DIEZ
El rastro que seguían los cazadores de recompensas era horrendo, una senda de cenizas y ruinas sembrada de despojos de cuerpos humanos. El humo que los había atraído hacia el sur tenía su origen en un pequeño cañón sin salida donde el fuego aún consumía los pocos matorrales y retorcidos árboles que quedaban. El suelo del valle estaba cubierto por un manto de cenizas que hizo que Ulgrin evocara los volcanes que a veces se despertaban en los confines meridionales de las Montañas del Fin del Mundo. Asomando entre las negras cenizas había huesos partidos y placas de acero retorcidas por el calor. La devastación era obvia, y el poder de la fuerza que la había causado resultaba casi imposible de creer. Brunner se cansó pronto del morboso juego de contar yelmos para intentar determinar cuántos caballeros habían caído allí. La mayoría de las piezas de armadura estaban tan deformadas y ennegrecidas por el fuego del dragón que a veces incluso resultaba difícil determinar si algo que pensaba que era un casco no podría haber sido un peto o una pieza de la armadura de un caballo. En el fondo del valle había pilas de huesos y los cadáveres carbonizados de centenares de reses.
—Vaya un apetito que tiene ese lagarto —comentó Ulgrin, pero incluso él hizo el humorístico comentario con poca convicción, intentando librarse del terror que aumentaba en su corazón normalmente valeroso.
No permanecieron durante mucho tiempo en el valle, pues seguían columnas de humo aún más distantes que se alzaban en el este. Durante el resto del día, los tres cazadores viajaron de un escenario de tragedia y catástrofe a otro. Aquí una alquería convertida en un cráter, allá una huerta de árboles despojados de hojas y quemados a causa de la llama del dragón. En una ocasión llegaron hasta lo que parecía un caballero sentado junto al camino. Ithilweil había desmontado para acercarse al hombre cuando éste no respondió a la llamada de Ulgrin. No quiso hablar de lo que encontró tras la visera del caballero al levantarla, y sólo dijo que el guerrero estaba muerto.
Esa noche plantaron el campamento junto a una estrecha garganta, por encima del río Grismerie. Brunner escogió el lugar porque les proporcionaba una buena posición defensiva, con un precipicio vertical que conformaba un baluarte efectivo contra ataques procedentes del sur y el oeste. A menos, claro está, que el atacante pudiese volar, como sería el caso de un dragón. Por supuesto, de ser éste el caso, Brunner ya sabía que ni un castillo serviría como protección contra semejante criatura.
Ithilweil estaba otra vez mirando fijamente hacia la noche, como si intentara proyectar su mirada lo bastante lejos para ver a la criatura cuyo rastro estaban siguiendo. No había ningún débil resplandor en el horizonte, ningún sudario de humo que manchara el cielo nocturno. Ithilweil interpretó esto como indicio de que el dragón se había instalado en alguna parte, tal vez para descansar tras haberse entregado a su sed de destrucción. Pero sabía que era sólo cuestión de tiempo que el wyrm volviera a despertar y los fuegos ardiesen una vez más.
—Ithilweil. —La elfa se volvió al oír que Brunner la llamaba. El cazador de recompensas estaba sentado ante el fuego, aún acorazado y armado, aunque se había quitado el casco. Ulgrin estaba sentado sobre una musgosa piedra cercana y masticaba nerviosamente la pipa que asomaba de su barba—. Le habéis dado un nombre a este monstruo. ¿Qué más podéis contarme sobre él? Si Gobineau decide llamarlo otra vez me gustaría saber todo lo posible sobre la bestia con que vamos a enfrentarnos.
La elfa se deslizó por el campamento y se sentó en el suelo, junto al fuego.
—Una gran parte de lo que sé de él son rumores, y el resto son especulaciones. —Ithilweil hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos—. El dragón se llama Malok, un nombre cargado de horror y sufrimiento.
—¡Bah! ¡Malok también es conocido por mi pueblo! —La interrumpió Ulgrin—. El nombre procede del khazalid antiguo. Significa «malicia», y encontraréis toda una página del Libro de los Agravios en la que figura el nombre de ese lagarto ladrón de oro.
—Es posible que tuviera otro nombre en el idioma de mi pueblo —dijo Ithilweil—, pero, de ser así, el que le dieron los enanos lo desplazó con rapidez. Se sabe que cuando estalló la guerra entre mi gente y los enanos —la elfa hizo una pausa esperando algún áspero comentario por parte de Ulgrin, pero éste guardó silencio—, el dragón servía a un príncipe de mi pueblo que se había establecido en los territorios actualmente conocidos como Montañas Grises. Ahora puedo imaginar cómo el príncipe hizo que Malok lo sirviera, porque se trataba sin duda de uno de los renegados señores exiliados de Caledor.
—Cabía esperar que hubiese brujería elfa detrás de todo esto —gruñó Ulgrin, y escupió al fuego.
