2 Esto matará a eso

Nuestros lectores nos perdonarán que nos detengamos un momento para tratar de averiguar cuál podía ser el pensamiento que se escondía tras aquellas palabras enigmáticas del arcediano: «Esto matará a eso. El libro matará al edificio».

A nuestro entender, este pensamiento tenía dos caras. Era, en primer lugar, un pensamiento de sacerdote. Era el pavor del sacerdocio ante un agente nuevo, la imprenta. Era el terror y el deslumbramiento del hombre del santuario ante la prensa luminosa de Gutenberg. Era el púlpito y el manuscrito, la palabra hablada y la palabra escrita, alarmadas por la palabra impresa; algo semejante al estupor de un pajarillo que viera al ángel Legión abrir sus seis millones de alas. Era el grito del profeta que ya oye runrunear y bullir a la humanidad emancipada, que ve en el futuro a la inteligencia socavando a la fe, a la opinión destronando a la creencia, al mundo zarandeando a Roma. Pronóstico del filósofo que ve el pensamiento humano, volatilizado por la imprenta, evaporarse del recipiente teocrático. Terror del soldado que examina el ariete de bronce y dice: La torre caerá. Aquello significaba que un poder iba a suceder a otro poder. Aquello quería decir: La imprenta matará a la Iglesia.

Pero bajo este pensamiento, sin duda el primero y el más elemental, había, en nuestra opinión, otro más nuevo, un corolario del primero más difícil de percibir y más fácil de rebatir, una visión igualmente filosófica ya no solo del sacerdote, sino del erudito y del artista. Era el presentimiento de que el pensamiento humano, al cambiar de forma, iba a cambiar su modo de expresión; de que la idea capital de cada generación ya no se escribiría con la misma materia y de la misma manera; de que el libro de piedra, tan sólido y duradero, iba a ceder el puesto al libro de papel, más sólido y más duradero aún. Desde esta perspectiva, la vaga frase del arcediano tenía un segundo sentido; significaba que un arte iba a destronar a otro arte. Quería decir: La imprenta matará a la arquitectura.

En efecto, desde el origen de las cosas hasta el siglo XV de la era cristiana inclusive, la arquitectura es el gran libro de la humanidad, la expresión principal del hombre en sus diferentes estadios de desarrollo, ya sea como fuerza o como inteligencia.

Cuando la memoria de las primeras generaciones se sintió sobrecargada, cuando el bagaje de los recuerdos del género humano se hizo tan pesado y confuso que la palabra, desnuda y flotante, corría el peligro de perder algunos por el camino, los transcribieron sobre el suelo de la forma más visible, más duradera y más natural a la vez. Sellaron cada tradición bajo un monumento.

Los primeros monumentos fueron simples trozos de roca «que el hierro no había tocado», dice Moisés. La arquitectura empezó como toda escritura. Primero fue alfabeto. Se colocaba una piedra en vertical, y era una letra, y cada letra era un jeroglífico, y sobre cada jeroglífico descansaba un grupo de ideas como el capitel sobre la columna. Eso hicieron las primeras generaciones, en todas partes, en el mismo momento, en la superficie del mundo entero. Encontramos la «piedra erguida» de los celtas en la Siberia asiática y en las pampas americanas.

Más adelante formaron palabras. Superpusieron la piedra a la piedra, acoplaron esas sílabas de granito, el verbo intentó algunas combinaciones. El dolmen y el crómlech celtas, el túmulo etrusco y el galgal hebreo son palabras. Algunas, el túmulo sobre todo, son nombres propios. A veces, cuando tenían mucha piedra y una extensa playa, incluso escribían una frase. El inmenso amontonamiento de Carnac es ya una fórmula entera.

