UNO
Había pasado casi un año desde que concluyó el asunto del Príncipe Negro y me separé del cazador de recompensas, así que me resultó bastante inesperado volver a encontrármelo con las vestimentas recubiertas de fango y polvo del camino, la armadura con los primeros signos de herrumbre que eran frecuentes entre los guerreros de la marca; avanzando por las sinuosas y estrechas calles de Parravon. De algún modo, no obstante, aunque inesperado, no me resultó sorprendente ver otra vez a Brunner. Ya despecho de los acontecimientos que me hicieron abandonar la ciudad tileana de Miraguano para trasladarme a la tranquila urbe más pequeña de Parravon, a pesar del carácter traicionero e implacable que se manifestó en Brunner durante la cacería del Príncipe Negro, y del aura de violencia y amenaza que rodeaban al propio hombre, descubrí que me sentía bastante complacido por volver a ver a mi antiguo colaborador.
Mi nombre es Ehrhard Stoecker, originario de Altdorf, ciudad donde viví hasta que los acontecimientos que rodearon la famosa narración en la que hablaba detalladamente del infame conde vampiro Vlad von Carstein me hicieron ver la prudencia de emigrar de mi tierra natal. Sin embargo, incluso en el exilio me resultó imposible mantenerla mente ociosa y la pluma apartada del pergamino. En Miraguano comencé a poner por escrito las hazañas de los aventureros con quienes me encontraba en las muchas tabernas de dicha ciudad y ninguna de ellas había sido tan sanguinaria ni fascinante como la carrera del cazador de recompensas llamado Brunner. Ahora, obligado por las exigencias de una barriga vacía a poner por escrito la historia de la familia del duque de Parravon, atrozmente inflada para engrandecimiento personal, me sentía más atraído que nunca hacia los violentos y a menudo horrorosos viajes de Brunner. Fue con gran entusiasmo que invité a mi viejo cómplice a reunirse conmigo en la posada donde me alojaba, ansioso por saber más sobre sus aventuras y los oscuros hechos que las acompañaban.
Brunner pasó un buen rato regalándome con relatos sobre el tiempo que había pasado entre las ciudades-estado de Tilea, después de que yo abandonara brusca y precipitadamente la urbe de Miraguano. Oí muchas cosas que me inquietaron e hicieron que me alegrara aún más de haber marchado del sur hacia la seguridad de Bretonia y la protección de sus valientes caballeros. El cazador de recompensas narró los horrores que acechaban bajo las laderas de las Cuevas, las impuras alimañas que ahora ocupaban los salones de los antiguos señores enanos de Karag-dar. Me habló de seres muertos que recorrían las calles nocturnas de la propia Miragliano, y me estremecí al evocar la experiencia que me había hecho huir de Altdorf hacía ya mucho tiempo. Me informó también de la corrupción que se había generalizado por la campiña de toda Tilea, de espantosos emisarios del reino de los Dioses Oscuros y de los fanáticos dementes que se enfrentaban a ellos, los integrantes de la infame inquisición de Solkan. Con la pluma volando sobre las páginas, me apresuré a anotar todos los detalles de los relatos de Brunner mientras él apilaba horror sobre horror. Cuando hubo concluido, el cazador de recompensas se retrepó en la silla mientras bebía de su jarra de aguamiel y me observaba acabar apresuradamente las notas.
Alcé la mirada hacia mi compañero y, una vez más, me asombró su imponente estampa. Llevaba un traje de brigantina en torno a su cuerpo delgado aunque poderoso. Sobre la tela y el metal vestía un peto de gromril ese metal fabulosamente fuerte cuyo secreto sólo conocen los enanos. Avambrazos y grebas de acero ennegrecido para impedir cualquier brillo delator le protegían brazos y piernas. Sobre la mesa, el cazador de recompensas había dejado el casco de acero ennegrecido, y la oscura sombra de la visera vacía me contemplaba con mirada amenazadora. Junto a éste descansaba una ballesta pequeña, una arma que yo sabía que mi compañero sería capaz de usar en un abrir y cerrar de ojos en caso necesario. Tampoco ignoraba que tendría otras armas al alcance de la mano, como la serie de cuchillos enfundados en una gastada bandolera de cuero que le cruzaba el pecho, la peligrosa hachuela que colgaba junto a su cadera, e incluso la pistola de experta manufactura que llevaba enfundada sobre el vientre. Dos armas en particular estaban unidas a una cierta fama. La primera era el enorme cuchillo que Brunner había bautizado morbosamente con el nombre de Degollador, y que era lo último que muchos de los heridos proscritos habían visto en esta vida.
