4 «Lasciate ogni speranza»

En la Edad Media, cuando un edificio estaba terminado había casi tanto bajo tierra como encima. A no ser que estuvieran construidos sobre pilotes, como Notre-Dame, palacios, fortalezas e iglesias tenían siempre un doble fondo. En las catedrales, era en cierto modo otra catedral subterránea, baja, oscura, misteriosa, ciega y muda, bajo la nave superior, que rebosaba luz y en la que resonaban órganos y campanas día y noche; en ocasiones era un sepulcro. En los palacios, en las fortalezas, era una prisión, a veces también un sepulcro, a veces las dos cosas juntas. Esas imponentes construcciones, cuyo modo de formación y de «vegetación» ya hemos explicado, no tenían simples cimientos, sino, por así decirlo, raíces que se ramificaban por el suelo en salas, galerías y escaleras, como la construcción de arriba. Así pues, iglesias, palacios y fortalezas tenían tierra hasta medio cuerpo. Los sótanos de un edificio eran otro edificio en el que se bajaba en lugar de subir, y que tenía sus pisos subterráneos bajo el montón de pisos exteriores del monumento, como esos bosques y esas montañas que se invierten en el agua espejeante de un lago por debajo de los bosques y las montañas de la orilla.

En la fortaleza de Saint-Antoine, en el Palacio de Justicia de París, en el Louvre, esos edificios subterráneos eran prisiones. Los pisos de esas prisiones, a medida que se hundían en el suelo, se estrechaban y se ensombrecían. Eran diferentes zonas en las que se escalonaban los matices del horror. Dante no pudo encontrar nada mejor para su infierno. Esos embudos de calabozos generalmente desembocaban, en lo más profundo, en un fondo de cuba donde Dante puso a Satanás y donde la sociedad metía al condenado a muerte. Una vez que una miserable existencia era enterrada allí, adiós a la luz, al aire, a la vida, a ogni speranza. No volvía a salir sino para ir al patíbulo o a la hoguera. A veces se pudría allí. La justicia humana llamaba a eso «olvidar». Entre los hombres y él, el condenado sentía sobre su cabeza el peso de montones de piedras y de carceleros, y la prisión entera, la maciza fortaleza ya no era más que una enorme y complicada cerradura que lo encadenaba fuera del mundo vivo.

En un fondo de cuba de ese tipo, en las mazmorras excavadas por San Luis, en el in-pace de la Tournelle era donde, sin duda por miedo a una evasión, habían encerrado a Esmeralda, condenada a la horca, con el colosal Palacio de Justicia sobre su cabeza. ¡Pobre mosca, que habría sido incapaz de mover la más pequeña de sus piedras!

Ciertamente, la providencia y la sociedad habían sido igualmente injustas: semejante lujo de desgracia y de tortura no era necesaria para doblegar a una criatura tan frágil.

Allí estaba ella, perdida en las tinieblas, sepultada, enterrada, emparedada. Quien la hubiera podido ver en tal estado, después de haberla visto reír y bailar al sol, se habría estremecido. Fría como la noche, fría como la muerte, sin un soplo de aire en sus cabellos, sin un ruido humano en sus oídos, sin un rayo de luz en sus ojos, destrozada, cargada de cadenas, acurrucada junto a una jarra y un trozo de pan sobre un puñado de paja, en el charco formado bajo ella por el agua que rezumaba del calabozo, inmóvil, casi sin aliento; ya ni siquiera sufría. Phoebus, el sol, el mediodía, el aire libre, las calles de París, los bailes con los aplausos, las dulces palabras de amor intercambiadas con el oficial, luego el sacerdote, la alcahueta, el puñal, la sangre, la tortura, el patíbulo, todo eso desfilaba todavía por su cabeza, tan pronto como una visión alegre y dorada, tan pronto como una pesadilla deforme; pero ya no era más que una lucha horrible y vaga que se perdía en las tinieblas, o una música lejana que tocaban allá arriba, en la tierra, y que no podía oírse en las profundidades en las que la desdichada había caído.

