Cuando Quasimodo vio que la celda estaba vacía, que la egipcia ya no estaba allí, que mientras él la defendía la habían raptado, se puso a tirarse del pelo con las dos manos y a patear el suelo con sorpresa y dolor. Luego echó a correr por toda la iglesia buscando a su gitana, profiriendo gritos extraños por todos los rincones y sembrando el suelo de cabellos rojos. Era justo el momento en que los arqueros del rey entraban victoriosos en Notre-Dame, buscando asimismo a la egipcia. Quasimodo los ayudó, sin sospechar, el pobre sordo, sus fatales intenciones; creía que los enemigos de la egipcia eran los truhanes. Él mismo condujo a Tristan l’Hermite a todos los escondites posibles, le abrió las puertas secretas, los dobles fondos de los altares y las sacristías. Si la desdichada hubiera estado todavía allí, él la habría entregado.
Cuando el fastidio de no encontrar nada hubo desanimado a Tristan, que no se desanimaba fácilmente, Quasimodo continuó buscando solo. Veinte veces, cien veces recorrió la iglesia, de izquierda a derecha, de arriba abajo, subiendo, bajando, corriendo, llamando, gritando, husmeando, escudriñando, rebuscando, metiendo la cabeza en todos los agujeros, iluminando con una antorcha todas las bóvedas, desesperado, loco. Un macho que ha perdido a su hembra no ruge ni se enfurece tanto.
Finalmente, cuando estuvo seguro, completamente seguro de que no estaba allí, de que todo había acabado, de que se la habían llevado, subió lentamente la escalera de las torres, aquella escalera que había subido tan entusiasmado y triunfal el día que la había salvado. Volvió a pasar por los mismos lugares, con la cabeza gacha, sin voz, sin lágrimas, casi sin aliento. La iglesia estaba desierta de nuevo y sumida en su silencio habitual. Los arqueros se habían marchado para perseguir a la bruja por la Cité. Quasimodo, solo en la vasta Notre-Dame, tan asediada y tumultuosa poco antes, se encaminó hacia la celda donde la egipcia había dormido muchas semanas bajo su protección.
Mientras se acercaba, imaginaba que quizá la encontraría allí. Cuando, en el recodo de la galería que da al tejado de las naves laterales, vio el angosto cuartito con su ventanuco y su pequeña puerta, escondida bajo un gran arbotante como un nido de pájaro bajo una rama, al pobre hombre se le encogió el corazón y tuvo que apoyarse en un pilar para no caer. Imaginó que quizá había regresado, que seguramente un genio bueno la había llevado de vuelta, que aquel cuartito era demasiado tranquilo, demasiado seguro y demasiado encantador para que no estuviera allí, y no se atrevía a dar un paso más por miedo a que se desvaneciera su ilusión. «Sí —se decía a sí mismo—, tal vez esté durmiendo, o rezando. No la molestemos.»
Por fin hizo acopio de valor, se acercó de puntillas, miró y entró. ¡Vacía! La celda seguía vacía. El desventurado sordo la recorrió despacio, levantó la cama y miró debajo, como si la joven pudiera estar escondida entre el suelo y el colchón, meneó la cabeza y se quedó como alelado. De pronto aplastó furiosamente la antorcha con el pie y, sin decir una palabra, sin exhalar un suspiro, se precipitó de cabeza a toda velocidad contra la pared y cayó inconsciente al suelo.
Cuando volvió en sí, se echó en la cama, se revolcó, besó con frenesí el lugar todavía tibio donde la joven había dormido, se quedó unos minutos inmóvil como si fuera a expirar allí, pero luego se levantó, bañado en sudor, jadeante, trastornado, y empezó a golpear con la cabeza las paredes con la terrible regularidad del badajo de sus campanas y la resolución de un hombre que efectivamente quiere partírsela. Acabó desplomándose otra vez, extenuado; salió de la celda arrastrándose de rodillas y se acurrucó frente a la puerta, con una expresión de extrañeza.
Permaneció más de una hora sin hacer movimiento alguno, con la vista clavada en la celda vacía, más triste y pensativo que una madre sentada entre una cuna vacía y un ataúd lleno. No pronunciaba una sola palabra; tan solo, a grandes intervalos, un sollozo sacudía violentamente todo su cuerpo, pero un sollozo sin lágrimas, como esos relámpagos de verano que no hacen ruido.
Parece que fue entonces cuando, buscando en el fondo de su pensamiento desconsolado quién podía ser el inesperado raptor de la egipcia, pensó en el arcediano. Recordó que don Claude era el único que tenía una llave de la escalera que conducía a la celda, recordó sus tentativas nocturnas relacionadas con la joven, en la primera de las cuales él, Quasimodo, había colaborado, mientras que la segunda la había impedido. Recordó mil detalles, y muy pronto ya no tuvo ninguna duda de que el arcediano se había llevado a la egipcia. Sin embargo, era tal el respeto que profesaba al sacerdote, el reconocimiento, la entrega y el amor hacia ese hombre tenían tan profundas raíces en su corazón que, incluso en aquellos momentos, resistían el ataque de los celos y de la desesperación.
