LIV

Honda había oído que el día en el convento empezaba temprano, por lo que desperezó el sueño justo al venir el alba. Después de un apresurado desayuno, dijo a la doncella que alquilara un ricksha y se dispuso a partir.

Kiyoaki le contemplaba desde la cama, con lágrimas en los ojos. Una mirada de súplica penetró en Honda como un cuchillo. Hasta aquel momento su intención había sido hacer una visita superficial a Gesshu, y luego llevar a Tokio a su amigo gravemente enfermo lo antes posible. Pero cuando vio aquella expresión en los ojos de Kiyoaki, supo que a cualquier costo tenía que hacer todos los esfuerzos posibles para conseguir un encuentro entre su amigo y Satoko.

Afortunadamente era una mañana cálida, como de primavera, lo que quizá significaría un buen augurio. Cuando el ricksha se aproximaba a la entrada del convento, advirtió que un hombre que barría por allí le miró desde lejos y luego dejó la escoba y pasó precipitadamente al interior. Honda creyó que el uniforme del colegio que llevaba, igual al de Kiyoaki, pondría al hombre en guardia, haciéndole dar la voz de alarma. La monja que apareció en la puerta tenía una expresión prohibitiva, antes de que le diera tiempo para identificarse.

—Perdóneme, hermana. Me llamo Honda. Siento ser un intruso, pero es que he venido desde Tokio a causa del asunto de Kiyoaki Matsugae. Le quedaría sumamente agradecido si lograra que la reverenda abadesa consintiera en recibirme.

—Espere un momento, por favor —replicó la monja.

Permaneció allí un largo rato, en la escalinata principal, y luego, mientras resumía en mente las varias réplicas que podría utilizar en caso de una negativa, la misma monja le sorprendió al aparecer otra vez y conducirle a un locutorio del interior. La esperanza, aunque muy débil, empezó a nacer en él.

En el locutorio volvió a quedar solo un largo rato. Del jardín interior llegaban los trinos de los pájaros, aunque la puerta estaba totalmente cerrada y él no podía ver nada. En las sombras pudo descubrir el escudo nobiliario con nube y crisantemo en cada pestillo de las puertas. El adorno de flores con capullos de melocotón. Aquellas flores amarillas parecían brotar con el vigor de la primavera, y la corteza desvaída y las hojas verde pálido de las ramas del melocotón mostraban la belleza de sus capullos hinchados. Las puertas corredizas eran de color blanco, pero notó un biombo plegable junto a la pared, que parecía ser precioso, y se acercó a él.

Lo examinó detenidamente. Era un biombo con escenas de cada uno de los doce meses del año, realizado predominantemente al estilo de la escuela de Kano, pero enriquecido con los vívidos colores tradicionales de Yamoto.

Las estaciones empezaban con la primavera por el borde derecho del biombo. Los cortesanos se divertían en un jardín bajo pinos y ciruelos. Una masa de nubes doradas lo cubría todo, salvo una fracción de pabellón rodeado de un seto de cipreses. Un poco a la izquierda retozaban potros de varios colores. El estanque del jardín se convertía en algún punto en zona cenagosa, y un grupo de jóvenes plantaba arroz. Una pequeña cascada salía de las nubes doradas y caía en otro estanque. El tono verde de la hierba al borde del agua anunciaba la llegada del verano. Los cortesanos estaban colgando gallardetes de papel blanco para la Purificación del Verano en los árboles y arbustos alrededor del estanque, ayudados de oficiales menores y criados, con túnicas color carmesí. Los venados pacían satisfechos en el jardín de un santuario, y a través de su verja color rojo salía un caballo blanco. Los guardias imperiales, con los arcos sobre los hombros, estaban atareados con los preparativos para un desfile festivo. Y las rojas hojas de los arces reflejadas en el estanque predecían el frío del invierno, que pronto cobraría su peaje. Luego, un poco más adelante, se veían más cortesanos, en una fiesta de cetrería, con nieve teñida de oro. También el cielo era dorado, brillando entre las ramas nevadas de los bambúes. Un perro perseguía a una perdiz con una mancha roja en el cuello, que se escapaba por entre los juncos como una flecha, para perderse en el cielo. Los halcones en las muñecas de los cortesanos mantenían los ojos fijos en la perdiz que huía.

Después de examinar con calma el biombo de Tsukinami, volvió a su lugar, pero todavía no había ninguna señal de la abadesa. Regresó la monja, se arrodilló, le sirvió té y pastas, le dijo que la abadesa llegaría en unos minutos y le pidió que se pusiera cómodo mientras esperaba. En la mesa había una pequeña caja, adornada con un grabado en relieve. Debía ser labor del propio convento, y además, se advertía cierta inexperiencia en aquel trabajo, que bien pudiera ser fruto de la mano inexperta de Satoko, que había estado trabajando en él. El papel engomado y el grabado de la tapa estaban excesivamente coloreados, al gusto de la antigua Corte Imperial, opresivamente chillones. En el grabado había un muchacho cazando una mariposa. Corría detrás del insecto de alas rojas y púrpura, y su piel blanca sugería la gracia sensual de una muñeca. Después del viaje por los campos oscuros de la primavera, después de subir a la montaña a través de los bosques todavía sin hojas, tuvo la sensación de que aquí, en este locutorio sombrío de Gesshu, había experimentado la dulzura densa y almibarada que era esencia de feminidad.