Desde que estaba allí, ni velaba ni dormía. En aquel infortunio, en aquella mazmorra, ya no era capaz de distinguir la vigilia del sueño, el sueño de la realidad, el día de la noche. Todo eso estaba mezclado, roto, flotando, confusamente esparcido en su pensamiento. Ya no sentía, no sabía, no pensaba. Como mucho, soñaba. Jamás se había adentrado tanto una criatura viva en la nada.

Embotada, helada, petrificada como estaba, apenas había reparado dos o tres veces en el ruido de una trampilla que se había abierto en alguna parte por encima de ella, sin dejar pasar siquiera un poco de luz, y por la cual una mano le había echado un mendrugo de pan negro. Sin embargo, era la única comunicación que le quedaba con los hombres, la visita periódica del carcelero.

Una sola cosa ocupaba todavía maquinalmente su oído. Por encima de su cabeza, la humedad se filtraba a través de las piedras enmohecidas de la bóveda, y de ella se desprendía a intervalos regulares una gota de agua. Ella escuchaba absurdamente el ruido que hacía aquella gota de agua al caer en el charco a su lado.

Aquella gota de agua cayendo en aquel charco era el único movimiento que se producía a su alrededor, el único reloj que marcaba el tiempo, el único ruido que llegó hasta ella de todo el ruido que se hace en la superficie de la tierra.

Puestos a decirlo todo, notaba también de cuando en cuando, en aquella cloaca de fango y de tinieblas, algo frío que le pasaba por un pie o por un brazo, y se estremecía.

No sabía desde cuándo estaba allí. Recordaba una condena de muerte pronunciada en algún lugar contra alguien, luego que se la habían llevado a ella y que se había despertado rodeada de oscuridad y de silencio, helada. Se había arrastrado apoyándose en las manos, pero unas argollas de hierro se le habían clavado en los tobillos y había oído ruido de cadenas. Había reconocido que todo era muralla a su alrededor, que debajo de ella había una losa encharcada y un montón de paja. Pero ni una lámpara ni un tragaluz. Entonces se había sentado sobre la paja y a veces, para cambiar de postura, en el último peldaño de una escalera de piedra que había en el calabozo.

Durante algún tiempo había intentado contar los negros minutos marcados por la gota de agua; pero muy pronto aquel triste trabajo de un cerebro enfermo se había interrumpido por sí solo en su cabeza y la había sumido en el estupor.

Un día, por fin, o una noche (pues noche y día tenían el mismo color en aquel sepulcro), oyó por encima de ella un ruido más fuerte que el que hacía habitualmente el carcelero cuando le llevaba pan y agua. Levantó la cabeza y vio pasar un rayo rojizo a través de las rendijas de la especie de puerta o trampilla practicada en la bóveda del in-pace.

Al mismo tiempo se oyó crujir la cerradura, la pesada trampilla de hierro chirrió al girar sobre sus oxidados goznes, se abrió, y Esmeralda vio una linterna, una mano y la parte inferior del cuerpo de dos hombres, pues la puerta era demasiado baja para que pudiese ver sus cabezas. La luz la hirió tan vivamente que cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, la puerta estaba cerrada, el farol descansaba sobre un peldaño de la escalera y un hombre, solo, se hallaba de pie ante ella. Una cogulla negra le caía hasta los pies y una capucha del mismo color le tapaba el rostro. No se veía nada de su persona, ni su cara ni sus manos. Era un largo sudario negro que se sostenía en pie y bajo el cual parecía moverse algo. Ella miró fijamente durante unos minutos a aquella especie de espectro, pero ninguno de los dos hablaba. Se habría dicho que eran dos estatuas una frente a otra. Tan solo dos cosas parecían vivir en el sótano: la mecha de la linterna, que chisporroteaba a causa de la humedad de la atmósfera, y la gota de agua de la bóveda, que cortaba aquella crepitación irregular con su chapoteo monótono y hacía temblar la luz de la linterna en reflejos concéntricos sobre el agua aceitosa de la charca.

