4 Barro y cristal

Transcurrieron los días.

Poco a poco, el alma de Esmeralda recuperaba el sosiego. El exceso de dolor, al igual que el exceso de alegría, es algo violento que dura poco. El corazón del hombre no puede permanecer demasiado tiempo en un extremo. La gitana había sufrido tanto que solo le quedaba ya el asombro.

Con la seguridad, había recobrado la esperanza. Estaba fuera de la sociedad, fuera de la vida, pero presentía vagamente que quizá no sería imposible volver a entrar en ellas. Era como una muerta que tuviese en reserva una llave de su tumba.

Sentía alejarse de ella poco a poco las imágenes terribles que la habían obsesionado durante tanto tiempo. Todos los repugnantes fantasmas, Pierrat Torterue, Jacques Charmolue, todos se borraban de su mente, hasta el propio sacerdote.

Y además, Phoebus vivía, de eso estaba segura, lo había visto. La vida de Phoebus lo era todo. Tras la serie de sacudidas fatales que habían hecho que todo se viniera abajo en ella, en su alma solo había quedado en pie una cosa, un sentimiento, su amor por el capitán. Y es que el amor es como un árbol, crece por sí solo, echa profundamente sus raíces en todo nuestro ser y a menudo continúa reverdeciendo en un corazón en ruinas.

Lo inexplicable es que esa pasión, cuanto más ciega, más tenaz es. Jamás es más sólida que cuando es irracional.

Sin duda Esmeralda no pensaba en el capitán sin amargura. Sin duda era horrible que él también se hubiera equivocado, que hubiera creído esa cosa imposible, que le hubiera resultado creíble una puñalada asestada por quien habría dado mil vidas por él. Pero, en definitiva, no había que tenérselo demasiado en cuenta, pues ¿acaso no había confesado ella «su crimen»?, ¿acaso no había cedido, débil mujer, a la tortura? Toda la culpa era suya. Debería haberse dejado arrancar las uñas antes que una palabra. En fin, con que volviera a ver a Phoebus una sola vez, un solo minuto, bastaría una palabra, una mirada para sacarlo de su error, para recuperarlo. No le cabía la menor duda. La desconcertaban también muchas cosas singulares, como la casualidad de la presencia de Phoebus el día de la retractación pública y la muchacha con la que estaba. Seguramente era su hermana. Una explicación poco razonable, pero con la que se conformaba porque necesitaba creer que Phoebus continuaba amándola y solo la amaba a ella. ¿Acaso no se lo había jurado? ¿Qué más necesitaba, ingenua y crédula como era? Además, en aquel asunto, ¿no estaban las apariencias más bien en contra de ella que en contra de él? Por consiguiente, esperaba. Esperaba y confiaba.

Añadamos que la iglesia, esa vasta iglesia que la rodeaba por todas partes, que la protegía, que la preservaba, era en sí misma un eficaz calmante. Las líneas solemnes de aquella arquitectura, la actitud religiosa de todos los objetos que rodeaban a la joven, los pensamientos piadosos y serenos que emanaban, por así decirlo, de todos los poros de aquella piedra, actuaban en ella sin que se diera cuenta. El edificio estaba poblado asimismo de ruidos de una bendición y una majestad tales que adormecían a aquella alma enferma. El canto monótono de los oficiantes, las respuestas de los fieles a los sacerdotes, unas veces inarticuladas, otras veces atronadoras, el armonioso estremecimiento de las vidrieras, el órgano resonando como cien trompetas, los tres campanarios zumbando como enjambres de grandes abejas, toda esa orquesta sobre la cual brincaba una gama gigantesca que subía y bajaba incesantemente de una multitud a un campanario, ensordecía su memoria, su imaginación, su dolor. Las campanas, sobre todo, la acunaban. Era como un magnetismo poderoso el que aquellos enormes instrumentos esparcían sobre ella en amplias oleadas.

Así pues, cada amanecer la encontraba más apaciguada, respirando mejor, menos pálida. A medida que sus heridas interiores se cerraban, su gracia y su belleza florecían de nuevo en su rostro, pero más recogidas y reposadas. Iba recuperando también su antiguo carácter, incluso algo de su alegría, su gracioso mohín, el amor por su cabra, el gusto de cantar, su pudor. Por las mañanas, siempre se vestía al fondo de la celda por miedo de que algún habitante de las buhardillas vecinas la viera por la lucera.