Pensaba que el arcediano había hecho aquello, y el deseo de sangre y de muerte que habría sentido contra cualquier otro, desde el momento en que se trataba de don Claude, se transformaba en el pobre sordo en incremento del dolor.
En el momento en que su pensamiento estaba concentrado en el sacerdote, cuando el alba empezaba a iluminar los arbotantes, vio en el piso superior de Notre-Dame, en el recodo que forma la balaustrada exterior que rodea el ábside, una figura que se desplazaba. Aquella figura iba hacia él. La reconoció. Era el arcediano.
Claude caminaba con paso grave y lento. No miraba hacia adelante al andar, se dirigía hacia la torre septentrional, pero su rostro estaba de lado, vuelto hacia la orilla derecha del Sena, y mantenía la cabeza alta, como si intentara ver algo por encima de los tejados. El búho adopta con frecuencia esta postura. Vuela hacia un punto y mira hacia otro. El sacerdote pasó, pues, por encima de Quasimodo sin verlo.
El sordo, a quien esta brusca aparición había dejado petrificado, lo vio desaparecer por la puerta de la escalera de la torre septentrional. El lector sabe que esa es la torre desde la que se ve el Ayuntamiento. Quasimodo se levantó y siguió al arcediano.
Subió la escalera de la torre por subirla, para saber por qué la subía el sacerdote. Por lo demás, el pobre campanero no sabía qué haría, qué diría, qué quería. Estaba lleno de furia y de miedo. El arcediano y la egipcia chocaban en su corazón.
Cuando hubo llegado a lo alto de la torre, antes de salir de la oscuridad de la escalera y entrar en la plataforma, observó con precaución dónde estaba el sacerdote. Don Claude le daba la espalda. Hay una balaustrada calada que rodea la plataforma del campanario. El sacerdote, cuyos ojos estaban clavados en la ciudad, tenía el pecho apoyado en el lado de la balaustrada que da al puente de Notre-Dame.
Quasimodo, avanzando sigilosamente por detrás de él, fue a ver lo que miraba con tanta atención.
El sacerdote se hallaba tan absorto en su contemplación que no oyó acercarse al sordo.
Visto desde lo alto de las torres de Notre-Dame a la incipiente luz de un amanecer de verano, París es —y lo era todavía más el París de entonces— un magnífico y encantador espectáculo. Podía ser, aquel día, el mes de julio. El cielo estaba perfectamente sereno. Algunas estrellas tardías se apagaban en diversos puntos, y había una muy brillante hacia levante, en lo más claro del cielo. El sol estaba apareciendo en ese momento y París empezaba a ponerse en movimiento. Una luz muy blanca y muy pura hacía resaltar vivamente todos los planos que sus cientos de casas presentan a oriente. La sombra gigante de los campanarios iba de tejado en tejado de un extremo a otro de la gran ciudad. Había ya barrios que hablaban y hacían ruido. Un toque de campana aquí, un martillazo allá, más lejos el complicado traqueteo de una carreta en marcha. Algunas columnas de humo escapaban en diferentes puntos de toda aquella superficie de tejados, como por las fisuras de una inmensa solfatara. El río, que frunce sus aguas en los arcos de tantos puentes y en la punta de tantas islas, resplandecía en pliegues plateados. Alrededor de la ciudad, fuera de las murallas, la vista se perdía en un gran círculo de vapores algodonosos a través de los cuales se distinguía confusamente la línea imprecisa de las llanuras y el gracioso abultamiento de los collados. Toda clase de rumores flotantes se dispersaban por esa ciudad semidespierta. Hacia oriente, el airecillo matinal desplazaba por el cielo algunos mechones blancos arrancados de la melena de bruma de las colinas.
En el Atrio, algunas mujeres que llevaban la lechera en la mano comentaban con extrañeza los singulares destrozos de la puerta principal de Notre-Dame y los dos regueros de plomo incrustados en las junturas de las piedras. Era todo lo que quedaba del tumulto de la noche. La hoguera encendida por Quasimodo entre las torres se había apagado. Tristan ya había despejado la plaza y mandado arrojar los muertos al Sena. Los reyes como Luis XI procuran lavar enseguida el suelo después de una masacre.