Finalmente la prisionera rompió el silencio:

—¿Quién sois?

—Un sacerdote.

La palabra, el acento, el sonido de la voz la hicieron estremecerse.

El sacerdote continuó articulando sordamente:

—¿Estáis preparada?

—¿Para qué?

—Para morir.

—¡Oh! —dijo ella—. ¿Será pronto?

—Mañana.

Su cabeza, que se había levantado con alegría, volvió a caer sobre su pecho.

—¡Falta aún demasiado! —murmuró—. ¿No les daba igual hoy?

—¿Tan desgraciada sois? —preguntó el sacerdote tras un silencio.

—Tengo mucho frío —respondió ella.

Se cogió los pies con las manos, gesto habitual en los desdichados que tienen frío y que ya vimos hacer a la reclusa de la Tour-Roland, y se oyó un castañeteo de dientes.

El sacerdote pareció recorrer el calabozo con la mirada por debajo de la capucha.

—Sin luz, sin fuego, sin agua… ¡Es horrible!

—Sí —respondió ella con la expresión de asombro que la desgracia había pintado en su semblante—. El día es de todos. ¿Por qué solo me dan noche?

—¿Sabéis por qué estáis aquí? —preguntó el sacerdote tras un nuevo silencio.

—Creo que lo sabía —dijo, pasándose los dedos por las cejas como para estimular su memoria—, pero ya no lo sé.

De pronto se echó a llorar como un niño.

—Quisiera salir de aquí, señor. Tengo frío, tengo miedo, y aquí hay bichos que me suben por el cuerpo.

—De acuerdo, venid.

Al decir esto, el sacerdote la cogió por el brazo. La desventurada estaba helada hasta las entrañas, pero aquella mano le produjo una impresión de frío.

—¡Oh! —murmuró—, es la mano helada de la muerte. ¿Quién sois?

El sacerdote se bajó la capucha. Ella lo miró. Era ese rostro siniestro que la perseguía desde hacía tanto tiempo, esa cabeza de demonio que se le había aparecido en casa de la Falourdel por encima de la cabeza adorada de su Phoebus, esos ojos que había visto brillar por última vez junto a un puñal.

Aquella aparición, siempre tan fatal para ella y que la había empujado de desgracia en desgracia hasta el suplicio, la sacó de su embotamiento. Le pareció que la especie de velo que había caído sobre su memoria se rasgaba. Todos los detalles de su lúgubre aventura, desde la escena nocturna en casa de la Falourdel hasta su encierro en la Tournelle, acudieron a la vez a su mente, no vagos y confusos como hasta entonces, sino nítidos, crudos, tajantes, palpitantes, terribles. Esos recuerdos medio borrados, y casi anulados por el exceso de sufrimiento, el sombrío rostro que tenía ante sí los reavivó, de la misma manera que la proximidad del fuego hace surgir en el papel blanco las letras invisibles trazadas sobre él con tinta simpática. Le pareció que todas las heridas de su corazón se reabrían y sangraban a la vez.

—¡Ah! —gritó, tapándose los ojos con las manos y temblando convulsivamente—. ¡Es el sacerdote!

Dejó caer los brazos, vencida por el desaliento, y permaneció sentada, con la cabeza gacha, la mirada fija en el suelo, muda y temblando sin parar.

El sacerdote la miraba con los ojos de un milano que durante largo rato ha planeado en círculo, desde lo más alto del cielo, alrededor de una pobre alondra oculta en los trigales, que durante largo rato, en silencio, ha reducido cada vez más esos círculos, y que de golpe se ha abatido sobre su presa como la flecha del rayo y la tiene jadeante entre las garras.

Ella se puso a murmurar muy bajo:

—¡Acabad! ¡Acabad! ¡El golpe de gracia!

Y hundía la cabeza entre los hombros, aterrorizada, como la oveja que espera el mazazo del carnicero.

—¿Es que os horrorizo? —dijo él por fin.

Ella no respondió.

—¿Os horrorizo? —repitió el sacerdote.

Los labios de la joven se contrajeron como si sonriera.