—¿Entonces fue ese príncipe quien creó el Colmillo Cruel? —preguntó Brunner.
—O lo hizo crear —replicó Ithilweil—. Pero, en todo caso, habrá sido su voluntad la que hacía funcionar el artefacto, la fuerza de su alma la que esclavizó al dragón. Los Colmillos Crueles son objetos terribles que dominan el espíritu de una criatura aplastándolo con la voluntad de otra. Por este motivo fueron censurados por los gobernantes de Ulthuan. Y son peligrosos incluso para aquellos de voluntad más fuerte, ya que el control no está nunca asegurado. Es más fácil y requiere menos esfuerzo obligar a un dragón a hacer algo que es propio de su naturaleza, pero resulta mucho más difícil dominar sus impulsos. También se especuló con la posibilidad de que la imposición de espíritus pudiese no ser la vía de sentido único que pretendían los que crearon el Colmillo Cruel. Cabría la posibilidad de que el ardiente espíritu del dragón se infiltrara dentro del cuerpo de quien usara el artefacto. De cualquier forma, el control es muy débil en el mejor de los casos y, una vez perdido, la ira del dragón se concentrará sobre quien posea el Colmillo Cruel, porque será capaz de percibir el lugar exacto en que se encuentra por mucha distancia que lo separe de él.
—Así que nuestro escamoso amigo podría haber hecho un largo viaje cuando Gobineau lo llamó a Mousillon —observó Brunner—. Pero la próxima vez el dragón estará más cerca, tendrá que recorrer menos distancia y llegará antes.
—Sí —asintió la elfa—. Sin una voluntad poderosa que lo refrene, Malok encontrará el Colmillo Cruel, matará a quien lo esté usando y probablemente lo arrasará todo en doscientos kilómetros a la redonda. Incluso entre los más ancianos y nobles de mi pueblo hay pocos que serían capaces de refrenar a una criatura como Malok, porque su poder y malevolencia sólo pueden haber aumentado a través de las eras. Entre los hombres no creo que exista una fortaleza semejante. Y estoy segura de que si existe, no anida dentro de la avariciosa pila de estiércol que vuestro Gobineau usa como alma.
—Puede confiarse en los elfos para crear algo que cualquiera puede usar pero ¡nadie puede controlar! —maldijo Ulgrin, que volvió a escupir al fuego.
—Lo que aún no entiendo —intervino Brunner— es cómo ese príncipe elfo llegó a perder el control de Malok.
—Usó a Malok contra los enanos cuando hubo guerra entre nuestros pueblos —replicó Ithilweil—. Las cicatrices que identifican tan claramente al wyrm las sufrió durante el conflicto cuando el príncipe cabalgó sobre él contra sus enemigos. La herida que recorre el vientre de Malok se la abrió la lanza que le arrojó un enano y casi ensartó al dragón durante la batalla de la colina de Ilendril. Tal era la potencia de las runas que los herreros enanos habían grabado en la enorme lanza, que incluso un dragón, siglos más tarde, aún tiene la cicatriz. La otra herida la sufrió durante el asedio de una plaza fuerte de los enanos que nuestras crónicas denominan con el nombre de «Pico de Hierro», un zigzagueante rayo mágico conjurado contra Malok por el sumo sacerdote de los enanos.
—Sí —convino Ulgrin—, y los enanos recordamos bien ese día, cuando el monstruo mascota del príncipe se tragó a uno de los más ancianos y sabios herreros rúnicos del reino. —Ulgrin rechinó los dientes—. Ese es un crimen del que un día responderán tanto el dragón como aquellos que lo lanzaron contra nosotros.
—Pero eso continúa sin explicarme cómo y por qué perdieron el control del dragón —interrumpió Brunner, con la esperanza de contener la discusión que estaba a punto de comenzar entre la elfa y el enano.
—Se decidió acabar con la guerra después de que el rey Fénix fuese asesinado en Tor Alessi —explicó la hechicera—. La guerra contra los enanos estaba cobrándose un precio demasiado alto, y las matanzas eran demasiado insensatas para soportarlas por más tiempo. Se decidió abandonar las colonias para regresar a Ulthuan. Un gran éxodo de mi pueblo dejó atrás los encumbrados emplazamientos y brillantes ciudades que habían construido para morar aquí y se encaminó hacia el mar con el fin de abordar las naves que los devolverían a su tierra natal. El príncipe elfo que controlaba a Malok le encargó al monstruo la custodia y guardia de su pueblo durante la marcha hacia la costa. Pero la protección y preservación no eran cosas que a Malok le resultaran fáciles de hacer; el dragón anhelaba matar y destruir como hacía cuando libraba la guerra contra los enanos. El riguroso trabajo de evitar día y noche la rebelión de Malok agotaron al príncipe poco a poco hasta que perdió finalmente el control. En el ardiente corazón de un dragón reside un orgullo tremendo, y Malok tiene que haber despreciado el estigma de formar parte de aquella retirada. Tal vez fue ese orgullo herido lo que al fin le permitió vencer el control del Colmillo Cruel. Como sea que llegara a suceder, el caso es que Malok mató a su amo y luego se puso a destruir a todos los elfos que pudo encontrar, lanzando una lluvia de fuego sobre los agotados seres que avanzaban lentamente hacia el mar.