Oyó el roce de la ropa, y luego su reverencia en persona atravesaba el umbral, apoyándose en el brazo de la monja. Él se puso en pie, pero fue incapaz de controlar los latidos del corazón. La abadesa debía de tener muchos años, pero las facciones de su cara, sobre la túnica austera de color púrpura, parecían esculpidas en fina madera de boj, y no reflejaban ninguna señal de ancianidad. Aquellas facciones tenían una expresión cálida. La abadesa se sentó delante de él. La monja tomó asiento a su lado.

—¿Así que según me dicen has hecho un largo viaje desde Tokio?

—Sí, reverencia. —Le resultaba difícil hablar delante de ella.

—Este caballero dice que es compañero de colegio y amigo de míster Matsugae —dijo la monja tratando de aclarar las cosas.

—Ah, sí —repuso la abadesa—. A decir verdad, hemos sentido mucha pena por el hijo del marqués. Sin embargo…

—Matsugae tiene una fiebre terrible. Está en cama en la posada. Recibí un telegrama suyo y llegué aquí lo más rápidamente que pude. Hoy he subido en su lugar para hacer en su nombre una petición. —Al final Honda se encontró capaz de hablar libremente.

Pensó que, probablemente, así se sentiría un joven abogado delante de la Corte. Sin hacer caso de la actitud de los jueces, él debía seguir adelante, intensamente concentrado en su alegato y preocupado sólo por la defensa de su cliente. Habló a la abadesa de su amistad con Kiyoaki, describió la enfermedad que le aquejaba, y puso bien claro ante ella que Kiyoaki estaba arriesgando la vida por una entrevista con Satoko aunque fuera brevísima. No vaciló en decir que si todo esto acababa en un trágico desenlace Gesshu mismo no quedaría libre de remordimientos. Se sentía más acalorado a medida que iba pronunciando sus fervientes palabras, y aunque la sala estaba más bien fría él sentía arderle las orejas y la frente. Como era de esperar, su discurso parecía conmover a la abadesa y a la monja, pero ambas permanecieron en silencio.

—Y luego deseo que tenga la amabilidad de comprender mi posición. Yo presté dinero a mi amigo porque me dijo que lo necesitaba. Ese es el dinero que utilizó para llegar hasta aquí. Ahora ha caído enfermo. Yo me siento responsable ante sus padres por todo esto. Y además, como estarán pensando ustedes dos, la cosa más adecuada que debo hacer es volver con él a Tokio lo antes posible. También comprendo que es la única solución sensata. Pero no lo he hecho. En su lugar, sin ni siquiera pensar en lo contrariados que estarán conmigo sus padres, he venido aquí como me ven para suplicar a su reverencia tenga a bien acceder a la petición de Matsugae. Estoy haciendo todo esto porque después de ver la expresión de esperanza temeraria en sus ojos, no creo que tenga otra alternativa. Si su reverencia pudiera ver esa expresión estoy seguro de que llegaría a conmoverse. En cuanto a mí, estoy plenamente convencido de que ahora es mucho más importante concederle lo que pide que preocuparse por su enfermedad. Es algo horrible lo que voy a decir, pero tengo la sensación de que no va a recuperarse. Así, lo que yo hago ahora es transmitir el deseo de un moribundo. ¿Permitirle ver a Satoko durante uno o dos minutos caería fuera del alcance de la compasión del Señor Buda? ¿No va a tener su reverencia la amabilidad de acceder a ello?

Su reverencia todavía no contestó. Aunque estaba lanzado se detuvo allí, temeroso de que si seguía profiriendo más palabras quizá no conseguiría que la abadesa cambiara de opinión. La fría habitación quedó sumida en silencio. La luz que se filtraba por el papel blanco de las celosías hacía a Honda pensar en una tenue neblina.

En ese momento creyó oír algo. No parecía proceder de la habitación contigua, sino quizá de un rincón del pasillo o de la habitación inmediata. Sonaba como una sonrisa tan sutil como la apertura de un capullo de ciruela. Pero luego, tras un momento de reflexión, estuvo seguro de que, a menos que le engañaran los oídos, el sonido que había llegado hasta él a través de la atmósfera fría del convento en la mañana de primavera no era una risa disimulada, como había creído, sino el sollozo ahogado de una joven. No tenía el eco de una mujer pugnando con las lágrimas. Lo que había oído, tan débil como el sonido del corte de una cuerda de violín, era el eco de un sollozo escondido. Empezó a preguntarse si todo aquello no pasaría de ser un arranque momentáneo de su imaginación.