—Sí —dijo—. El verdugo se burla del condenado. ¡Hace meses que me persigue, que me amenaza, que me aterroriza! ¡Sin él, Dios mío, qué feliz era! ¡Ha sido él quien me ha arrojado a este abismo! ¡Cielo santo! Fue él quien mató… ¡Fue él quien lo mató! ¡Mi Phoebus! —Esmeralda estalló en sollozos y, levantando los ojos hacia el sacerdote, añadió—: ¡Miserable! ¿Quién sois? ¿Qué os he hecho? ¿Por qué me odiáis tanto? ¿Qué tenéis contra mí?

—¡Te amo! —gritó el clérigo.

Sus lágrimas se detuvieron súbitamente. Lo miró con una mirada de idiota. Él se había puesto de rodillas y la miraba con ojos ardientes.

—¿Me oyes? ¡Te amo! —gritó de nuevo.

—¡Qué amor! —dijo la desdichada, estremeciéndose.

—El amor de un condenado.

Los dos permanecieron unos minutos en silencio, abrumados por el peso de sus emociones, él ofuscado, ella idiotizada.

—Escucha —dijo por fin el sacerdote, que había recobrado una calma singular—, ahora lo sabrás todo. Voy a decirte lo que hasta ahora apenas me he atrevido a decirme a mí mismo, cuando interrogaba furtivamente mi conciencia a esas horas profundas de la noche en que hay tantas tinieblas que parece que Dios ya no nos ve. Escucha. Antes de conocerte, muchacha, yo era feliz…

—¡Y yo! —suspiró débilmente la joven.

—No me interrumpas… Sí, era feliz, creía serlo, al menos. Era puro, tenía el alma llena de una claridad límpida. Ninguna cabeza se alzaba más orgullosa y radiante que la mía. Los sacerdotes me consultaban sobre la castidad, los doctores sobre la doctrina. Sí, la ciencia lo era todo para mí. Era una hermana, y una hermana me bastaba. No es que con la edad no me hubieran venido a la mente otros pensamientos. Más de una vez mi carne se había estremecido al ver unas formas de mujer. Esa fuerza del sexo y de la sangre del hombre que, loco adolescente, había creído sofocar para siempre, más de una vez había sacudido convulsivamente la cadena de los votos férreos que me atan, miserable, a las frías piedras del altar. Pero el ayuno, la oración, el estudio y las maceraciones del claustro habían devuelto al alma el dominio del cuerpo. Además, evitaba a las mujeres. Por otra parte, no tenía más que abrir un libro para que todos los impuros vapores de mi cerebro se disiparan ante el esplendor de la ciencia. En pocos minutos, sentía alejarse las cosas vulgares del mundo y me encontraba tranquilo, deslumbrado y sereno en presencia del resplandor apacible de la verdad eterna. Mientras el demonio no envió para atacarme más que vagas sombras de mujeres que pasaban de vez en cuando ante mis ojos, en la iglesia, en las calles, en los campos, y que apenas reaparecían en mis sueños, lo vencí fácilmente. Si no he podido seguir saliendo victorioso, la culpa, ¡ay!, es de Dios, que no ha dotado al hombre y al demonio de fuerzas iguales. Escucha, un día…

El sacerdote se detuvo y la prisionera oyó salir de su pecho unos suspiros que sonaban como estertores y desgarramientos.

