XLVIII

Después de darse a conocer la ruptura del compromiso, la familia vigilaba a Kiyoaki aún más estrechamente, y el mayordomo Yamada estaba encargado de acompañarle a la escuela. Sus compañeros de clase, que no tenían ninguna sospecha de cuáles fueran las circunstancias, no sabían a qué atribuir tal solicitud, sólo ordinaria con los más jóvenes muchachos del primer grado. Además, sus padres no volvieron a cambiar una sola palabra sobre el asunto en su presencia, y todos los demás de la casa se comportaban delante de él como si nada hubiera sucedido.

La sociedad sin embargo estaba recelosa. Kiyoaki se sorprendió al descubrir que incluso los hijos de las familias más prestigiosas estaban tan a oscuras con relación a este acontecimiento, que algunos de ellos fueron a preguntarle qué opinaba sobre el particular.

—Todo el mundo es muy comprensivo con los Ayakura, pero ¿sabes lo que pienso? —dijo un estudiante—. Yo creo que esto va a influir en la reverencia del pueblo por la familia imperial. ¿No anda diciendo todo el mundo que esa señorita ha perdido el juicio? Pero ¿por qué se ha revelado la noticia ahora?

Mientras Kiyoaki buscaba la mejor contestación, Honda, que estaba de pie junto a él, entró en la brecha:

—Cuando uno está enfermo no hay forma de saberlo hasta que aparecen los síntomas definitivos, ¿no es así? ¿Por qué no dejáis de chismorrear como colegialas?

Pero este recurso a la masculinidad carecía de efectividad. Para empezar, la familia de Honda no tenía razones para calificarle a él como persona al tanto del asunto. Para calificar a una persona como enterada del asunto tenía que decir algo así como «ella es mi prima», o incluso «es hija de la querida de un tío mío». Es decir, tener acceso a información de entre bastidores. En el colegio, muchachos de quince o dieciséis años eran capaces de decir con todo aplomo que «el ministro del Interior ha tenido un fuerte dolor de cabeza, y anoche llamó a mi padre para contárselo», o «todo el mundo dice que el ministro del Interior está en cama con un fuerte resfriado, pero la verdad es que acudía a una audiencia imperial, tropezó al caerse de su carroza y se hizo daño en un tobillo».

Extrañamente, la reserva habitual de Kiyoaki había operado en favor suyo en este asunto, pues aparte de Honda ninguno de sus compañeros de clase tenía la menor idea de sus relaciones con Satoko, ni conocía nadie el papel del marqués de Matsugae en todo ello. Sin embargo, un hijo de la antigua nobleza cortesana, emparentado con los Ayakura, insistía vehementemente en que no era posible que una chica tan hermosa y dotada como Satoko hubiera perdido la cabeza, pero lo único que consiguió fue miradas despectivas de sus compañeros de clase, quienes veían en él una persona deseosa de defender a su propia familia.

Todas estas cosas molestaban a Kiyoaki. No obstante, jamás hizo la menor observación en defensa de Satoko. Aquella agonía era el tormento del cobarde.

Siempre que surgía entre sus compañeros este tema y se oía el nombre de Satoko, se ponía a mirar por la ventana del aula como si estuviera absorto en la contemplación de las montañas lejanas, ahora bajo la influencia del invierno, resplandecientes de blancura sus faldas nevadas. Se imaginaba a Satoko remota e inaccesible. No pronunciaría una sola palabra en su defensa. La verdad distante y dolorosa era visible sólo para Kiyoaki, y le golpeaba en el corazón. Aceptando la imputación de locura, Satoko se había absuelto a sí misma. Pero ¿qué decir de él?

Había momentos en que deseaba gritar con toda la fuerza de su voz su culpabilidad. Pero entonces el terrible sacrificio de ella sería en vano. ¿Valdría la pena el coraje de anularlo con el fin de tranquilizar su conciencia? ¿O el verdadero valor exigía que él soportara en silencio como un virtual prisionero? Era todo demasiado complejo para él. Pero continuar así, sometido a la voluntad de sus padres y a la de toda la casa, era persistir en una actitud que cada vez resultaba más complicada.

En otros tiempos, la pereza y la melancolía habían sido los elementos intrínsecos de la vida, tal como él quería que ésta fuese. ¿Cómo había perdido su capacidad de no desesperar nunca? ¿Se había perdido como el paraguas olvidado en casa de alguien? Ahora necesitaba en qué esperar, si quería soportar la pereza y la melancolía. Y como no había nada, ni remotamente, que le alentara en su situación, empezó a labrarse una esperanza nueva.