—Al menos el viejo lagarto hizo algún bien —murmuró Ulgrin, que claramente sentía algo menos que compasión ante la desconsoladora historia de Ithilweil—. Tal vez los relatos del Libro de los Agravios son un poco duros con él.
—A mí me parece que ese Colmillo Cruel es más una maldición que una bendición —observó Brunner—. Puede que le hagamos un favor a Gobineau si se lo quitamos. —El cazador de recompensas dejó de hablar cuando Ithilweil se levantó de un salto y sus ojos asustados sondearon la oscuridad que se extendía más allá del fuego. Brunner tenía la experiencia suficiente con los agudos sentidos de los elfos para saber que era mejor no cuestionarlos. En un instante ya estaba de pie con la terrible espada Malicia de Dragón en la mano. Un momento después, los caballos y la mula de Ulgrin se pusieron a patear y relinchar su inquietud cuando un débil olor ofendió su olfato.
Ulgrin se levantó lentamente con una robusta hacha arrojadiza en cada carnoso puño.
—¿Alguna idea de qué inquieta a los animales? —preguntó el enano por la comisura de la boca—. No pensaréis que el lagarto vuelve a tener hambre, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
—No —respondió Ithilweil—, pero lo que aguarda en la noche, ahí fuera, es una abominación tan grande como él. —Brunner reparó en el conocido tono de miedo y repugnancia de la voz de la elfa. Aferrando mejor la espada, el cazador de recompensas bajó la mano izquierda para coger discretamente un objeto pequeño que llevaba oculto bajo el avambrazo.
De las sombras surgió una silueta alta que avanzaba a grandes zancadas. Los pesados pasos del intruso hicieron crujir el polvo, cosa que delató el hecho de que sus pies calzados de acero soportaban una pesada armadura. El tenue olor que había alarmado a los animales se intensificó hasta el punto de llegar al olfato menos fino de Brunner y Ulgrin. Era un hedor con el que ambos guerreros se habían encontrado en muchas ocasiones anteriores: el rancio olor de la muerte, la fetidez de un campo de batalla antiguo. Ambos cazadores de recompensas se aproximaron más al fuego, aunque cuidando de mantener los ojos apartados de las llamas para que no deslumbraran su visión nocturna. Poco a poco pudo verse un único ojo funesto que destellaba en la oscura silueta al reflejar el fuego como la pupila de un gato.
—Bonito cuento habéis narrado —siseé una voz cruel y cargada de odio desde la oscuridad— ¡para ser una ramera elfa desleal! —Ithilweil respingó visiblemente al oír la voz grotescamente distorsionada aunque repulsivamente conocida y odiada—. Habéis dicho muchas cosas que me interesan —continué el vampiro—. ¡Las suficientes para que haya decidido obtener respuesta a algunas preguntas antes de arrancaros esa mentirosa lengua de vuestro bonito rostro!
—¡Corbus! —jadeó Ithilweil con horror. La hechicera retrocedió lentamente hasta situarse junto a Brunner. El cazador de recompensas avanzó un paso y alzó la espada para situarla entre la hechicera y el vampiro.
—Tengo razones suficientes para acabar con vuestra vida —le gruñó Corbus a Brunner.
El caballero vampiro avanzó hasta el círculo de luz que proyectaba la hoguera. Ithilweil profirió una exclamación ahogada de honor al ver el mutilado rostro del vampiro. Una pulposa masa de inmundicia del mismo color del pus comenzaba a llenar la cuenca ocular destrozada, y tiras de tendones y músculos desnudos empezaban a unirse otra vez a la mandíbula hecha añicos.
El vampiro sonrió, dejando a la vista los colmillos y distorsionando aún más la cara mutilada.
—Tendré que pasar muchas noches bebiendo aguada sangre de campesinos para reparar mi cara —les espetó Corbus—. ¿Cómo os las arreglaréis cuando os arranque la vuestra del cráneo, asesino?
Brunner guardó silencio mientras estudiaba al repulsivo caballero de los Dragones de la Sangre. A pesar de la monstruosa herida que tenía en la cara, Corbus se movía con una gracilidad y fuerza que habrían avergonzado a un bailarín profesional, y lo hacía bajo el peso de una armadura que podría haber sido la gemela de la destruida por el hacha de Ulgrin. El grueso espadón bretoniano que empuñaba la mano recubierta de malla del vampiro pendía contra un costado de la criatura, pero Brunner no se dejó engañar. Ya lo había visto en acción y sabía que, con la inhumana rapidez que le era propia, la postura desprotegida del monstruo era una mera ilusión.