—Un día —prosiguió— estaba asomado a la ventana de mi celda… ¿Qué libro leía? ¡Oh, todo eso se arremolina en mi cabeza…! En cualquier caso, estaba leyendo. La ventana daba a una plaza. De pronto oí el sonido de una pandereta y música. Molesto por verme interrumpido en mis meditaciones, miré hacia la plaza. Lo que vi, otros también lo veían, y sin embargo, no era un espectáculo hecho para los ojos humanos. En medio de la calle…, en pleno mediodía… bajo un sol espléndido…, una criatura bailaba. ¡Una criatura tan bella que Dios la habría preferido a la Virgen, y la habría escogido como madre, y habría querido nacer de ella, si ella hubiera existido cuando se hizo hombre! Sus ojos eran negros y espléndidos; en medio de su melena negra, unos cabellos atravesados por el sol amarilleaban como hilos de oro. Sus pies desaparecían al moverse como los radios de una rueda que gira deprisa. Alrededor de su cabeza y en sus trenzas negras había unas placas de metal que relucían al sol y formaban en su frente una corona de estrellas. Su vestido cuajado de lentejuelas centelleaba, azul y salpicado de mil destellos como una noche de verano. Sus brazos ligeros y morenos se anudaban y desanudaban en torno a su cintura como dos chales. La forma de su cuerpo era de una belleza sorprendente. ¡Oh, aquella resplandeciente figura destacaba como algo luminoso sobre la propia luz del sol…! Aquella muchacha eras tú… Sorprendido, embriagado, hechizado, me quedé mirándote. Te miré tanto que, de repente, me estremecí de terror, me sentí atrapado por el destino.

El sacerdote se detuvo otra vez. Le costaba respirar.

—Ya medio fascinado —prosiguió al cabo de un momento—, intenté agarrarme a algo y frenar mi caída. Recordé las asechanzas que Satán me había tendido anteriormente. La criatura que estaba ante mis ojos poseía esa belleza sobrenatural que solo puede venir del cielo o del infierno. No era una simple muchacha hecha con un poco de barro y débilmente iluminada en su interior por el vacilante rayo de un alma de mujer. ¡Era un ángel! Pero de tinieblas, de llamas y no de luz. En el momento en que pensaba en eso, vi a tu lado una cabra, un animal del aquelarre, que me miraba riendo. El sol del mediodía hacía salir llamas de sus cuernos. Entonces entreví la trampa del demonio y ya no tuve ninguna duda de que venías del infierno y venías para perderme. Lo creí firmemente.

El sacerdote miró a la prisionera a la cara y añadió con frialdad:

—Todavía lo creo… Sin embargo, el hechizo actuaba poco a poco, tu danza se arremolinaba en mi cerebro; sentía cumplirse el misterioso maleficio, todo lo que debería haber estado despierto se adormecía en mi alma, y, como los que mueren en la nieve, encontraba placer en dejarme invadir por ese sueño. De pronto, empezaste a cantar. ¿Qué podía hacer yo, miserable? Tu canto era más seductor todavía que tu danza. Intenté huir. Imposible. Estaba clavado al suelo, enraizado. Me parecía que el mármol de las losas me había subido hasta las rodillas. No pude hacer otra cosa que quedarme hasta el final. Mis pies eran de hielo, la cabeza me hervía. Por fin, quizá te compadeciste de mí, dejaste de cantar y desapareciste. El reflejo de la deslumbrante visión, el eco de la música embrujadora se desvanecieron de forma gradual en mis ojos y en mis oídos. Caí hacia un lado de la ventana, más agarrotado y débil que una estatua arrancada de su pedestal. El toque de vísperas me despertó. Me incorporé, eché a correr, pero había algo en mí que había caído y no podía levantarse, algo que se había producido y de lo que no podía huir.

Hizo otra pausa y prosiguió:

—Sí, a partir de aquel día hubo en mí un hombre al que no conocía. Intenté emplear todos mis remedios: el claustro, el altar, el trabajo, los libros. ¡Vana locura! ¡Cómo suena a hueco la ciencia cuando golpeamos contra ella con desesperación una cabeza llena de pasiones! ¿Sabes lo que desde entonces siempre veía entre el libro y yo? A ti, muchacha, tu sombra, la imagen de la aparición luminosa que un día había atravesado el espacio ante mí. Pero esa imagen ya no tenía el mismo color; era sombría, fúnebre, tenebrosa como el círculo negro que permanece mucho tiempo en la vista del imprudente que ha mirado fijamente el sol.