«El rumor sobre su demencia es tan increíble, que ni siquiera merece la pena discutirlo —pensaba—; desde luego, yo no lo creo. ¿Entonces, por qué no puede ser verdad que su huida del mundo para hacerse monja sea sólo una estratagema? Tal vez haya montado esta comedia audaz para ganar tiempo y librarse de este matrimonio. En otras palabras, por mí. Si esto es verdad, debemos guardar un silencio perfecto, aunque nos separe tan gran distancia. Eso explica que no me haya escrito una sola carta. ¿Qué otra cosa podría significar su silencio?».

Si Kiyoaki hubiera entendido verdaderamente su carácter, habría sabido inmediatamente que aquella ficción que imaginaba era algo imposible. Después de todo, ¿no era la imagen de una Satoko dominante una ilusión creada por él partiendo de su propia timidez? ¿Acaso ella no era más real que un copo de nieve derretido? ¿Había fijado él sus ojos en un solo aspecto de la verdad? Por consiguiente, ¿su esperanza le convertía en presa de autodecepción? Era una esperanza con tristeza implícita. Sin él darse cuenta, su corazón había empezado a derretirse en piedad y en ternura, como el hielo bajo los rayos del sol. Sintió la urgencia de ser amable con la gente. Y empezó a mirar más de cerca al mundo que le rodeaba.

Había un estudiante, hijo de un marqués de rancio linaje, a quien apodaban «el Monstruo». Había corrido el rumor de que tenía lepra, pero como nadie podía creer que a un leproso se le permitiera asistir a las clases, sólo podía tener alguna otra enfermedad no contagiosa. Se le había caído la mitad del cabello. Tenía la tez pálida y su piel carecía de lustre. Su espalda estaba encorvada. Nadie sabía cómo eran sus ojos, porque los tenía bien tapados con la visera de la gorra. Tenía un permiso especial para llevarla puesta incluso durante las clases. Moqueaba constantemente, y hacia con la nariz un ruido como de agua en ebullición. Como nunca hablaba con nadie, cogía un libro durante los descansos y caminaba hasta el extremo del campo de césped donde se sentaba a leer.

Por supuesto, tampoco Kiyoaki había tenido nunca relación alguna con este estudiante, quien además estaba en un curso distinto. Aunque sus padres eran nobles de la misma rama, Kiyoaki parecía encarnar la nobleza más que ningún muchacho del colegio, mientras que el otro era como un emisario de la fealdad.

Aunque la esquina de la pradera, lugar escogido por «el Monstruo», estaba iluminada por buen sol a principios del invierno, todos se apartaban de allí. Cuando Kiyoaki llegó y se sentó a su lado, cerró el libro y se irguió como si se preparara para huir, lo que hacía siempre. Sólo su ronquido constante y su moqueo rompían el silencio.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó el muchacho hermoso.

—Nada… —repuso el muchacho feo.

Puso el libro detrás de él, pero no antes de que Kiyoaki alcanzara a leer en el lomo el nombre de Leopardi. La letra dorada proyectó un débil reflejo sobre la hierba.

Como «el Monstruo» no estaba dispuesto a hablar, Kiyoaki se fue separando de él sin levantarse, estiró las piernas, y se acostó de costado, apoyándose en un codo, sin hacer caso de la hierba seca que se adhería a su uniforme de lana. En silencio, delante de él, «el Monstruo» se revolvía intranquilo, cerrando el libro, que había vuelto a abrir otra vez. Kiyoaki creyó estar mirando una caricatura de su propia miseria, y su suavidad inicial empezó a dar paso a la indignación. Conforme el cálido sol cedía en su prodigalidad, Kiyoaki observó que la figura del hijo del marqués empezaba a experimentar una transformación gradual. Sus piernas entumecidas se estiraron cautelosamente, y tendido en la hierba se apoyó en un codo frente a Kiyoaki. Quedaban tan iguales como un par de leones custodiando la entrada de un templo. Bajo la visera de su gorra, los labios del ogro, aunque no sonriendo, al menos dejaban traslucir la insinuación de que el muchacho feo estaba de buen talante. Los dos hijos de marqués, uno feo y otro bello, hacían buena pareja. «El Monstruo» había aceptado el capricho de Kiyoaki de ofrecerle piedad, no mostrando ni gratitud ni resentimiento, sino llamando a lo profundo de su conciencia. Si se hacía caso omiso de las caras, aquellos dos jóvenes presentaban una simetría notable sobre la hierba, desde las trencillas que adornaban sus uniformes hasta los bajos de los pantalones.

El intento de Kiyoaki para penetrar en la reserva del otro no podía haber sido rechazado de manera más completa, y al mismo tiempo con mayor suavidad.

Desde el cercano campo de tiro al arco llegaba el silbido de las cuerdas y el chasquido seco de las flechas. Su propio corazón le pareció en aquel momento una flecha que había perdido las plumas blancas que le daban seguridad en la dirección.