La otra era una espada larga cuya delgada hoja había sido hecha mucho tiempo atrás en las forjas de Reikland con el pomo y la empuñadura de oro en forma de dragón alado. La llamaban Malicia de Dragón, y yo había visto por mí mismo con qué destreza y alegría podía emplearla el cazador de recompensas. La espada sí tenía bastante historia en la región, pues había sido la reliquia tradicional de familia de los barones de la casa de von Drakenburgo hasta la total aniquilación de la estirpe por parte del vizconde de Chegney. Dada la implícita animosidad que mi colaborador había exhibido siempre hacia el vizconde, parecía adecuado que el arma del derrotado enemigo de aquel villano hubiese ido aparar a las manos de Brunner.
Abandoné el estudio que estaba haciendo del cazador de recompensas, olvidando una vez más las hendeduras y abolladuras de su coraza y las historias subyacentes en cada una de ellas, y miré los ásperos rasgos del hombre, clavando la vista en sus gélidos ojos azules.
—Eso da cuenta de vuestras proezas en Miragliano —le dije, al tiempo que volvía a hundirla pluma en el tintero—. Pero han pasado dos estaciones desde que acabasteis con el Príncipe Negro, y no puedo creer que un hombre como vos haya permanecido ocioso durante tanto tiempo.
Brunner se inclinó hacia adelante y las patas de su silla golpetearon el piso. Dejó la farra de aguamiel sobre la mesa, y me dedicó una sonrisa ceñuda.
—No, lo he estado todo menos ocioso —respondió—. No os apuréis por eso. —Una vez más, la inquietante sonrisa lobuna había aparecido en su semblante—. ¿Tal vez habéis oído rumores, historias sobre problemas en el este?
Me quedé sin aliento. En efecto durante las últimas semanas habían corrido historias, relatos de destrucción y horror que se habían propagado como un incendio, inquietando a los caballeros de Parravon, poniéndolos nerviosos. Se esperaba que el duque anunciara en cualquier momento una campaña contra el origen de esas alteraciones, una misión destinada a destruir a la bestia que asolaba los ducados orientales. De hecho, si había algo de verdad en aquellos rumores, los caballeros de todo el reino cabalgaban ya para medir su temple contra ese reto, para demostrar que eran valientes y encarnaban las antiguas virtudes.
—¿El dragón? —exclamé con voz ahogada—. ¿Tuvisteis algo que ver con eso? —La mente me estallaba con un millar de preguntas, y mí mano temblorosa de emoción se esforzaba por escribir las respuestas del asesino a sueldo—. ¿Lo habéis visto? ¿Es real?
Brunner asintió con un leve gesto de la cabeza y su voz descendió hasta un susurro grave.
—Es real —replicó—. Y lo he visto.
En la voz de Brunner había un tono emocionado que nunca antes se había manifestado en nuestras conversaciones, un eco de perdidos ayeres y mañanas desvanecidos.
Tras un último sorbo de su jarra, Brunner comenzó la narración…
Sicho giró el cuello dentro del lazo de áspera cuerda donde lo tenía metido. ¿No era ya bastante malo que fueran a ahorcarlo, que encima tenían que prolongar las cosas? La cuerda estaba irritándole la piel hasta el punto de resultar insoportable, y le causaba una comezón que sus manos, atadas a la espalda, no podían aliviar.
El cazador furtivo y bandido ocasional dirigió la mirada hacia donde el alcaide continuaba hablando monótonamente de sus delitos, de la despreciable naturaleza de su alma y de que merecía un final mucho más terrible que el simple ahorcamiento prescrito por la ley del duque. Sicho alzó los ojos al cielo para luego desviar su atención hacia la fangosa plaza sembrada de estiércol y las desvencijadas chozas que conformaban la supuestamente floreciente aldea de Veleon. La multitud que se había reunido era mucho más numerosa de lo que él había previsto, pues habría unos cincuenta mirones, muchísimos más de los que podía sustentar un charco de meados de cerdo como Veleon. Lo más probable era que el duque hubiese declarado un día de fiesta para que los campesinos de pueblos y aldeas vecinos tuviesen la oportunidad de ver su ejecución. Era algo de lo más considerado, habida cuenta de que la muerte de Sicho podría ser lo más emocionante que sucediera durante años en la aburrida penuria de sus vidas. Por supuesto, al duque lo motivaba más la esperanza de que, al ver a Sicho colgado, se enfriaran las ambiciones de cualquier cazador furtivo y bandido en ciernes que hubiese entre el campesinado.
«Era mejor morir con rapidez que aceptar una muerte lenta como la de aquellos idiotas», pensó Sicho. «Apuesto a que la mitad de ellos jamás ha probado la carne», añadió el bandido para sí al encontrarse con que una vieja particularmente desgraciada lo contemplaba con la boca abierta y por completo desprovista de dientes. Sicho se contorsionó tanto como pudo para dirigir una mirada feroz hacia la hinchada figura del alcaide. Con el mismo tono monótono, el hombre hablaba ahora sobre un incidente que Sicho casi había olvidado, relativo al robo de los huesos de un caballero en un pueblo de las afueras de Brionne.