—Mátalo lentamente, Brunner —gruñó Ulgrin—. ¡Esa escoria me debe un hacha de guerra! —A pesar de la bravata, Brunner advirtió que su compañero no dejaba de retroceder ante el avance del vampiro. No estaba seguro de si la intención del enano se centraba en su equipo, en armarse con algo más imponente que un hacha arrojadiza, o si el objetivo que perseguía era llegar hasta la mula y marcharse a toda prisa. El cazador de recompensas no quería apartar la mirada de Corbus durante el tiempo suficiente para comprobarlo.
—Tu asquerosa sangre ni siquiera es digna de beberse —le espetó Corbus al enano—. Si hubieses mantenido quieta tu repulsiva lengua, tal vez incluso te habría permitido continuar profanando el suelo por el que caminas. Ahora, simplemente te destriparé como la alimaña que eres. —El ardiente ojo del vampiro se apartó de Ulgrin para volver a posarse sobre Brunner y la hechicera que se parapetaba tras él—. De vos quiero oír más acerca de ese hombre que llama a los dragones. Estoy muy ansioso por conocerlo.
—¡Al único que conoceréis esta noche es a Morr! —rugió Brunner al abalanzarse hacia él y lanzarle un tajo con el filo de Malicia de Dragón. Corbus paró el golpe con una facilidad casi despectiva, y la fuerza del brazo del vampiro hizo temblar la espada larga del cazador de recompensas. Mientras su arma chocaba contra la de Brunner, la otra mano del Dragón de la Sangre se cerró en torno a la garganta del cazador de recompensas, y las garras del no muerto aferraron la carne viviente en una presa de acero.
—Deberíais haber sido más fiel a vuestros trucos, asesino —gruñó el vampiro. La mandíbula de Corbus crujió cuando su boca se abrió mucho más allá de los límites que le habían sido impuestos en vida. Los lustrosos colmillos lobunos brillaron como marfil pulimentado a la oscilante luz del fuego cuando Corbus acercó su destrozada cara al cuello desnudo de Brunner.
—¿Quién ha dicho que he renunciado a mis trucos? —logró responder Brunner con voz estrangulada por la presa del vampiro. Su mano izquierda salió disparada a la velocidad del rayo, y en torno a la mitad mutilada de la cara de Corbus onduló una nubecilla blanca. Por la boca del vampiro salió un alarido ensordecedor cuando la criatura retrocedió dejando caer a Brunner al suelo. De las heridas del Dragón de la Sangre manó un grasiento humo gris que olía a carne quemada. Brunner no se detuvo para recobrarse de la brutal presa del vampiro, sino que se lanzó instantáneamente hacia el monstruo para atacarlo con Malicia de Dragón al tiempo que su otra mano sacaba algo del cinturón.
Incluso en medio del tremendo sufrimiento, las destrezas e instinto del guerrero de larga vida entraron en funcionamiento, y Corbus hizo un barrido lateral con su espada que desvió sin dificultad el arma de Brunner. Pero dado que aún se aferraba con una mano el siseante destrozo de la cara, Corbus dejó desprotegido su lado izquierdo. El cazador de recompensas había dado poca potencia a la finta de Malicia de Dragón con el fin reservar sus fuerzas para el verdadero ataque. La pulimentada estaca larga de madera que le había comprado en Tilea a un sacerdote de Sigmar caído en desgracia se hundió en la brecha que había entre el peto y el espaldar. El vampiro volvió a gritar cuando Brunner clavó la estaca en la carne impura. El cazador de recompensas retrocedió con paso ágil cuando Corbus le lanzó un torpe tajo con el espadón.
El Dragón de la Sangre retrocedió dando traspiés, jadeando y gruñendo al luchar contra el dolor que lo atormentaba. Corbus miró con ferocidad al cazador de recompensas, y su único ojo se clavó en los de Brunner. Luego, el caballero no muerto alzó la espada una vez más, sujetándola como si fuese una jabalina ligera que se disponía a lanzar. La mano de Brunner quedó suspendida sobre la culata de la pistola. No tendría posibilidad ninguna de equiparar la velocidad del vampiro, pero si la criatura estaba tan dolorida como parecía, tal vez podría superarla en puntería.
Un crujido y un rugido sonoros procedentes del otro lado del campamento decidieron la cuestión. Antes de que Corbus pudiese arrojar la espada, el vampiro fue lanzado hacia atrás cuando su peto estalló al golpearlo una bala de hierro. Al haber retrocedido hasta el límite del campamento, el vampiro había quedado casualmente cerca del borde del precipicio, y el impacto de la bala bastó para hacerle caer al vacío. Desde las profundidades resonó el alarido de frustrada cólera del monstruo, que se precipitó hacia las aguas del Grismerie.
