XLVII

Sólo el conde de Ayakura entre los tres visitantes mantuvo una apariencia de afabilidad desde el principio hasta el fin. Entretuvo a la abadesa y a Satoko con una conversación casual y tranquila sobre el mundo en general, y en ningún momento dejó entrever la más ligera indicación de desear que Satoko cambiara de pensamiento.

A diario llegaba un telegrama del marqués de Matsugae exigiendo un informe de la situación. Finalmente la condesa se abatió y lloró, suplicante ante su hija, pero no consiguió nada. Al tercer día de su llegada, la condesa y la marquesa partieron para Tokio, poniendo toda su confianza y esperanzas en el conde, que quedaba en Gesshu. La tensión había causado tales estragos en la condesa, que se metió en la cama tan pronto como llegó a su casa.

En cuanto al conde, pasó una semana en Gesshu sin hacer absolutamente nada. Tenía miedo de regresar a Tokio. Como no había hecho el menor intento para persuadir a Satoko de regresar a la vida secular, la abadesa bajó la guardia y dio al padre y a la hija la oportunidad de estar solos. Sin embargo, una monja les vigilaba a distancia.

Los dos se sentaron uno frente al otro en silencio, en un mirador donde llegaba algo del sol del invierno. Más allá de las ramas secas de los árboles, algunas nubes desparramadas resaltaban el azul del cielo. Un doral contestaba tímidamente a un mirlo. Pasaban sentados largo tiempo sin hablar una palabra. Finalmente el conde de Ayakura habló con una sonrisa insinuada.

—A partir de ahora no podré alternar mucho en sociedad, por causa tuya.

—Te ruego que seas bueno y me perdones —contestó Satoko con gran serenidad, sin la menor señal de emoción.

—Vaya, veo que tienes en este jardín toda clase de pájaros —dijo después de unos momentos.

—Sí, tenemos toda clase de pájaros.

—Di un corto paseo esta mañana. Cuando las frutas están maduras parece que los pájaros las hubieran picoteado ya. Me da la impresión de que no hay nadie que cuide la fruta.

—Sí, eso es exactamente lo que sucede.

—Creo que tendremos nieve —añadió, sin obtener respuesta.

Los dos, padre e hija, siguieron sentados en silencio, contemplando el jardín. A la mañana siguiente, el conde de Ayakura abandonó Gesshu. Y cuando se encontró con el marqués de Matsugae en Tokio, tras haber fracasado en su misión, descubrió que el marqués no estaba enfadado. Era ya el 4 de diciembre. Faltaba sólo una semana para la ceremonia de los esponsales. El marqués llamó en seguida al superintendente general de la policía metropolitana. Su plan consistía en acudir a la policía para sacar a Satoko del convento, por la fuerza.

El superintendente general envió una orden confidencial a la policía de Nara. Como se trataba de poner pie en un convento cuya abadesa era tradicionalmente una princesa imperial, la policía de Nara tuvo miedo de incurrir en la ira del Ministerio de la Casa Imperial. Mientras el templo estuviera recibiendo ayuda de los fondos imperiales, aunque sólo fueran mil yens al año, la más ligera violación de su autonomía sería algo para dar que pensar. Por tanto, el propio superintendente general fue a Nara en privado, acompañado de un subordinado de confianza, vestidos de paisano. La abadesa no dio la menor señal de alarma cuando la monja le entregó la tarjeta.

Después de pasar una hora con la abadesa y tras tomar una taza de té, tuvo que retirarse, rindiéndose ante la fuerza de su dignidad. El marqués había jugado la última carta que tenía en la mano, y llegado al entendimiento de que no quedaba qué hacer sino pedir a los Toinnomiya que aceptaran la retirada de Satoko del matrimonio. En las últimas semanas, el príncipe Toin había enviado un funcionario a los Ayakura varias veces, y estaba preocupado por tan extraño comportamiento.

El marqués citó al conde en su casa y le dijo que no les quedaba otra alternativa que aceptar la situación. Luego perfiló la estrategia a seguir. Se presentarían a los Toinnomiya con un certificado firmado por un médico de reputación testificando que Satoko había sido víctima de una durísima crisis nerviosa. La responsabilidad compartida de mantener este secreto podía unir a los Toinnomiya con los Ayakura y los Matsugae en confianza total, lo que tal vez paliara la ira del príncipe. En cuanto al público en general, todo lo que había que hacer era extender el rumor de que los Toinnomiya habían dado una explicación cortés, en el sentido de que el compromiso había sido cancelado y que Satoko había vuelto la espalda al mundo ingresando en un convento. Como resultado de esta inversión de causa y efecto, los Toinnomiya, aunque obligados, en cierto modo, a hacer el papel de villanos, mantendrían incólumes, sin embargo, el nombre y el prestigio. Y los Ayakura, aunque incurrirían en cierta vergüenza se beneficiarían de la simpatía general.