Finalmente hicieron libros. Las tradiciones habían engendrado símbolos, bajo los cuales desaparecían como el tronco de un árbol bajo su follaje; todos esos símbolos, en los que la humanidad tenía fe, iban creciendo, multiplicándose, cruzándose, complicándose cada vez más; los primeros monumentos ya no eran suficientes para contenerlos; estaban desbordados por todas partes; aquellos monumentos apenas seguían expresando la tradición primitiva, sencilla, desnuda y tendida en el suelo, como ellos. El símbolo necesitaba extenderse por el edificio. La arquitectura se desarrolló entonces con el pensamiento humano; se convirtió en un gigante de mil cabezas y mil brazos, y fijó bajo una forma eterna, visible, palpable, todo ese simbolismo flotante. Mientras que Dédalo, que es la fuerza, medía, mientras que Orfeo, que es la inteligencia, cantaba, el pilar, que es una letra, el arco, que es una sílaba, la pirámide, que es una palabra, puestos en movimiento a la vez por una ley de la geometría y por una ley de la poesía, se agrupaban, se combinaban, se amalgamaban, bajaban, subían, se yuxtaponían sobre el suelo, se escalonaban en el cielo, hasta que hubieron escrito, bajo el dictado de la idea general de una época, esos libros maravillosos que eran también maravillosos edificios: la pagoda de Eklinga, el Rhamseion de Egipto y el templo de Salomón.

La idea madre, el verbo, no estaba solo en el fondo de todos esos edificios, sino también en la forma. El templo de Salomón, por ejemplo, no era simplemente la encuadernación del libro sagrado, era él mismo el libro sagrado. En cada uno de sus cercos concéntricos, los sacerdotes podían leer el verbo traducido y manifestado a los ojos, y de este modo seguían sus transformaciones de santuario en santuario hasta que lo alcanzaban en el último tabernáculo en su forma más concreta, que era de nuevo arquitectura: el arca. El verbo estaba, así, encerrado en el edificio, pero su imagen estaba en su envoltura como el rostro humano en el féretro de una momia.

Y no solo la forma de los edificios, sino también el emplazamiento que escogían, revelaba el pensamiento que representaban. Según fuera el símbolo que había que expresar gracioso o sombrío, Grecia coronaba sus montañas con un templo armonioso a la vista y la India perforaba las suyas para cincelar en ellas esas deformes pagodas subterráneas, sostenidas por gigantescas hileras de elefantes de granito.

Así pues, durante los seis mil primeros años del mundo, desde la pagoda más inmemorial del Indostán hasta la catedral de Colonia, la arquitectura ha sido la gran escritura del género humano. Y ello es tan cierto que no solo todo símbolo religioso, sino incluso todo pensamiento humano, tiene su página en este libro inmenso y su monumento.

Toda civilización comienza por la teocracia y termina por la democracia. Esta ley de la libertad sucediendo a la unidad está escrita en la arquitectura. Pues no hay que creer —insistimos en este punto— que la albañilería solo tiene poder para edificar el templo, para expresar el mito y el simbolismo sacerdotal, para transcribir en jeroglíficos sobre sus páginas de piedra las tablas misteriosas de la ley. Si fuera así, puesto que en toda sociedad humana llega un momento en que el símbolo sagrado se gasta y se oblitera bajo el libre pensamiento, en que el hombre se zafa del sacerdote, en que la excrecencia de las filosofías y de los sistemas corroe la faz de la religión, la arquitectura no podría reproducir este nuevo estado del espíritu humano, sus páginas, repletas por el anverso, estarían vacías por el reverso, su obra se vería truncada, su libro quedaría incompleto. Pero no.

