4 Boda de Quasimodo

Acabamos de decir que Quasimodo había desaparecido de Notre-Dame el día de la muerte de la egipcia y del arcediano. No se le volvió a ver, en efecto, no se supo qué había sido de él.

La noche que siguió al suplicio de Esmeralda, los ayudantes del verdugo habían descolgado su cuerpo del patíbulo y lo habían llevado, según era costumbre, a los sótanos de Montfaucon.

Montfaucon era, como dice Sauval, «el más antiguo y el más soberbio patíbulo del reino». Entre los suburbios del Temple y de Saint-Martin, a unas ciento sesenta toesas de las murallas de París, a varios tiros de ballesta de la Courtille, se veía en la cima de una suave eminencia, suficientemente elevada para ser vista desde varias leguas a la redonda, un edificio de forma extraña que se parecía bastante a un crómlech celta y donde también se ofrecían sacrificios humanos.

Que el lector imagine, en la cima de una colina de yeso, un gran paralelepípedo de mampostería, de quince pies de alto, treinta de ancho y cuarenta de largo, con una puerta, una rampa exterior y una plataforma; sobre esa plataforma, dieciséis enormes pilares de piedra sin labrar, de treinta pies de altura, dispuestos en hilera alrededor de tres de los cuatro lados del macizo que los sostiene, unidos entre sí por la parte superior mediante fuertes vigas de las que cuelgan cadenas a intervalos regulares; de todas estas cadenas cuelgan esqueletos; en las inmediaciones, en la llanura, una cruz de piedra y dos horcas menores que parecen crecer como esquejes alrededor de la horca central; por encima de todo esto, en el cielo, un vuelo perpetuo de cuervos. Eso es Montfaucon.

A finales del siglo XV, el formidable patíbulo, que databa de 1328, estaba ya muy decrépito. Las vigas estaban carcomidas, las cadenas oxidadas, los pilares cubiertos de moho. Las hiladas de piedras talladas estaban totalmente agrietadas en las junturas, y la hierba crecía sobre esa plataforma que ningún pie pisaba. Aquel monumento dibujaba un horrible perfil sobre el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luna iluminaba un poco aquellos cráneos blancos, o cuando la brisa vespertina empujaba cadenas y esqueletos y los mecía en la oscuridad. La sola presencia de ese patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.

El macizo de piedra que servía de base al odioso edificio estaba hueco. Habían practicado en él un vasto sótano, cerrado con una vieja verja de hierro deteriorada, donde arrojaban no solo los restos humanos que se desprendían de las cadenas de Montfaucon, sino también los cuerpos de todos los desdichados ejecutados en los otros patíbulos permanentes de París. En aquel profundo osario donde tantos restos humanos y tantos crímenes se han podrido juntos, muchos grandes del mundo y muchos inocentes han ido a dejar sus huesos, desde Enguerrand de Marigni, que estrenó Montfaucon y que era un hombre justo, hasta el almirante de Coligni, que lo clausuró y que era un hombre justo también.

En lo que se refiere a la misteriosa desaparición de Quasimodo, esto es cuanto hemos podido descubrir.

Alrededor de dos años o, más exactamente, dieciocho meses después de los acontecimientos que ponen fin a esta historia, cuando fueron a buscar al sótano de Montfaucon el cadáver de Olivier el Gamo, que había sido ahorcado dos días antes y a quien Carlos VIII concedía la gracia de ser enterrado en Saint-Laurent en mejor compañía, encontraron entre aquellas carcasas inmundas dos esqueletos, uno de los cuales estaba extrañamente abrazado al otro. Uno de esos dos esqueletos, que era de una mujer, todavía conservaba unos jirones de ropa de una tela que había sido blanca, y alrededor de su cuello se veía un collar de cuentas de acederaque con una bolsita de seda, adornada con abalorios verdes, que estaba abierta y vacía. Aquellos objetos tenían tan poco valor que sin duda el verdugo no los había querido. El otro esqueleto, que tenía a este estrechamente abrazado, era de hombre. Observaron que tenía la columna vertebral desviada, la cabeza hundida entre los omóplatos y una pierna más corta que la otra. No presentaba, por lo demás, rotura de vértebra en la nuca, y era evidente que no había sido ahorcado. Así pues, el hombre al que había pertenecido había ido expresamente allí, y allí había muerto. Cuando intentaron separarlo del esqueleto al que abrazaba, se convirtió en polvo.