En enero anochece muy pronto. Las calles ya estaban oscuras cuando Gringoire salió del palacio. Aquella noche cerrada le gustó; no veía la hora de encontrar alguna calleja oscura y desierta para meditar con calma y para que el filósofo pusiera la primera cataplasma en la herida del poeta. La filosofía era, por lo demás, su único refugio, pues no sabía adónde ir. Después del estrepitoso fracaso de su tentativa teatral, no se atrevía a volver a la habitación que ocupaba en la calle Grenier-sur-l’Eau, frente al Port-au-Foin, ya que había contado con lo que el preboste le iba a dar por su epitalamio para pagarle a maese Guillaume Doulx-Sire, recaudador del derecho de entrada de los animales de pata hendida de París, los seis meses de alquiler que le debía, es decir, doce sueldos parisienses; doce veces el valor de cuanto poseía en el mundo, calzas, camisa y bicoquete incluidos. Tras haber pensado un momento, provisionalmente cobijado en el portillo de la prisión del tesorero de la Santa Capilla, en la yacija que elegiría para pasar la noche, teniendo como tenía a su disposición todos los adoquines de París, recordó que la semana anterior había visto en la calle Savaterie, en la puerta de un consejero del Parlamento,[23] un escalón para montar en las mulas, y que se había dicho que esa piedra sería, en caso necesario, una excelente almohada para un mendigo o para un poeta. Dio gracias a la providencia por haberle dado esa buena idea; pero, cuando se disponía a cruzar la plaza del Palacio para adentrarse en el tortuoso laberinto de la Cité, donde serpentean todas esas viejas hermanas que son las calles Barillerie, Vieille-Draperie, Savaterie, Juiverie, etcétera, todavía hoy en pie con sus casas de nueve pisos, vio la procesión del papa de los locos que salía también del palacio y se dirigía a través del patio, con gran algazara, gran claridad de antorchas y su música, hacia él. Esta visión reavivó las heridas de su amor propio y huyó. En la pesadumbre de su desventura dramática, todo lo que le recordaba la fiesta del día lo amargaba y hacía sangrar sus llagas.
Decidió ir por el puente de Saint-Michel, lleno de niños que corrían de aquí para allá tirando petardos y cohetes.
—¡Condenados fuegos artificiales! —dijo Gringoire, y se desvió hacia el Pont-au-Change.
Habían colgado, en las casas situadas en la entrada del puente, tres banderas que representaban al rey, al delfín y a Margarita de Flandes, y seis banderolas donde estaban «retratados» el duque de Austria, el cardenal de Borbón, el señor de Beaujeu, doña Juana de Francia, el bastardo del Borbón y no sé quién más, todo iluminado con antorchas. La multitud estaba admirada.
—¡Afortunado pintor Jehan Fourbault! —dijo Gringoire, dejando escapar un profundo suspiro antes de dar la espalda a las banderas y banderolas.
Una calle se abría ante él. Le pareció tan oscura y solitaria que supuso que allí podría escapar de todo el bullicio y todo el resplandor de la fiesta. Se internó, pues, en ella. Al cabo de unos instantes, su pie tropezó con un obstáculo; se tambaleó y cayó al suelo. Era el árbol de mayo, que los clérigos de la curia habían depositado por la mañana ante la puerta de un presidente del Parlamento, en honor a la solemnidad del día. Gringoire soportó heroicamente este nuevo encuentro. Se levantó y fue hasta el borde del agua. Después de haber dejado tras de sí el torrejón civil y la torre criminal, y de haber seguido el gran muro de los jardines del rey, por esa orilla sin empedrar donde el barro le llegaba hasta los tobillos, llegó al extremo occidental de la Cité y se quedó un rato mirando el islote del Barquero de Vacas, desaparecido años después bajo el caballo de bronce del Pont-Neuf. En la oscuridad, el islote aparecía ante sus ojos como una masa negra al otro lado del estrecho curso de agua blancuzca que lo separaba de él. Se vislumbraba, al resplandor de una lucecita, la especie de cabaña en forma de colmena donde el barquero de vacas se cobijaba por la noche.
«¡Afortunado barquero de vacas! —pensó Gringoire—. ¡Tú no sueñas con la gloria ni escribes epitalamios! ¡Qué te importan a ti los reyes que se casan y las duquesas de Borgoña! ¡Tú no conoces otras margaritas que las que tu hierba de abril ofrece como pasto a tus vacas! Y yo, poeta, soy abucheado, y tirito, y debo doce sueldos, y las suelas de mis zapatos son tan transparentes que podrían servir de cristales para tu farol. ¡Gracias, barquero de vacas! ¡Tu cabaña es un descanso para mi vista y me hace olvidar París!»
Fue despertado de su éxtasis casi lírico por un potente doble petardo de San Juan, que explotó de repente en la bendita cabaña. Era el barquero de vacas, que hacía su aportación a los festejos del día lanzando un cohete.
Aquel petardo le puso a Gringoire la piel de gallina.
—¡Maldita fiesta! —exclamó—. ¿Por todas partes vas a perseguirme? ¡Oh, Dios mío, hasta en la casa del barquero de vacas! —Miró después el Sena, a sus pies, y una terrible tentación lo asaltó—. ¡Oh, cuán gustoso me ahogaría si el agua no estuviera tan fría! —dijo.
Tomó entonces una decisión desesperada. Puesto que no podía librarse del papa de los locos, de las banderolas de Jehan Fourbault, de los árboles de mayo, de los cohetes y los petardos, lo que tenía que hacer era sumergirse audazmente en el corazón de la fiesta y, para ello, ir a la plaza de Grève.
«Al menos allí —pensó— posiblemente conseguiré un tizón de la hoguera para calentarme y podré cenar unas migas de los tres grandes blasones de azúcar real que deben de haber puesto sobre el bufé público de la ciudad.»