Tomemos, por ejemplo, la Edad Media, donde vemos con más claridad porque está más cerca de nosotros. Durante el primer período, mientras la teocracia organiza Europa, mientras el Vaticano reúne y reordena a su alrededor los elementos de una Roma hecha con la Roma que yace derrumbada alrededor del Capitolio, mientras el cristianismo se aleja buscando en los escombros de la civilización anterior todas las capas de la sociedad y reconstruye con esas ruinas un nuevo universo jerárquico cuya piedra angular es el sacerdocio, primero oímos brotar en ese caos y luego, poco a poco, bajo el soplo del cristianismo, bajo la mano de los bárbaros, vemos surgir de los escombros de las arquitecturas muertas, griega y romana, esta misteriosa arquitectura románica, hermana de las construcciones teocráticas de Egipto y de la India, emblema inalterable del catolicismo puro, inmutable jeroglífico de la unidad papal. Todo el pensamiento de entonces está escrito, efectivamente, en ese sombrío estilo románico. Se percibe por doquier en él la autoridad, la unidad, lo impenetrable, lo absoluto, a Gregorio VII; por doquier al sacerdote, jamás al hombre; por doquier la casta, jamás al pueblo. Pero llegan las cruzadas. Es un gran movimiento popular, y todo gran movimiento popular, cualesquiera que sean su causa y su fin, despide siempre de su último precipitado el espíritu de libertad. Se abrirán paso novedades. Comienza el período tormentoso de las jacqueries, las praguerías y las ligas. La autoridad se tambalea, la unidad se bifurca. El feudalismo exige compartir con la teocracia, en espera del pueblo que surgirá inevitablemente y que se llevará, como siempre, la parte del león. Quia nominor leo.[68] El señorío asoma, pues, bajo el sacerdocio; la comuna, bajo el señorío. La faz de Europa ha cambiado. Y la faz de la arquitectura ha cambiado también. Igual que ha hecho la civilización, ha pasado página, y el espíritu nuevo de la época la encuentra dispuesta a escribir bajo su dictado. Ha vuelto de las cruzadas con la ojiva, de la misma forma que las naciones han vuelto con la libertad. Entonces, mientras Roma se desmiembra poco a poco, la arquitectura románica muere. El jeroglífico abandona la catedral y se va a blasonar el torreón para dar prestigio al feudalismo. La propia catedral, ese edificio antaño tan dogmático, invadida ahora por la burguesía, por la comuna, por la libertad, escapa del sacerdote y cae en poder del artista. El artista la construye a su antojo. Adiós al misterio, al mito, a la ley. Han llegado la fantasía y el capricho. Con tal de tener su basílica y su altar, el sacerdote no tiene nada que decir. Los cuatro muros son del artista. El libro arquitectónico ya no pertenece al sacerdocio, a la religión, a Roma; es de la imaginación, de la poesía, del pueblo. De ahí las rápidas e innumerables transformaciones de esa arquitectura que solo tiene tres siglos, tan sorprendentes después de la inmovilidad estancada de la arquitectura románica, que tiene seis o siete. El arte, sin embargo, avanza a paso de gigante. El genio y la originalidad populares hacen el trabajo que hacían los obispos. Cada generación escribe, al pasar, su línea en el libro; tacha los viejos jeroglíficos románicos en el frontispicio de las catedrales, y como mucho se ve todavía asomar el dogma acá y allá bajo el nuevo símbolo que deposita en él. El ropaje popular a duras penas permite adivinar la osamenta religiosa. No podemos hacernos una idea de las licencias que se toman entonces los arquitectos, aun con la iglesia. Capiteles atestados de monjes y monjas vergonzosamente acoplados, como en la sala de las Chimeneas del Palacio de Justicia de París. La aventura de Noé esculpida «con todas las letras», como en el gran pórtico de la catedral de Bourges. Un monje ebrio con orejas de burro y el vaso en la mano riéndose en las narices de toda una comunidad, como en la pila de abluciones de la abadía de Bocherville. Existe en esta época, para el pensamiento escrito en piedra, un privilegio absolutamente comparable a la libertad actual de la imprenta. Es la libertad de la arquitectura.

Esa libertad llega muy lejos. A veces un pórtico, una fachada o una iglesia entera presenta un sentido simbólico absolutamente ajeno al culto o incluso hostil a la iglesia. En el siglo XIII Guillermo de París y en el XV Nicolas Flamel escribieron esta clase de páginas sediciosas. Saint-Jacques-de-la-Boucherie era totalmente una iglesia de oposición.

El pensamiento solo era libre entonces de este modo; así pues, solo se escribía completo en estos libros que llamaban edificios. Sin esta forma edificio, habría sido quemado en la plaza pública por el verdugo en la forma manuscrito, si hubiera cometido la imprudencia de exponerse a tal peligro; el pensamiento pórtico de iglesia habría asistido al suplicio del pensamiento libro. Así pues, como no tenía otro camino que el de la construcción para abrirse paso, se precipitaba sobre él desde todas partes. De ahí la inmensa cantidad de catedrales que han sembrado Europa, número tan prodigioso que cuesta creerlo, aun después de haberlo verificado. Todas las fuerzas materiales y todas las fuerzas intelectuales de la sociedad convergieron en el mismo punto: la arquitectura. De esta manera, so pretexto de construir iglesias a Dios, el arte se desarrollaba en unas proporciones magníficas.