Al volverse, Brunner se encontró con Ulgrin Hachafunesta sentado en el suelo, con su enorme rifle de ancho cañón humeando en las manos, un arma de los enanos conocida como «atronador» debido el imponente ruido que hacía al disparar. El retroceso del arma había derribado a Ulgrin, haciéndolo caer sentado al suelo. El enano gruñó desde dentro de la barba al esforzarse por recobrar la dignidad.
—Cinco coronas de oro por el precio de la pólvora, la bala y la puntería —declaró una vez que estuvo nuevamente de pie—. De tu parte de la recompensa, naturalmente.
Brunner sacudió la cabeza.
—No pienso lo mismo —le dijo al enano—. Tu garganta habría sido la siguiente de la lista. Cárgalo al coste de conservar la vida.
Ulgrin rió por lo bajo al tiempo que se apoyaba en el cañón del arma y luego se apartaba de él al descubrir que aún estaba caliente.
—No vas a engañarme tan fácilmente —dijo—. Ese chupasangre habría ido tras las orejas largas, a continuación. Tiempo más que suficiente para que me largara de aquí si me daba la gana.
La mención de Ithilweil hizo que Brunner se volviera a mirar a la elfa. Aún se encontraba en el mismo sitio al que se había retirado para valerse de la protectora espada de Brunner. Al acercarse, el cazador de recompensas reparó en la mirada perdida de sus ojos y oyó las quedas palabras musicales que susurraban sus labios. Con cuidado, Brunner tendió una mano que posó sobre un hombro de la elfa. La melodía cesó al instante y los ojos de Ithilweil recobraron su viveza habitual.
—Gracias —le dijo el cazador de recompensas, que adivinaba la finalidad del encantamiento. Había sido algo más que el dolor lo que había embotado la rapidez y los reflejos antinaturales del vampiro.
Ithilweil respiró profundamente varias veces para intentar recobrar la compostura tras el precipitado hechizo.
—Siempre es peligroso extraer energía de los vientos de la magia cuando el sol se ha puesto y los poderes oscuros están en ascenso —dijo—. Pero permitir que os asesinara esa abominación habría sido peor. —Le dedicó a Brunner una mirada de aprobación—. Fue un truco inteligente, ese de arrojar sal al rostro del monstruo.
—Ya os dije que me gustaba tener información acerca de mis enemigos —replicó el cazador de recompensas—. He tenido tratos antes con esas criaturas y, después del primer encuentro con uno de ellos, decidí averiguar cuáles eran sus puntos débiles. —Volvió los ojos hacia el borde del precipicio—. Por sí sola, la sal no habría hecho más que causarle dolor, pero la estaca de madera que le clavé en el costado fue hecha con el expreso propósito de destruir a los de su naturaleza, bendecida por los sacerdotes de Sigmar, si las buenas intenciones de los sacerdotes y los dioses tienen algún mérito.
—Entonces, no volveremos a ver a esa sanguijuela —comentó Ulgrin.
—Esperemos que así sea —replicó Ithilweil, con un obsesivo tono de incertidumbre en la voz—. Pero me sentiría mucho mejor si estuviéramos lejos de aquí.
—No creo que ninguno de nosotros vaya a dormir mucho sabiendo que el cadáver de esa cosa está ahí abajo —convino Brunner mientras enfundaba a Malicia de Dragón—. Nos arriesgaremos a viajar de noche. ¿Quién sabe? —observó el cazador de recompensas en un rapto de humor negro—. Podríamos acabar compartiendo posada con Gobineau.
* * * * *
En la pequeña banda de Hubolt había cinco delincuentes, aunque Gobineau no habría depositado muchas esperanzas en ninguno de ellos en caso de surgir problemas. Dos de ellos parecían lo bastante viejos para ser padres de Hubolt, si alguno hubiese querido aceptar ese dudoso honor. Otro era tan joven que Gobineau se preguntó si su mentón había pensado alguna vez en lucir barba. Los otros dos se diferenciaban poco de la simple chusma campesina con la que había compartido la posada la noche anterior, aunque llevaban una espada colgando al costado Ninguno de estos hombres tenía el despiadado aire de depredador y el helor de los ojos que distinguían al bandido veterano. Cualquier notoriedad que se hubiesen ganado aquellos hombres era enteramente debida a su jefe.
