2 La plaza de Grève

Solo queda hoy un muy imperceptible vestigio de la plaza de Grève tal como existía entonces: la encantadora torrecilla que ocupa el ángulo norte de la plaza y que, oculta ya bajo el vulgar enlucido que borra las vivas aristas de sus esculturas, quizá muy pronto haya desaparecido, invadida por ese aumento de casas nuevas que devora con tanta rapidez todas las viejas fachadas de París.

Las personas que, como nosotros, no pasan nunca por la plaza de Grève sin dirigir una mirada de compasión y simpatía a esa pobre torrecilla, asfixiada entre dos caserones de tiempos de Luis XV, pueden reconstruir fácilmente en su pensamiento el conjunto de edificios al que pertenecía y hallar completa ahí la antigua plaza gótica del siglo XV.

Era, como hoy, un trapecio irregular bordeado en uno de sus lados por el muelle y en los otros tres por una serie de casas altas, estrechas y sombrías. De día se podía admirar la variedad de sus edificios, todos esculpidos en piedra o tallados en madera, y que presentaban ya completas muestras de las diferentes arquitecturas domésticas de la Edad Media, que se remontaban desde el siglo XV hasta el XI, desde el crucero que comenzaba a destronar la ojiva hasta el arco de medio punto románico, que había sido reemplazado por el ojival y que todavía ocupaba, bajo este último, el primer piso de aquella antigua casa de la Tour-Roland, en la esquina que forma la plaza que da al Sena con la calle Tannerie. De noche solo se distinguía, de esa masa de edificios, la silueta negra de los tejados desplegando alrededor de la plaza su cadena de ángulos agudos. Pues una de las diferencias radicales entre las ciudades de entonces y las ciudades de ahora es que en la actualidad son las fachadas las que dan a las plazas y las calles, mientras que antes eran las paredes de los hastiales. Desde hace dos siglos, las casas han dado un cuarto de vuelta.

En el centro del lado oriental de la plaza se alzaba una construcción maciza e híbrida, formada por tres viviendas yuxtapuestas. La llamaban con los tres nombres que explican su historia, su destino y su arquitectura: la Casa del Delfín porque Carlos V, siendo delfín, la había habitado; la Mercadería porque se utilizaba como ayuntamiento; y la Casa de los Pilares (domus ad piloria) por una serie de gruesos pilares que sostenían sus tres plantas. La ciudad encontraba en ella todo lo que una buena ciudad como París necesita: una capilla para rezar a Dios, una sala para celebrar audiencia y amonestar en caso necesario a los agentes del rey y, en la buhardilla, un arsenal lleno de artillería. Porque los burgueses de París saben que no en toda circunstancia es suficiente rezar y litigar por las franquicias de la Cité, y siempre tienen en reserva, en un desván del ayuntamiento, algún buen arcabuz herrumbroso.

La Grève tenía ya entonces ese aspecto siniestro que la idea execrable que suscita y el sombrío ayuntamiento de Dominique Bocador, que ha sustituido a la Casa de los Pilares, hacen que todavía hoy conserve. Preciso es decir que un patíbulo y una picota permanentes, una justicia y una escala, como decían entonces, erigidas una junto a otra en medio de la plaza, contribuían no poco a hacer apartar los ojos de ese lugar fatal donde tantos seres rebosantes de salud y de vida han agonizado, donde cincuenta años más tarde nacería la «fiebre de Saint-Vallier», esa enfermedad consistente en el terror del cadalso, la más monstruosa de todas las enfermedades porque no viene de Dios sino de los hombres.

Es un consuelo, dicho sea de paso, pensar que la pena de muerte —que, con sus ruedas de hierro, sus patíbulos de piedra, todo su repertorio de suplicios permanente y clavado en el suelo, hace trescientos años todavía llenaba la Grève, el mercado de Les Halles, la plaza Dauphine, la cruz del Trahoir, el mercado de cerdos, el horroroso Montfaucon, la barrera de los Alguaciles, la plaza de los gatos, la puerta de Saint-Denis, Champeaux, la puerta Baudets y la puerta de Saint-Jacques, sin contar las numerosas escalas de los prebostes, del obispo, de los capítulos, de los abades y de los priores que administraban justicia, y sin contar tampoco los ahogamientos jurídicos en el Sena—, es un consuelo, lo repetimos, que hoy, tras haber perdido sucesivamente todas las piezas de su armadura, su lujo de suplicios, sus castigos imaginativos, su tortura, para la que cada cinco años añadía un potro de cuero nuevo en el Grand-Châtelet, esa antigua soberana de la sociedad feudal, prácticamente suprimida de nuestras leyes y de nuestras ciudades, perseguida de código en código, expulsada de plaza en plaza, solo cuente ya en nuestro inmenso París con un rincón deshonroso de la Grève, solo con una miserable guillotina, furtiva, inquieta, vergonzosa, que siempre, a juzgar por la rapidez con que desaparece después de haber asestado su golpe, parece temer ser pillada en flagrante delito.