—¿No podéis acelerar las cosas? —gruñó el bandido con el labio partido y la cara contusa. Los hombres de la milicia que lo había capturado se habían mostrado bastante entusiastas en su trabajo. El alcaide enrolló el pergamino que había estado leyendo y se golpeó con él la carnosa palma de la mano—. Al paso que vais, estaremos aquí hasta medianoche.
El rotundo funcionario agitó el pergamino hacia el condenado y avanzó un amenazador paso hacia él.
—¡Podrías mostrar un poco de contrición por todos tus inmundos crímenes, perro llorón! —Le espetó el alcaide—. ¡Porque responderás de tus fechorías ante la Dama y los dioses, bandido! Cuando se tense la cuerda y te deje sin respiración, habrá pasado el tiempo de arrepentirse. —El alcaide miró más allá de Sicho, a los ojos de los dos fuertes milicianos que sujetaban el otro extremo de la cuerda que rodeaba el cuello del forajido. Entre ellos se alzaba un viejo poste indicador, por encima del cual habían pasado la cuerda.
—¡Al menos yo soy un ladrón honrado! —maldijo Sicho—. Decidme, ¿qué os permite mantener llena esa gorda barriga vuestra? Apuesto a que no son el mijo y las gachas.
El alcaide se irritó ante el insulto, tanto por la verdad que contenía como por el veneno con el que fue expresado. La cara del gordo se oscureció hasta casi alcanzar el mismo tono rojizo que la gastada chaqueta de cuero que luchaba para contener su corpulencia.
—¡Ya hemos dedicado bastante tiempo a esto, perro! —espetó, y volvió a mirar a sus dos hombres para luego alzar la mano con la que sujetaba el pergamino—. Cuando baje la mano, tensad la cuerda y enviad a este animal con los dioses.
Sin embargo, cuando la mano del gordo comenzaba a descender, se oyó un chasquido seco y un crujido de madera que se partía. El descenso de la mano del funcionario se detuvo en seco al quedar clavado a la pared que tenía detrás el pergamino que aferraba, atravesado por el acero mate de una saeta de ballesta. Se oyeron exclamaciones ahogadas entre la multitud, y el alcaide abandonó su infructuoso intento de recuperar la proclama. Los ojos del gordo se abrieron de par en par con asombro y aprensión al ver al hombre que lo contemplaba desde detrás del agitado grupo de campesinos.
Era una imagen imponente, con la mitad superior del rostro oculto tras el ennegrecido acero de un casco de estilo extranjero, el delgado cuerpo enfundado en un traje de brigantina gastado por los elementos, y el torso protegido por un peto de metal oscuro. Era como mirar una raída imitación de los caballeros a los que el alcaide servía, una tosca e infame burla de las bruñidas corazas y coloridos tabardos de los grandiosos guerreros bretonianos. Incluso el caballo que montaba el hombre era oscuro y desagradable, muy diferente a los nobles y valientes corceles de guerra de los caballeros.
Pero el alcaide vio estas cosas sólo de pasada, pues su atención estaba fija en la extraña arma que el guerrero tenía preparada para disparar. Nunca había visto una ballesta, aunque se la había descrito un pariente suyo que había viajado hasta Couronne. Lo intrigaba el curioso dispositivo en forma de caja que había sobre la ballesta, y no lograba imaginar cómo funcionaría un arma semejante. El gordo volvió a fijar la mirada en el inexpresivo rostro de acero del casco del desconocido.
—Necesito hablar unas palabras con ese hombre al que estáis a punto de estirarle el cuello —dijo la fría voz del guerrero.
El color volvió al semblante del alcaide cuando percibió el tono de arrogante autoridad con que hablaba el desconocido.
—¿Os atrevéis a interrumpir a un representante oficial del duque de Vertain en el cumplimiento de sus deberes? —gruñó el obeso funcionario. Puede que nunca hubiese visto una ballesta, pero tenía una idea bastante clara de cómo funcionaba, y el desconocido ya había disparado la saeta. Desvió los ojos hacia sus milicianos. Los soldados ataron rápidamente el extremo de la cuerda que sujetaban y comenzaron a avanzar con las manos posadas con soltura sobre las empuñaduras de las espadas.
La extraña arma del jinete se estremeció, y volvió a oírse el tañido de la cuerda de acero de la ballesta. Los dos milicianos se detuvieron cuando un par de saetas se clavaron en el suelo ante sus pies. Horrorizado, el alcaide apartó los ojos de sus hombres para volverlos hacia el jinete. Retrocedió con paso tambaleante y se encogió contra la pared al ver que la ballesta de repetición giraba hacia él.
—La próxima vez apuntaré más arriba —le dijo el jinete—. Pero, si me complacéis, hablaré unas palabras con vuestro prisionero y continuaré mi camino.
El alcaide asintió con un leve gesto de la cabeza mientras se escabullía tras el integrante más cercano de la sucia y murmuradora muchedumbre.
El cazador de recompensas hizo avanzar su caballo y se abrió paso entre los campesinos hasta posar la mirada en Sicho.