Entonces, todo aquel que nacía poeta se hacía arquitecto. El genio esparcido entre las masas, comprimido por todas partes bajo el feudalismo como bajo una testudo[69] de escudos de bronce, al no encontrar salida sino por el lado de la arquitectura, desembocaba en este arte, y sus Ilíadas adoptaban la forma de catedrales. Todas las demás artes obedecían y se sometían a la arquitectura. Eran los obreros de la gran obra. El arquitecto, el poeta, el maestro totalizaba en su persona la escultura que le cincelaba las fachadas, la pintura que le iluminaba las vidrieras, la música que ponía en movimiento su campana y soplaba en sus órganos. No había nada, ni siquiera la pobre poesía propiamente dicha, la que se obstinaba en vegetar en los manuscritos, que no se viera obligado, para ser algo, a enmarcarse en el edificio en forma de himno o de prosa; el mismo papel, después de todo, que habían representado las tragedias de Esquilo en las fiestas sacerdotales de Grecia y el Génesis en el templo de Salomón.

Así pues, hasta Gutenberg, la arquitectura es la escritura principal, la escritura universal. La última página de ese libro granítico que Oriente había empezado y la antigüedad griega y romana había continuado, la escribió la Edad Media. Por lo demás, este fenómeno de una arquitectura popular sucediendo a una arquitectura de casta que acabamos de observar en la Edad Media, se reproduce con todo movimiento análogo en la inteligencia humana en las otras grandes épocas de la historia. Así, para no enunciar aquí sino someramente una ley que exigiría ser desarrollada en varios volúmenes, en el alto Oriente, cuna de los tiempos primitivos, después de la arquitectura hindú, la arquitectura fenicia, esa madre opulenta de la arquitectura árabe; en la Antigüedad, tras la arquitectura egipcia, de la que el estilo etrusco y los monumentos ciclópeos no son más que una variedad, la arquitectura griega, de la que el estilo romano no es sino una prolongación sobrecargada por la cúpula cartaginesa; en los tiempos modernos, tras la arquitectura románica, la arquitectura gótica. Y desdoblando estas tres series, encontraremos en las tres hermanas mayores, la arquitectura hindú, la arquitectura egipcia y la arquitectura románica, el mismo símbolo, es decir, la teocracia, la casta, la unidad, el dogma, el mito, Dios; y en lo que se refiere a las tres hermanas menores, la arquitectura fenicia, la arquitectura griega y la arquitectura gótica, cualquiera que sea, por lo demás, la diversidad de forma inherente a su naturaleza, el mismo significado también, es decir, la libertad, el pueblo, el hombre.

Llámese brahmán, mago o papa, en las construcciones hindú, egipcia o románica se percibe siempre al sacerdote, solo al sacerdote. No sucede lo mismo en las arquitecturas populares. Estas son más ricas y menos sagradas. En la fenicia se percibe al mercader; en la griega, al republicano; en la gótica, al burgués.

Los caracteres generales de toda arquitectura teocrática son la inmutabilidad, el horror al progreso, la conservación de las líneas tradicionales, la consagración de los tipos primitivos, la sumisión constante de todas las formas del hombre y de la naturaleza a los caprichos incomprensibles del símbolo. Son libros tenebrosos que solo los iniciados saben descifrar. Por lo demás, toda forma, toda deformidad incluso, encierra un sentido que la hace inviolable. No les pida a las construcciones hindú, egipcia o románica que reformen su dibujo o mejoren su estatuaria. Todo perfeccionamiento es impiedad para ellas. En esas arquitecturas, parece que la rigidez del dogma se haya extendido por la piedra como una segunda petrificación. Los caracteres generales de las construcciones populares, por el contrario, son la variedad, el progreso, la originalidad, la opulencia, el movimiento perpetuo. Están ya suficientemente apartadas de la religión para pensar en su belleza, para cuidarla, para corregir sin descanso su ornamentación de estatuas o de arabescos. Son del siglo. Tienen algo humano que mezclan sin cesar con el símbolo divino bajo el que todavía se producen. El resultado son edificios que cualquier alma, cualquier inteligencia, cualquier imaginación puede penetrar, simbólicos todavía, pero fáciles de comprender como la naturaleza. Entre la arquitectura teocrática y esta existe la misma diferencia que entre una lengua sagrada y una lengua vulgar, entre el jeroglífico y el arte, entre Salomón y Fidias.

