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A principios del Año Nuevo era costumbre celebrar en palacio un «Recital de Poesía Imperial». Desde que Kiyoaki tenía quince años, el conde de Ayakura le había enviado una invitación todos los años, rasgo natural de elegancia del propio conde. También este año, aunque uno apenas se habría sorprendido de lo contrario, llegó una invitación como de costumbre, a través del Ministerio de la Casa Imperial. El conde iba a asumir otra vez su papel de lector imperial, sin que le detuviera ninguna clase de escrúpulos y era evidente que él había dispuesto la invitación de Kiyoaki.

Cuando mostró la invitación de su padre, el marqués frunció el ceño al ver la firma del conde entre las de los cuatro lectores. Estaba viendo la elegancia a una nueva luz.

—Como es un acontecimiento normal, será mejor que vayas —dijo al fin—. Si no asistieras este año podría darse ocasión a que la gente imaginara alguna desavenencia entre los Ayakura y nosotros. En esencia no suponen que tengamos ninguna conexión con ellos en cuanto concierne al caso.

La ceremonia de la poesía había ido ganando ilusión año tras año en Kiyoaki, quien apreciaba mucho el festival. En ningún otro momento la dignidad del conde de Ayakura se manifestaba como en estas ocasiones, ni Kiyoaki podía imaginar un papel más apropiado para él. Ahora, por supuesto, la presencia del conde le sería penosa, pero aún así le parecía que quería verle. Sentía deseos de mirar con firmeza a los fragmentos sueltos de un poema que en otros tiempos había estado vivo dentro de él. Pensó que allí la imagen de Satoko le llenaría el corazón.

Ya no se creía una espina en la elegancia de los Matsugae. Pero no había cambiado hasta el punto de pensar que en realidad no fuese él uno de los dedos lastimados por las espinas ajenas. Sólo la elegancia se había marchitado. Su corazón estaba desolado, En ninguna parte podría encontrar el sentimiento feliz que inspira los poemas. Estaba vacío. Su alma era como un desierto arrasado por violentos abrasadores. Nunca se había sentido más apartado de la elegancia y de la belleza.

Sin embargo, tal vez fuera este estado de cosas esencial para obtener la verdadera belleza. Este vacío interior, esta pérdida de toda alegría, incluso esta clara incapacidad para creer que el peso opresivo de cada momento era algo real, tal vez eran pruebas de que algo le pertenecía, síntomas de un hombre afligido.

Como ya no se miraba al espejo, no sabía que sus facciones habían evolucionado a la expresión clásica del joven que suspira por amor. Una tarde, cenando en una mesa puesta sólo para él, la doncella puso junto a su plato un vasito de vino. El cristal se oscurecía con el líquido carmesí de su contenido. Sin molestarse en preguntar supuso que era vino y bebió sin vacilación. Luego sintió en la lengua una sensación extraña, un sabor fuerte y difícil de precisar.

—¿Qué es esto?

—La sangre de una tórtola, señor —respondió la doncella—. Me ordenaron que no se lo dijera a menos que usted preguntara. Fue el cocinero, señor. Dijo que quería que el joven amo volviera a estar en forma y a recobrar la salud otra vez. Así cogió una tórtola y la preparó para usted.

Al sentir el líquido desagradablemente suave deslizarse por la garganta, recordó la historia que los criados habían repetido tantas veces para asustarle cuando era niño. Una vez más vio la imagen perturbadora que se había formado entonces, de una tórtola levantando la cabeza como un fantasma siniestro, con los ojos fijos en él. Ahora la muerte había sorprendido a la tórtola, y él acababa de beberse su sangre sin saberlo. Toda una etapa parecía tocar súbitamente a su fin. El terror se estaba trasformando en él en una energía no familiar, que circulaba por él con una fuerza cuya intensidad era imposible adivinar.