—Llegas un poco tarde para recoger la recompensa por esta cabeza —se burló el bandido al tiempo que lanzaba un escupitajo sobre el polvo. Brunner le dedicó al condenado una gélida sonrisa mientras sus dedos aferraban la cuerda que ascendía por detrás del cuello de Sicho. El forajido se puso de puntillas cuando Brunner tiró ligeramente del lazo.
—Esperaba que te mostraras más cooperador —le dijo al tiempo que volvía a tirar de la cuerda, lo bastante para hacer que la siguiente inspiración del bandido se transformara en un jadeo ahogado—. Tal vez haga que te dejen caer después de que hayas colgado un poco. A ver si eso te suelta la lengua. —Brunner dejó la cuerda y se echó atrás sobre la silla de montar de Demonio, su caballo de guerra—. Si eso no funciona, siempre podemos volver a empezar. Tantas veces como sea necesario. —El cazador de recompensas metió una mano debajo del avambrazo y sacó un trozo de cuero enrollado—. Van a ahorcarte, Sicho. Cuántas veces lo hagan, depende de ti.
Sicho rotó la cabeza en amplios círculos para intentar aflojar la presión del lazo en torno a su cuello, y frunció los labios para lanzar un gruñido al cazador de recompensas. Luego sus ojos se posaron sobre el objeto que sujetaban las enguantadas manos y sobre el retrato que habían dibujado en el cartel de requerimiento. La hostilidad se desvaneció y la reemplazó una carcajada.
—¡Gobineau! —exclamó el forajido condenado—. ¡Estás buscando a Gobineau! —Por el sucio rostro de Sicho corrían lágrimas debidas a la risa que no cesaba.
Brunner enrolló el cartel y volvió a metérselo bajo la armadura. Luego miró nuevamente al prisionero que reía.
—A veces andabas con Gobineau. Quiero saber dónde podría estar ahora. ¿Cuándo lo viste por última vez?
La cara de Sicho se contorsionó en una sonrisa irónica.
—¿Cuándo lo vi por última vez? —Se mofó—. ¡Él es la razón de que yo esté aquí! ¡Por intentar huir de este sapo hinchado y sus estúpidos gatos de pantano! El alcaide y sus hombres nos siguieron el rastro después de que aligeráramos a un criador de caballos de algunos sementales que no necesitaba. Gobineau estaba preocupado porque nos dieran alcance en el camino, así que mientras cabalgábamos se inclinó hacia mí y cortó las correas de mi silla de montar, haciéndome caer al suelo. Por supuesto, este idiota. —Sicho hizo un gesto con el mentón hacia el ceñudo alcaide— se sintió tan feliz de atraparme que renunció completamente a perseguir a Gobineau. —El bandido volvió a escupir al polvo—. ¡Estaré esperando a ese bastardo ante las puertas de Morr!
—Dime hacia dónde se dirigía Gobineau y tal vez pueda transmitirle tus saludos —le dijo Brunner al prisionero. La sonrisa de Sicho se ensanchó y su expresión se hizo más alegre al considerar lo bien que le irían las cosas a su traicionero aliado con el famoso cazador de recompensas tras su rastro. El pensamiento de semejante venganza animó la condenada alma del hombre.
—Robamos los caballos para equipar a una nueva banda que Gobineau está reuniendo en la aldea de Perpileon, en el territorio de Montfort —informó el bandido—. Estoy seguro de que, si te das prisa, lo encontrarás allí.
Brunner asintió con la cabeza al tiempo que hacía girar a Demonio.
—Sí, le daré alcance —le aseguró el cazador de recompensas a Sicho—. Ya tienes suficientes problemas, así que no te preocupes por eso.
El cazador de recompensas hizo que su caballo volviera a atravesar lentamente la multitud. Al pasar ante el acobardado alcaide, lo miró y se llevó un dedo al borde del casco en un saludo militar breve y algo descuidado.
—Gracias por vuestra consideración, alcaide. No necesitaré nada más de vuestro prisionero. Ya podéis cumplir con vuestro deber.
* * * * *
Había muchas sendas que serpenteaban entre las pasturas y tierras labrantías de Montfort, bordeando las lindes de los bosques y rodeando los páramos y pantanos que salpicaban el territorio. Los más grandes y destacados eran los caminos que conectaban las pequeñas ciudades y pueblos más importantes con las escasas grandes ciudades que se alzaban en medio de las tierras de cultivo y salvajes territorios de Bretonia. Aunque eran poco más que senderos de tierra según las normas que regían en territorios más cultos como el Imperio y Tilea, los caminos de Bretonia cumplían la misma función, transportando gente y mercancías de un lugar a otro, beneficiando a los pocos comerciantes del reino, facilitando las peregrinaciones de piadosos devotos y proporcionando un medio de desplazamiento a los caballeros sedientos de aventuras que salían a hacerse merecedores de una bandera y un nombre, y a aquellos que los empleaban para finalidades más oscuras.
