó Gobineau al tiempo que dirigía otra larga mirada al montón de escombros que hasta hacía muy poco había sido la torre de Rudol—. ¡El mundo es ahora una ostra que nosotros podemos abrir! —Hizo un gesto con la cabeza hacia las ruinas—. Pero hablemos de nuestra fortuna a una buena distancia de aquí. ¡Casi espero que ese hechicero pueda abrirse camino fuera de los escombros!
—¿Y qué hay de Brunner? —jadeó el tercer bandolero, que aún respiraba con dificultad a causa del brutal puñetazo que el asesino a sueldo le había dado en el estómago.
—Tampoco lo creo incapaz de desenterrarse de entre los escombros —concedió Gobineau—. Más razón aún para que nos marchemos lejos de aquí. —Señaló al bandolero con un dedo—. Dux, ve al establo a buscar los caballos. Pigsticker y yo nos reuniremos contigo en el molino que hay fuera del pueblo.
Gobineau observó cómo Dux se encaminaba apresuradamente calle abajo sin dejar de aferrarse el vientre. Cuando el bandido estuvo fuera del alcance auditivo, se volvió hacia su otro secuaz.
—Hay un establo en el extremo sur del pueblo. Sugiero que vayamos a aligerarlo de sus dos caballos más rápidos y nos escabullamos.
Gobineau no aguardó el comentario del otro bandido, sino que se deslizó al callejón que serpenteaba entre las chozas de paredes de barro. Su secuaz se apresuró a seguirlo.
—¿Por qué vamos a robar más caballos? —protestó Pigsticker—. ¡Ya tenemos unos!
Gobineau sonrió ante la falta de previsión del otro ladrón.
—Dime, después de todo lo que hemos oído de él, ¿piensas que Brunner se dejaría aplastar bajo la guarida derrumbada de un hechicero? —El otro bandido guardó silencio, con los turbios ojos absortos en la meditación.
—¿Piensas que está vivo? —preguntó Pigsticker. A modo de respuesta, Gobineau se encogió de hombros mientras lanzaba una patada al más cercano de un grupo de gansos que les bloqueaban el paso. Las aves graznaron con enojo pero desviaron su curso.
—¿Quién sabe? Pero prefiero pasarme de precavido —dijo—. Es algo que tiene que ver con el extremo valor que le atribuyo a mi cuello. —El pícaro se detuvo y se volvió para mirar a su compañero—. Tú eres un cazador de recompensas que le ha seguido el rastro a su presa y la ha encontrado. El único problema reside en que, casualmente, está en proceso de ser asada viva por un hechicero loco. El tipo listo reduce sus beneficios y se escabulle con la esperanza de que su objetivo salga del asunto de una pieza para poder atraparlo más tarde. —Gobineau sonrió con expresión de calculadora admiración—. Por lo que he oído, ese Brunner es un tipo muy taimado. Probablemente ha calculado que si alguno de nosotros salía vivo de la carnicería iría hacia los caballos a la velocidad de una flecha. —Gobineau rió malvadamente entre dientes—. Apuesto a que en este preciso momento está esperando allí.
Pigsticker se lanzó hacia adelante y su callosa mano se cerró en torno al cuello de la blusa de Gobineau. El bandido más corpulento estrelló al pícaro contra la pared de barro de la choza junto a la que estaban.
—¡Y has enviado a Dux allí para que lo mataran! —lo acusó.
—En absoluto —replicó Gobineau con voz forzada mientras intentaba llenar los pulmones de aire—. Lo envié allí para que nosotros ganáramos tiempo. Si Brunner está allí y sólo ve a Dux, supondrá que es el único que ha salido vivo del desastre. Mientras tanto, tú y yo nos escabullimos en la otra dirección.
Las calculadas palabras del pícaro hicieron pensar al otro bandido. Pigsticker soltó lentamente al gallardo bandolero, y Gobineau intentó alisar las arrugas que le había dejado la mano de su compinche.
—En Mousillon conozco gente que pagará una bonita suma por lo que tenemos —le dijo Gobineau al otro bandido—. Y prefiero dividir las ganancias en dos partes antes que en tres. —Pigsticker sonrió y asintió.
* * * * *
Quince minutos más tarde, Pigsticker se encontraba sentado en el suelo, con la cabeza oscilándole contra el pecho y los ojos fijos en el líquido oscuro que manaba de su vientre. Alzó la mirada al oír el trote de un caballo cercano. El rostro del bandido agonizante se contorsionó de odio al reconocer al jinete: Gobineau.
El pícaro le hizo un burlón gesto de saludo.
