Cuando entró de nuevo, pálida y cojeando, en la sala de audiencias, un murmullo general de placer la acogió. Por parte del auditorio, era ese sentimiento de impaciencia satisfecha que se experimenta en el teatro al acabar el último entreacto de la obra, cuando por fin el telón vuelve a levantarse y va a comenzar el final. Por parte de los jueces, era la esperanza de cenar muy pronto. La cabrita también baló de alegría. Intentó salir al encuentro de su ama, pero la habían atado al banco.
Había anochecido del todo. Las velas, cuyo número no habían aumentado, daban tan poca luz que no se veían las paredes de la sala. Las tinieblas envolvían todos los objetos en una suerte de bruma. A duras penas se distinguían algunas caras apáticas de jueces. Frente a ellos, en el otro extremo de la larga sala, podían ver un punto de vaga blancura recortarse sobre el fondo oscuro. Era la acusada.
Había llegado hasta su sitio arrastrándose. Cuando Charmolue se hubo instalado magistralmente en el suyo, se sentó, luego se levantó y dijo, sin dejar traslucir demasiada vanidad por su éxito:
—La acusada lo ha confesado todo.
—Muchacha bohemia —dijo el presidente—, ¿habéis confesado todos vuestros actos de magia, de prostitución y de asesinato en la persona de Phoebus de Châteaupers?
A Esmeralda se le encogió el corazón. La oyeron sollozar en la oscuridad.
—Todo lo que queráis —respondió débilmente—, pero matadme pronto.
—Señor procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica —dijo el presidente—, la sala está preparada para escuchar vuestro alegato.
Maese Charmolue exhibió un enorme cartapacio y se puso a leer, gesticulando mucho y con la entonación exagerada de la abogacía, un discurso en latín en el que todas las pruebas del proceso se amontonaban en perífrasis ciceronianas acompañadas de citas de Plauto, su cómico favorito. Lamentamos no poder ofrecer a nuestros lectores esta pieza extraordinaria. El orador la recitaba con una gesticulación maravillosa. No había acabado el exordio y ya le saltaba el sudor de la frente y los ojos de la cabeza.
De repente, en medio de una frase, se interrumpió, y su mirada, de ordinario asaz serena e incluso harto boba, se volvió fulminante.
—Señorías —exclamó (en francés, pues aquello no estaba escrito en el cartapacio)—, Satán se encuentra involucrado hasta tal punto en este asunto que hete aquí que asiste a nuestros debates y se mofa de su majestad. ¡Mirad!
Charmolue señaló con la mano a la cabrita, la cual, viéndolo gesticular, había creído que venía a cuento hacer otro tanto y, sentada sobre su trasero, imitaba lo mejor que podía, con las patas delanteras y su cabeza barbuda, la pantomima patética del procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica. Era, como recordamos, una de sus habilidades más graciosas. Este incidente, esta última «prueba», causó un gran efecto. Le ataron, pues, las patas a la cabra y el procurador del rey retomó el hilo de su elocuente discurso.
Aquello era interminable, pero la peroración fue excepcional. He aquí la última frase; añádase la voz engolada y el gesto jadeante de maese Charmolue:
—Ideo, Domni, coram stryga demonstrata, crimine patente, intentione criminis existente, in nomine sanctae ecclesiae Nostrae-Dominae Parisiensis, quae est in saisina habendi omnimodam altam et bassam justitiam in illa hac intemerata Civitatis insula, tenore praesentium declaramus nos requirere, primo, aliquandam pecuniariam indemnitatem; secundo, amendationem honorabilem ante portalium maximum Nostrae-Dominae, ecclesiae cathedralis; tertio, sententiam in virtute cujus ista stryga cum sua capella, seu in trivio vulgariter dicto la Grève, seu in insula exeunte in fluvio Sequanae, juxta pointam jardini regalis, executatae sint.[114]
Se puso el birrete y se sentó.
—¡Buf! —suspiró Gringoire, entristecido—: Bassa latinitas.[115]
Otro hombre con toga negra, sentado junto a la acusada, se puso en pie. Era su abogado. Los jueces, en ayunas, empezaron a murmurar.
—Abogado, sed breve —dijo el presidente.
—Señor presidente —contestó el abogado—, puesto que la demandada ha confesado su crimen, solo tengo que decir una cosa a sus señorías. He aquí un texto de la ley sálica: «Si una estrige se ha comido a un hombre, y es convicta por este hecho, pagará una multa de ocho mil dineros, que equivalen a doscientos sueldos de oro». Ruego al tribunal que condene a mi cliente a la multa.
—Texto derogado —dijo el abogado extraordinario del rey.
—Nego[116] —replicó el abogado defensor.
—¡Votemos! —propuso un consejero—. El crimen es patente y se ha hecho tarde.
Se procedió a la votación sin abandonar la sala. Los jueces se pronunciaron levantando el birrete; tenían prisa. Se les veía descubrirse uno tras otro en la penumbra, en respuesta a la pregunta lúgubre que les formulaba en voz baja el presidente. La pobre acusada parecía mirarlos, pero sus ojos empañados no veían.
A continuación el escribano se puso a escribir y le pasó al presidente un largo pergamino.
Entonces la desventurada oyó un revuelo entre la gente, el entrechocar de las picas y una voz glacial que decía:
—Muchacha bohemia, el día que tenga a bien el rey nuestro sire, al mediodía, seréis conducida en una carreta, en camisa, descalza y con la soga al cuello, ante el gran pórtico de Notre-Dame, donde os retractaréis públicamente con una antorcha de cera de dos libras de peso en la mano, y de allí seréis conducida a la plaza de Grève, donde seréis colgada y estrangulada en el patíbulo de la ciudad, y vuestra cabra lo mismo, y pagaréis al provisor tres leones de oro a modo de reparación de los crímenes por vos cometidos y confesados de brujería, magia, lujuria y asesinato en la persona del señor Phoebus de Châteaupers. ¡Que Dios acoja vuestra alma!
—¡Oh, estoy soñando! —murmuró la joven, y sintió unas rudas manos que se la llevaban.