El camino que pasaba serpenteando por las posesiones del marqués de Galfort camino de las lejanas Montañas Grises y la fortificada ciudad de Parravon tenía fama de ser frecuentado por salteadores de caminos y bandoleros. Los campesinos de Bretonia lo llamaban «el Camino de la Viuda» y no se atrevían a recorrerlo, dando rodeos por los muchos senderos de caza y cañadas que serpenteaban a través de las boscosas colinas. No obstante, había unos pocos, forasteros o aristócratas seguros de sí mismos en su aura de invulnerabilidad, que eran lo bastante estúpidos para tentar a la suerte y viajar por aquel tramo de camino sobre el que corrían tan nefastos rumores.
Era debido precisamente a la presencia de una de esas necias presas que tres hombres se habían ocultado en un grupo de arbustos que miraba hacia un recodo del Camino de la Viuda. Se trataba de espíritus afines, miembros de una raza cruel y proscrita, con rostros tan brutales y bestiales como las mugrientas pieles que llevaban sobre sus delgados cuerpos lobunos. Jactándose abiertamente del desprecio que le inspiraban los gobernantes del territorio y sus leyes, el jefe del trío llevaba el desgarrado tabardo de un caballero del reino atado en torno a la cintura, como el taparrabos de un aborigen de las Tierras del Sur.
El alto jefe de los bandidos sonrió al ver el pequeño carro tirado por una mula que avanzaba lentamente por el camino hacia ellos. Hacía varias semanas que se habían comido el último de sus caballos. Por humilde que fuese, cualquier botín que transportara el carro sería muy apreciado.
Dogvael miró a sus compañeros y les hizo un gesto para que desenvainaran las espadas. El jefe miró la mellada hoja herrumbrosa del arma que tenía en las manos. En los momentos como éste era cuando más echaba de menos el tranquilizador tacto del poderoso cañón de mano que le había quitado a uno de los mercenarios extranjeros del vizconde de Chegney. Pero de nada servía rumiar acerca de tiempos más agradables. Ahora, un poco de carne de carnero sería lo bastante exótica para los gustos del bandido.
Los tres hombres esperaron hasta que el carro tirado por la mula estuvo a sólo unos metros de distancia antes de salir de detrás de los arbustos. El hombre situado a la izquierda de Dogvael avanzó a la carrera y aferró las bridas del animal, mientras los otros dos bandidos amenazaban con las espadas al hombre que iba sentado en el carro.
—¡La bolsa o la vida, escoria! —gruñó Dogvael. Era todo tradicional, por supuesto, como recitar las frases de una obra teatral. Dogvael no tenía intención de permitir que su víctima conservara la vida, por muy bien dispuesta que se mostrase.
El hombre que iba sentado en el carro se echó atrás con horror, dejando caer el látigo a causa del miedo. Dogvael sonrió ante la cobardía del campesino.
—¡Bandidos! —dijo el hombre, tembloroso—. ¿Qué voy a hacer?
Los ojos de Dogvael se entrecerraron al reparar en la casi cómica intensidad del miedo del hombre, en las engarfiadas manos que aferraban el rostro juvenil. Luego reparó en las negras botas de cuero que sobresalían por debajo del borde de la capa de tejido casero que llevaba el conductor, unas botas demasiado buenas para cualquier simple campesino. El bandido retrocedió con alarma mientras sus ojos iban velozmente de un lado a otro del camino, y entonces sonó en sus oídos el silbido de flechas que hendían el aire. El bandolero que sujetaba las bridas de la mula profirió un grito cuando una saeta le partió la clavícula. El hombre herido cayó a la fangosa tierra donde la mala aumentó sus sufrimientos al reducirle a pulpa la rodilla izquierda y partirle ambos brazos con los cascos. Un momento después se oyó un alarido del otro secuaz de Dogvael, cuyas manos aferraron con impotencia la flecha que se le había clavado en el vientre. El hombre cayó al suelo y rodó de lado, estremeciéndose mientras su sangre s derramaba en el lodo del camino.
Dogvael se volvió para huir sin saber quién había disparado contra sus hombres ni querer averiguarlo. No obstante, en el mismo momento en que giraba sobre sí, desde las sombra salió volando una tercera flecha que se le clavó en la parte posterior de la cintura y lo hizo girar nuevamente, de modo que quedó otra vez encarado con el carro que los había atraído la perdición a él y a sus compañeros.
El dueño del carro estaba inclinado hacia adelante y tranquilizaba a la mula con palabras suaves al tiempo que la acariciaba con una mano. El hombre, de cuyo apuesto rostro licencioso había desaparecido todo rastro de miedo real o exagerado, alzó los ojos de lo que estaba haciendo y los clavó en Dogvael. Sonrió al bandolero herido y sus oscuros ojos destellaron con pícara expresión traviesa; a continuación se puso de pie al tiempo que se quitaba la capa de los hombros para dejar a la vista un cuerpo delgado y musculoso enfundado en una chaqueta de cuero negro y unos calzones oscuros, también de cuero. Un cinturón de aspecto costoso, adornado con piel y ribeteado en oro, completaba el atuendo junto con una delgada espada larga que pendía de dicho cinturón.