—Ah —dijo la abadesa, rompiendo el silencio al fin—. Sin duda usted me considera severa sin razón. Puede que crea que yo estoy haciendo uso de todos los medios a mi alcance para tener separada a esta pareja. Sin embargo, es seguro que algún elemento sobrehumano está operando aquí. Empezó cuando la propia Satoko hizo su voto delante del Señor Buda. Entonces juró no volver a ver a tal hombre en este mundo. Por tanto yo creo que el Señor Buda en su sabiduría está asegurando que esto se cumpla. Pero no dejo de comprender la gran tragedia que se está acarreando al joven amo.

—Entonces, a pesar de todo, ¿no va a dar el permiso su reverencia?

—No.

Su voz tenía una dignidad evidente, y él se sintió incapaz de contestar. Aquel no sencillo parecía lo suficiente poderoso para rasgar el mismo firmamento como una frágil seda. Después, viendo su profunda tristeza, la voz de la abadesa empezó un monólogo doloroso. Aunque Honda no deseara partir y enfrentarse con el desencanto de Kiyoaki, la tristeza le impedía prestar más que una mediana atención a lo que la abadesa estaba diciendo. Se refería a la red de Indra. Indra era un dios indio, que una vez que arrojaba su red todo hombre, todo ser viviente sin excepción, caía inexorablemente en sus mallas. Y así, todas las criaturas quedaban irreversiblemente apresadas por esa red. Red de Indra, que simbolizaba la cadena, en sánscrito, pratitya samutpada. Yuishiki (consciencia), doctrina fundamental de la Secta Hosso, a la que pertenecía Gesshu, se centraba en Los treinta versos de Yuishiki, texto canónico atribuido a Vasubandhu, a quien la secta consideraba como su fundador. Según los versos, Alaya es el origen de la Cadena de la Causación. Esta era una palabra sánscrita que significaba almacén, pues dentro del Alaya estaban contenidas las semillas karmic, que guardaban los efectos consecuenciales de todos los hechos, buenos y malos.

Más profundo en el hombre que las seis primeras formas de consciencia (la vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto, la mente) con que están dotados los seres sensibles, había una séptima llamada Mana o autoconsciencia. Pero Alaya, la forma definitiva y última de consciencia, yacía todavía a mayor profundidad. Tal como determinaban Los treinta versos, «como en un torrente violento, siempre fluyente, siempre cambiante», esta octava forma de consciencia, como un río enfurecido, cambiaba incesantemente, sin cesar de fluir nunca hacia adelante. En flujo constante, el Alaya es la fuente de todos los seres sensibles y la suma de todos los efectos sobre ellos. Asanga, cofundador junto con Vasubandhu de la escuela de Yuishiki, en una obra doctrinal titulada La providencia del gran vehículo, desarrollaba, sobre la base de la eternamente mutativa naturaleza del Alaya, una teoría única de la Cadena de la Causación en términos de tiempo. Se refería a la interacción de la consciencia del Alaya y la Ley de la Profanación, que daba origen a lo que se calificaba de «ciclo siempre recurrente de aniquilación y renovación de la causalidad». Según la doctrina de Yuishiki, cada uno de los varios dharmas, que en realidad no eran más que consciencia, lejos de gozar de la permanencia eterna existían sólo por el momento. Y una vez pasado el instante eran aniquiladas. En el momento presente la consciencia Alaya y la Ley de la Profanación existen simultáneamente, y su interacción da origen a la causalidad del instante actual. Una vez que este momento ha pasado, tanto el Alaya como la Ley de la Profanación son aniquilados, pero en el momento siguiente ambas vuelven a nacer, y ambas se interaccionan otra vez, para dar origen a una nueva causalidad. Por tanto los seres existentes son aniquilados en un momento u otro momento, y esto da origen al tiempo. El proceso por el que el tiempo es engendrado en esta aniquilación de momento a momento, puede semejarse a la relación entre una fila de puntos y una línea.

* * *

A medida que pasaban los minutos, Honda se vio gradualmente arrastrado a la profunda exposición doctrinal de la abadesa. Pero sus circunstancias presentes impedían a su espíritu toda indagación racional. La súbita explosión de la compleja terminología budista le dejó suspenso, y luego surgieron muchos puntos difíciles sobre los que tenía dudas. Karma, pensaba, debería operar eternamente, un proceso sin principio, que por su naturaleza contenía dentro de sí mismo elementos de tiempo. Le parecía contradictorio que por el contrario el tiempo se entendiera como surgiendo de la disolución y la regeneración de la causalidad en cada momento presente.

Sus recelos le impidieron prestar una atención totalmente sincera y respetuosa al sabio discurso de su reverencia. La monja le irritaba también con sus exclamaciones. A intervalos, intervenía con frases como «¡Qué cierto es!… ¡Eso es!… ¿Cómo podría ser de otra manera»?, y así sucesivamente. Por tanto él se contentó con memorizar los títulos de Los treinta versos y La providencia del gran vehículo, y pensó que podría consultarlos a placer y luego volver allí para hacer preguntas. Dado su estado actual no se dio cuenta desde qué perspectiva y con qué claridad las palabras de la abadesa estaban iluminando el destino tanto de Kiyoaki como el suyo, igual que la Luna, en su cenit, ilumina las aguas oscuras de un lago. Musitó una cortés despedida, y salió de Gesshu lo más rápidamente que pudo.