Cuando Phoebus no ocupaba su pensamiento, la egipcia pensaba a veces en Quasimodo. Era el único lazo, la única relación, la única comunicación que le quedaba con los hombres, con los vivos. ¡La infeliz estaba más apartada del mundo que Quasimodo! No comprendía en absoluto al extraño amigo que el azar le había dado. A menudo se reprochaba no sentir un agradecimiento que cerrara los ojos, pero decididamente era incapaz de acostumbrarse al pobre campanero. Era demasiado feo.

Había dejado en el suelo el silbato que le había dado, lo que no impidió a Quasimodo aparecer de cuando en cuando los primeros días. Ella hacía lo posible para no volverse con demasiada repugnancia cuando él iba a llevarle la cesta de provisiones o la jarra de agua, pero él siempre advertía el menor gesto de este tipo y entonces se marchaba con tristeza.

Una vez llegó en el momento en que estaba acariciando a Djali. Se quedó unos momentos pensativo ante el gracioso grupo formado por la cabra y la egipcia. Finalmente dijo, moviendo la pesada y deforme cabeza:

—Mi desgracia es que me parezco demasiado al hombre. Querría ser un animal, como esta cabra.

Ella le dirigió una mirada que expresaba su asombro. Él respondió a esa mirada diciendo:

—¡Oh!, yo sé muy bien por qué.

Y se fue.

En otra ocasión se presentó en la puerta de la celda (en la que no entraba nunca) en el momento en que Esmeralda cantaba una antigua balada española cuya letra no entendía, pero que se le había quedado grabada porque las gitanas la habían acunado cantándosela cuando era pequeña. Al ver aparecer tan bruscamente aquella horrible cara en mitad de la canción, la joven se interrumpió con un gesto de miedo involuntario. El desgraciado campanero cayó de rodillas en el umbral de la celda y juntó en actitud suplicante sus grandes manos informes.

—Os lo ruego —dijo en un tono de intenso sufrimiento—, continuad y no me echéis.

Ella no quiso afligirlo y, temblando, se puso de nuevo a cantar. Su miedo, sin embargo, se disipó gradualmente, y Esmeralda se abandonó por completo a la impresión que le causaba aquel aire lánguido y melancólico. Él se había quedado de rodillas, con las manos juntas, como rezando, atento, casi sin respirar, mirando fijamente los ojos brillantes de la gitana. Se habría dicho que oía la canción a través de sus ojos.

Otro día se acercó a ella con ademán torpe y tímido.

—Oídme —dijo haciendo un esfuerzo—, tengo algo que deciros.

Ella le hizo una seña indicándole que lo escuchaba. Entonces él se puso a suspirar, entreabrió los labios, por un momento pareció que iba a hablar, después la miró, hizo un movimiento negativo con la cabeza y se retiró lentamente, con las manos en la frente, dejando estupefacta a la egipcia.

Entre los personajes grotescos esculpidos en la pared, había uno que él apreciaba especialmente y con el que parecía intercambiar con frecuencia miradas fraternales. Una vez, la egipcia le oyó decir:

—¡Ojalá fuera de piedra como tú!

Un día, por fin, concretamente una mañana, Esmeralda se había acercado hasta el borde del tejado y miraba la plaza por encima del remate puntiagudo de Saint-Jean-le-Rond. Quasimodo estaba allí, detrás de ella. Se colocaba así por iniciativa propia, a fin de evitar en lo posible a la joven el desagrado de verlo. De pronto la gitana se estremeció, una lágrima y un destello de alegría brillaron a la vez en sus ojos, se arrodilló al borde del tejado y extendió los brazos con angustia hacia la plaza gritando:

—¡Phoebus! ¡Ven! ¡Ven! ¡Una palabra, una sola palabra, en nombre del cielo! ¡Phoebus! ¡Phoebus!

Su voz, su rostro, su gesto, toda su persona tenía la expresión desgarradora de un náufrago que hace la señal de petición de auxilio al alegre navío que pasa a lo lejos, iluminado por un rayo de sol en el horizonte.

Quasimodo se asomó a la plaza y vio que el objeto de aquella tierna y delirante súplica era un joven, un capitán, un apuesto jinete cuyas armas y aderezos relucían al sol, que pasaba caracoleando por el otro lado de la plaza y saludaba con el penacho a una bella dama que sonreía desde su balcón. Por lo demás, el oficial no oía a la infeliz que lo llamaba. Estaba demasiado lejos.

Pero el pobre sordo comprendía la situación. Un suspiro profundo elevó su pecho. Se volvió. Su corazón rebosaba de lágrimas contenidas, sus dos puños chocaron convulsivamente sobre su cabeza, y cuando los retiró tenía un puñado de cabellos rojos en cada mano.