—Muchas gracias por la ayuda que me prestaste para tratar con el granjero —le dijo Gobineau, desde lo alto a su antiguo camarada, y luego dio una palmada en el flanco a su nuevo caballo—. La verdad es que crían buenos animales en esta zona. —El pícaro suspiró profundamente e hizo girar al caballo para que se alejara al trote.
»Es una lástima que no puedas venir conmigo —gritó Gobineau por encima del hombro—. Pero, por desgracia, yo prefiero no compartir las ganancias antes que dividirlas en dos partes.
Al observar el bandido agonizante al traicionero camarada que se alejaba, repentinamente la furia y la cólera vencieron incluso al helor de la muerte que comenzaba a invadirle las extremidades. Pigsticker era un caso poco corriente entre los bretonianos, pues sabía leer y escribir hasta cierto punto, algo que había aprendido durante un breve período de legalidad en que estuvo empleado como guardia de unos almacenes de l’Anguille. Ahora puso a trabajar esas habilidades olvidadas a medias. Mojando los dedos en el charco de burbujeante rojo que lo cubría, Pigsticker trazó lentamente sobre la tierra, una a una, las letras que delatarían al traidor.
* * * * *
El sol ya casi se había puesto cuando el cazador de recompensas encontró el cuerpo de Pigsticker en las afueras del pueblo. Los escrutadores ojos de Brunner recorrieron la sangrienta escena e interpretaron de inmediato la historia que narraba. Al bandido le habían clavado una estocada desde poca distancia y por delante, y la herida era demasiado pequeña para que se la hubiese causado una espada; más probablemente era obra de un cuchillo o una daga. Las armas del bandido aún estaban envainadas, así que resultaba bastante obvio que no había esperado el ataque, que, por tanto, había procedido de un hombre a quien el bandido consideraba su amigo. Una herida de ese tipo en el vientre le habría dado al hombre mucho tiempo para considerar la traición de su asesino. Fue con una sonrisa de triunfo que Brunner leyó la palabra que el agonizante bandolero había escrito en la tierra con su propia sangre. Era el nombre de un lugar, el lugar al que, indudablemente, se dirigía el asesino.
Brunner ya se había tomado demasiadas molestias para encontrar a su presa. La batalla con el hechicero fue algo para lo que el cazador de recompensas no había estado preparado en absoluto. De no haber sido por la oportuna distracción de Gobineau, tal vez Brunner no habría tenido la oportunidad de escapar lanzándose a través de un agujero abierto en la pared posterior de la torre por uno de los rayos del hechicero. A continuación, el cazador de recompensas se había encaminado rápidamente hacia los establos para esperar la llegada de cualquier superviviente de la banda que acudiera a recuperar su montura. Sólo uno se había presentado, y no era el hombre tras el que iba. Pero el bandido había confirmado que Gobineau había escapado del hechicero, y que el pícaro debía reunirse con él en el viejo molino. Cuando Gobineau no había aparecido donde el bandido decía que debía aparecer, Brunner había adivinado la astucia y duplicidad del pícaro y cabalgado rápidamente en círculo en torno al pueblo con la esperanza de hallar el rastro de su objetivo. Eso lo había conducido hasta Pigsticker y el sencillo mensaje dejado por el hombre.
El cazador de recompensas volvió a meditar sobre el nombre y el lugar que éste representaba. Había pocos lugares a los que Brunner dudara en ir y, no obstante, al parecer su presa se encaminaba hacia uno de ellos, la hechizada, decadente ciudad de Mousillon. Gobineau era listo a su manera, pero si pensaba que algo tan insignificante como ocultarse en el lugar más denigrado de toda Bretonia iba a favorecerlo, el pícaro no tardaría en descubrir que su inteligencia le había traicionado.
* * * * *
El viento se lamentaba y gemía a través de los árboles del pequeño soto, haciendo crujir y girar las hojas caídas. Si alguien hubiese estado allí para observarlo, tal vez se habría asombrado ante el extraño movimiento del aire, una espiral de fuerza que se desplazaba en sentido contrario a la suave brisa que acariciaba las copas de los árboles. El raro movimiento del aire comenzó a intensificarse, arrancando corteza suelta de los troncos de los álamos y desarraigando hierba de la frágil tierra. Al intensificarse aún más las espirales de aire, parecieron volverse visibles y relumbrar con una luz azul pálido. El espectral espectáculo se intensificó hasta que su brillo pareció rivalizar con el sol.
Luego desaparecieron fuerza, viento y resplandor. En su lugar, entre la corteza arrancada y la vegetación desarraigada, había una figura ataviada de negro. El hechicero giró sobre sí mismo y dirigió unos ojos que eran pozos de furia hacia el lejano agrupamiento de pobreza que conformaba Valbonnec. Los labios de Rudol se fruncieron en una burlona sonrisa torcida y su mano de largos dedos se abrió como una garra para luego cerrarse bruscamente en un apretado puño, como si aplastara la aldea en su interior.
