Honda llegó a la posada de Obitoké entrada la noche, el día 26 de febrero. Tan pronto como vio la situación crítica de Kiyoaki sólo pensó en llevarle a Tokio inmediatamente, pero su amigo no quiso escucharle. Averiguó que el médico de la localidad que fue llamado en las primeras horas de la tarde había dicho que los síntomas indicaban una neumonía.
Kiyoaki razonó con él y le suplicó hasta la desesperación. Quería que su amigo fuera a Gesshu al día siguiente, para hablar con la abadesa y hacer todos los esfuerzos posibles para ablandar su actitud. Como Honda no estaba implicado, sus palabras podrían tal vez surtir efecto en su reverencia.
Y si ella se ablandaba, Honda le llevaría al templo. Honda se resistió algún tiempo, pero al final cedió, acordando aplazar la marcha por un día. A toda costa tenía que tratar de conseguir una entrevista con la abadesa y hacer cuanto pudiera en beneficio de Kiyoaki. Pero a cambio hizo prometer a su amigo que si a pesar de todo ella seguía negándose, volvería con él a Tokio inmediatamente. Honda no se acostó en toda la noche, pendiente de Kiyoaki. A la luz de la lámpara de la habitación vio que su piel, blanca como era, tenía un ligero tinte rojo. Faltaban sólo tres días para los exámenes finales. Había tenido todas las razones para esperar que sus padres se opondrían a que hiciera aquel viaje precisamente en tales momentos. Pero cuando enseñó a su padre el telegrama de Kiyoaki no le sorprendió que le dijera que siguiese adelante, sin entrar en preguntarle más detalles. Y su madre había consentido igualmente. El juez Honda estuvo en un tiempo dispuesto a sacrificar su carrera en beneficio de sus antiguos colegas, que estaban siendo forzados a retirarse a causa de la abolición de la permanencia vitalicia. Ahora intentaba enseñar a su hijo el valor de la amistad. Durante el viaje en tren a Osaka, Honda había trabajado intensamente, e incluso ahora, mientras vigilaba junto a la cama de Kiyoaki, tenía abierto delante de él el libro de lógica.
En un círculo de luz amarilla la lámpara cogía los símbolos definitivos de dos mundos diametralmente opuestos, a los que estos jóvenes se habían entregado. Uno de ellos yacía seriamente enfermo en nombre del amor. El otro se preparaba para las graves exigencias de la realidad. Kiyoaki, medio dormido, nadaba en un mar caótico de pasiones, agarrándose a las algas marinas con los pies. Honda soñaba con un mundo de creación firmemente apoyado en una base de orden y de razón. Y así durante una amarga noche de principios de primavera, en la habitación de una vieja posada, estas dos cabezas juveniles estaban juntas bajo la luz, uno fríamente racional, el otro ardiendo de fiebre, cada uno de ellos ligados finalmente al ritmo de su propio mundo particular.
Durante todo el tiempo de su amistad, Honda nunca había sido más conocedor que ahora de la manifiesta imposibilidad de leer en los pensamientos de Kiyoaki. Estaba acostado delante de él, pero su espíritu corría por alguna otra parte. A veces invocaría delirante el nombre de Satoko, y sus mejillas se llenarían de color. Su cara perdía el aspecto macilento y desfigurado, y parecía normal y sana. Su piel brillaba como si fuera de fino marfil con fuego dentro. Pero Honda sabía que no tenía forma de alcanzar su esencia. Aquí delante de él, pensaba, estaba la pasión en su más verdadero sentido, que jamás tomaría posesión de él. Pero más que eso, se decía, ¿no era cierto que ninguna pasión lograría barrerle a él de allí? Pues se daba cuenta de que su naturaleza parecía estar carente de la calidad que hacía esto imposible. Era una naturaleza que nunca daría paso a traiciones. Su afecto por el amigo era profundo, lloraría con él si fuera requerido para ello, pero en cuanto a sentimientos no había coincidencia. ¿Por qué canalizó instintivamente todas sus energías a mantener un decoro apropiado interior y exterior? ¿Por qué, a diferencia de Kiyoaki, había sido en cierto modo incapaz de abrir su alma a los cuatro grandes elementos del fuego, el viento, el agua y la tierra? Sus ojos se volvieron al libro de lógica con las notas que tenía delante de él, y observó su propia escritura a mano, nítida y precisa:
«La lógica formal de Aristóteles dominó el pensamiento europeo hasta casi el final de la Edad Media. Ésta se divide en dos períodos, el primero de los cuales se llama “Lógica antigua”. Las obras comentadas eran las “Tesis” y las “Categorías” del Organon. El segundo se denominó «Lógica nueva». Puede decirse que este período recibió su ímpetu inicial de la traducción completa del latín del Organon, que se terminó a finales del siglo doce…».
No podía olvidar que estas palabras se irían borrando de su memoria copo a copo, nieve de primavera bajo el sol.