5 Continuación de Claude Frollo

En 1482, Quasimodo tenía unos veinte años y Claude Frollo unos treinta y seis. El uno había crecido y el otro había envejecido.

Claude Frollo ya no era el simple estudiante del colegio Torchi, el tierno protector de un niño, el joven y soñador filósofo que sabía muchas cosas e ignoraba muchas más. Era un sacerdote austero, serio, taciturno, un pastor de almas, el señor arcediano de Josas, segundo acólito del obispo, con los decanatos de Montlhéry y Châteaufort y ciento setenta y cuatro curas rurales a su cargo. Era un personaje imponente y sombrío, ante el cual temblaban los monaguillos con sotana y roquete, los sacristanes, los cofrades de Saint-Augustin y los clérigos de maitines de Notre-Dame cuando pasaba lentamente bajo las altas ojivas del coro, majestuoso, pensativo, con los brazos cruzados y la cabeza tan inclinada sobre el pecho que solo se veía de su rostro la amplia y despejada frente.

Don Claude Frollo, por lo demás, no había abandonado ni la ciencia ni la educación de su hermano pequeño, las dos ocupaciones de su vida. Pero, con el tiempo, cierta amargura había teñido esas agradables tareas. A la larga, dice Pablo el Diácono, el mejor tocino se vuelve rancio. El pequeño Jehan Frollo, llamado «del Molino» por el lugar donde había sido criado, no había crecido en la dirección que Claude había querido imprimirle. El hermano mayor contaba con tener un alumno piadoso, dócil, docto, honorable. Sin embargo, el hermano pequeño, como esos arbolitos que burlan los esfuerzos del jardinero y se vuelven obstinadamente hacia el lado de donde les viene el aire y el sol, tan solo crecía y multiplicaba, tan solo dejaba brotar hermosas ramas tupidas y frondosas por el lado de la pereza, de la ignorancia y del desenfreno. Era un verdadero demonio, muy disoluto, lo que hacía fruncir el entrecejo a don Claude, pero también muy gracioso y sutil, lo que hacía sonreír al hermano mayor. Claude había confiado su educación al colegio de Torchi, el mismo donde él había pasado sus primeros años sumergido en el estudio y el recogimiento; y le resultaba doloroso que ese santuario para el que años atrás el nombre de Frollo había sido edificante, hoy se sintiera escandalizado por él. A veces le echaba a Jehan larguísimos y muy severos sermones que este soportaba valientemente. Después de todo, el golfillo tenía buen corazón, como se ve en todas las comedias. Pero, una vez pasado el sermón, reanudaba tranquilamente el curso de sus trastadas y sinvergonzonerías. Cuando no había maltratado a un bisoño (llamaban así a los recién llegados a la Universidad) a modo de bienvenida —preciosa tradición que se ha perpetuado cuidadosamente hasta nuestros días—, había incitado a una banda de estudiantes, los cuales, como es habitual, se habían metido en una taberna, quasi classico excitati, y habían acabado apaleando al tabernero con «palos ofensivos» y saqueando alegremente la taberna hasta destrozar las barricas de vino de la bodega. En otras ocasiones, el pasante de Torchi llevaba con gran pesar a don Claude un bonito informe en latín con esta dolorosa anotación en el margen: Rixa; prima causa vinum optimum potatum.[55] Finalmente decían que sus excesos llegaban con frecuencia hasta la calle Glatigny, acusación horrible tratándose de un joven de dieciséis años.

Debido a todo esto, Claude, contristado y desanimado en sus afectos humanos, se había arrojado con más pasión en brazos de la ciencia, esa hermana que al menos no se ríe en tus narices y siempre te paga, aunque en moneda a veces poco valiosa, las atenciones que has tenido con ella. Se hizo, pues, cada vez más erudito y al mismo tiempo, como una consecuencia natural, cada vez más rígido como sacerdote, cada vez más triste como hombre. Hay para cada uno de nosotros ciertos paralelismos entre nuestra inteligencia, nuestras costumbres y nuestro carácter, que se desarrollan sin solución de continuidad y solo se rompen en los momentos de grandes perturbaciones en la vida.