El resumen de lo expuesto hasta aquí muy someramente, pasando por alto mil pruebas y también mil objeciones, nos lleva a decir: que la arquitectura ha sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad; que en ese intervalo no ha aparecido en el mundo un pensamiento mínimamente complicado que no se haya hecho edificio; que toda idea popular, como toda ley religiosa, ha tenido sus monumentos; que el género humano, en fin, no ha pensado nada importante que no haya escrito en piedra. ¿Y por qué? Porque todo pensamiento, sea religioso o filosófico, tiene interés en perpetuarse, porque la idea que ha conmocionado a una generación quiere conmocionar a otras y dejar huella. ¡Y qué precaria inmortalidad la del manuscrito! ¡Un edificio es un libro mucho más sólido, duradero y resistente! Para destruir la palabra escrita bastan una antorcha y un turco. Para demoler la palabra construida, hace falta una revolución social, una revolución terrestre. Los bárbaros pasaron sobre el Coliseo, el diluvio tal vez sobre las pirámides.

En el siglo XV todo cambia.

El pensamiento humano descubre un medio de perpetuarse no solo más duradero y resistente que la arquitectura, sino también más fácil y sencillo. La arquitectura es destronada. A las letras de piedra de Orfeo sucederán las letras de plomo de Gutenberg.

El libro matará al edificio.

La invención de la imprenta es el mayor acontecimiento de la historia. Es la revolución madre. Es el modo de expresión de la humanidad que se renueva totalmente, es el pensamiento humano que abandona una forma y adopta otra, es el completo y definitivo cambio de piel de esta serpiente simbólica que, desde Adán, representa la inteligencia.

Bajo la forma imprenta, el pensamiento es más imperecedero que nunca; es volátil, inaprensible, indestructible. Se mezcla con el aire. En los tiempos de la arquitectura, se hacía montaña y se apoderaba con fuerza de un siglo y de un lugar. Ahora se convierte en bandada de pájaros, se esparce a los cuatro vientos y ocupa a la vez todos los puntos del aire y del espacio.

Lo repetimos, ¿quién no ve que de esta forma es mucho más indeleble? Era sólido y se vuelve vivaz. Pasa de la durabilidad a la inmortalidad. Se puede demoler una masa, pero ¿cómo extirpar la ubicuidad? Después de un diluvio, cuando la montaña haya desaparecido hace tiempo bajo el agua, los pájaros seguirán volando; y con que una sola arca flote en la superficie del cataclismo, se posarán sobre ella, sobrevivirán con ella, asistirán con ella al reflujo de las aguas, y el nuevo mundo que emerja de ese caos verá al despertarse planear sobre él, alado y vivo, el pensamiento del mundo engullido.

Y cuando observamos que este modo de expresión es no solo el más conservador, sino el más sencillo, el más cómodo, el más practicable para todos, cuando pensamos que no acarrea un bagaje excesivo y no carga con unos pesados pertrechos, cuando comparamos el pensamiento que, para traducirse en un edificio, se ve obligado a poner en movimiento cuatro o cinco artes más y toneladas de oro, una montaña entera de piedras, un bosque entero de armazones y un pueblo entero de obreros, con el pensamiento que se hace libro y que no necesita más que un poco de papel, un poco de tinta y una pluma, ¿cómo sorprendernos de que la inteligencia humana haya cambiado la arquitectura por la imprenta? Corte bruscamente el lecho primitivo de un río mediante un canal excavado por debajo de su nivel, y el río abandonará su lecho.