—Me temo que habéis sido un poco… lento —le dijo el pícaro joven a Dogvael. Abrió los brazos en un expansivo gesto que abarcó todo el carro—. Veréis, este carro ya ha tropezado con bandidos. —El pícaro volvió a sonreír al tiempo que saltaba del asiento y los tacones de sus botas aterrizaban sobre el ahora inmóvil cuerpo del hombre que se había apoderado de la brida de la mula. El sonriente ladrón bajó los ojos hacia el cadáver que tenía bajo los pies, y luego saltó delicadamente hasta el otro lado del charco de sangre que manaba del mismo.
»Una operación bastante chapucera, ¿sabéis? —continuó el joven al tiempo que se acercaba a Dogvael para darle una tranquilizadora palmada en un hombro—. Quiero decir que… en realidad deberíais usar arcos. —Volvió la cabeza para contemplar a los compañeros muertos de Dogvael—. Y probablemente también conseguir unos cuantos hombres más —le aconsejó al bandido con un susurro de conspiración.
En ese momento, de entre los árboles situados detrás del carro salían hombres que avanzaban hacia ellos. El pícaro agitó una mano con gesto airoso para señalar a los bandidos que se acercaban.
—Yo tengo cinco hombres en mi pequeña compañía —le cementó a Dogvael—. Con arcos —añadió como si acabara de ocurrírsele—. Nos apañamos bastante bien. —Una nota ópera, hostil, se deslizó en la voz del pícaro—. Motivo por el cual no nos hizo mucha gracia descubrir que una manada de aficionados chapuceros había plantado el tenderete en nuestros territorios de caza. Los duques no son los únicos a los que no les gusta la caza furtiva, ¿sabéis?
Los arqueros ya se habían aproximado lo bastante para inspeccionar los cuerpos de los hombres de Dogvael, hacerlos rodar con la punta de la bota y registrarles la ropa en busca de algo de valor.
El conductor del carro observó a sus compañeros dedicados a la macabra tarea, y le lanzó otro guiño de complicidad al hombre herido que estaba sentado cerca de él.
—Son bastante minuciosos, ¿sabéis? Dejarán a esos muchachos tan limpios como un cerdo dejaría a un hueso de la sopa. —Uno de los arqueros, un corpulento bruto con una tupida barba negra que llevaba un camisote mugriento, saltó hacia Dogvael y le dio una fuerte patada que lo hizo caer de espaldas.
—¡Yo estaba conversando con ese hombre! —gritó con burlona indignación el pícaro vestido de cuero, mientras el barbudo se ponía a registrar a Dogvael.
—Puedes dedicarte a jugar en tu tiempo libre, Gobineau —gruñó el bandido barbudo. Sus enormes manos arrancaban botones de latón de la chaqueta de Dogvael y le palpaban el pecho en busca de algún bolsillo oculto.
—No tienes modales ni memoria —regañó Gobineau al otro bandido—. Este amigo nuestro tiene una cierta reputación. ¿No lo reconoces?
—¡Por la Dama! —jadeó otro de los arqueros—. ¡Ése es Dogvael! —Gobineau se volvió con rapidez y señaló con un dedo triunfante al hombre que acababa de hablar.
—¡Precisamente! Uno de los antiguos aduaneros del Príncipe Negro —dijo Gobineau—. Estoy seguro de que no todos los presentes han olvidado que le pagaban diezmo al viejo tirano.
—Si Dogvael está aquí —observó otro de los bandidos—, el rumor tiene que ser cierto. ¡El Príncipe Negro ha muerto!
—Esa parece una clara posibilidad cuando uno de sus antiguos tenientes comienza a dedicarse otra vez al trabajo honrado —asintió Gobineau. Sin embargo, abandonó la conversación al ver que el arquero barbudo sacaba algo de las ropas de Dogvael. El corpulento hombre miró atentamente el objeto durante un momento, y luego hizo el gesto de meterlo dentro de su blusa.
—¡Eh, Manfret! —Lo llamó Gobineau—. ¿Qué tienes ahí? No estarás ocultándoles algo a tus compañeros, ¿verdad? —El tono de advertencia no pasó inadvertido para los otros, cuyos dedos comenzaron a jugar con las cuerdas de los arcos y con las flechas.
—Una baratija de hueso que tenía el cerdo —gruñó Manfret—. Me he encaprichado de ella, eso es todo.
—Tal vez debería echarle un vistazo —insistió Gobineau—. Es sabido que a mí también me gustan las baratijas de hueso. —Tendió una mano hacia el malhumorado Manfret y mantuvo la otra cerrada en torno a la empuñadura de la espada que llevaba envainada a un lado.