No obstante, Gobineau sabía que los hombres así eran fáciles de manipular: al carecer de la experiencia o la astucia necesarias para pensar por su cuenta, eran más propensos a obedecer cualquier orden que a cuestionar la intención que había tras ella. No, Gobineau no tendría nada que temer por ese lado. Hubolt, sin embargo, podría ser otro asunto. Si se veía reducido a dejar que unos hombres semejantes lo llamaran capitán, el bandido tenía que haber caído mucho más bajo de lo que había admitido en la posada. No había ninguna red de contrabando con Mousillon, ya que aquellos hombres habrían acabado desnudos y devorados cinco minutos después de poner los pies en la ciudad. Probablemente tampoco cometían muchos delitos, aparte de hacerse con alguna bolsa y hurtar algo aquí y allá. Realmente, tendría que vigilar a Hubolt, ya que sólo haría falta la más leve chispa de ambición para hacer que el hombre pensara en cosas mejores.
El barbudo bandido le devolvió la mirada a Gobineau desde el frente de la pequeña columna. Cabalgaban por una estrecha franja boscosa que discurría por el margen de una vasta región de tierras de cultivo. Tras algunas discusiones, ambos decidieron que Gobineau podría establecer una base de operaciones más viable que Quenelles Al parecer, la depredación del dragón había cargado contra algo más que los caballeros. Corrían historias acerca de que la presencia del wyrm había desalojado hombres bestia de sus cubiles situados en las profundidades del bosque de Chalons. Hubolt no estaba dispuesto a desoír esos rumores y, tras ver la compañía de ladrones con que contaba el hombre, Gobineau se sentía inclinado a estar de acuerdo con él. No habría confiado en hombres semejantes ni para que se enfrentaran con un tumulto de niños. Además, si había hombres bestia deambulando por la campiña cercana a Quenelles, los campesinos ya tendrían más problemas por los que preocuparse que la posibilidad de que un dragón destruyera sus hogares.
—Veamos, amigo —dijo Hubolt con el rostro contorsionado en una grotesca mueca a causa de la marca de hierro candente de su cara—, aún tenemos que hablar de cómo dividiremos las ganancias de este plan tuyo. —Era un tema que se había insinuado en varias ocasiones. Gobineau había advertido que la actitud de Hubolt era más rebelde cuanto más se adentraban en el territorio. ¿Tal vez el bandido ya comenzaba a pensar que no necesitaba un socio? Gobineau había abrigado la esperanza de retrasar un poco más esa eventualidad—. Dado que tengo que pensar en mis cinco hombres, quizá debería recibir la parte más…
Cualquiera que fuese el final con que Hubolt pretendía rematar la frase, quedó estrangulado por el grito que salió de su garganta. En su pecho apareció una flecha de plumas rojas cuyo impulso lo derribó de la silla del caballo y lo lanzó sobre el camino. Gobineau no le dedicó una segunda mirada al que había sido su aliado hasta ese momento, sino que se apresuró a mirar el camino que tenían ante sí. Media docena de arqueros vestidos de cuero estaban saliendo al descubierto, y tras ellos iba un caballero acorazado con un casco provisto de cuernos montado sobre un enorme caballo de guerra negro. Sin embargo, fue el hombre que cabalgaba junto al caballero el que dejó a Gobineau sin aliento. Cómo lo había encontrado Rudol no era algo tan importante como lo que el hechicero quería y lo que estaba dispuesto a hacer para conseguirlo.
De todas formas, al tiempo que despertaba su instinto de conservación, otra emoción surgió en su interior. El deseo de aplastar a esos hombres que osaban oponerse a él, detener sus corazones y dejar sus cadáveres humeando bajo el sol. Gobineau se contuvo justo cuando iba a espolear al caballo para llevar a efecto sus locas y suicidas intenciones. Con horror, reprimió la demente agresividad que se había despertado dentro de él. No estaba dispuesto a perder la vida luchando contra caballeros y hechiceros. No, si tenía a otros para que libraran las batallas por él.
—¡Atropelladlos antes de que vuelvan a disparar! —gritó Gobineau al tiempo que desenvainaba la espada y la agitaba por encima del cuello del corcel como si fuese un oficial de caballería kislevita. Las alimañas de Hubolt no se lo pensaron dos veces y, clavando las espuelas en los flancos de las monturas, cargaron hacia los enemigos. Gobineau tenía que reconocer que Hubolt al menos había tenido buen ojo para escoger a aquellos imbéciles.
El proscrito hizo girar a su caballo con un salvaje tirón de las riendas. Con un poco de suerte, el sacrificio de los hombres de Hubolt le daría tiempo suficiente para poner distancia entre su persona y el hechicero.
* * * * *
Rudol dirigió una mirada feroz a sir Thierswind. El caballero había desmontado y se paseaba entre los cuerpos de los hombres que habían matado sus arqueros, registrándolos a todos en busca del objeto que tan a menudo le había descrito el hechicero desde que salieron del castillo de Chegney. El hechicero ardía con irritada frustración, enfurecido ante la estupidez del arrogante espadachín. En lugar de escuchar al hechicero, en lugar de correr a toda velocidad tras el hombre que huía, Thierswind había insistido en registrar los cuerpos de los muertos para buscar el Colmillo Cruel y enviado sólo dos hombres en persecución del fugitivo. Thierswind no disimulaba en lo más mínimo la desconfianza que le inspiraba el hechicero, sospechando de todas sus sugerencias y advirtiéndole que el vizconde sería informado de cualquier engaño por su parte.