Como Claude Frollo había recorrido desde su juventud casi todo el círculo de los conocimientos humanos positivos, exteriores y lícitos, se vio obligado, a no ser que se detuviera ubi defuit orbis,[56] a ir más lejos y a buscar otros alimentos para la actividad insaciable de su inteligencia. El antiguo símbolo de la serpiente mordiéndose la cola es particularmente adecuado para la ciencia. Parece ser que Claude Frollo lo había experimentado. Varias personas serias afirmaban que, después de haber agotado el fasdel saber humano, había tenido la osadía de penetrar en el nefas.[57] Había probado sucesivamente, decían, todas las manzanas del árbol de la ciencia y, bien por hambre o bien por hastío, había acabado mordiendo el fruto prohibido. Había asistido, como nuestros lectores han visto, a las conferencias de los teólogos en la Sorbona, a las asambleas de los estudiantes de la Facultad de Artes junto a la imagen de san Hilario, a las disputas de los decretistas junto a la imagen de san Martín, a las congregaciones de los médicos junto a la pila de agua bendita de Notre-Dame, ad cupam Nostrae-Dominae. Todos los manjares permitidos y aprobados que aquellas cuatro grandes cocinas llamadas las cuatro facultades podían elaborar y servir a una inteligencia, él los había devorado, y la saciedad lo había invadido antes de que su hambre se hubiera aplacado; así que había avanzado y profundizado en toda aquella ciencia finita, material, limitada, había puesto quizá en peligro su alma, y se había sentado en la caverna a la mesa misteriosa de los alquimistas, de los astrólogos, de los herméticos, cuya presidencia ocupan Averroes, Guillermo de París y Nicolas Flamel en la Edad Media, y que se prolonga en Oriente, a la luz del candelabro de siete brazos, hasta Salomón, Pitágoras y Zoroastro.

Eso es al menos lo que la gente, con razón o sin ella, suponía.

Es indudable que el arcediano visitaba con frecuencia el cementerio de los Santos Inocentes, donde su padre y su madre habían sido enterrados, cierto es, con las otras víctimas de la peste de 1466, pero también que parecía mucho menos devoto de la cruz de su fosa que de las extrañas figuras que recargaban la tumba de Nicolas Flamel y de Claude Pernelle, construida justo al lado.

Es indudable que a menudo se le había visto recorrer la calle Lombards y entrar furtivamente en una casita situada en la esquina de la calle Écrivains con Marivault. Era la casa que Nicolas Flamel había mandado construir, en la que había muerto hacia 1417 y que, deshabitada desde entonces, empezaba ya a venirse abajo de tanto como los herméticos y los sopladores de todos los países habían desgastado sus paredes solo grabando en ellas sus nombres. Algunos vecinos incluso afirmaban haber visto una vez, por un tragaluz, al arcediano Claude excavando y removiendo la tierra en esos dos sótanos, cuyas jambas había emborronado con innumerables versos y jeroglíficos el propio Nicolas Flamel. Se suponía que Flamel había enterrado la piedra filosofal en aquellos sótanos, y durante dos siglos, desde Magistri hasta el padre Pacífico, los alquimistas no pararon de torturar su suelo hasta que la casa, tan cruelmente registrada y revuelta de arriba abajo, acabó por desintegrarse bajo sus pies.

Es indudable, además, que el arcediano sentía una pasión singular por el pórtico simbólico de Notre-Dame, esa página de libro mágico escrita en piedra por el obispo Guillermo de París, el cual seguramente fue condenado por haber unido tan infernal frontispicio al sagrado poema que canta eternamente el resto del edificio. Decían también que el arcediano Claude había estudiado en profundidad el coloso de san Cristóbal y aquella larga y enigmática estatua que se alzaba entonces a la entrada del pórtico y a la que el pueblo llamaba, mofándose, «el señor Gris». Pero lo que todo el mundo había podido observar eran las interminables horas que invertía a menudo, sentado en el poyo del atrio, en contemplar las esculturas del pórtico, examinando unas veces las vírgenes locas con sus lámparas boca abajo, otras las vírgenes juiciosas con sus lámparas boca arriba, y otras calculando el ángulo de la mirada de ese cuervo que está junto a la puerta de la izquierda y que mira un punto misterioso de la iglesia donde con toda seguridad está escondida la piedra filosofal, si no lo está en el sótano de Nicolas Flamel. Era, dicho sea de paso, un destino singular para la iglesia de Notre-Dame en aquella época ser amada en dos grados diferentes, y con tanta devoción, por dos seres tan dispares como Claude y Quasimodo. En el caso del uno —especie de semihombre instintivo y salvaje— amada por su belleza, por su altura, por la armonía que se desprende del magnífico conjunto. En el caso del otro —mente culta y apasionada— amada por su significado, por su mito, por el sentido que encierra, por el simbolismo disperso bajo las esculturas de su fachada, como el primer texto bajo el segundo en un palimpsesto; en una palabra: por el enigma que propone eternamente a la inteligencia.