* * *

El orden en el Recital Poético Imperial de cada año era leer las selecciones según la categoría social del escritor, empezando con los poemas escritos por los de inferior rango. El lector comenzaba leyendo breves palabras de introducción del poeta, y luego daba a conocer su cargo y categoría. Con los poemas posteriores el lector daba primero el cargo y la categoría, y luego empezaba a recitar el poema.

Entre los lectores imperiales, el conde de Ayakura desempeñaba el honroso cargo de jefe. Una vez más, tanto sus majestades como su alteza imperial el príncipe de la corona, le agraciaban con su atención, cuando los tonos de su voz bien modulada se dejaban oír en la sala.

Ningún sentimiento de culpa enturbiaba aquella claridad. Pero sí despertaba tristeza en los corazones de sus oyentes. Cuando leía cada poema, la cadencia de sus palabras parecían los pasos de un sacerdote Shinto subiendo, uno a uno, los escalones de piedra de un santuario. Era una voz en tono ni masculino ni femenino.

Ni una sola tos rompió el silencio del auditorio. Aunque su voz era hermosa no resultaba sensual, ni llamaba la atención hacia él mismo a expensas del poema. Lo que brotaba de su garganta era la esencia de la elegancia, impermeable a la vergüenza, y su mezcla paradójica de regocijo y patetismo fluía por la sala como una niebla. Hasta ahora, los poemas se habían recitado sólo una vez, pero cuando el conde concluyó el del príncipe de la corona, con la fórmula «Es la composición más eminente de su majestad el heredero al trono imperial», pasó a recitarla una vez más.

El poema de la emperatriz se recitó tres veces. El conde leía el primer verso, y luego desde el segundo en adelante los cuatro lectores recitaban al unísono. Con la excepción del emperador, el resto de la familia imperial, incluyendo al príncipe de la corona, y por supuesto todos los que formaban el auditorio, se ponían en pie para escuchar. Este año, su majestad imperial había compuesto un poema de excepcional gracia y nobleza. Mientras estaba de pie escuchándole, Kiyoaki dirigió una mirada furtiva al conde de Ayakura, a cierta distancia de él. Advirtió cómo el papel en que estaba escrito el poema descansaba doblado en la mano blanca del conde, tan pequeña como la de una mujer.

Aunque apenas estaba concluido un caso que había implicado al conde y conmovido a todo el país, Kiyoaki no se sorprendió de no advertir ningún rasgo nervioso en su voz, mucho menos la profunda pesadumbre lógica en un padre cuya hija única se ha perdido para el mundo. La voz seguía clara, hermosa, nunca estridente, ejecutando exactamente lo que se le había confiado. Aunque pasaran mil años, el conde seguiría sirviendo a su emperador como le estaba sirviendo ahora, el más extraño de sus pájaros cantores.

El recital poético imperial llegó a su punto final. Era el momento de leer el poema de su majestad imperial. El conde de Ayakura se acercó reverentemente hacia la proximidad inmediata del emperador, y con toda gravedad cogió la composición imperial, y la alzó al nivel de su frente. Luego la recitó cinco veces. Mientras leía, la pureza de su voz se hizo aún más pronunciada, hasta que por fin llegó al final de la quinta lectura y concluyó con las palabras «Es la composición más augusta de su sagrada majestad».

Kiyoaki, en el entretanto, miró temerosamente a la cara del emperador, animada su imaginación con el recuerdo del difunto emperador que le acariciara la cabeza cuando era niño. Su majestad parecía más frágil de lo que había sido su padre, y aunque escuchaba la lectura de su propia composición, la cara no mostraba ningún signo de complacencia, sino al contrario, mantenía su fría compostura.

Súbitamente Kiyoaki se estremeció ante la idea improbable de que su majestad imperial estuviera conteniéndose de una ira dirigida contra él.

—Me he atrevido a traicionar a su majestad. No queda otro camino que la muerte.

Se aferró a este pensamiento mientras permanecía allí, con la atmósfera que le rodeaba cargada de rica fragancia de incienso, pareciéndole que podía sucumbir en cualquier momento. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, pero no pudo notar si era de regocijo o de temor.