Era una mañana en que los copos de nieve se deshacían con el fuerte viento que barría la llanura de Yamato. Parecían demasiado frágiles, incluso para nieve de primavera. Cuando el cielo permanecía nublado los copos desaparecían, y sólo cuando brillaba el sol se advertía la nieve polvorienta y arremolinada en el aire. El frío era peor que en un día de fuerte nevada.
Acostado, con la cabeza bajo la almohada, pensaba en cómo podría demostrar su devoción definitiva para Satoko. La noche anterior había decidido pedir la ayuda de Honda, y estaba seguro de que su amigo acudiría sin falta. Con el apoyo de Honda quizá pudiera ablandar la actitud intransigente de la abadesa. Pero antes tenía que hacer otra cosa. Al menos intentarlo. Él solo, sin la ayuda de nadie, tenía que demostrar la pureza de su devoción. En mirada retrospectiva se dio cuenta que no había tenido una sola oportunidad de probarla. O quizás, pensaba, su cobardía le había hecho huir de toda oportunidad.
Sólo le quedaba una cosa por hacer. Salir, enfermo como estaba, correr el riesgo de una enfermedad peor, ofrecerse en una penitencia notoriamente grande. Una devoción tan abrumadora suscitaría una respuesta en Satoko, o tal vez no. Cualquiera que fuese el resultado, aún sin la más ligera esperanza de conmoverla, él habría alcanzado un estado mental que superara su convicción de que no tendría paz hasta hacerlo, como una penitencia exigida a sí mismo. Había empezado el viaje obsesionado con un único pensamiento: Ver la cara de Satoko aunque sólo fuese una vez. Mientras tanto su corazón había tomado otra resolución, que pasaba por encima de sus intenciones y deseos.
La única fuerza que contenía la urgencia de su corazón era su propio cuerpo enfermo. Estaba bajo las garras de la fiebre. Un grueso hilo de oro lo sujetaba, bordando su carne con dolor. La fortaleza había desaparecido de él. Si levantaba el brazo la piel se volvía inmediatamente azulada, y el mismo brazo se hacía tan pesado como un cubo dentro de un pozo. La tos parecía estar cada vez más profunda en el pecho, como el constante zumbido de un trueno distante en el horizonte. El cuerpo desobedecía sus demandas, débil y caído hasta las mismas puntas de los dedos, bajo el asalto de la fiebre que se había adueñado de él.
Pronunciaba el nombre de Satoko cada vez con mayor desesperación. Transcurrían las horas vacías. Esta mañana, por primera vez, las criadas de la posada se dieron cuenta de que estaba enfermo. Calentaron su habitación y se dispusieron a hacer todo lo que pudieran para que estuviese cómodo, pero él se negó obstinadamente a permitir que le trataran, ni ellas mismas, ni aunque llamaran a un médico.
Por la tarde pidió a la doncella que alquilara un ricksha. Ella vaciló y fue a decírselo al dueño. El hombre trató de persuadirle de que permaneciera en casa, pero él se puso en pie con esfuerzo, y se vistió el uniforme y el abrigo sin ayuda de nadie, para demostrar que tenía salud. Llegó el ricksha, y en él envolvió las piernas en una manta que las muchachas de la posada le habían dado. A pesar de esa protección fue atacado por el terrible frío.
Atrajo su mirada la serie de copos de nieve que se arremolinaban en las aberturas dejadas por la lona negra en la capota del ricksha. Su imaginación volvió al vivo recuerdo del viaje por la nieve con Satoko, un año antes, y el pecho se le apretó de emoción. No podía seguir más tiempo acurrucado dentro del ricksha oscilante, sin hacer otra cosa que soportar el dolor de la cabeza. Aflojó el ala frontal de la capota y se subió la bufanda sobre la boca y la nariz, para mirar el paisaje con ojos llorosos por la fiebre. Quería librarse de toda imagen que llevara sus pensamientos al dolor que le torturaba.