Por fuera de la balaustrada de la torre, precisamente debajo del punto donde se había detenido el sacerdote, había una de esas gárgolas fantásticamente labradas en la piedra que adornan los edificios góticos, y en una grieta de esa gárgola dos bonitos alhelíes, agitados y como dotados de vida por el soplo del aire, intercambiaban alegres saludos. Por encima de las torres, arriba, muy al fondo del cielo, se oían lejanos cantos de pájaros.
Pero el sacerdote ni escuchaba ni miraba nada de todo eso. Era de esos hombres para los que no existen amaneceres, ni pájaros, ni flores. En aquel inmenso horizonte que adoptaba tan variados aspectos a su alrededor, su contemplación estaba concentrada en un único punto.
Quasimodo ardía en deseos de preguntarle qué había hecho con la egipcia. Pero el arcediano parecía estar en ese momento fuera del mundo. Se hallaba a todas luces en uno de esos minutos violentos de la vida en los que uno no notaría hundirse la tierra bajo sus pies. Con los ojos invariablemente clavados en un lugar determinado, permanecía inmóvil y en silencio; y ese silencio y esa inmovilidad tenían algo tan terrible que hacía temblar al salvaje campanero y le impedía romperlos. Se limitó —y era otro modo de interrogar al arcediano— a seguir la dirección de su rayo visual, y de esta forma la mirada del desgraciado sordo llegó a la plaza de Grève.
Así vio lo que el sacerdote miraba. La escalera estaba puesta junto al patíbulo permanente. Había algunas personas en la plaza y muchos soldados. Un hombre arrastraba por el suelo una cosa blanca a la que estaba agarrada una cosa negra. Ese hombre se detuvo al pie del patíbulo.
Entonces sucedió algo que Quasimodo no vio bien. No es que su ojo único hubiera perdido el alcance visual que siempre había poseído, sino que un pelotón de soldados le impedía distinguir el conjunto. Además, en ese instante apareció el sol, y por encima del horizonte rebosó tal oleada de luz que se habría dicho que todas las agujas de París, flechas, chimeneas, frontones, se incendiaban a la vez.
Mientras tanto el hombre empezó a subir la escalera. Entonces Quasimodo lo vio con claridad. Llevaba a una mujer al hombro, una muchacha vestida de blanco, y esa muchacha llevaba una cuerda alrededor del cuello. Quasimodo la reconoció.
Era ella.
El hombre llegó al final de la escalera. Allí ajustó el nudo. El sacerdote, para ver mejor, se puso entonces de rodillas sobre la balaustrada.
De pronto el hombre empujó bruscamente la escalera con el talón y Quasimodo, que contenía la respiración desde hacía ya unos instantes, vio balancearse en el extremo de la cuerda, a dos toesas del suelo, a la desdichada criatura y al hombre agachado con los pies sobre sus hombros. La cuerda dio varias vueltas sobre sí misma y Quasimodo vio que horribles convulsiones recorrían el cuerpo de la egipcia. El sacerdote, por su parte, con el cuello estirado y los ojos desorbitados, contemplaba ese grupo espantoso que formaban el hombre y la muchacha, la araña y la mosca.
En el momento más horrible de la escena, una risa demoníaca, una risa que solo es posible tener cuando se ha dejado de ser un hombre, estalló en el rostro lívido del sacerdote. Quasimodo no oyó esa risa, pero la vio.
El campanero retrocedió unos pasos por detrás del arcediano y, de repente, abalanzándose sobre él con furia, lo empujó por la espalda con sus grandes manos al abismo sobre el que don Claude estaba inclinado.
—¡Maldición! —exclamó el sacerdote, y cayó.
La gárgola sobre la que se encontraba lo detuvo en su caída. Se agarró a ella desesperadamente con ambas manos y, en el momento en que abrió la boca para proferir un segundo grito, vio asomar por el borde de la balaustrada, justo encima de su cabeza, el rostro formidable y vengativo de Quasimodo.
Entonces calló.
El abismo estaba bajo él. Una caída de más de doscientos pies, y el suelo.
En aquella terrible situación, el arcediano no pronunció una sola palabra, no emitió un solo gemido. Solo se retorció sobre la gárgola haciendo esfuerzos increíbles para subir. Pero sus manos no lograban agarrarse al granito y sus pies rayaban la pared ennegrecida sin encontrar apoyo. Las personas que han subido a las torres de Notre-Dame saben que hay un saliente en la piedra justo debajo de la balaustrada. Era ahí donde se extenuaba el miserable arcediano. No se enfrentaba a una pared cortada a pico, sino a una pared que se escabullía bajo él.
Quasimodo no habría tenido más que tenderle la mano para sacarlo del abismo, pero ni siquiera lo miraba. Miraba la Grève. Miraba el patíbulo. Miraba a la egipcia.
