LI

Era el mes de febrero. Con exámenes en puertas todos los compañeros de Kiyoaki estaban ahora entregados al estudio. Y él, indiferente a estas cosas, estaba más alejado de ellos que nunca. Honda deseaba de veras ayudarle en la preparación de sus pruebas, pero se contuvo, pensando que Kiyoaki no lo aceptaría. Sabía muy bien que Kiyoaki reservaba su más agudo desagrado para cualquier muestra excesiva de amistad.

Un día, por este tiempo, el marqués presentó de súbito a su hijo la sugerencia de su ingreso en el Colegio Merton, de Oxford. Su admisión podría arreglarse sin dificultad, especialmente estando el marqués en buenas relaciones con el decano de la famosa institución, fundada en el siglo XIII. Pero a fin de obtener una buena clasificación, Kiyoaki debería pasar al menos los exámenes finales en su colegio. El marqués sabía que Kiyoaki estaba cada día más pálido y consumido, y había ideado este medio de salvar a su hijo, quien alcanzaría en la corte de por lo menos un quinto grado júnior antes de no mucho tiempo. Como este plan de salvación fue tan inesperado despertó ciertamente el interés de Kiyoaki, y por lo tanto éste decidió dar muestras de estar contento con la propuesta de su padre.

Antes había acariciado cierto deseo moderado de ver algo de Occidente. Pero ahora que toda su existencia estaba centrada en un único objeto, en una parte diminuta y exquisitamente bella del Japón, sólo podía mirar el mapa del mundo extendido delante de él para llenarse de un sentimiento de sorpresa, no sólo por la serie de países extranjeros, sino incluso por la imagen en rojo de su propio país, encorvándose como una gamba al flanco de Asia. Su Japón era verde claro, sin forma, lleno de un patetismo penetrante, como la niebla ascendente.

Su padre había comprado un mapa nuevo muy grande, que colgaba en la pared de la sala de billares. Su intención era la de suscitar grandes pensamientos en Kiyoaki. Sin embargo, aquellos mares llanos y sin vida no lograban excitarle. Lo que venía a su imaginación era el recuerdo de un mar en la noche, como una enorme bestia negra, con calor vivo, pulso propio y sangre que gritaba. El mar de Kamakura, cuyo rumor le había atormentado hasta el límite de lo soportable en una noche de verano.

Aunque no había hablado de ello con nadie, últimamente había sufrido frecuentes dolores de cabeza. Cada noche dormía menos. Mientras estaba en cama se decía que al día siguiente recibiría una carta de Satoko, fijando una hora y un lugar donde se encontrarían para huir juntos, a una ciudad pequeña y no familiar. Ella correría hacia él, y él la cogería en los brazos y la sostendría como había anhelado hacerlo durante tanto tiempo. Una y otra vez contemplaba esta escena en sus últimos detalles. Pero la imagen que acariciaba estaba formada en un espejo fino y quebradizo que se podía romper fácilmente para revelar un penoso vacío. La almohada estaba empapada en lágrimas, y él pronunciaba el nombre de Satoko una y otra vez durante la noche desesperado. Su imagen amada aparecía repentinamente allí, al lado de él, entre el sueño y la realidad. Sus sueños dejaron de ser historias lo bastante objetivas para ser trasladadas a su diario. Esperanza y desesperación, sueño y realidad, venían juntos para irse reemplazando unos a otros, para moverse indefinidamente, como la línea de la playa contra la que las olas se rompen sin cesar. Por un instante, en la superficie del agua que lamía la suave arena vio el reflejo de su cara. Nunca había parecido más adorable y más afligida por el dolor. Pero cuando puso sus labios cerca de su cara el fantasma se desvaneció.

Un deseo frenético de salir de aquel estado lastimoso se hacía más intenso cada día. Aunque había para él un sólo mensaje, cada hora, cada mañana, cada mediodía o cada noche, el firmamento, los árboles, las nubes y el viento, diciéndole todos que la dejara, él estaba todavía atormentado por la incertidumbre. Sentía una necesidad desesperada de poner las manos en algo seguro y cierto, oír aunque sólo fuera una palabra de sus propios labios, con tal de que fuese algo verdadero. Y si era mucho pedir una palabra, quedaría satisfecho con una mirada de sus ojos. Ya no podía soportar más aquella ansiedad que le torturaba. Mientras tanto, la ola de rumores había remitido rápidamente. La gente no tarda mucho en olvidar, incluso caso tan sin precedentes y tan inexplicable como un compromiso sancionado por decreto imperial que se rompe la misma víspera de la ceremonia de los esponsales.

Kiyoaki tomó entonces la resolución de abandonar la casa. Pero como sus padres le tenían vigilado y habían dejado de darle asignación, apenas podía disponer de algún dinero.