La egipcia no le prestaba ninguna atención. Él decía en voz baja, haciendo rechinar los dientes:

—¡Maldición! ¡Así es como hay que ser! ¡Solo hace falta ser hermoso por fuera!

Ella, sin embargo, seguía de rodillas y gritaba con una agitación extraordinaria:

—¡Oh! ¡Está bajando del caballo…! ¡Va a entrar en aquella casa…! ¡Phoebus…! ¡No me oye…! ¡Phoebus…! ¡Qué mala es esa mujer que le habla al mismo tiempo que yo…! ¡Phoebus! ¡Phoebus!

El sordo la miraba. Comprendía perfectamente aquellos gestos. El ojo del pobre campanero se llenaba de lágrimas, pero no dejaba correr ni una sola. De repente le tiró con suavidad del borde de la manga. Ella se volvió. Quasimodo había adoptado un aire tranquilo.

—¿Queréis que vaya a buscarlo? —le preguntó.

Ella profirió un grito de alegría.

—¡Oh, sí! ¡Rápido! ¡Corre! ¡Deprisa! ¡Ese capitán! ¡Ese capitán! ¡Tráemelo y te querré!

Le abrazaba las piernas. Quasimodo no pudo evitar mover la cabeza dolorosamente.

—Os lo traeré —dijo con una voz débil.

Acto seguido volvió la cabeza y se internó precipitadamente en la escalera, ahogado por los sollozos.

Cuando llegó a la plaza, solo vio el bonito caballo atado a la puerta de la residencia Gondelaurier. El capitán acababa de entrar.

Levantó la mirada hacia el tejado de la iglesia. Esmeralda seguía en el mismo sitio y en la misma postura. Le hizo una señal apesadumbrada con la cabeza. Después se apoyó en uno de los guardacantones del portal de la casa, decidido a esperar que el capitán saliera.

Era, en la residencia Gondelaurier, uno de esos días de gala que preceden a las bodas. Quasimodo vio entrar a mucha gente y no vio salir a nadie. De vez en cuando, miraba hacia el tejado. La egipcia no se movía más que él. Un palafrenero fue a desatar el caballo y lo llevó a la cuadra de la casa.

Así pasó todo el día, Quasimodo junto al guardacantón, Esmeralda en el tejado, y Phoebus seguramente a los pies de Flor de Lis.

Por fin cayó la noche; una noche sin luna, una noche oscura. Por más que Quasimodo intentaba fijar la mirada en Esmeralda, muy pronto esta no fue sino una mancha blanca en el crepúsculo y acabó no siendo nada. Todo se borró; todo era negrura.

Quasimodo vio iluminarse de arriba abajo de la fachada las ventanas de la mansión Gondelaurier. Vio encenderse uno tras otro los demás ventanales de la plaza; los vio también apagarse del primero al último. Porque permaneció toda la noche en su puesto. El capitán no salía. Cuando los últimos transeúntes hubieron regresado a sus casas, cuando todas las ventanas de las otras casas estuvieron apagadas, Quasimodo siguió allí completamente solo, completamente a oscuras. No había a la sazón alumbrado en el atrio de Notre-Dame.

Sin embargo, las ventanas de la mansión Gondelaurier habían permanecido iluminadas, incluso pasada la medianoche. Inmóvil y atento, Quasimodo veía pasar tras los cristales multicolores una multitud de sombras vivas y danzantes. Si no hubiera estado sordo, a medida que el rumor de París dormido se apagaba, habría oído cada vez más claramente, en el interior de la mansión Gondelaurier, ruido de fiesta, de alegría y de música.

Hacia la una de la mañana, los invitados empezaron a retirarse. Quasimodo, envuelto en tinieblas, los miraba a todos en el portal iluminado con antorchas. Ninguno era el capitán.

No tenía más que pensamientos tristes. Había momentos en que se quedaba con la mirada perdida, como si se aburriera. Grandes nubes negras, pesadas, rasgadas, agrietadas, colgaban como hamacas de crespón bajo la cimbra estrellada de la noche. Parecían las telarañas de la bóveda del cielo.

En uno de esos momentos vio de pronto abrirse misteriosamente la puerta vidriera del balcón, cuya balaustrada de piedra se recortaba por encima de su cabeza. La frágil puerta de cristal dejó paso a dos personas, tras las cuales se cerró sin hacer ruido. Eran un hombre y una mujer. No sin dificultad, Quasimodo consiguió identificar al hombre como el apuesto capitán, y a la mujer como la joven dama a la que había visto por la mañana dar la bienvenida al oficial desde lo alto de ese mismo balcón. La plaza estaba totalmente a oscuras, y una doble cortina carmesí que había caído tras la puerta vidriera al cerrarse esta prácticamente no dejaba llegar al balcón la luz de la estancia.