Es indudable, por último, que el arcediano se había habilitado en la torre que da a la plaza de Grève, al lado del cuarto de las campanas, una pequeña celda secreta en la que nadie entraba, ni siquiera el obispo, decían, sin su permiso. Esta celda había sido construida tiempo atrás casi en la cúspide de la torre, entre los nidos de cuervos, por el obispo Hugo de Besançon,[58] que en su época había practicado allí maleficios. Lo que había dentro de aquella celda, nadie lo sabía; pero se había visto con frecuencia por la noche, desde el Terrain, a través de una pequeña lucera que tenía en la parte posterior de la torre, aparecer, desaparecer y aparecer de nuevo a intervalos cortos e iguales una claridad roja, intermitente, extraña, que parecía seguir las aspiraciones jadeantes de un fuelle y proceder más de una llama que de una luz. En la oscuridad, a semejante altura, aquello producía un efecto singular, y las comadres murmuraban: «¡Ya está el arcediano soplando! El infierno chisporrotea allá arriba».

No había en todo ello, en definitiva, grandes pruebas de hechicería; pero no dejaba de ser el humo necesario para suponer que hay fuego, por lo que el arcediano tenía una fama bastante terrible. Debemos decir, sin embargo, que las ciencias de Egipto, la nigromancia, la magia, incluso la más blanca e inocente, no tenían enemigo más encarnizado, denunciante más implacable ante los señores del provisorato de Notre-Dame. Fuera sincero horror o farsa de bandido que grita «¡Al ladrón!», ello no impedía que el arcediano fuese considerado por las doctas cabezas del capítulo un alma que se había aventurado a entrar en el vestíbulo del infierno, que andaba perdida por los antros de la cábala, a tientas por las tinieblas de las ciencia ocultas. El pueblo tampoco se dejaba engañar; para cualquiera mínimamente sagaz, Quasimodo era el demonio y Claude Frollo el brujo. Era evidente que el campanero tenía que servir al arcediano durante un tiempo, transcurrido el cual se llevaría su alma a guisa de pago. Así pues, el arcediano, pese a la austeridad extrema de su vida, olía mal a las buenas almas, y no había nariz de devota tan inexperta que no percibiera en él el tufo de la brujería.

Y al igual que, con el paso de los años, se habían formado abismos en su ciencia, también se habían formado en su corazón. Eso es al menos lo que uno estaba autorizado a creer examinando ese rostro en el que no se veía brillar el alma sino a través de una sombría nube. ¿Qué motivaba esa frente despoblada, esa cabeza siempre inclinada, ese pecho siempre sacudido por suspiros? ¿Qué secreto pensamiento hacía sonreír su boca con tanta amargura a la vez que sus cejas fruncidas se acercaban como dos toros que se disponen a luchar? ¿Por qué los cabellos que le quedaban estaban ya grises? ¿Qué era ese fuego interior que resplandecía a veces en su mirada, hasta el punto de que sus ojos parecían agujeros practicados en la pared de un horno?

Esos síntomas de una violenta preocupación moral habían alcanzado un alto grado de intensidad sobre todo en la época en que transcurre esta historia. Más de una vez un monaguillo había huido, asustado, al encontrarlo solo en la iglesia, tan extraña y centelleante era su mirada. Más de una vez, en el coro, a la hora de los oficios, su vecino de asiento le había oído intercalar en el canto gregoriano ad omnen tonum[59] paréntesis ininteligibles. Más de una vez la lavandera del Terrain, encargada de «lavar el capítulo», había observado, no sin sobrecogimiento, marcas de uñas y de dedos crispados en la sobrepelliz del señor arcediano de Josas.

Al mismo tiempo, extremaba su severidad y jamás había sido más ejemplar. Tanto por su estado como por su carácter, siempre se había mantenido alejado de las mujeres, aunque ahora parecía odiarlas más que nunca. El simple crujido de una cotardía de seda hacía caer su capucha sobre los ojos. Era en este aspecto tan celoso de la austeridad y la reserva que, cuando la señora de Beaujeu, hija del rey, fue en el mes de diciembre de 1481 a visitar el claustro de Notre-Dame, Claude Frollo se opuso en redondo a su entrada recordando al obispo el estatuto del Libro Negro, que databa de la víspera de San Bartolomé de 1334 y que prohibió el acceso al claustro a toda mujer «quienquiera que fuese, vieja o joven, señora o sirvienta». El obispo se había visto obligado a citarle la ordenanza del legado Odo, que exceptúa a algunas grandes damas, aliquae magnates mulieres, quae sine scandalo evitari non possunt.[60] El arcediano había objetado entonces que la ordenanza del legado, que se remontaba a 1207, era ciento veintisiete años anterior al Libro Negro y, por consiguiente, quedaba abrogada por este. Y se había negado a aparecer ante la princesa.

Otra cosa que llamaba la atención era que su horror hacia las egipcias y cíngaras parecía multiplicarse desde hacía algún tiempo. Había solicitado al obispo un edicto que prohibiera expresamente a las gitanas bailar y tocar la pandereta en la plaza del Atrio, y desde entonces estudiaba los enmohecidos archivos del provisorato a fin de reunir los casos de brujos y brujas condenados a la hoguera o a la horca por complicidad en maleficios con machos cabríos, cerdas o cabras.