—¡Maldito seas! —gruñó Manfret—. ¡Yo maté al cerdo, así que soy el primero en escoger entre lo que tenga encima! —La mano del bandido apretó un poco más el objeto que le había quitado a la víctima. Gobineau vio que parecía ser un cilindro de unos quince centímetros de largo, aparentemente hecho de hueso y con elaborados dibujos tallados en la superficie.
—Pensaba que habíamos acordado que todo botín sería repartido equitativamente —dijo Gobineau, más para que lo oyeran los otros bandidos que el desafiante Manfret, a quien miró a los ojos con severidad—. Supongo que sabes cuánto vale esa chuchería tuya y dónde puedes venderla, ¿verdad?
—¡Que te cuelguen! —rugió Manfret—. ¡Ya he oído bastante de esa astuta lengua que tienes, Gobineau! Yo lo maté, así que esto es mío. ¡Todos vosotros podéis repartiros el resto!
Gobineau sacudió la cabeza al tiempo que reía con desdén.
—No, no, no. No creo que eso sea muy prudente. Esa fruslería que tienes en la mano podría muy bien valer más que todo el resto de esta basura junta. —La voz de Gobineau descendió hasta un susurro escandalizado—. Ahora no estarás intentando engañar a tus compañeros, ¿verdad?
Con otra maldición en voz baja, Manfret desenvainó la espada y retrocedió para apartarse de Gobineau. El otro bandido suspiró con decepción y, veloz como una víbora, desenvainó la espada y se lanzó hacia adelante. Manfret dejó caer su arma al fango cuando Gobineau le abrió un tajo en la mano. Antes de que el barbudo bandolero pudiese concluir su grito de dolor, Gobineau volvió a atacar, y esta vez clavó la punta de su arma en la garganta del otro hombre. El herido Manfret cayó y se reunió con su espada en el lodo mientras un repulsivo gorgoteo manaba de las perforadas cuerdas vocales. Gobineau limpió la sangre de la espada con gesto indiferente y la devolvió a la vaina.
—Nunca he podido soportar a un hombre dispuesto a engañar a sus amigos —comentó Gobineau al tiempo que escupía sobre el agonizante Manfret. Se inclinó y recogió el cilindro grabado de la mano del moribundo. De inmediato lo impresionó la exquisita factura del objeto, los símbolos enlazados que serpenteaban por la superficie y la elaborada base de plata que sellaba un extremo del cilindro. Su primera suposición de que estaba hecho de hueso resultó ser falsa, pues era de marfil, material que hasta entonces sólo había visto adornando los joyeros de condesas y duquesas solitarias, las grandes ciudades de Bretonia. Gobineau interrumpió el estudio del objeto al oír que se acercaban los otros miembros de la banda.
—Una buena pieza, muchachos —les dijo, al tiempo que alzaba el cilindro para que todos pudieran verlo—. ¡No me extraña que Manfret se encaprichara de él!
—¡Yo me he encaprichado de esa plata que tiene! —exclamó uno de los bandidos, provocando una risa queda entre, los demás.
—¡Obtendremos un buen dinero para bebida cuando arranquemos eso y lo vendamos! —comentó otro.
Gobineau dirigió a sus compañeros una mirada incrédula.
—¿Arrancarlo? ¿No veis la maestría artesanal?, ¿la calidad de esta obra de arte? ¡Pero si la pieza entera tiene que valer mucho más que la plata de la base!
—La plata será suficiente para mí —gruñó un hombre semicalvo de delgado rostro lobuno.
—Por eso eres todavía un bandido —le dijo Gobineau—. Nunca te paras a reflexionar, no intentas ver el más grandioso esquema de las cosas.
—Ahora estás hablando como un jefe —se quejó el hombre de cara lobuna.
—¡Acordamos que no tendríamos jefe! —intervino uno de los otros.
Gobineau se volvió en redondo y señaló al último hombre que había hablado.
—¡Correcto! Acordamos no tener jefe —dijo—. Así que oídme y haced lo que digo. Podremos sacar muchísimo más por este objeto si no lo desmontamos e intentamos venderlo entero.
—¿Y quién lo comprará? —refunfuñó el cara de lobo.
Gobineau sonrió y alzó una mano como un instructor que ve la oportunidad de inculcar una idea.
—Ah, primero tenemos que saber qué es exactamente, luego podremos averiguar cuánto vale y quién podría querer comprarlo. —Gobineau señaló los símbolos tallados en la superficie del cilindro—. Estas extrañas letras, amigos míos, fueron escritas por elfos. —Los otros bandidos retrocedieron un paso al oír mencionar a los temibles seres fantásticos—. Ahora bien, todos sabemos que los elfos tienen magia abundante. Así pues, de eso se sigue que debemos llevarle este artefacto a alguien que sepa una o dos cosas sobre magia.
—¿Tú conoces a un hombre así? —preguntó uno de los bandoleros.