—Parece que estabais en lo cierto —concedió Thierswind al incorporarse tras haber registrado el último cadáver—. Deberíamos haber perseguido al hombre que escapó. —En la voz del caballero no había ni un asomo de disculpa. Si acaso, su tono era aún mis arrogante y hostil que antes.
—¿Y qué haréis ahora? —se burló Rudol. Thierswind le devolvió una mirada feroz desde debajo del casco.
—Interrogaremos al que aún está vivo —gruñó el caballero. Dos de los hombres de armas levantaron obedientemente del suelo a Hubolt, que aún tenía la flecha clavada en el pecho.
—¿Quién era el hombre que escapó? —exigió saber Thierswind. El bandido le dedicó una sonrisa burlona.
Thierswind cerró los acorazados puños.
—Decídmelo o…
—¿O qué? —jadeó Hubolt—. ¿Me mataréis? ¡Eso ya lo habéis hecho, así que ya no tengo motivo para temeros! —El bandido se puso a reír con roncas carcajadas, divertido por la impotente cólera del caballero. Pero la risa se transformó en un alarido de agonía cuando una energía violeta entró en la flecha y, a través del asta de madera, le penetró en el cuerpo. Al ver qué le sucedía al cautivo, los soldados retrocedieron. En torno al cuerpo de Hubolt rielaban chispas de energía. Del hombre herido se alzaba humo y su cuerpo temblaba como presa de un ataque. El rayo mágico continuó penetrando en Hubolt hasta que el cuerpo del hombre comenzó a cocerse de dentro afuera, mientras sus gritos se transformaban en entrecortados chillidos agónicos. Entonces cesó el ataque del brujo y el humeante cadáver cayó sobre la tierra chamuscada.
Thierswind y sus hombres miraron sin disimular su horror a Rudol, que se irguió sobre la silla de montar cuando los últimos destellos de poder se desvanecían de sus ojos. Había llegado el momento de que fuese él quien se entregara a la arrogancia, ahora que había demostrado al caballero y a su chusma quién estaba realmente al mando de aquella pequeña empresa, y que podía destruirlos a todos y cada uno con un simple gesto de la mano.
—Ahora haremos lo que yo diga —declaró Rudol, desafiando a Thierswind a protestar. El caballero no mordió el cebo, cosa que le evitó sufrir la cólera de Rudol—. El ladrón que tiene el Colmillo Cruel sabe que vamos tras él. Intentará perderse en la ciudad más cercana. Tendremos que detenerlo antes de que lo haga.
—¿Y cómo vamos a lograr eso? —logró preguntar sir Thierswind. Rudol le sonrió con indulgencia, como si el caballero no fuese más que un niño idiota.
—Mi magia me dirá siempre dónde está el Colmillo Cruel —declaró el hechicero. Luego, una ancha sonrisa comenzó a tensar los labios de Rudol—. Tal vez ha bastado con dos hombres —susurró—. Parece que el premio regresa a nosotros.
* * * * *
Brunner desmontó del lomo de Demonio para mirar de cerca las flechas de plumas negras que yacían junto a los cuerpos de los hombres muertos. Se habían encontrado con un pastor que recordaba haber visto a Gobineau pasar a caballo por sus campos de cultivo en compañía de una media docena de hombres de aspecto poco recomendable. Resultó sencillo seguir el rastro de los jinetes que, al fin, los había conducido a una zona boscosa y hasta la masacre que ahora tenían ante los ojos.
—Da la impresión de que nuestro bandido se ha encontrado con unos colegas —observó Ulgrin con ironía—. No hay honor entre ladrones, ¿eh? —le soltó a Ithilweil. La hechicera elfa parecía distraída y alterada desde que habían llegado a la horrenda escena.
—Esto no ha sido obra de un grupo de bandidos rivales —declaró Brunner. La voz del cazador de recompensas contenía un odio tan intenso, que la mano de Ulgrin bajó de modo instintivo hacia la pequeña hacha que llevaba metida en el cinturón.
Brunner partió el asta de la flecha que había estado examinando.
Ulgrin se preguntó por los motivos del repentino cambio que se había operado en su socio. ¿Qué podía haber en aquella simple flecha que afectara de tal modo a un personaje tan frío como el infame Brunner? No lo sabía, pero sospechó que dicha información podría ser de gran interés y, posiblemente, de aún mayor provecho.
—Ya veo —comentó el enano señalando con un dedo los chamuscados despojos que yacían en medio del camino—. Nuestro dragón ha adoptado el tiro al arco como pasatiempo.
—Esto no fue hecho por un dragón —afirmó Ithilweil—. Este pobre hombre no ha sido derribado por fuego de dragón sino por la más oscura de las magias.