Honda quedó perplejo cuando Kiyoaki se le acercó para pedirle una cantidad prestada. De acuerdo con las ideas de su padre le habían abierto a su nombre una cuenta en el Banco, de la que podría disponer cuando lo considerara conveniente. Retiró todo el efectivo y se lo entregó a Kiyoaki, sin hacer una sola pregunta sobre lo que intentaba hacer con el dinero. Era la mañana del veintiuno de febrero. Honda llevó la cantidad al colegio y se la entregó a su amigo. El cielo estaba brillante y claro, pero el aire de la mañana era frío.

—Te quedan veinte minutos antes de clase —dijo Kiyoaki después de coger el dinero, con voz un poco tímida—. ¿Quieres verme marchar?

—¿A dónde vas a ir? —preguntó el desconcertado Honda, pensando que Yamada estaría de guardia en la verja principal.

—Por ahí —respondió Kiyoaki, sonriendo y señalando al bosque.

A Honda le llenó de satisfacción ver que su amigo daba muestras de energía por primera vez en meses, pero pensó a la vez que en su cara no se veía sobra de salud. Por el contrario, sus facciones eran desvaídas, pálidas y tensas, como una fina hoja de hielo en primavera.

—¿Te encuentras bien?

—Creo que estoy resfriado. Por lo demás, estupendamente —replicó Kiyoaki, caminando por el sendero que entraba en el bosque.

Hacía mucho tiempo que Honda no le había visto caminar con tanta agilidad. Además, tenía buena idea de adonde se dirigían sus pasos, pero no le dijo nada. Pasaron un pantano cuya superficie helada apenas reflejaba los rayos del sol matutino. Dejando el bosque y sus pájaros, llegaron al límite oriental de las propiedades del colegio. Estaban en lo alto de una loma. Al fondo se extendía una serie de factorías. Aquí y allí se veían alambradas que hacían de valla, y los chicos de la vecindad que penetraban por las alambradas al interior del campus. Al otro lado, la colina se extendía hasta la carretera, donde sobre un muro bajo de piedra se alzaba una tosca valla de madera.

En este punto se detuvieron los dos. Cerca, a la derecha había una fila de tranvías. Directamente abajo, el sol se reflejaba en los tejados de pizarra de las factorías. Las máquinas funcionando a todo vapor originaban un rumor como el mar. Las chimeneas subían hacia el cielo. El humo dejaba una sombra, que avanzaba sobre las factorías y cortaba la llegada de los rayos del sol al lavadero, junto al que había una larga fila de cobertizos. Aquí y allí se veían ráfagas de luz. Una vez era el reflejo de unos alicates en la cadera de un electricista; otra el resplandor de una llama a través de las ventanas de una planta química. En la factoría, cuando cesaba el rugido de las máquinas, surgía el estruendo de los martillos golpeando sobre acero.

En la lejanía estaba el sol. Debajo, tras las tierras del colegio, corría la carretera por la que Kiyoaki estaba a punto de escapar. Las sombras de las pequeñas casas oscurecían su superficie blanca y polvorienta. Un hombre en bicicleta pasó junto a un grupo de niños que daban patadas a una piedra.

—Bueno, ya te veré —fueron las palabras de Kiyoaki.

Eran claramente palabras de despedida. Quedaron grabadas en la mente de Honda. Por una vez, Kiyoaki tuvo una expresión jovial, típica de un joven.

Kiyoaki había dejado la cartera en la clase. Todo lo que llevaba era el uniforme y el abrigo, y la insignia de la flor del cerezo. Llevaba el cuello abierto. Todavía sonriendo, dio media vuelta, y echando a un lado algunos alambres rotos, pasó al lado allá de la valla.

* * *

Inmediatamente se informó de la desaparición a sus padres, que estaban intranquilos. Una vez más, sin embargo, fue la abuela quien restableció el orden.

—¿No veis cómo van las cosas? Se siente feliz con ir a estudiar a Inglaterra, y como tiene intención de ir quiere ver a Satoko para despedirse de ella. Pero como vosotros no se lo habríais permitido si os lo hubiera pedido, ha ido allá sin deciros nada. ¿Hay una explicación más verosímil?

—Pero seguramente Satoko no le verá.

—Si así sucede, él desistirá y regresará a casa. Kiyoaki es joven. Le habéis presionado tanto que le habéis hecho estallar. Como tratasteis de tener la rienda tan tensa tenía que suceder lo que ha sucedido.

—Pero madre. Después de lo pasado eran de esperar las precauciones que hemos tomado.

—Está bien, y también era de esperar esto.

—Sea como fuere, sería terrible que esto llegara a descubrirse. Lo que haré será ponerme en contacto con el superintendente general inmediatamente, y hacer que inicie una investigación en secreto.

—¡Una investigación! ¿Por qué una investigación? Tú ya sabes adonde se dirigió tu hijo.