—Ya lo creo que sí —replicó Gobineau con una expresión parecida a la de un gato que acaba de tragarse un canario—. Hay una pequeña ciudad cerca de aquí, Valbonnec, y en esa ciudad tienen un hechicero, un mago al que llaman Loco Rudol. Iremos a ver a ese hechicero y veremos qué puede decirnos de este tesoro que hemos encontrado. —Los demás bandidos asintieron con la cabeza al ver que la propuesta de Gobineau era lógica. El forajido continuó sonriendo mientras miraba el cilindro de marfil por última vez antes de metérselo en el cinturón.
Tal vez era un distintivo de cargo que el Príncipe Negro le había dado a Dogvael. Quizá formaba parte del tesoro del propio Príncipe Negro, que había sido saqueado por Dogvael cuando su patrón fue asesinado. O tal vez se trataba simplemente de parte del botín del propio bandido, arrebatado a algún caballero errante que regresaba de alguna empresa en tierras lejanas y exóticas. Cualquiera que fuese la historia que había de él y el modo en que había llegado a las manos del muerto, ahora le pertenecía, y se aseguraría de extraerle hasta la última pizca de provecho antes de deshacerse de él.
* * * * *
El helor de la noche atormentaba al moribundo, que se arrastro fuera del camino. No aceptaba el hecho de que estaba agonizando más de lo que entendía por qué era tan importante llegar hasta el cobijo de los árboles. En su mente quedaba muy poca capacidad de razonar, nublada como estaba por el dolor que le inundaba el cuerpo y por la indigna facilidad con que había sido vencido. Dogvael, uno de los antiguos servidores de confianza del Príncipe Negro, sorprendido por un simple truco de bandido que todos los bandoleros, desde Kislev a Arabia, aprendían antes de dejar los pañales. El orgullo golpeado le dolía aún más que la herida de la espalda. Se había permitido volverse descuidado, había dejado que su ingenio y astucia se embotaran debido a la miseria a la que se vio empujado tras el fallecimiento de su señor.
El sonido de los cascos de un caballo que avanzaba lentamente por el fango y la tierra despertaron una nueva fuerza en la mermante vitalidad de Dogvael que, como una grotesca tortuga, intentó gatear con rapidez hacia la seguridad de las sombras. Oyó que el animal giraba hacia él y avanzaba con paso lento y deliberado para situarse entre el bandolero herido y el refugio que buscaba alcanzar. Dogvael vio las patas negras como el carbón del animal situado ante él, cuyo pelaje estaba salpicado por la suciedad del camino. Una bota negra descansaba dentro del estribo de la montura, y cuando Dogvael alzó la cabeza se encontró mirando la fría máscara de acero de una celada de Reikland. El bandido profirió una ahogada exclamación de miedo, pues el casco y el hombre que lo llevaba no le eran desconocidos.
—Estoy buscando a alguien —le dijo Brunner al bandido desde lo alto—. Por lo que parece, vos podríais haber tropezado con él.
Dogvael se debatió en el fango y giró su maltrecho cuerpo para intentar alejarse. Con lento y deliberado desprecio, Brunner hizo avanzar al caballo para interponerlo una vez más entre el bandido y el refugio de los matorrales. Dogvael volvió a alzar la mirada hacia el frío y severo semblante del cazador de recompensas y, con un suspiro de resignación, se dejó caer al fango.
—¿Quién ha hecho esto? —exigió saber el asesino a sueldo, señalando la flecha que sobresalía del cuerpo de Dogvael con el cañón de la pistola que tenía en la mano. El bandido intentó humedecerse la garganta al tratar de responder.
—Gaw…, Gaw… —comenzó a decir, intentando pronunciar el nombre que había oído usar a sus asesinos para dirigirse al sonriente pícaro burlón que conducía el carro.
—¿Gobineau? —sugirió Brunner. Dogvael asintió levemente con la cabeza. El cazador de recompensas se inclinó hacia adelante—. ¿Sabéis adónde ha ido?
Dogvael volvió a asentir y tragó una bocanada de aire con la esperanza de que eso lo ayudara a hablar.
—Walbec…, Valber…, Hechi…
—Sí, ha ido a Valbonnec a buscar un hechicero —meditó en voz alta el cazador de recompensas—. Muy interesante. —Brunner devolvió la pistola a la funda y bajó los ojos hacia Dogvael para estudiarlo durante un momento—. Habéis sido gran utilidad, Dogvael. —Las palabras del cazador de recompensas fueron como escarcha arañando un cristal. Su enguantada mano descendió hacia el enorme cuchillo que le cola del cinturón, un utensilio de carnicero que, hacía mucho tiempo, había bautizado morbosamente con el nombre de Degollador.
»Sólo hay una cosa más en la que podéis ayudarme —le dijo a Dogvael, que intentaba una vez más arrastrar su paralizado cuerpo fuera del camino. El gigantesco cuchillo de hoja serrada destelló a la luz de la luna cuando Brunner lo aferró u el puño enguantado y desmontó—. Una pequeña cuestión de cincuenta coronas de oro —declaró el cazador de recompensas al aproximarse al hombre que se contorsionaba en el suelo.