El sordo había apoyado los codos en la balaustrada, en el mismo sitio donde un momento antes estaba el arcediano, y allí, sin apartar la mirada del único objeto que en ese momento existía para él en el mundo, permanecía inmóvil y mudo como un hombre fulminado, y un largo río de llanto fluía en silencio de aquel ojo que hasta entonces había vertido una sola lágrima.
El arcediano, mientras tanto, jadeaba. Su frente calva chorreaba de sudor, sus uñas sangraban sobre la piedra, sus rodillas se desollaban contra la pared.
Oía cómo su sotana, enganchada en la gárgola, crujía y se desgarraba cada vez que se movía. Para colmo de desgracias, aquella gárgola terminaba en un tubo de plomo que cedía bajo el peso de su cuerpo. El arcediano notaba que aquel tubo se iba doblando lentamente. Se decía, el miserable, que cuando sus manos estuvieran rotas de cansancio, cuando su sotana se hubiera desgarrado del todo, cuando ese tubo de plomo se hubiera doblado por completo, caería, y el pánico le invadía las entrañas. De cuando en cuando miraba enloquecido una especie de estrecho rellano formado, unos diez pies más abajo, por salientes de las esculturas y, en el fondo de su alma desesperada, pedía al cielo poder acabar su vida en aquel espacio de dos pies cuadrados, aunque tuviera que durar cien años. En una ocasión miró por debajo de él la plaza, el abismo; cuando levantó la cabeza, tenía los ojos cerrados y el cabello totalmente erizado.
Era aterrador el silencio de esos dos hombres. Mientras el arcediano agonizaba de aquella horrible forma a unos pies de él, Quasimodo lloraba y miraba la Grève.
El arcediano, viendo que todas sus sacudidas solo servían para debilitar el frágil punto de apoyo que le quedaba, decidió quedarse quieto. Estaba allí, abrazado a la gárgola, respirando apenas, sin hacer otro movimiento que esa convulsión maquinal del vientre que se siente en sueños cuando uno cree estar cayendo al vacío. Sus ojos, abiertos de un modo enfermizo, tenían la mirada perdida. Poco a poco, sin embargo, perdía terreno, sus dedos resbalaban por la gárgola, sentía cada vez más la debilidad de sus brazos y la pesadez de su cuerpo, la curvatura del tubo de plomo que lo sostenía se inclinaba milímetro a milímetro sin cesar hacia el abismo.
Veía bajo sus pies, cosa terrible, el tejado de Saint-Jean-le-Rond pequeño como un mapa doblado por la mitad. Miraba una tras otra las impasibles esculturas de la torre, suspendidas como él sobre el precipicio, pero sin sentir terror por ellas ni piedad por él. Todo era de piedra a su alrededor: ante sus ojos, los monstruos con la boca abierta; abajo, al fondo de todo, en la plaza, el empedrado; sobre su cabeza, Quasimodo llorando.
Había en el Atrio algunos grupos de curiosos que intentaban tranquilamente adivinar quién podía ser el loco que se divertía de tan extraña manera. El sacerdote les oía decir, pues sus voces llegaban hasta él claras y agudas:
—¡Va a desnucarse!
Quasimodo lloraba.
Finalmente el arcediano, desbordante de rabia y de espanto, comprendió que todo era inútil. No obstante, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para realizar un último intento. Tensó el cuerpo para levantarlo sobre la gárgola, empujó la pared con las rodillas, se agarró con las manos a una grieta de la piedra y consiguió elevarse tal vez un pie, pero esa presión dobló bruscamente el tubo de plomo en el que se apoyaba. Al mismo tiempo, la sotana se rasgó del todo. Entonces, sintiendo que todo cedía bajo él, no teniendo ya más que sus manos rígidas y desfallecientes aferradas a algo, el infortunado cerró los ojos y soltó la gárgola. Cayó.
Quasimodo lo miró caer.
Una caída desde semejante altura raramente es perpendicular. El arcediano, lanzado al espacio, cayó primero con la cabeza hacia abajo y los brazos extendidos antes de dar varias vueltas sobre sí mismo. El viento lo empujó hasta el tejado de una casa, donde el desdichado empezó a destrozarse. Sin embargo, no estaba muerto cuando llegó a él. El campanero lo vio intentar agarrarse al frontón con las uñas. Pero el plano era demasiado inclinado y él ya no tenía fuerzas. Resbaló rápidamente por el tejado como una teja que se suelta y fue a rebotar contra el empedrado. Allí ya no se movió.
Quasimodo dirigió entonces la mirada hacia la egipcia, cuyo cuerpo, suspendido en el patíbulo, veía estremecerse a lo lejos bajo el vestido blanco en los últimos estertores de la agonía, luego la desplazó de nuevo hacia el arcediano, tendido al pie de la torre y ya desprovisto de forma humana, y dijo con un sollozo que surgió de lo más profundo de su pecho:
—¡Oh, todo lo que he amado!