Brunner miró el cuerpo y lo examinó brevemente. Era demasiado corpulento para tratarse del hombre al que perseguían. Aparte de eso, no tenía ningún interés.
El cazador de recompensas volvió a montar.
—Sé de un hombre que podría hacer esa clase de brujería —declaró tras haberse instalado otra vez sobre la silla—. No somos los únicos que persiguen a Gobineau.
—Entonces, ha sido otro quien ha cobrado la recompensa —refunfuñó Ulgrin, que de inmediato consideró el tiempo y la energía que había desperdiciado persiguiendo al forajido.
Brunner negó con la cabeza.
—No creo que el hechicero y sus aliados estén interesados en la recompensa —le dijo al enano—. Van tras el Colmillo Cruel, al igual que Ithilweil. —Contempló atentamente las huellas que se alejaban del lugar de la masacre—. Y parece que han conseguido lo que buscaban.
—Entonces tenemos que encontrarlos lo antes posible —dijo Ithilweil a los cazadores de recompensas—. ¡El Colmillo Cruel está en manos de un necio que no sabe que lo que posee es ya de por sí bastante peligroso, pero que lo es aún más en poder de alguien que de hecho piensa que sabe de qué se trata!
Brunner volvió a mirar las flechas de plumas rojas y evocó otra ocasión en que las había visto clavadas en los cuerpos de hombres caídos.
—Los encontraremos —dijo el cazador de recompensas con firmeza—. Gobineau iba con estos hombres. Es probable que ahora sea prisionero de quienes mataron a sus camaradas. De hecho, eso facilita nuestro trabajo. Gobineau es un proscrito, un hombre tan habituado a ocultar su rastro que lo hace con la misma facilidad con que respira, cosa que no sucede con los hombres que lo han capturado. Son guerreros entrenados, caballeros demasiado arrogantes para ocultar sus huellas, demasiado seguros de su propia destreza para molestarse en hacer algo semejante.
»Los encontraremos —repitió Brunner—. Lo que me preocupa es lo que nos espera allí donde los hallemos.
* * * * *
La mortecina luz del sol poniente no turbaba a los graznantes cuervos reunidos en torno al cadáver. Las hambrientas aves habían sido atraídas por el olor a muerte que flotaba sobre las tierras que ahora recorría el dragón. Pero tras el paso de Malok quedaba poco de lo que alimentarse, sólo ascuas y cenizas. Así pues, el cuerpo que yacía sobre la arenosa orilla del río Grismerie representaba un buen banquete para muchas criaturas hambrientas. Durante largas horas, sus picos afilados arrancaron trozos de las zonas de carne desnuda, intentando sacar bocados nuevos de debajo de la coraza de acero que cubría la mayor parte del cadáver.
Un cuervo picoteó la nuca del cadáver que yacía boca abajo y echó atrás la cabeza para que un nuevo trozo de carne se le deslizara garganta abajo. Pero el ave había comido su último bocado: al ponerse el sol, una vitalidad nueva colmó a la criatura muerta que el cuervo tenía bajo las patas. El ave graznó de miedo, pero cuando se erguía para alzar el vuelo una mano fuerte se cerró en torno a ella. El cuervo luchó para soltarse mientras lo que había sido su comida cambiaba de postura y se levantaba de la arena.
Corbus miró ferozmente al carroñero, y luego acercó la cara mutilada y nuevamente quemada al cuervo que se debatía. Las fauces del vampiro se cerraron sobre el cuerpo del ave y lo vaciaron rápidamente de la escasa cantidad de sangre que corría por sus venas. Era una comida patética que no logró satisfacer en lo más mínimo la creciente sed del vampiro, pero nutriría al monstruo y le daría fuerzas para buscar una presa más satisfactoria.
El caballero no muerto arrojó lejos de sí al ave destrozada y luego cerró las manos en torno a la estaca de madera que sobresalía de su costado. Había estado muy cerca de la muerte: el traicionero asesino había estado a punto de matarlo con sus deshonrosos engaños. La sal le había causado una quemadura terrible en la ya mutilada cara, pero la estaca había estado a punto de destruirlo. Sólo la cota de malla que llevaba bajo la armadura había impedido que el cazador de recompensas se la clavara lo bastante profundamente para que penetrara en su corazón. Haber estado tan próximo a la destrucción cuando se encontraba tan cerca de la redención era algo que hacía hervir de furia a Corbus. El asesino sufriría por las indignidades a que lo había sometido. Por los juramentos que les había hecho a los Dragones de la Sangre, Brunner tardaría mucho en morir.
Las fauces del vampiro se distendieron para lanzar un largo bramido doliente cuando, con un tremendo esfuerzo, Corbus se arrancó la estaca del cuerpo y la arrojó a la rápida corriente de las aguas del Grismerie.