El ricksha había pasado ya las estrechas callejuelas de Obitoké. Nieve polvorienta caía en los campos y sembrados, a ambos lados de la carretera, que llevaba directamente hasta Gesshu, entre montañas. Caía sobre los haces de arroz en las eras, en las hojas de las moreras, en las cañas y en los pantanos, en silencio, sin llegar a cubrir el suelo. Incluso los copos que caían sobre su manta se desvanecían sin dejar humedad.
Vio cómo el cielo iba gradualmente librándose de las nubes hasta que al fin empezó a lucir un sol todavía pálido. La nieve se hizo como una fina ceniza blanca flotando en el aire.
A lo largo de la carretera la hierba se movía agitada por el viento, y despedía un destello plateado bajo la luz del sol. Más allá de los campos sembrados, las faldas de la colina estaban envueltas en un color gris, pero más lejos se divisaba un rincón de claro cielo azul, y las montañas cubiertas de nieve despedían un blanco fulgor.
Cuando miraba al paisaje que tenía en derredor, zumbándole los oídos por la fiebre, creía estar realmente en contacto con la realidad por primera vez en largos meses. El mundo estaba en absoluta calma. El movimiento del ricksha y la pesadez que sentía en los párpados se confundían con lo que veía fuera, pero cualquiera que fuese aquella deformación incidental, lo cierto es que tenía ante sí una evidencia suficientemente clara. Como había estado durante tanto tiempo en unas tinieblas caóticas de dolor y preocupaciones, aquella experiencia le llegaba con toda la fuerza de algo nuevo. Además, adonde quiera que mirase no veía ninguna señal de vida humana.
El ricksha estaba llegando ya cerca de los espesos matorrales de bambú que cubrían la ladera y rodeaban Gesshu. Delante, empinándose sobre los bambúes, sobresalían los pinos que bordeaban la carretera, en la pendiente, dentro de la verja. Cuando vio las señales de piedra al final de la tortuosa carretera, sintió un ataque de agudo temor.
«Si penetro en el ricksha —se dijo— y sigo las cuatrocientas yardas que hay hasta la puerta principal también en el ricksha, tengo la sensación de que tampoco hoy me van a permitir ver a Satoko. Puede que las cosas hayan cambiado desde la última vez. Es posible que la monja haya hablado de mi caso con la abadesa y esté un poco ablandada. Si ven que he venido caminando por la nieve, puede que me dejen ver a Satoko, aunque sólo sea un momento. Pero llegar en ricksha podría provocar una reacción contra mí. La abadesa podía decidir no permitirme ver a Satoko jamás. Como en un abanico hecho con centenares de finas y delicadas varillas unidas por un solo remache, si me descuido el remache podría soltarse y todo mi plan se desmoronaría. Y si no puedo ver a Satoko creeré que todo ha sido culpa mía. Me acusaré de insincero. Si me apeo del ricksha y camino, no importa lo débil que me siento, tal sinceridad, aunque ella no lo sepa, afectaría a mi corazón. Así están las cosas. No hay razón para tener pesadumbre. No me queda otra alternativa que arriesgar la vida si quiero verla. Para mí, ella es la esencia y todo lo que me ha traído hasta tan lejos».
Ni él mismo sabía si su razonamiento era ordenado o perturbado por la fiebre. Dijo al hombre de ricksha que se detuviera en la verja. Después de apearse y decirle que le esperase allí, empezó a caminar. El sol lucía otra vez, y los copos de nieve bailaban suspendidos en sus rayos pálidos. Desde los bambúes del camino llegaba el canto de una alondra. Verde musgo crecía en los troncos de los cerezos sin fruto, entre los pinos y a lo largo del camino. En medio de los bambúes florecía un ciruelo.
