Al regreso de su esposa, cuando el conde de Ayakura se enteró de este hecho asombroso, dejó pasar toda una semana sin decir nada, demora que provocaría la ira del marqués de Matsugae. La casa de los Matsugae descansaba segura en el supuesto de que Satoko había regresado ya a Tokio, y que de esto se había informado cumplidamente a la familia del príncipe Toin. Un error de esta clase era algo fuera de propósito para el marqués de Matsugae, pero una vez que su esposa regresara de Osaka y dijo que sus planes meticulosos habían sido llevados a cabo sin el menor desliz, la satisfacción ocupaba el primer lugar y se sentía seguro.
La abstracción del conde de Ayakura persistía. Para él, sólo una mente vulgar estaría dispuesta a reconocer la posibilidad de una catástrofe. Creía que ir dejando pasar el tiempo era mucho más beneficioso que confrontar las catástrofes. Por precipitado que pareciera el futuro, sabía por el juego del kemari que la bola debe bajar siempre. No había razón para consternarse. La pesadumbre y la rabia, junto con otras reacciones apasionadas, eran errores fácilmente cometidos por gente sin refinamientos. Y el conde no era ciertamente un hombre así.
Lo mejor, dejar las cosas a su aire. Mejor era aceptar cada gota de miel que daba el tiempo, que rendirse a la vulgaridad de una decisión. Por grave que fuese el asunto entre manos, si se le descuidaba por un largo tiempo, ese descuido mismo empezaría a afectar a la situación, y alguien surgiría como aliado. Tal era la versión de la política del conde de Ayakura.
Una vez de vuelta al lado de su marido, la condesa se sintió cada día menos afectada por la ansiedad que la había oprimido en Gesshu. En tales circunstancias hubo la suerte de que Tadeshina estuviese fuera, e incapaz por tanto de actuar con una de sus embestidas impulsivas. El conde había tenido la amabilidad de enviarla a pasar una convalecencia agradable en los tibios baños de Yugawara.
Sin embargo, pasada una semana hubo una llamada telefónica del marqués de Matsugae, y el conde de Ayakura no pudo mantener el secreto más tiempo. El marqués quedó temporalmente mudo cuando supo que en realidad Satoko no había regresado, y sintió la inquietud de las grandes premoniciones.
El marqués y su esposa no perdieron tiempo en hacer una visita a los Ayakura. Al principio el conde respondía con respuestas vagas, y luego, cuando salió la verdad a la luz, el marqués se puso tan furioso que dio un golpe en la mesa con el puño.
* * *
Y así sucedió que este salón arreglado para única habitación de estilo occidental de la mansión, se convirtió en el escenario para la primera confrontación de las dos parejas, despojadas de todo refinamiento. Las mujeres evitaban mirarse, y cada una de ellas, de vez en cuando, dirigía una mirada furtiva a su correspondiente marido. Aunque los dos hombres se enfrentaban uno a otro, el conde de Ayakura tendía a inclinar la cabeza. Sus manos, descansando sobre la mesa, eran pequeñas y blancas, como las de una muñeca. En contraste, a pesar de su debilidad esencial, las facciones ásperas del marqués podían haber servido de máscara Noth del diablo enfurecido, con las cejas ferozmente retorcidas.
La furia del marqués lo avasalló todo durante algún tiempo. Pero incluso mientras daba salida al enfurecimiento, empezó a sentirse perplejo sobre su propia estimación. Después de todo, su posición en este asunto estaba a salvo desde el principio al final. Apenas podía haber encontrado un antagonista más débil y digno de lástima que el que ahora tenía delante. El color del conde no era sano. Mientras estaba sentado allí en silencio, se reflejaba en su cara una expresión, en parte de dolor, en parte de desmayo, que parecía esculpirle en marfil. Los párpados recalcaban la proyección profunda de unos ojos habitualmente deprimidos, así como su melancolía. El marqués tenía la sensación, y no era la primera vez, de que aquellos ojos eran de mujer.
La reticencia del conde de Ayakura, su forma de hundirse en la silla, indicaban con toda claridad la graciosa elegancia de la tradición antigua, que no aparecía en ninguna parte de la ascendencia del marqués. Tenía algo del plumaje manchado de un pájaro muerto, ser que había cantado maravillosamente, pero cuya carne era insípida y por tanto incomestible.
—¡Es del todo increíble que haya sucedido una cosa tan positivamente desdichada! ¿Qué excusas podremos ofrecer al emperador, a toda la nación? —clamaba el marqués, atento sólo a que su cólera se extendiera en una corriente de sílabas rotundas, pero consciente de que la línea que lo apoyaba podía romperse en cualquier minuto. La cólera era inútil contra el conde, quien no conocía la lógica ni sentía la más remota inclinación a iniciar ninguna acción. Lo que todavía era peor, el marqués se fue dando cuenta de que cuanto más se enfurecía mayor era la fuerza con que su pasión se volvía implacable contra sí mismo.
No podía creer que el conde hubiera planeado aquel resultado desde el principio. Pero sin embargo veía con dolorosa claridad que el conde había utilizado su negligencia para forjar una posición ante los acontecimientos, cuya responsabilidad vendría a descargar no en sí mismo, sino en su aliado.