Vea, pues, cómo a partir del descubrimiento de la imprenta la arquitectura se deseca poco a poco, se atrofia y se descarna. ¡Cómo notamos que el nivel del agua desciende, que la savia se va, que el pensamiento de los tiempos y de los pueblos se retira de ella! El enfriamiento es casi imperceptible en el siglo XV, la imprenta es demasiado débil aún y, como mucho, extrae de la poderosa arquitectura una sobreabundancia de vida. Pero a partir del siglo XVI la enfermedad de la arquitectura resulta visible; deja de ser esencialmente la expresión de la sociedad; se convierte miserablemente en arte clásico; pasa de ser gala, europea, indígena, a ser griega y romana, de ser auténtica y moderna, a ser seudoantigua. Esa decadencia es lo que llamamos Renacimiento. Decadencia, no obstante, magnífica, pues el viejo genio gótico, ese sol que se pone detrás de la gigantesca imprenta de Maguncia, todavía penetra durante algún tiempo con sus últimos rayos todo ese amontonamiento híbrido de arcadas latinas y columnatas corintias.

Ese sol poniente es el que tomamos por una aurora.

Sin embargo, desde el momento en que la arquitectura ya no es sino un arte como cualquier otro, desde que ya no es el arte total, el arte soberano, el arte tirano, deja de tener la fuerza necesaria para retener a las demás artes. Estas, pues, se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y se van cada una por su lado. Y cada una de ellas gana con este divorcio. El aislamiento lo engrandece todo. La escultura se convierte en estatuaria, la imaginería se convierte en pintura, el canon se convierte en música. Recuerda a un imperio que se desmiembra a la muerte de su Alejandro y cuyas provincias se transforman en reinos.

De ahí, Rafael, Miguel Ángel, Jean Goujon, Palestrina, esos esplendores del deslumbrante siglo XVI.

Al mismo tiempo que las artes, el pensamiento se emancipa por todas partes. Los heresiarcas de la Edad Media ya habían infligido grandes heridas al catolicismo. El siglo XVI rompe la unidad religiosa. Antes de la imprenta, la reforma habría sido simplemente un cisma; la imprenta la convierte en revolución. Suprima la imprenta y la herejía quedará debilitada. Fatal o providencial, Gutenberg es el precursor de Lutero.

Sin embargo, cuando el sol de la Edad Media se ha puesto del todo, cuando el genio gótico se ha extinguido para siempre en el horizonte del arte, la arquitectura va perdiendo cada vez más brillo, color, protagonismo. El libro impreso, ese gusano que corroe el edificio, la succiona y la devora. La arquitectura se despelleja, se deshoja, adelgaza a ojos vistas. Es mezquina, es pobre, es nula. Ya no expresa nada, ni siquiera el recuerdo del arte de otra época. Reducida a sí misma, abandonada por las otras artes porque el pensamiento humano la abandona, recurre a artesanos a falta de artistas. El cristal sustituye a la vidriera. El cantero sucede al escultor. Adiós a toda savia, a toda originalidad, a toda vida, a toda inteligencia. Se arrastra, lamentable mendiga de taller, de copia en copia. Miguel Ángel, que desde el siglo XVI sin duda la sentía morir, había tenido una última idea, una idea desesperada. Ese titán del arte había amontonado el Panteón sobre el Partenón y había hecho San Pedro de Roma. Gran obra que merecía ser única, última originalidad de la arquitectura, firma de un artista gigante al pie del colosal registro de piedra que se cerraba. Muerto Miguel Ángel, ¿qué hace aquella miserable arquitectura que se sobrevivía a sí misma en estado de espectro y de sombra? Coge San Pedro de Roma y lo calca, y lo parodia. Es una manía. Es lastimoso. Cada siglo tiene su San Pedro de Roma: en el XVII, el Val-de-Grâce; en el XVIII, Sainte-Geneviève. Cada país tiene su San Pedro de Roma. Londres tiene el suyo. San Petersburgo también lo tiene. París tiene dos o tres. Insignificante testamento, último desatino de un gran arte decrépito que vuelve a la infancia antes de morir.