»Como no podía librarme de ella, como no dejaba de oír tu canción en mi cabeza, como seguía viendo danzar tus pies en mi breviario, como inevitablemente de noche sentía en sueños que tus formas se deslizaban sobre mi carne, decidí volver a verte, tocarte, saber quién eras, comprobar si me parecerías igual a la imagen ideal que me había quedado de ti, destruir quizá mi sueño con la realidad. En cualquier caso, esperaba que una impresión nueva borrara la primera, pues la primera se me había hecho insoportable. Te busqué. Volví a verte. ¡Qué desgracia! Cuando te hube visto por segunda vez, quise verte mil, quise verte siempre. Desde entonces…, ¿cómo frenar en esa pendiente hacia el infierno…?, desde entonces dejé de ser dueño de mí mismo. El otro extremo del hilo que el demonio me había atado a las alas, lo había anudado a tu pie. Me volví vagabundo y errante como tú. Te esperaba bajo los soportales para verte, te espiaba en las esquinas, te acechaba desde lo alto de mi torre. ¡Cada noche regresaba a mí mismo más hechizado, más desesperado, más embrujado, más perdido!

»Había averiguado que eras egipcia, bohemia, gitana, cíngara, ¿cómo poner en duda que se trataba de magia? Escucha. Confié en que un proceso me liberaría del hechizo. Una bruja había hechizado a Bruno de Ast; él la hizo quemar y sanó. Yo lo sabía. Decidí probar el remedio. Primero intenté que te prohibieran bailar en el atrio de Notre-Dame, esperando olvidarte si no volvías. Pero no hiciste caso. Volviste. Después se me ocurrió raptarte. Una noche lo intenté. Éramos dos. Ya te teníamos cuando apareció ese miserable oficial. Él te rescató. Él desencadenó así tu desgracia, la mía y la suya. Por último, no sabiendo ya qué hacer, te denuncié al provisor.

»Pensaba que sanaría como Bruno de Ast. Pensaba también confusamente que un proceso te dejaría en mis manos, que en una prisión te tendría, serías mía, que allí no podrías escapar de mí, que tú me poseías desde hacía ya suficiente tiempo para que yo te poseyera también. Cuando se hace el mal, hay que hacerlo hasta el fondo. ¡Es absurdo quedarse a medias en lo monstruoso! El crimen extremo tiene delirios de gozo. ¡Un sacerdote y una bruja pueden fundirse en el deleite sobre el montón de paja de una mazmorra!

»Así pues, te denuncié. Y a partir de entonces empecé a asustarte cuando me veías. El complot que tramaba contra ti, la tormenta que fraguaba sobre tu cabeza escapaba de mí en amenazas y en relámpagos. Sin embargo, todavía vacilaba. Mi proyecto presentaba aspectos horribles que me hacían retroceder.

»Tal vez habría renunciado, tal vez mi repugnante idea se habría secado en mi cerebro sin llegar a fructificar. Yo creía que siempre dependería de mí seguir o detener el proceso. Pero todo mal pensamiento es inexorable y quiere convertirse en un hecho; allí donde yo me creía todopoderoso, la fatalidad era más poderosa que yo. ¡Fue ella, ay, quien te capturó y te entregó al engranaje terrible de la máquina que yo había construido tenebrosamente…! Escucha, estoy terminando.

»Un día…, otro espléndido día de sol…, pasó ante mí un hombre al que oí pronunciar tu nombre, riendo, con lujuria en los ojos… ¡Maldición! Lo seguí. El resto ya lo sabes.

El sacerdote se calló. La joven solo acertó a decir una palabra:

—¡Oh, Phoebus!

—¡Ese nombre no! —dijo el sacerdote, asiéndola del brazo con violencia—. ¡No pronuncies ese nombre! ¡Oh, pobres de nosotros, ese nombre ha sido nuestra perdición! O, más bien, el juego inexplicable de la fatalidad ha hecho que unos hayamos sido la perdición de otros… Sufres, ¿verdad? Tienes frío, la oscuridad te convierte en una ciega, el calabozo te envuelve, pero quizá te quede alguna luz en el fondo de tu ser, aunque solo sea tu amor de niña por este hombre vacío que jugaba con tu corazón. Mientras que yo llevo el calabozo dentro de mí, dentro de mí está el invierno, el hielo, la desesperación, la noche reina en mi alma.