—Pero a menos que se le coja y se le haga volver…

—¡Te pesará! —gritó la anciana, ardiendo la cólera en sus ojos—. Esta vez podría hacer algo horrible. Es del todo correcto por razones de seguridad que la policía examine las cosas discretamente. Si nos informan del lugar donde se encuentra, tan pronto como lo averigüen, nos sería útil. Pero como nosotros sabemos perfectamente donde se dirige y por qué, la policía debe mantenerse a distancia y en absoluto permitir que él sospeche nada. Ahora es cuando hay que dejar en completa libertad al joven, y no interferirse en su camino. Todo debe hacerse discretamente. Debemos llevar este asunto sin convertirlo en una tragedia. Eso es lo esencial. Si ahora se cometen errores, los resultados podrían ser desastrosos. Esto es lo que quiero que comprendáis.

* * *

La noche del 21 de febrero, Kiyoaki se hospedó en un hotel de Osaka. A la mañana siguiente pagó la cuenta y tomó un tren de la línea Sakurai hasta Obitoké, donde alquiló una habitación en una posada de mercaderes llamada Kuzonoya. Tan pronto terminó esta operación, alquiló un ricksha para Gesshu. Metió prisa al hombre, cruzando la verja del templo y subiendo hasta la falda que llevaba a la entrada principal de Tang, donde se apeó. Ante una puerta corrediza bien cerrada gritó. Apareció el portero del convento, le preguntó su nombre y profesión, y le dejó allí. Tras una corta espera, la siguiente en aparecer fue una monja mayor, quien sin ni siquiera permitirle dar un paso dentro le rechazó, diciendo con desagrado finalmente velado que su reverencia la abadesa no le vería y que además era inconcebible que a una novicia se le permitiera tal prerrogativa. Como más o menos había esperado esta recepción no insistió, sino que dejó las cosas como estaban y regresó a la posada.

Difirió sus esperanzas para el día siguiente, y cuando consideró su fracaso inicial concluyó que había sido debido a su presunción en llegar con ricksha hasta la misma entrada del convento. Naturalmente le habían arrastrado a ello su ansiedad y premura, pero como el volver a ver a Satoko exigía sacrificios, decidió apearse en la verja y caminar desde allí, tomaran o no las monjas nota de esta muestra de devoción. Debía hacer penitencia.

Su habitación en la posada era sucia, la comida insípida y la noche fría. Pero el pensamiento de tener a Satoko tan cerca le producía gran contento. Aquella noche, por primera vez desde hacía meses, durmió a pierna suelta.

Al día siguiente, 23 de febrero, se sintió con más energías y fue al convento dos veces, una por la mañana y otra por la tarde, dejando el ricksha en la verja y escalando el largo sendero empinado como un peregrino. Sin embargo la recepción no fue más calurosa que la del día anterior. De regreso empezó a toser, y sintió un ligero dolor en el pecho. Decidió no tomar su baño caliente en la posada.

La cena de aquella noche resultó de una calidad inesperada en una humilde posada. Además, no sólo había mejorado notablemente el comportamiento de todos para con él, sino que a pesar de sus protestas había sido trasladado a la mejor habitación que la posada podía ofrecer. Cuando exigió una explicación a la doncella, ésta trató de eludirle. Finalmente, cuando se enfadó con ella quedó resuelto el misterio. Le dijo que mientras había estado fuera aquel día un policía local había llegado para interrogar al dueño de la posada acerca de él. El policía dijo que Kiyoaki pertenecía a una familia eminente, que debía ser tratado con las máximas deferencias y que bajo ningún concepto debía enterarse de la visita del policía. Además, si se movía de la posada, el policía debía ser informado inmediatamente. Kiyoaki sintió temor. Se dio cuenta de que no tenía tiempo que perder.

Cuando se levantó a la mañana siguiente, 24 de febrero, se sintió indispuesto. Tenía dolor de cabeza y le dominaba una terrible languidez. Sin embargo, su mente estaba clara. Si quería ver a Satoko, debía dedicar todas sus fuerzas a la penitencia que tenía que soportar, cualesquiera que fuesen las durezas y privaciones que llevara consigo. Con este pensamiento salió de la posada, y sin alquilar ningún ricksha emprendió el viaje de más de dos millas hasta Gesshu. Afortunadamente era una magnífica mañana. Sin embargo el camino no era fácil. Además la tos le atacaba más, a medida que caminaba, y tuvo la sensación de tener en los pulmones polvo metálico. En la misma entrada de Gesshu tuvo un ataque de tos. La expresión de la cara de la monja que le recibió seguía siendo idéntica al rehusar su petición, en los mismos términos.

Al día siguiente, el 25, empezó a tener escalofríos y fiebre. Aunque comprendía que era imprudente salir alquiló un ricksha y se dirigió al convento, para ser rechazado como antes. Al final empezó a perder sus esperanzas. Obstaculizado por la fiebre que nublaba su mente, trató de evaluar la situación, pero no se le ocurrió ninguna medida factible. Finalmente, pidió al empleado de la posada que enviara un telegrama: «Por favor, ven inmediatamente. Estoy en Kusonaya, Obitoké, en la línea Sakurai. Ni una palabra a mis padres. Kiyoaki Matsugae».

Pasó una noche muy molesta, despertando aturdido en la mañana del día 26.