Si, en lugar de monumentos característicos como estos de los que acabamos de hablar, examinamos el aspecto general del arte desde el siglo XVI hasta el XVIII, observamos los mismos fenómenos de declive y de deterioro. A partir de Francisco II, la forma arquitectónica del edificio desaparece cada vez más y deja sobresalir la forma geométrica, como la estructura huesuda de un enfermo enflaquecido. Las bellas líneas del arte dejan paso a las frías e inexorables líneas del geómetra. Un edificio ya no es un edificio, es un poliedro. La arquitectura, sin embargo, se tortura para ocultar esa desnudez. Ahí está el frontón griego que se inscribe en el frontón romano y a la inversa. Sigue siendo el Panteón en el Partenón, San Pedro de Roma. Ahí están las casas de ladrillo con esquinas de piedra de Enrique IV, la plaza Royale y la plaza Dauphine. Ahí están las iglesias de Luis XIII, pesadas, achaparradas, rebajadas, rechonchas, con una cúpula que recuerda una joroba. Ahí está la arquitectura mazarina, el horrible pastiche italiano de las Cuatro Naciones. Ahí están los palacios de Luis XIV, largos cuarteles para cortesanos, rígidos, glaciales, aburridos. Ahí está, por último, Luis XV, con sus escarolas y sus fideos, y todas las verrugas y todos los hongos que desfiguran esa vieja arquitectura caduca, desdentada y coqueta. De Francisco II a Luis XV, el mal se ha incrementado en progresión geométrica. El arte ha quedado reducido a piel y huesos. Agoniza miserablemente.

Entre tanto, ¿qué ocurre con la imprenta? Toda esta vida que escapa de la arquitectura va a ella. A medida que la arquitectura va a menos, la imprenta crece y engorda. Ese capital de fuerzas que el pensamiento humano invertía en edificios lo invierte ahora en libros. Así pues, en el siglo XVI la imprenta, alcanzado el nivel de la arquitectura en declive, lucha con ella y la mata. En el XVII ya es bastante soberana, bastante victoriosa, está bastante afianzada en su triunfo para ofrecer al mundo la fiesta de un gran siglo literario. En el XVIII, tras un largo descanso en la corte de Luis XIV, empuña de nuevo la vieja espada de Lutero, arma con ella a Voltaire y corre, tumultuosa, a atacar a esa vieja Europa cuya expresión arquitectónica ya ha matado. En el momento en que el siglo XVIII acaba, lo ha destruido todo. En el XIX, reconstruirá.

¿Y cuál de las dos artes, preguntamos ahora, representa realmente desde hace tres siglos al pensamiento humano?, ¿cuál de ellas lo traduce?, ¿cuál expresa no solo sus manías literarias y escolásticas, sino su vasto, profundo, universal movimiento? ¿Cuál se superpone constantemente, sin rupturas y sin lagunas, al género humano que camina cual monstruo de mil pies? ¿La arquitectura o la imprenta?

La imprenta. No nos engañemos, la arquitectura está muerta, muerta definitivamente, la ha matado el libro impreso porque dura menos y es más cara. Cualquier catedral es una fortuna. Imaginemos ahora qué inversión sería necesaria para reescribir el libro arquitectónico; para hacer pulular de nuevo sobre el suelo miles de edificios; para regresar a esas épocas en que la abundancia de monumentos era tal que, según un testigo ocular, «habríase dicho que el mundo, sacudiéndose, se había desprendido de sus viejos ropajes para cubrirse con una blanca vestidura de iglesias». Erat enim ut si mundus, ipse excutiendo semet, rejecta vetustate, candidam ecclesiarum vestem indueret (GLABER RADULPHUS).

¡Un libro se hace tan rápido, cuesta tan poco y puede llegar tan lejos! ¿Cómo sorprenderse de que todo el pensamiento se deslice por esa pendiente? Esto no quiere decir que la arquitectura no vaya a tener aún algún que otro hermoso monumento, una obra maestra aislada. Podremos seguir teniendo de cuando en cuando, durante el reinado de la imprenta, una columna hecha, supongo, por todo un ejército con cañones fundidos, como teníamos, durante el reinado de la arquitectura, Ilíadas y Romanceros, Mahabharatas y Nibelungos hechos por todo un pueblo con rapsodias amontonadas y fusionadas. El gran accidente de un arquitecto de talento podrá producirse en el siglo XX, como el de Dante se produjo en el XIII. Pero la arquitectura ya no será el arte social, el arte colectivo, el arte dominante. El gran poema, el gran edificio, la gran obra de la humanidad ya no se construirá, se imprimirá.