El joven y la muchacha, por lo que podía deducir nuestro sordo, que no oía una sola palabra de lo que decían, parecían abandonarse a una muy tierna conversación. La joven había permitido al oficial que la rodeara con su brazo y se resistía dulcemente a ser besada.

Quasimodo asistía desde abajo a aquella escena, tanto más graciosa de ver cuanto que no estaba hecha para ser vista. Contemplaba esa felicidad y esa belleza con amargura. Después de todo, la naturaleza no era muda en el pobre diablo, y su columna vertebral, por muy endemoniadamente torcida que estuviera, no se estremecía menos que otra cualquiera. Pensaba en el miserable papel que la providencia le había reservado, que las mujeres, el amor y la voluptuosidad pasarían eternamente ante sus ojos y que jamás haría otra cosa que ver la felicidad de los demás. Pero lo que más le desgarraba de aquel espectáculo, lo que añadía indignación a su resentimiento, era pensar lo que debía de sufrir la egipcia si lo veía. Es verdad que la noche era muy cerrada, que Esmeralda, si había permanecido en el mismo sitio (y estaba seguro de que sí), se encontraba muy lejos, y que a duras penas él mismo podía distinguir a los enamorados en el balcón. Eso lo consolaba.

Entre tanto, la conversación se hacía cada vez más animada. La joven dama parecía suplicar al oficial que no le pidiese nada más. Quasimodo solo distinguía de todo aquello las bellas manos juntas, las sonrisas mezcladas con lágrimas, las miradas a las estrellas de la muchacha y los ojos del capitán ardientemente puestos en ella.

Por suerte, pues la resistencia de la muchacha empezaba ya a flaquear, la puerta del balcón se abrió súbitamente, apareció una señora mayor, la joven pareció confusa, el oficial adoptó un aire contrariado y los tres entraron en el salón.

Al cabo de un momento, un caballo piafó en el portal y el brillante oficial, envuelto en su capa de noche, pasó rápidamente ante Quasimodo.

El campanero lo dejó doblar la esquina de la calle y luego echó a correr tras él con su agilidad simiesca, gritando:

—¡Eh! ¡Capitán!

El capitán se detuvo.

—¿Qué querrá de mí este bribón? —dijo al distinguir en la oscuridad a aquella especie de figura derrengada que corría hacia él dando tumbos.

Quasimodo, mientras tanto, había llegado a su altura y cogido con decisión la brida de su caballo.

—Venid conmigo, capitán, hay alguien que quiere hablar con vos.

—¡Por los cuernos de Mahoma! —masculló Phoebus—. A este pajarraco despeluchado me parece haberlo visto en alguna parte. ¡Eh, tú!, ¿quieres soltar la brida de mi caballo?

—Capitán —repuso el sordo—, ¿no me preguntáis de quién se trata?

—¡Te digo que sueltes el caballo! —repitió Phoebus, perdiendo la paciencia—. ¿Qué quiere este necio que se cuelga de la testuz de mi corcel? Tú, ¿acaso confundes mi caballo con una horca?

Quasimodo, lejos de soltar la brida del caballo, se disponía a hacerle dar media vuelta. Incapaz de explicarse la resistencia del capitán, se apresuró a decirle:

—¡Venid, capitán, es una mujer quien os espera! —Y, haciendo un esfuerzo, añadió—: Una mujer que os ama.

—¡Este bellaco cree que tengo la obligación de ir a casa de todas las mujeres que me aman! —exclamó el capitán—. ¡O que lo dicen…! ¿Y si por casualidad se parece a ti, cara de lechuza…? ¡Dile a esa que te envía que voy a casarme! ¡Y que se vaya al diablo!

—Escuchad —dijo Quasimodo, creyendo que la palabra que iba a pronunciar acabaría con sus dudas—, ¡es la egipcia a la que salvasteis!

Esta palabra causó, en efecto, una gran impresión en Phoebus, pero no la que el sordo esperaba. Recordemos que nuestro galante oficial se había retirado con Flor de Lis unos momentos antes de que Quasimodo arrebatara a la condenada de las manos de Charmolue. Desde entonces, en todas sus visitas a la mansión Gondelaurier se había guardado de volver a hablar de aquella mujer cuyo recuerdo, después de todo, le resultaba penoso; y Flor de Lis, por su parte, no había considerado inteligente decirle que la egipcia vivía. Phoebus creía, pues, muerta a la pobre «Similar», y que hacía ya uno o dos meses de esto. Añadamos que desde hacía unos instantes el capitán pensaba en la oscuridad profunda de la noche, en la fealdad sobrenatural y la voz sepulcral del extraño mensajero, que era más de medianoche, que la calle estaba desierta como la noche en que el monje errante lo había abordado y que su caballo resoplaba mirando a Quasimodo.