Lo habían definido como demasiado emotivo para dominar adecuadamente las artes de la hechicería y la magia, demasiado propenso a los excesos y a dar rienda suelta a sus emociones. Los maestros del Colegio Celestial hablaban de contención, de medir cuidadosamente el poder que un hechicero atraía hacia sí mismo, de usar ese poder con cuidado y precaución para que no se descontrolara y escapara al dominio del mago que lo esgrimía. A Rudol lo irritaba infinitamente el hecho de que tuvieran razón al afirmar que era dado a excesos, propenso a permitir que las emociones lo desbordaran, a permitir que fuese su enojo en lugar de su intelecto quien dirigiera el poder que extraía de los vientos de la magia. En la torre había dejado que las energías celestiales casi lo abrumaran, permitido que destruyeran indiscriminadamente, que el poder aumentara hasta tal punto que podría haberlo consumido a él. Rudol había visto qué podía suceder si un hechicero permitía que una cantidad excesiva de magia se concentrara en su sangre. Los afortunados morían, estallando en un brillante destello de luz o simplemente desplomándose como desnucados por un ogro. Había otros que sobrevivían a cosas semejantes, con el cuerpo consumido y degenerado por las pasmosas energías que habían corrido sin control por su interior. Engendros, los llamaban, manifestaciones vivientes de la terrible fuerza que era padre de toda magia: el Caos.
Las extremidades de Rudol temblaban, conmocionadas y debilitadas por las energías que habían crepitado en torno a ellas. Con mano vacilante, el hechicero abrió un bolsillo de su cinturón y sacó un pequeño frasco de terracota que contenía un desagradable líquido parecido a la brea. El narcótico olor de la sustancia hizo que la mano de Rudol dejara de temblar, y se llevó el frasco a los labios para lamer un poco del líquido espeso como jarabe que contenía. Al instante, el efecto calmante de la droga recorrió las agotadas venas del hechicero, calmando los temblores musculares y los nervios palpitantes. La esencia de raíz de bruja no era fácil de conseguir, especialmente en Bretonia, donde los caballeros castigaban sin miramientos a los que eran lo bastante imprudentes para cultivar la hierba prohibida, castigo que muy a menudo significaba el descuartizamiento del delincuente. No obstante, era una sustancia vital, un ingrediente esencial para sustentar los poderes de magia negra de Rudol y evitar que se convirtiera en un tullido consumido por los ataques después de uno de sus fanáticos estallidos mágicos.
El hechizo que había empleado, que permitía que quien lo hacía desapareciera de un lugar para trasladarse a otro, era peligroso porque requería varios vientos de magia diferentes. El hecho de atraer más de uno de los colores de la hechicería incrementaba el riesgo de permitir que dentro del cuerpo del hechicero se concentrara demasiado poder del Caos. Incluso un hombre de temperamento tan osado como el de Rudol vacilaba ante el riesgo de cosas semejantes, pero no había tenido ningún otro medio de escapar de la casa que se derrumbaba salvo aceptar ese riesgo y emplear la magia gris que había aprendido hacía mucho tiempo.
El hechicero volvió la mirada hacia el sur. Podía sentir el Colmillo Cruel que se alejaba en poder del asqueroso bandido que lo había llevado hasta él. Sin duda, el ladrón ignoraba el hechizo que Rudol había puesto en el artefacto al adivinar qué era. Mientras el encantamiento se mantuviera, Rudol sabría con exactitud dónde estaba la codiciada reliquia. No pasaría mucho tiempo antes de que diera con el paradero del risueño bandolero.
Rudol consideró las opciones que tenía. Por supuesto, podía intentar matar al bandido y a cualquier compinche que estuviese con él cuando llegase el momento, pero si lo hacía corría el riesgo de que el poder volviese a dominarlo. El Colmillo Cruel era demasiado importante para arriesgarse a perderlo para siempre debido a un exceso de magia y a su propia impaciencia. No, haría mejor en conseguir espadachines a sueldo, hombres que acabaran con Gobineau y su chusma mientras Rudol libraba a aquella escoria del tesoro que poseía. Necesitaba un aliado, un protector, en esta empresa.
La siniestra risa del hechicero resonó en la noche. Tenía una idea bastante clara de dónde encontraría a dicho protector, un hombre lo bastante implacable para dar su apoyo a los planes del hechicero, siempre y cuando Rudol le hiciera creer que también él se beneficiaría. Miró otra vez hacia el sur y se imaginó al fugitivo Gobineau volviendo a deslizarse dentro de la cueva de araña que él llamaba su hogar. Esperaba que el sonriente pícaro hiciera buen uso de los días que le quedaban, ya que sin duda alguna estaban contados.