Después de todo, fue el marqués quien pidió al conde que diera una educación y crianza a su hijo que le despertara sentido de la elegancia. Indudablemente eran los deseos de la carne de Kiyoaki los que habían acarreado esta desgracia, y uno podía perfectamente argüir que esto era consecuencia del veneno sutil que había empezado a infectar su espíritu desde su llegada a casa de los Ayakura siendo niño. Por supuesto, instigador de todo esto no era otro que el propio marqués. Además, en esta reciente evolución de la crisis el marqués había insistido en enviar a Satoko a Osaka, sin pensar que podría ocurrir algo como lo ocurrido. En consecuencia, todo conspiraba a volver la fuerza de la cólera del marqués contra sí mismo.
Finalmente, gastado por el esfuerzo y abatido por la creciente ansiedad, el marqués contuvo la lengua. El silencio se prolongó y se hizo más profundo, hasta parecer como si los cuatro se hubieran reunido en esta habitación para meditar en grupo. Del patio de la casa llegaba el cloquear de las gallinas. Cada vez que el viento del invierno soplaba entre los árboles, las agujas de los pinos se movían. No se oía ningún ruido de actividad humana en parte alguna de la casa, y el silencio parecía pesar sobre la atmósfera del locutorio. La condesa rompió el silencio:
—Fue mi negligencia la causa de todo esto. No hay forma con que yo me pueda excusar ante usted suficientemente, marqués de Matsugae. Sin embargo, tal como están las cosas, ¿no sería mejor un intento de hacer cambiar de opinión a Satoko lo antes posible, y dejar que se celebre la ceremonia de los esponsales, como está planeado desde el principio?
—¿Pero qué haremos con su cabello? —fue la inmediata réplica del marqués.
—Bueno, en cuanto a eso, si nos movemos con celeridad y mandamos que le preparen una peluca el público no lo advertirá durante algún tiempo…
—¡Una peluca! —exclamó el marqués, interrumpiendo antes que la condesa terminara, con una nota de júbilo estremecido en su voz—. Yo nunca pensé en semejante cosa.
—Sí, desde luego —dijo su esposa, conviniendo con él—. Nosotros nunca pensamos en semejante solución.
A partir de entonces, mientras los otros se contagiaban del entusiasmo del marqués, la peluca fue todo sobre lo que hablaron. Por primera vez se oyeron risas en el salón, cuando los cuatro competían en insistir en esta idea brillante. Sin embargo, no todos pusieron el mismo grado de fe en la idea de la condesa. El conde no confiaba demasiado en su eficacia. El marqués tal vez compartiera aquel escepticismo, pero era capaz de fingir que lo creía. Y el mismo conde quería beneficiarse.
—Aunque el joven príncipe sospeche algo del cabello de Satoko —dijo el marqués, bajando la voz a un susurro mientras reía—, no cabe duda de que no va a decidirse a tocarlo.
Una atmósfera de cordialidad invadió la sala a pesar de lo frágil de la ficción. Nadie pensaba en el alma de Satoko. Era sólo su cabello lo que importaba al interés nacional.
El padre del marqués había consagrado todas sus fuerzas y pasión a la restauración imperial. Su mortificación habría sido amarga si hubiera sabido que la gloria que él había ganado para el nombre de su familia iba a depender un día de la peluca de una mujer. Esta maniobra sombría era el dolor de la casa de los Matsugae. Mucho más que de los Ayakura. Pero el actual marqués, en lugar de dejar las decepciones refinadas a los Ayakura, que se habían criado para esas cosas, se había fascinado, y así la casa de Matsugae se veía forzada a compartir una carga desacostumbrada.
La verdad de todo era que la peluca sólo existía de momento en su imaginación y eran totalmente desconocidas las intenciones de Satoko. Sin embargo, una vez que consiguieran colocarle la peluca podrían reconstruir el cuadro con las piezas revueltas del rompecabezas. Todo parecía por tanto depender de una peluca, y el marqués se entregó al proyecto con entusiasmo.
Cada uno de los cuatro reunidos contribuyó sinceramente a la elección de una peluca artificial inexistente. Satoko tendría que llevar una peluca larga y lisa para la ceremonia de los esponsales. En cambio para diario sería necesaria otra de estilo occidental. Y como no habría aviso previo si alguien podía verla, no podría quitársela ni cuando se bañara. Cada uno empezó a usar su imaginación para preparar esta peluca con la que habían decidido coronarla. Cada uno de los cuatro sabía muy bien que no sería cosa fácil y que bajo la peluca habría una cara marcada con la infelicidad. Pero no querían reflexionar mucho sobre este aspecto del problema.
—Esta vez le agradecería muchísimo que usted mismo, conde, fuera allí para impresionar a su hija sobre la firme decisión que tiene usted tomada. Condesa, lamento que tenga usted que tomarse la molestia de un segundo viaje, pero yo arreglaré las cosas para que mi esposa vuelva a acompañarla. Por supuesto, también yo iría, sin embargo… —aquí, el marqués, que era muy sensible a las apariencias, tartamudeó ligeramente—, si yo fuera, comprendan ustedes, sin duda daría lugar a que la gente sospechara. Por tanto me quedaré aquí. Me gustaría el viaje dentro del mayor secreto posible. En lo que concierne a la ausencia de mi esposa, correremos la noticia de que está enferma, y mientras tanto, aquí en Tokio, permítanme que yo mire en distintos sitios para contratar al mejor artesano, que nos hará la más bonita peluca. Si algún periodista lograse meter la nariz en esto tendríamos una delicada situación. Pero les pido que dejen este asunto de mi cuenta.