Era evidente que nunca daría resultado dejar que las cosas se escaparan de la mano. Si eso sucediera, se acumularía excesiva simpatía en favor de los Ayakura, y los Toinnomiya, enfrentados con el alboroto de una hostilidad injustificada, se verían obligados a clarificar las cosas, y por tanto sería imperativo conocer un certificado médico real y verdadero de Satoko. Era esencial ofrecer una versión, sobre todo a los periodistas, sin concretar demasiadas causas y efectos de la ruptura del compromiso por los Toinnomiya y la profesión de monja de Satoko. Debían ser presentados como acontecimientos separados, pero habría que invertir la secuencia cronológica. Los reporteros, por supuesto, apenas quedarían satisfechos con semejante explicación. En este caso sería necesario dejarles ver cierta insinuación de que en efecto existía una causa, pero las familias implicadas exigían el compromiso de no revelarla.

Tan pronto como obtuvo la aprobación de este plan por el conde de Ayakura, el marqués llamó al doctor Ozu, director de la Clínica Mental de Ozu, y le requirió para que acudiera a la residencia de los Matsugae para llevar a cabo un reconocimiento en el más riguroso secreto. La clínica gozaba de excelente reputación en cuanto a proteger el secreto de sus pacientes eminentes, cuando surgían emergencias de esta clase. El doctor Ozu tardó mucho tiempo en llegar, sin embargo, y en el intervalo el marqués ya no pudo ocultar por más tiempo su irritación al conde, quien se vio obligado a esperar al doctor con él. Pero como hubiera sido del todo inadecuado en tales circunstancias enviar un coche desde la residencia de Matsugae, al marqués no le quedaba otra cosa que esperar.

Cuando llegó el doctor, fue llevado a un pequeño locutorio del segundo piso, donde ardía un espléndido fuego en la chimenea. El marqués se presentó a sí mismo y al conde, y ofreció al doctor un cigarro puro.

—¿Y dónde le gustaría a usted que examinara al paciente? —preguntó el doctor Ozu. El marqués y el conde cambiaron una mirada.

—Bueno —replicó el marqués—, la verdad del asunto es que el paciente no está aquí en este momento.

Tan pronto como supo que se le pedía que firmara un certificado médico sobre un paciente a quien nunca había visto, el médico enrojeció de rabia. Lo que le provocó más fue la expresión que estaba seguro haber captado en los ojos del marqués, de que estaba convencido de que conseguiría aquella firma.

—¿A qué se debe esta petición absurda? —demandó—. ¿Acaso me consideran ustedes uno de sus médicos de sociedad, que pueden comprarse?

—Créame, doctor —replicó el marqués—. En modo alguno le hemos confundido con ningún caballero de esa clase. —Sacó el cigarro puro de la boca y empezó a pasear por la estancia. Luego, mirando al doctor y notando cómo sus mejillas brillaban con la luz de la chimenea, se dirigió a él en tono solemne y grave—: En cuanto al certificado médico, se trata de algo esencial para la tranquilidad de su sagrada majestad.

* * *

Cuando el marqués tuvo el documento firmado pidió una reunión urgente con el príncipe Toin y a la noche siguiente fue a su residencia.

Afortunadamente, el joven príncipe estaba otra vez de maniobras con su regimiento. Como el marqués había pedido específicamente una audiencia con el príncipe Haruhisa, la princesa no estaba al lado de su esposo cuando éste saludó al marqués.

El príncipe parecía de un talante jovial, instando a su invitado a tomar una copa de vino francés, pasando a hablar luego de distintos temas, sin olvidar declarar una vez más lo magnífico que había resultado el festival del cerezo la primavera anterior. Hacía algún tiempo que no tenían la oportunidad de hablar así los dos, y el marqués volvió a recordar las experiencias que compartieron durante los Juegos Olímpicos de París, en 1900, y después pasó a distraer al príncipe con una variedad de anécdotas sobre el cabaret, bien recordado por ambos, así como la famosa fuente del champán. Parecía que ninguno de los dos tuviera la menor preocupación.

No obstante, el marqués sabía muy bien que bajo aquella compostura digna del príncipe, de hecho estaba esperando con ansiedad y recelo oír lo que tuviera que decirle. El príncipe no había pronunciado una sola palabra acerca de la ceremonia de los esponsales, sólo ya a pocos días de distancia. Como la luz del sol sobre una arboleda, la luz de la bombilla sobre el bigote gris revelaba una expresión fugaz de inquietud, que de vez en cuando aparecía en la boca.

—Pues bien, por lo que respecta a mi presencia aquí esta noche… —dijo el marqués, bordeando el tópico en un tono deliberadamente frívolo, ágil como el pájaro que se lanza rápido sobre su nido, después de haber volado alrededor algún tiempo con negligente descuido—. Tengo la desagradable misión de informar de cierta noticia desafortunada que no es fácil de expresar. La hija de Ayakura ha perdido la razón.