»¿Sabes todo lo que he sufrido? He asistido a tu proceso. Estaba sentado en el banco del provisor. Sí, bajo una de las capuchas de sacerdote se retorcía un condenado. Cuando te llevaron, yo estaba allí; cuando te interrogaron, yo estaba también allí… ¡Guarida de lobos…! Era mi crimen, era mi patíbulo lo que veía alzarse lentamente sobre tu frente. En cada testigo, en cada prueba, en cada alegato, yo estaba allí; pude contar cada uno de tus pasos por la vía dolorosa; seguía allí cuando esa bestia feroz… ¡Oh, no había previsto la tortura…! Escucha. Te acompañé en la cámara de dolor. Vi cómo te desvestían y te manipulaban medio desnuda las manos infames del torturador. Vi tu pie, ese pie en el que habría querido, y habría dado un imperio por conseguirlo, depositar un solo beso y morir, ese pie bajo el que sentiría con infinito placer aplastarse mi cabeza, lo vi encerrar en el horrible borceguí que convierte los miembros de un ser vivo en un amasijo ensangrentado. ¡Ah, miserable! Mientras veía eso, tenía bajo el sudario un puñal con el que me laceraba el pecho. Cuando proferiste un grito, lo clavé en mi carne; al segundo grito, entró en mi corazón. Mira, creo que todavía sangra.

Abrió la sotana. Su pecho, en efecto, estaba desgarrado como por la zarpa de un tigre, y tenía en un costado una herida bastante grande sin cicatrizar.

La prisionera retrocedió horrorizada.

—¡Oh, muchacha, ten piedad de mí! —dijo el sacerdote—. Te crees desgraciada, pero no sabes lo que es la desgracia. ¡Amar a una mujer! ¡Ser sacerdote! ¡Ser odiado! Amarla con todas las fuerzas de tu alma, sentir que darías por la más mínima de sus sonrisas tu sangre, tus entrañas, tu reputación, tu salvación, la inmortalidad y la eternidad, esta vida y la otra, lamentar no haber sido rey, genio, emperador, arcángel o dios para poner a sus pies a un esclavo mayor, abrazarla noche y día en tus sueños y en tus pensamientos, ¡y verla enamorada de un uniforme de soldado!, ¡y no poder ofrecerle sino una sucia sotana de sacerdote que le dará miedo y asco! ¡Estar presente, con tus celos y tu rabia, mientras ella prodiga a un miserable fanfarrón imbécil tesoros de amor y de belleza! ¡Ver ese cuerpo cuya forma te abrasa, esos senos tan dulces, esa carne palpitar y enrojecer bajo los besos de otro! ¡Oh, santo cielo! ¡Amar sus pies, sus brazos, sus hombros, pensar en sus venas azules y en su piel morena hasta retorcerte noches enteras en el suelo de la celda, y ver todas las caricias que has soñado para ella desembocar en la tortura! ¡No haber conseguido más que acostarla en la cama de cuero! ¡Oh, esas son las verdaderas tenazas calentadas en el fuego del infierno! ¡Bienaventurado aquel que es serrado entre dos tablas, aquel que es descuartizado mediante la fuerza de cuatro caballos…! ¿Sabes lo que es ese suplicio que te infligen durante largas noches tus arterias que hierven, tu corazón que revienta, tu cabeza que estalla, tus dientes que te muerden las manos, torturadores despiadados que te voltean continuamente, como sobre una parrilla ardiente, sobre un pensamiento de amor, de celos y de desesperación? ¡Muchacha, por lo que más quieras, concédeme un momento de tregua, echa un poco de ceniza sobre estas brasas! Enjuga, te lo ruego, el sudor que corre en gruesas gotas por mi frente! ¡Niña, tortúrame con una mano, pero acaríciame con la otra! ¡Ten piedad, muchacha! ¡Ten piedad de mí!