Habiendo pasado por el camino seis veces en los últimos cinco días, parecía que nada habría quedado fuera de su atención. Pero cuando empezó a caminar desde donde había dejado el ricksha, con piernas inseguras, miró en derredor y comprobó que el mundo había tomado una claridad fúnebre para sus ojos febriles. El paisaje que en los últimos días se le había hecho familiar tenía una extraña novedad casi inquietante. A cada momento, afiladas flechas de frío le atravesaban la columna vertebral. Los helechos a lo largo de la carretera, las flores rojas, los bambúes, la abundante hierba alta y seca, la carretera misma, blanca con la escarcha… Los ojos de Kiyoaki seguían todo aquello. Finalmente llegó a la sombra que cubría la carretera al llegar al bosque de cedros. Rodeado por el silencio había allí un mundo limpio de toda mancha. Y en el centro de ese mundo tan patético, en lo más íntimo de su corazón, sabía que estaba Satoko, tan serena y callada como estatua de oro. Pero ¿podía un mundo tan perfecto y sereno, que evadía toda intimidad, guardar alguna relación con el mundo familiar que él conocía?
La respiración se le hacía más difícil a medida que avanzaba. Parándose para descansar se sentó en una gran roca junto a la carretera, sólo para verse inmediatamente golpeado hasta los huesos por el intenso frío, como si las ropas que le cubrían no pudieran hacer nada para defenderle. Tosió profundamente, y mientras lo hacía vio que el pañuelo puesto sobre la boca se había cubierto de una flema amarillenta.
Cuando el ataque de tos fue remitiendo miró a los distantes picos de las montañas cubiertas de nieve, que se alzaban más allá de los árboles. Como los ojos se le habían llenado de lágrimas tras el ataque de tos, su visión nublada parecía aumentar el brillo de la nieve. En ese instante le llegó a la memoria un recuerdo de sus trece años. Él era paje imperial una vez más, junto a la princesa Kasuga. Los picos nevados que tenía delante eran la imagen del blanco que aquel día le había deslumbrado. Había sido el momento de su vida en que la divina belleza femenina se le había ofrecido por primera vez en adoración.
El sol volvió a ocultarse. Poco a poco la nieve empezó a caer con más fuerza. Se quitó el guante de una mano y cogió unos copos. Tenía la palma ardiente por la fiebre, y la nieve se derritió ante sus ojos casi instantáneamente. Qué bien había cuidado de aquella mano, reflexionó. Nunca la había ensuciado, nunca había conocido una ampolla. La había usado, sólo en momentos agradables. Se puso en pie y empezó a caminar de nuevo, preguntándose si podría llegar al templo. Cuando llegó hasta los cedros, el viento soplaba con mayor fuerza y su silbido le dolía en los oídos. Los cedros dejaron ver un pequeño estanque, bajo el cielo plomizo. Una vez pasado el estanque volvió a cerrarse la lúgubre sombra de los viejos cedros. Ya no tenía más que un objetivo: seguir poniendo un pie delante del otro. Todos sus recuerdos del pasado se habían desvanecido. Sabía que el futuro sólo se revelaría a este paso, pie tras pie, yarda tras yarda, a medida que avanzaba penosamente.
Pasó la verja negra sin darse cuenta de ello, y cuando levantó la vista vio delante de sí la portada Tang. La nieve estaba adherida a la fila de crisantemos que formaban los aleros. Delante de la puerta sufrió un ataque de tos tan violento, que no le fue necesario llamar. La monja abrió la puerta e inmediatamente empezó a frotarle la espalda para aliviar el espasmo. En una especie de trance tuvo la feliz sensación de que Satoko había acudido allí, que eran sus manos las que le estaban acariciando.
La monja no le rechazó inmediatamente, como había hecho en ocasiones anteriores. Le dejó allí unos minutos interminables, y durante la espera su vista pareció oscurecerse. Su dolor, su jubilosa esperanza, se disolvieron gradualmente en un indefinido estado de sueño irremediable. Oyó voces de mujeres. Luego se hizo otra vez el silencio. Pasaría más tiempo. Cuando la puerta se abrió una vez más estaba sola la monja.
—Lo siento. Su petición de una entrevista no puede ser atendida. Por muchas veces que usted venga aquí, señor, me veré siempre obligada a darle la misma respuesta. Yo haré que un criado del convento le acompañe. Así que le ruego por favor que se vaya.
Ayudado por el portero, que era afortunadamente un hombre fuerte, volvió por la carretera hasta donde le estaba esperando el ricksha.