—¿Qué? —los ojos del príncipe se abrieron exageradamente tras la noticia.

—Ayakura, siendo la persona que es, lo ha mantenido completamente en secreto. Sin ni siquiera consultar conmigo, ingresó a Satoko en un convento, con la esperanza de evitar un escándalo, y no ha sido capaz de reunir suficiente coraje para informar a su alteza de lo ocurrido.

—Pero esto es increíble. ¿Cómo ha esperado hasta ahora?

El príncipe apretó firmemente los labios, y las guías del bigote se le hundieron. Miró fijamente unos instantes a las punteras de los zapatos que brillaban con la luz proyectada desde la chimenea.

—Este es un certificado médico firmado por el doctor Ozu. Realmente, como usted ve, está fechado hace un mes, pero Ayakura no me lo había enseñado hasta ahora. Todo esto se debe a mi descuido y no encuentro palabras para expresar mi pesadumbre…

—Si está enferma, está enferma. No puede remediarse. Pero ¿por qué no me lo comunicó antes? Se explica el viaje a Kansai. Ahora que lo menciono: cuando estuvieron aquí para rendir sus respetos antes de partir, ella no tenía muy buen color y la princesa Toin quedó preocupada por ello.

—Su mente empezó a fallar desde septiembre último, y según dicen, estuvo haciendo toda clase de cosas extrañas, hasta que por fin llegó a mi conocimiento tal novedad.

—Bien, así se encuentra la situación. Nada puede hacerse sobre el particular —afirmó el príncipe—. Iré a palacio mañana temprano para expresar mis excusas al emperador. No sé cómo lo tomará su majestad. Me dejará este certificado, ¿verdad? Tendré que mostrárselo.

La exquisita educación del príncipe Toin se puso de manifiesto, al no decir una sola palabra sobre el joven príncipe Harunori. En cuanto al marqués, mantuvo durante toda la entrevista sus astutos ojos fijos en cada cambio de expresión en la cara del príncipe. En ésta pudo ver subir oscuras olas amenazadoras, para luego caer, y volver a subir de nuevo. Y después de examinar este proceso durante algún tiempo sintió calmada su propia ansiedad. El momento de mayor peligro había pasado.

El príncipe llamó a su esposa, y después de discutir hasta bien entrada la noche el mejor plan a seguir, el marqués de Matsugae se despidió.

* * *

A la mañana siguiente el príncipe Harunori regresó de las maniobras, justo en el embarazoso momento en que su padre se disponía a dirigirse al palacio imperial. El príncipe Toin tomó a su hijo aparte y le informó de lo sucedido. No hubo emoción en aquella cara joven y serena al responder que se comportaría enteramente de acuerdo con los deseos de su padre en este asunto. El joven no mostró ningún signo de perturbación por el curso de los acontecimientos.

Como estaba cansado, tras una noche entera de maniobras, se fue a dormir tan pronto como vio salir a su padre. Su madre, sin embargo, segura de que no sería capaz de dormirse después de aquella noticia, acudió a su habitación.

Cuando levantó los ojos hacia su madre ésta se dio cuenta de que los tenía ligeramente enrojecidos, quizá por falta de sueño, pero su expresión era firme como siempre.

—Así que fue anoche cuando el marqués nos trajo la noticia.

—Sí, justamente anoche.

—Mira, madre, acabo de recordar algo que tuvo lugar hace mucho tiempo, cuando yo era teniente en palacio. Creo que te lo dije entonces, ¿no? Pues bien, iba yo a celebrar una audiencia con el emperador cuando acerté a encontrarme con el mariscal Yamagata en el pasillo. Nunca lo olvidaré, madre. El mariscal acababa de salir de una audiencia, creo yo. Como de costumbre, llevaba abrigo de uniforme con amplias solapas, la visera de la gorra le caía sobre los ojos, y andaba con las manos en los bolsillos como si no le importara nadie. Se dirigía hacia mí por el pasillo, con la espada casi arrastrándole. Yo le di al instante paso con respeto, me cuadré y le dirigí el saludo militar. Él me echó una mirada rápida con aquellos ojos que nunca sonreían. Seguramente, madre, el mariscal Yamagata me conoció. Pero agachó la cabeza y siguió por el pasillo, sin ni siquiera devolverme el saludo. ¿Te imaginas, madre, por qué me he acordado de este hecho ahora?

* * *

Un artículo, en el periódico del día siguiente, informaba al público que todos se verían privados de las fiestas que habían sido anunciadas con tanto regocijo. No habría ceremonia de esponsales. El compromiso estaba cancelado, «debido a especiales circunstancias en la familia de su majestad imperial el príncipe Harunori». Y así, Kiyoaki, a quien no se le había informado acerca de los últimos acontecimientos, se enteró de lo ocurrido.