Y si, en lo sucesivo, la arquitectura se recupera accidentalmente, ya no será ama. Estará sometida a la ley de la literatura, a la que antes imponía ella la suya. Las posiciones respectivas de las dos artes estarán invertidas. Ciertamente en la época arquitectónica los poemas, escasos, es verdad, se parecen a los monumentos. En la India, Vyasa es tupido, extraño, impenetrable como una pagoda. En el oriente egipcio, la poesía tiene, como los edificios, la grandeza y la tranquilidad de las líneas; en la Grecia antigua, la belleza, la serenidad, la calma; en la Europa cristiana, la majestad católica, la ingenuidad popular, la rica y exuberante vegetación de una época de renovación. La Biblia se parece a las pirámides, la Ilíada al Partenón, Homero a Fidias. Dante es, en el siglo XIII, la última iglesia románica; Shakespeare, en el XVI, la última catedral gótica.

Así pues, para resumir lo que hemos dicho hasta aquí de una forma necesariamente incompleta y truncada, el género humano tiene dos libros, dos registros, dos testamentos: la construcción y la imprenta, la biblia de piedra y la biblia de papel. Sin duda, cuando contemplamos estas dos biblias tan ampliamente abiertas a lo largo de los siglos, estamos autorizados a añorar la majestad visible de la escritura de granito, esos gigantescos alfabetos formulados en columnatas, en pilones, en obeliscos, esa especie de montañas humanas que cubren el mundo y el pasado desde la pirámide hasta el campanario, de Keops a Estrasburgo. Hay que releer el pasado en esas páginas de mármol. Hay que admirar y hojear constantemente el libro escrito por la arquitectura; pero no hay que negar la grandeza del edificio que levanta a su vez la imprenta.

Ese edificio es colosal. No sé qué estadístico ha calculado que, poniendo uno sobre otro todos los volúmenes salidos de la imprenta desde Gutenberg, se llenaría el espacio que separa la Tierra de la Luna; pero no es de esa clase de grandeza de la que queremos hablar. Sin embargo, cuando intentamos recoger en el pensamiento una imagen total del conjunto de los productos de la imprenta hasta nuestros días, ¿no nos aparece ese conjunto como una inmensa construcción, apoyada sobre el mundo entero, en la que la humanidad trabaja sin descanso y cuya cabeza monstruosa se pierde en las brumas profundas del futuro? Es el hormiguero de las inteligencias. Es la colmena a la que todas las imaginaciones, esas abejas doradas, llegan con su miel. El edificio de mil pisos. Aquí y allá vemos desembocar en sus rampas las cavernas tenebrosas de la ciencia que se cruzan en sus entrañas. En toda su superficie, el arte hace proliferar ante la vista sus arabescos, sus rosetones y sus cresterías. Ahí cada obra individual, por caprichosa y aislada que parezca, tiene su lugar y su saliente. La armonía resulta del conjunto. Desde la catedral de Shakespeare hasta la mezquita de Byron, mil campanarios se agolpan desordenadamente en esa metrópoli del pensamiento universal. En su base han escrito algunos viejos títulos de la humanidad que la arquitectura no había registrado. A la izquierda de la entrada han sellado el viejo bajorrelieve en mármol blanco de Homero, a la derecha la Biblia políglota yergue sus siete cabezas. La hidra del Romancero se alza más allá, y algunas otras formas híbridas, como los Vedas y los Nibelungos. Por lo demás, el prodigioso edificio continúa inacabado. La imprenta, esa máquina gigante que bombea sin descanso toda la savia intelectual de la sociedad, vomita incesantemente nuevos materiales para su obra. Todo el género humano trabaja en ella. Cada mente es un albañil. El más humilde tapa su agujero o pone su piedra. Rétif de la Bretonne aporta su capazo de cascotes. Todos los días se coloca una nueva hilada. Con independencia de la contribución original e individual de cada escritor, hay contribuciones colectivas. El siglo XVIII da la Enciclopedia, la revolución da el Monitor. Desde luego, es una construcción que crece y se amontona en espirales sin fin; también aquí hay confusión de lenguas, actividad incesante, trabajo infatigable, concurso apasionado de toda la humanidad, refugio prometido a la inteligencia contra un nuevo diluvio, contra una invasión de bárbaros. Es la segunda torre de Babel del género humano.