—¡La egipcia! —exclamó, casi aterrorizado—. ¿Vienes acaso del otro mundo? —añadió, poniendo la mano sobre la empuñadura de su daga.

—¡Deprisa, deprisa! —dijo el sordo, tratando de arrastrar al caballo—. ¡Por aquí!

Phoebus le asestó una fuerte patada en el pecho.

El ojo de Quasimodo centelleó. Hizo un movimiento para abalanzarse sobre el capitán, pero se limitó a decir, conteniéndose:

—¡Qué dichoso sois de que alguien os ame! —Subrayó la palabra «alguien» y, soltando la brida del caballo, añadió—: ¡Marchaos!

Phoebus picó espuelas maldiciendo. Quasimodo lo miró adentrarse en la bruma de la calle.

—¡Rechazar algo así! —decía en voz baja el pobre sordo.

Regresó a Notre-Dame, encendió su lámpara y subió a la torre. Tal como había pensado, la gitana seguía en el mismo sitio.

En cuanto lo vio, la joven fue corriendo hacia él.

—¡Venís solo! —exclamó, juntando dolorosamente sus bellas manos.

—No he podido encontrarlo —dijo fríamente Quasimodo.

—¡Había que esperar toda la noche si era preciso! —replicó ella con enojo.

Él vio su gesto de cólera y comprendió el reproche.

A partir de aquel día, la egipcia no volvió a verlo. El jorobado dejó de ir a su celda. Como mucho, Esmeralda entreveía a veces en lo alto de una torre el rostro del campanero con la mirada melancólicamente clavada en ella. Pero, en cuanto ella lo veía, desaparecía.

Debemos decir que se sentía poco afligida por la ausencia voluntaria del pobre jorobado. En el fondo de su corazón, se lo agradecía. Por lo demás, Quasimodo no se hacía ilusiones a este respecto.

Ella ya no lo veía, pero sentía la presencia de un genio bueno a su alrededor. Una mano invisible renovaba sus provisiones mientras dormía. Una mañana encontró en su ventana una jaula de pájaros. Más arriba de su celda había una escultura que le daba miedo. Lo había demostrado más de una vez delante de Quasimodo. Una mañana (pues todas estas cosas eran hechas de noche) ya no la vio. La habían roto. Quien hubiera trepado hasta esa escultura, debía de haber arriesgado la vida.

A veces, al anochecer, oía bajo los tejadillos del campanario una voz que cantaba, como para dormirla, una canción triste y extraña. Eran versos sin rima, como los que puede componer un sordo.

No mires la cara, muchacha,

no, muchacha, mira el corazón.

El corazón de un apuesto joven a menudo es deforme.

Hay corazones en los que el amor no perdura.

Muchacha, el abeto no es hermoso,

no es hermoso como el álamo,

mas conserva el follaje en invierno.

¡Ay!, ¿de qué sirve decir esto?

Lo que no es bello no debe ser,

la belleza solo ama la belleza,

abril vuelve la espalda a enero.

La belleza es perfecta,

la belleza lo puede todo.

La belleza es lo único que no existe a medias.

El cuervo solo vuela de día,

el búho solo vuela de noche,

el cisne vuela de noche y de día.

Una mañana vio en su ventana, al despertar, dos jarrones con flores. Uno era de cristal, muy bonito y brillante, pero estaba rajado. El agua había escapado por las grietas y las flores estaban marchitas. El otro era un jarro normal y corriente de barro, pero no había perdido nada de agua y había mantenido las flores frescas y rojas.

No sé si fue intencionado, pero Esmeralda cogió el ramillete marchito y lo llevó todo el día en el pecho.

Aquel día no oyó cantar la voz de la torre.

No le dio mucha importancia. Se pasaba el día acariciando a Djali, vigilando la puerta de la mansión Gondelaurier, hablando en voz baja de Phoebus y echando migas de pan a las golondrinas.

Había dejado de ver y de oír a Quasimodo. El pobre campanero parecía haber desaparecido de la iglesia. Sin embargo, una noche que no dormía y pensaba en su apuesto capitán, oyó suspirar junto a su celda. Asustada, se levantó y vio a la luz de la luna una masa informe tendida en el suelo, atravesada, delante de su puerta. Era Quasimodo que dormía allí sobre una piedra.