El sacerdote se revolcaba en el agua del suelo y se golpeaba la cabeza contra los cantos de los peldaños de piedra. La muchacha lo escuchaba, lo miraba.

Cuando se calló, extenuado y jadeante, ella repitió a media voz:

—¡Oh, Phoebus!

El sacerdote se arrastró hacia ella de rodillas.

—¡Te lo suplico! —gritó—. ¡Si tienes entrañas, no me rechaces! ¡Te amo! ¡Soy un miserable! ¡Cuando pronuncias ese nombre, desdichada, es como si triturases con los dientes todas las fibras de mi corazón! ¡Por favor! Si vienes del infierno, voy allí contigo. Lo he hecho todo para ir. ¡El infierno donde estés es mi paraíso, tu visión es más encantadora que la de Dios! Dime, ¿es que no quieres saber nada de mí? El día que una mujer rechace un amor semejante, creeré que las montañas se mueven. ¡Si tú quisieras…! ¡Qué felices podríamos ser! Huiríamos…, yo te facilitaría la huida…, iríamos a algún sitio, buscaríamos el lugar de la tierra donde hay más sol, más árboles, más cielo azul. ¡Nos amaríamos, verteríamos nuestras dos almas la una en la otra, y tendríamos una sed inextinguible de nosotros mismos que calmaríamos en común y sin cesar en esta copa de inagotable amor!

Ella lo interrumpió con una risa terrible y estrepitosa.

—¡Mirad, padre, tenéis sangre bajo las uñas!

El sacerdote se quedó unos instantes como petrificado, mirándose fijamente las manos.

—¡Sí, es verdad! —prosiguió por fin con una calma extraña—. ¡Ultrájame, búrlate de mí, aplástame, pero ven, ven! Apresurémonos. Está previsto para mañana, te lo repito. El patíbulo de la Grève, ya sabes, está siempre a punto. ¡Es horrible! ¡Verte avanzar hacia él en esa carreta! ¡Por favor…! Jamás había sentido como ahora hasta qué punto te amo…Ven conmigo. Te tomarás el tiempo que necesites para amarme después de que te haya salvado. Me odiarás todo el tiempo que quieras, pero ven. ¡Es mañana! ¡Mañana! ¡La horca! ¡Tu suplicio! ¡Oh, sálvate! ¡Perdóname!

La agarró de un brazo, estaba trastornado, trató de llevársela.

Ella clavó en él su mirada penetrante.

—¿Qué ha sido de Phoebus?

—¡Ah! —dijo el sacerdote, soltándole el brazo—. ¡Sois despiadada!

—¿Qué ha sido de Phoebus? —repitió ella fríamente.

—¡Está muerto! —contestó el sacerdote.

—¡Muerto! —dijo ella, todavía glacial e inmóvil—. Entonces, ¿por qué me habláis de vivir?

Él no la escuchaba.

—¡Oh, sí! —decía, como hablando consigo mismo—. Debe de estar muerto. La hoja entró muy adentro. Creo que toqué el corazón con la punta. ¡Sí, mi vida estaba hasta en la punta del puñal!

La joven se abalanzó sobre él como una tigresa furiosa y lo empujó por los peldaños de la escalera con una fuerza sobrenatural.

—¡Vete, monstruo! ¡Vete, asesino! ¡Déjame morir! ¡Que la sangre de los dos, tuya y mía, deje en tu frente una mancha eterna! ¿Ser tuya? ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Nada nos reunirá, ni el infierno! ¡Vete, maldito! ¡Jamás!

El sacerdote había tropezado en la escalera. Liberó en silencio sus pies de los pliegues del ropón, cogió la linterna y empezó a subir lentamente los peldaños que conducían a la puerta. Cuando llegó al final, la abrió y salió.

De pronto la muchacha vio aparecer de nuevo su cabeza. Tenía una expresión horrible y le gritó con una voz ronca de rabia y desesperación:

—¡Te digo que está muerto!

Ella cayó con la cara contra el suelo y ya no se oyó en el calabozo más ruido que el suspiro de la gota de agua que hacía palpitar el charco en las tinieblas.